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11 de noviembre de 2011

Las seis rayas

La vieja leyenda era profética, pero como tal, desestimada, olvidada en los anaqueles de la biblioteca, donde los libros reposaban para la eternidad, sumando una capa de polvo tras otro.
El pueblo, otrora gran punto de referencia entre los bosques de la zona, estaba abandonado a su suerte, como cruel broma del destino, que osó llevar los nuevos y veloces caminos más hacia al este, sumiendo a los pobladores en un aislamiento geográfico que pronto degeneró en algo peor: quedarse en el tiempo, ajeno a los progresos.
En aquel estancamiento, perecieron también las posibilidades de dejar atrás los fantasmas que todo lugar posee, como herencia del tiempo, las maldades de la gente y el demonio mismo. En cada cimiento y en cada persona, habitaba un recuerdo, una historia, un legado del pasado devenido en una bruma que envolvía el alma y la materia.
En cualquier latitud, un paraje de esa índole sería considerado un pueblo maldito. Sin embargo, allí, dónde ningún camino llegaba, el sitio era tierra del olvido, que no podía espantar a nadie, pues todos los que en sus tierras nacían y perecían, formaban parte del mismo círculo.
Y debido a que las fechas habían perdido importancia, el tiempo se detuvo. Proseguía, claro que si, en la sucesión diaria de amaneceres y atardeceres, y los contrapuntos del día y la noche, pero nadie llevaba la cuenta, a nadie le importaba.
Incluso el lenguaje era algo trivial, empleado con justeza y cuando la necesidad era mayor y la circunstancia así lo requería. Los gestos lo eran todo. Se aprendía a leer, por una cuestión de inercia. Aún, los viejos volúmenes de cientos de páginas almacenados en las viviendas o la biblioteca misma, motivaban la curiosidad de ser leídos.
Las sociedades modernas huirían despavoridas con tan solo ver las costumbres de aquel lugar, o sus vestimentas. Ellos cultivaban su tierra y producían sus alimentos. No necesitaban a nadie más, aunque estaban tan alejados de todos, que era probable que también hubiesen olvidado la existencia de otros seres humanos.
Incluso los animales eran proclives a evitar aquel sitio. Y fuera de allí, las referencias sobre ese pueblo perdido eran muy vagas. Mientras algunos ponían énfasis en la existencia del mismo como una mera leyenda, otros decían aseverar donde estaba emplazado pero enumeraban los peligros que podían existir para llegar o para sobrevivir al mismo.
Y por esa razón, ante la inexistente comunicación entre aquel lugar enigmático relegado por la historia y los avatares del destino, y el resto de la humanidad, atenta a sus propios avances y fracasos, es que nadie pudo evitar lo que estaba dicho de antemano, escrito de puño y letra de un profeta, casi quinientos siglos atrás.
Mientras aquellas hojas marchitas y amarillentas se cubrían de telarañas y en su interior escondían recelosa la historia ya escrita, con tinta de sangre, en una de las últimas casillas del pueblo nacía un niño, robusto, de buen peso, del que sus padres esperaban lo mismo que para sus hermanos: buenas piernas, buenos brazos y trabajo continuo en el labrado de la tierra.
Y en tanto ese alumbramiento no alegraba a nadie, en la ciudad próxima más importante, una pareja primeriza celebraba entre abrazos el momento cumbre de aquella relación, que había acontecido segundos antes y cuyo fruto se mecía ahora en los brazos de su madre. Un niño hermoso, de rasgos fuertes, como sus abuelos, y el mentón de papá, según mamá.
Un oceáno de por medio, al mismo tiempo, el ciclo alcanzaba su cénit. El niño recién nacido había sido abandonado envuelto en apenas una frazada, que lastimosamente lo cubría de la nieve que el cielo arrojaba con parsimonia sobre las calles.
Algo los unía, además de aquella profecía robada a la memoria y desterrada en un pueblo maldito. Dos rayas en la piel, dos marcas que surcaban verticalmente las espaldas de las criaturas. Dos por cada niño, seis rayas en total.
Estaba escrito que ocurriría y en la fecha prevista, la misma que los niños mostraban ante los ojos atónitos que carecían de las piezas para develar el misterio. Y que no supieran, les aseguro, era mucho mejor.
Todo esto está ocurriendo. Hoy es la fecha, hoy es 11/11/11. El día de las seis rayas. Aquel que fuera profetizado y condenado al olvido, que quizá sobreviva en las maderas de alguna vivienda o memorias de algún habitante de aquel pueblo en medio de la nada, pero que el resto del planeta ignora.
¿Qué dice la leyenda? No lo querrán saber. Les diría que aprovechen sus vidas, tan solo eso. No queda mucho tiempo por delante, pronto el olvido nos envolverá a todos, sin hacer preferencias. Cuando las seis rayas estén juntas, no quedarán ganas ni siquiera de tener esperanza, porque incluso la esperanza, estará maldita.

4 comentarios:

Camilo dijo...

Este relato ha salvado, a minutos de las 12 de la noche, poco antes de su inicio, que el 11/11/11 pasase inadvertido. La leyenda vive un poco más pero estará condenada a morir en el olvido.
http://idasueltas.blogspot.com/

SIL dijo...

Los peligros en las combinaciones númericas no existen, pero que los hay, los hay.
Bien oportuno este texto cabalístico.

Abrazo inmenso


SIL

Martha Barnes dijo...

¡Neto querido,yo sí quiero saber!..¡Qué tema!!! un beso Martha

Con tinta violeta dijo...

Felicidades...me ha dejado temblando este texto apocalíptico y misterioso. Muy propio para estas fechas...Pensaremos algo para el 12/12/12, ja!
Besos!