Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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19 de marzo de 2011

Colores en la oscuridad

No es a la oscuridad a lo que tememos, sino a no reconocer en lo que nos rodea, algo familiar. Eso lo supo Felicia cuando menos se lo esperaba, sin quererlo.
De sus años felices, apenas si quedan los recuerdos. Apenas, porque muchos se han esfumado, como el sol en un día nublado. En cambio, del accidente, conserva cada sensación, dolor y angustia.
Sus seis meses hospitalizada fueron un calvario. El resto de su vida tras el alta, un infierno. Antes de aquello, era una reconocida pintora. No a nivel internacional, pero si en su provincia. Vivía de sus pínturas y tenía planes para hacerse conocer en otras partes.
Podría decirse que el futuro, entonces, era promisorio. Sin embargo, el destino fue cruel con ella. La noche en que quedó ciega, estaba en un cuarto de un lujoso hotel, recostada en la cama, tras haber hecho el amor con su representante.
En el teléfono celular tenía un par de mensajes de su marido, que con más tranquilidad, contestaría por la mañana. Nunca supo el momento exacto en el que se desencadenaron los hechos, tan solo vio un fogonazo proveniente del baño, donde estaba Michael, su compañero esa noche. Luego, las llamas se apoderaron del lugar.
Saltó de la cama y sin pensar siquiera en vestirse, corrió hacia la puerta. El fuego tomó las paredes y en el mismo momento que lo hacía ella, llegó hasta la puerta de madera.
El cuerpo desnudo de Felicia sintió de golpe el ardor de la combustión. Quiso cubrirse el rostro, pero sus manos estaban envueltas en llamas y lo único que logró, fue expandir el fuego. Cayó al suelo, tosiendo y gimiendo de dolor.
Despertó en el hospital, tres días después. Apenas si podía moverse. Tenía gran parte del cuerpo con vendas especiales y su estado era delicado, no obstante, todos estaban esperanzados. Sus ojos también estaban vendados.
Su marido apareció una sola vez, para decirle que la dejaba, que la policía le había dicho del cuerpo que habían encontrado calcinado en el baño y que a ella la habían encontrado desnuda. No era tonto para atar los cabos sueltos.
Cada vez que preguntaba cuando le sacarían las vendas al menos de la cara, para poder ver, las respuestas eran vagas. Comenzó a temer. La oscuridad se le hacía eterna. Añoraba la luz, el lienzo en blanco, su criterio a la hora de elegir los colores para hacer fluir sus ideas.
Se daba cuenta entonces que su vida eran los colores. Aquella negrura permanente era aterradora. Temía que la misma se espaciera sobre sus memorias y todo quedara en esa tonalidad tan espantosa, que solo la noche podía vestir bien y gracias a que las estrellas aportaban su brillo en los lugares justos.
La verdad llegó a las tres semanas. Estaba una de sus hermanas cuando los doctores dejaron de ocultar lo que ya sabían, lo inevitable. Al fin y al cabo, tendría que vivir con ello el resto de sus días. Las llamas la habían dejado ciega.
Felicia recibió la noticia como si hubiese sido una estaca al corazón. Los primeros días sintió que no había razón para seguir adelante. Su mente la torturó sin tregua. Su cuerpo, aún sin poder moverse, se convirtió en un martirio. Era como estar muerta en el lugar, sin movimiento, sin poder ver. Una estatua ciega y quieta.
Ya no deseaba que le sacaran las vendas. No le importaba. Su estado era indescriptible. Se preguntaba que haría, cómo podría pintar. Cómo combinaría los colores, como dibujaría sus paisajes, los rostros que tanto amaba dibujar. Dónde quedarían para ella el azul del cielo, el rojo de la pasión, el amarillo de las margaritas. Los colores, para ella, habían dejado de existir. ¿Pero era posible ello? ¿Podían los colores de un momento a otro, ya no ser?
Su mente se había convertido en la prolongación del incendio. Pero no había fuego, sino cenizas. Porque la negrura lo abarcaba todo. Comenzando desde el dolor.
Tras seis meses le dieron el alta. Aún le costaba moverse, pero podía asirse a un bastón y deambular por su casa, ahora más amplia, ya que su marido la había abandonado. Una enfermera la acompañaba todo el día y otra por las noches. Pero ella era un ente.
Su hermana le había traído lienzos y pinturas y acomodado de tal manera que ella pudiera identificar los colores, según un orden que le había explicado. Felicia solo atinaba a llorar. ¿Cómo podía pensar que sabiendo donde estaban los colores, sería capaz de crear algo con ellos? La luz lo era todo, sin ella, nada valía la pena.
La mujer se fue marchitando con los días. Se rehusó a atender a cada visita que llegaba a su hogar y mandó a tirar a la basura todo lienzo y pinturas que hubiera en la vivienda.
Una noche despertó sobresaltada. Sus oídos habían captado sonidos en el pasillo, como si fueran pasos. Llamó por su nombre a la enfermera, pero no respondió. Se puso de pie con habilidad, tanteando con cuidado, como había aprendido a hacer en los últimos meses. Avanzó en la ya habitual oscuridad. Sin embargo, al llegar al pasillo, una luz la sorprendió. ¡Veía! ¿Podía ser eso cierto?
Se asomó al pasillo y en la otra punta un lienzo en blanco la esperaba. Caminó velozmente y tomó los pinceles que estaban en el suelo. Tenía todos sus colores favoritos. No lo dudó, si eso era un milagro, debía aprovecharlo. Veía y podía píntar. Entonces, dibujó.
Una mano le tocó el hombro, pero hizo caso omiso. La mano apretó con más fuerza y entonces, despertó sin entender que pasaba.
- Felicia - dijo la enfermera - son las cinco, tiene que tomar su pastilla.
Se tocó las manos, buscando rastros de pintura, pero allí no había nada. Rompió a llorar. Sus ojos abiertos no le mostraban nada, solo esa eterna noche sin estrellas que tanto la agobiaba. Había sido un sueño. Un cruel sueño.
Tomó la pastilla y ya no pudo volver a dormirse. Había sido tan real, que por un momento creyó en el milagro. Sollozó hasta que la otra enfermera le trajo el desayuno, horas más tarde.
Una vez servido el café con galletitas dulces, con su voz amable y atenta, la mujer le preguntó dos cosas. La primera, si deseaba algo más, como ser un jugo de naranja. La segunda, si podía colgar en la pared ese cuadro tan bonito que había al final del pasillo.
Para la segunda pregunta, Felicia no tuvo respuestas.

8 comentarios:

Con tinta violeta dijo...

Ese cuadro tan bonito al final del pasillo...nos recuerda que las cosas que se hacen con el corazón, no necesitan de otro sentido. A veces una pérdida hace que nos superemos a nosotros mismos.
Bello relato entre la desesperación y la sorpresa final. Un artista nunca abandona.
Ánimo Neto: a por el siguiente premio!
Besos!

Carla Kowalski dijo...

Que maravilloso cuento.
Es terrible lo que le paso, pero a la vez el texto esta lleno de esperanza.
Los milagros existen...

Netomancia dijo...

Gracias doña Tinta, sus interpretaciones o punto de vista a veces me solicitan una nueva lectura, y eso me lleva a encontrar cosas que escribí en forma insconciente y que bien podría aplicar a ciertas realidades. Me ha pasado con varios de sus últimos comentarios y se lo agradezco. Saludos!

Netomancia dijo...

Carla, muchas gracias! Si, creo que lo que decís resume muy bien la idea. Es la luz al final del pasillo lo que debemos procurar. Y si no está, soñarla. Saludos!

Martha Barnes dijo...

¡Me gusta lo que dijiste..."la luz al final del pasillo"!

Netomancia dijo...

Gracias Martha, un cuento que me imaginé, si te iba a gustar! Saludos!!!!

SIL dijo...

El destino puede quitarnos toda luz, excepto la de los buenos recuerdos, Neto.

SIL

Netomancia dijo...

Doña Sil, sin dudas, pero atenti al cuento, que más que un recuerdo, es un hecho fantástico! Saludos!!!