La pensión se dividía en diez habitaciones, enfrentadas por un pasillo que desembocaba en un patio interno. También al fondo estaba la cocina. Un cuarto un poco más amplio que el resto, dotado por una cocina a gas, lava vajillas, dos alacenas, una heladera, un anafe y una mesa de madera de generosas medidas y varias sillas, todas diferentes entre si, siempre desparramadas en torno a esta última.
En su mayoría eran estudiantes, que acudían al politécnico que estaba cruzando la calle, salvo Etelvina, una señora mayor que gustaba de charlar y que no perdía una sola oportunidad para contarle a su confidente de turno como sus hijos le habían quitado la casa y dejado sin techo, y don Francisco, un hombre de semblante parco pero de poco trato con el resto. Y claro, María José, la dueña de la pensión, que vivía en la casa de al lado, pero habitualmente pasaba largas horas en la cocina, con el equipo de mate a cuestas.
Don Francisco era el más antiguo viviendo allí. Siete años. Etelvina había llegado hacía solo dos y los estudiantes rotaban permanentemente, o bien porque dejaban la carrera que cursaban o porque se iban a vivir con amigos a un lugar más amplio o cómodo.
María José era tolerante y no ponía reglas estrictas como sabía, sucedía en otras pensiones donde se alojaban jóvenes. Quizá por ese trato, era que recibía cordialidad de parte de sus inquilinos. Por supuesto, no faltaba alguna queja, pero nada que no pudiera remediar.
A las cuatro de la tarde en punto, cada día, María José veía entrar a don Francisco a la cocina. Habitualmente en ese horario había chicas y chicos merendando algo, con sus apuntes sobre la mesa.
La rutina del hombre era idéntica cada vez. Saludaba con un leve movimiento de cabeza (y solo a la dueña de la pensión), se dirigía a la alacena más cercana a la puerta, buscaba una taza limpia, una cuchara, un hervidor de acero inoxidable y luego quedándose de pie, apoyaba todo sobre una mesada y extraía de su bolsillo un pequeño frasco de vidrio, rotulado con la palabra “té”.
Vertía algo de su contenido dentro del hervidor y luego volvía a meterlo en el bolsillo. De inmediato le agregaba agua y encendía una hornalla. Paciente aguardaba de pie a que la infusión estuviese a punto del hervor, aunque jamás permitía que llegase al mismo.
Recién una vez que apagaba el fuego, abría uno de los cajones para buscar un colador. Lo colocaba encima de la taza, para filtrar lo que había puesto a calentar. Se podía ver, si se observaba con atención, como el líquido oscuro caía lentamente del hervidor y pasaba por entre el fino mallado del colador, dejando sobre éste una espesa capa de mojadas hojas pequeñas y trituradas.
Don Francisco aguardaba hasta que cayera la última gota. Increíblemente, calculaba la cantidad exacta para llegar al tope de la taza y no dejar nada en el hervidor. Tras ello, buscaba otro frasco, en el otro bolsillo del pantalón, donde dejaba caer las hojas mojadas que habían quedado en el colador. Finalmente enjuagaba los utensilios, los guardaba en su respectivo lugar y recién entonces, buscaba una silla, se acomodaba en alguna esquina de la mesa y se bebía su té con tranquilidad.
Solo María José y Etelvina, cuando estaba allí, se percataban de ese trabajo casi religioso y artesanal. Los jóvenes estaban inmiscuidos en sus cuestiones y pasaban por alto la ceremonia.
Etelvina le insistía a la dueña:
- Vamos María José, usted lo conoce desde hace más tiempo, pregúntele.
Pero ella no cedía. Por supuesto, le intrigaba saber que tomaba, para que guardaba lo que ya utilizaba, si acaso aquello era un remedio casero y muchas otras cosas, pero a su vez respetaba la intimidad de la persona. En cambio, la otra mujer… no solo no se animaba a preguntarle ella, sino que la molestaba con tanta insistencia.
Aquel domingo, en el que se sucedieron los desgraciados hechos, tan solo estaban en la pensión la dueña y el hombre parco. Al menos eso manifestaron algunos estudiantes a la policía al día siguiente. Ninguno pudo dar una precisión sobre el paradero de Etelvina, pero visto que sus pertenencias no estaban, suponían que había abandonado la pensión mientras ellos no estaban. Quizá, por eso, salvó su vida.
La policía fue recopilando las historias y reconstruyendo lo que pudo haber pasado. Reconocían, de antemano, que sería difícil.
Marisa de 20 años, estudiante de Electrónica, se volvió a su pueblo el viernes por la tarde y regresó el lunes al mediodía. Para entonces, el lugar era un infierno. Fue la primera en marcharse y la última en volver.
Ezequiel de 22 aseguró que estuvo el fin de semana en la casa de su novia, pero deshizo los dichos cuando le preguntaron los datos de la chica, para llamarlo. Debió confesar entonces que estuvo con otra chica, todo el sábado y el domingo. Regresó a la noche, en el mismo momento en que las dos inquilinas de la habitación 3 salían disparadas por la puerta que da a la calle, gritando a más no poder. ¿Qué que pude ver? Lo mismo que todos esa noche, a don Francisco sentado en la cocina, delante de su plato, terminando de comerse lo que parecía ser una mano humana.
Adrián de 24 y Melina de 19 dijeron lo mismo, salvo que ellos habían estado el sábado y no habían notado nada anormal. Y si, habían visto aún a Etelvina. ¿El domingo? Habían aprovechado para pasar el día juntos; el hecho de estar los cuartos pegados había despertado cierta atracción entre ambos.
Anabella y Clarisa, las chicas del tercero, apenas si pudieron declarar. Estaban aterradas. ¡Nos guiñó el ojo! decían incrédulas ante los uniformados que no dejaban de tomar apuntes de todo lo que les mencionaban.
Pablo llegó a la par de la policía y no sabía que pensar hasta que desde el patio vio como la sangre se escurría desde la cocina hasta afuera, por debajo de la puerta semiabierta. Un poco por las cervezas que había tomado desde la mañana con sus amigos y otro por el asco del cuadro que acababa de observar, vomitó sobre sus zapatillas, salpicando incluso al policía más rezagado.
Julián, el más chico de todos, con apenas 18 años, fue quién aseguró no haber visto a Etelvina ese domingo. Había almorzado en la cocina y luego salió hacia la cancha para ver el partido. No se la cruzó en ningún momento. Al irse, dijo, los únicos que quedaban era María José, don Francisco y Andrea, la chica rara.
Joven de poco salir, muy poco agraciada estéticamente y a la que no se le conocían amigos, era lógicamente tildada de rara. Sin embargo la policía no encontró nada en particular en su declaración. Durmió la siesta, luego se fue a la plaza a leer, decidió pasar la noche en el cine y cuando regresó estaban sacando a María José, o lo que quedaba de ella, en una camilla cubierta con un nylon negro. ¿Etelvina? Puede ser, no me acuerdo, dijo vagamente.
El vacío en la investigación se situaba en un momento exacto, aquel en el que Ezequiel, Adrián y Melina, los últimos en ver a don Francisco, salieron corriendo hacia la calle, donde ya Anabella y Clarisa, abrazadas y llorando, habían dado aviso a la policía.
Cuando llegó la policía, con Pablo pisándoles los talones, y penetraron a la cocina del fondo, el lugar estaba desierto, a no ser por el cuerpo mutilado de María José, arrojado bajo la mesa y la sangre que emanaba del mismo como un manantial, corriendo por el declive del piso, en dirección al exterior de la habitación.
Habían pasado no menos de cinco minutos, pero el hombre ya no estaba. En los interrogatorios preguntaron una y mil veces si había una salida que no fuese la frontal, pero no la había. Además, detalle que conocían los investigadores, no había pisada alguna sobre la sangre y las ventanas de la cocina estaban cerradas por dentro.
Cinco habían visto a don Francisco comiéndose una mano, otros cinco no habían visto más que los fuegos artificiales y se habían perdido la fiesta. Nadie de los que habían estado en la pensión el domingo, recordaba a Etelvina, aunque la respuesta de Andrea no era muy convincente al respecto.
Se cruzaron datos, declaraciones y se investigó a cada uno. Los resultados fueron escasos. Una mujer muerta cruelmente y dos personas desaparecidas, una de ellas quizá el asesino, la otra probablemente otra víctima.
Fue Anabella quién reconoció el frasco de vidrio oculto detrás de un par de botellas de aperitivo sobre la mesada.
- ¡Es el frasco de don Francisco!
- ¿Qué frasco? replicaron sus compañeros de pensión, mientras colaboran en la limpieza del lugar.
Anabella se fastidió al ver que ninguno se había percatado que don Francisco lo llevaba siempre para prepararse el té.
- El que llevaba siempre consigo… no importa, puede que a la policía le sirva.
Esa noche la puerta de calle sobresaltó a Adrián y Melina, que dormían acurrucados en la cama del primero. El chico, tomando coraje, le pidió a su compañera que se quedara acostada. Se puso pantalones cortos, se calzó las ojotas de ella y se asomó al pasillo. Reinaba el silencio, sin embargo las cortinas que colgaban del pequeño ventanal de la puerta oscilaban suavemente.
Alguien había entrado o salido. Suponía que esto último. Observó las demás puertas. La escena le dio escalofríos. Por un momento temió que las paredes se abalanzaran sobre él o tomaran forma y lo asieran entre garras afiladas y colmillos gigantes. Cerró los ojos y contuvo la respiración. Los abrió. Estaba más calmado. Tan solo era el pasillo de la pensión y las diez puertas cerradas… no, una estaba apenas abierta. Caminó lenta y pausadamente. Sintió como se le enfriaba la respiración y un nudo se le atascaba en la boca del estómago.
Golpeó con suavidad. La puerta se movió un poco hacia atrás. No mucho, pero suficiente. A través del espacio que separaba la madera del marco, la visión hacia dentro era precisa y hablaba por si sola. La cama sin hacer destilaba sangre por cada lado y sobre el suelo de baldosas, dos zapatos con taco azules pedían a gritos ayuda. Los pies de la dueña de aquel par, solo los pies, aún permanecían allí.
Continuará...
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 1 día.
4 comentarios:
Que bueno, Neto...una de tu estilo: intriga y sangre...veo que pronto por aquí aparecerá D. Belce a comentar y otros amantes del género, ja,ja. Espero que la policía investigue de forma diligente. No creo que sea D. Francisco, el autor de la escabechina...pero solo es una apuesta...
Abrazos!!!
Que miedo me diooooooooooo!!!!!!!!
Excelente Neto... me encantó esta primera parte.
Espero la segunda, para saber que fue del hombre del te... o que sería?
¨La única posibilidad de resolver ésto radica en la profundidad del análisis, dijo C. A. Dupin...¨ , y a Poe le dio una interesante ayuda.
Coincido con la apreciación de Paloma. :)
ABRAZO INMENSO
SIL
Doña Tinta, no invoque a Don Belce, que seguro nos hace alguna maldad! No daré pistas al respecto! Saludos!
Carla, a no asustarse y a esperar que en un par de días se conocerá la verdad de la milanesa. Saludos!
Doña Sil, no vale buscar ayuda con el amigo Dupin. Canté. Saludos!
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