Los niños rusos solían acercarse con timidez, hasta el alambrado. Pero se quedaban allí, observándonos jugar a la pelota, sin animarse a entrar. Era cierto, tampoco nosotros los invitábamos. Era gracioso verlos con las manos entre los rombos del alambrado, sus rostros pálidos y casi inexpresivos, porque parecían pintados, una tribuna dibujada, ya que permanecían inmóviles, sin gesticular, incluso, hasta parecía que no respiraban.
No podíamos afirmar con certeza que eran rusos. Así los llamábamos. Algunos de nosotros preguntamos en casa de dónde eran, pero nadie sabía ni tampoco les interesaba saberlo. Eran interrogantes de chicos, sin dudas. Los padres estaban para preocuparse de otras cosas, más complejas, más interesantes.
Vivían en una casa que se había alquilado el año último. No iban a la escuela del barrio, sino que los cruzábamos siempre en la avenida, ellos esperando el colectivo de línea para ir más hacia el centro, uniformados de pie a cabeza con ridículos trajes de colegio privado.
Nos miraban a la pasada, con cierta curiosidad. Algunos de nosotros, como algo propio de la edad, les hacíamos bromas que suponíamos, no debían entender. Y lo creíamos así, dado que solo nos observaban, sin reacción ni contestación alguna.
Se había hecho una costumbre tenerlos del otro lado del alambrado, eran parte del paisaje. Se marchaban antes que oscureciera y Andrés, el cuidado del predio, encendiera los enormes reflectores.
Primero eran tres, con el tiempo comenzamos a ver a cuatro, luego cinco. Una tarde reparamos que ya eran una docena. No lo decíamos, pero aquello había perdido su gracia. El hecho que doce niños que no hablaban, se quedadan allí parados mirándonos, intimidaba.
Sus rostros eran fríos, jamás habíamos visto una sonrisa, algo que delatara un sentimiento. Eran muy parecidos entre si. El cabello claro, la tez muy blanca y el semblante serio. Las niñas se hacían dos colas en la cabeza, mientras que los chicos se peinaban hacia la derecha.
Uno de nosotros, una tarde, me preguntó si el más alto de los rusos, de los últimos en aparecer, no se parecía a Marcos, un compañero que hizo hasta cuarto grado con nosotros y luego se había cambiado de barrio. Era posible, claro que si, pero Marcos tenía el cabello oscuro y si algo lo identificaba además de su sonrisa amplia, era la piel siempre bronceada por el sol.
El problema se desató justamente con el clon de Marcos. La pelota se había ido al lateral, contra el alambrado. El sol ya se estaba ocultando, pero los chicos rusos seguían allí. Martín se acercó a buscarla para ponerla de nuevo en juego y recordando el comentario sobre lo parecido a nuestro viejo amigo de aquel niño, le dijo: "Marcos, te uniste a la secta carapálida".
El muchacho alto estiro la mano entre los rombos del alambrado y tomó del cuello a Martín, que sorprendido y asustado se echó a gritar. Corrimos hacia el lugar, para defender a nuestro amigo. Alguien tomó a Martín y lo alejó del alambrado.
Nosotros nos envalentonamos y abrimos la puertita para pasar del lado que estaban los rusos. Nos fuimos al humo al chico alto y empezamos a los empujones. Ahora que estaba más cerca, la similitud era extraordinaria. En ese momento me distraje y uno de los rusos me embocó una piña en el ojo. Para entonces, aquello era una guerra campal, en la que incluso las niñas golpeaban.
Andrés apareció con una manguera en la mano, y sin dudarlo, apuntó hacia donde estábamos peleando. El agua fría nos obligó a separarnos. Estábamos agitados y furiosos. Sin embargo los rusos mantenían el semblante frío pero sereno, aunque ahora sus ojos brillaban de manera tal que parecía que nos estaban maldiciendo de alguna forma, si eso era posible.
Tras arrojar la manguera a un lado, Andrés los echó del lugar y luego nos regañó a todos. Quisimos explicarles, pero no nos dio lugar. Nos pidió que nos fuéramos y volviéramos al día siguiente, pero calmados o no nos dejaba usar más la canchita de fútbol.
Mientras nos retirábamos, fastidiosos, veíamos como a una cuadra de distancia, bajo una de las farolas de la calle, los chicos rusos nos observaban. Ismael amagó a salir para aquel lado, pero lo frenamos. De nada valía seguir peleando, lo mejor era aplacar los ánimos, tomando una gaseosa o yendo a la sala de video juegos de la otra calle.
Esa noche volví a preguntarle a mis padres sobre la procedencia de los chicos rusos, sin mencionar ningún detalle de lo ocurrido por la tarde. Otra vez dijeron desconocer la respuesta y tuve que contentarme con seguir en la incertidumbre.
Olvidamos el asunto, hasta un mes más tarde. Hacía dos semanas que éramos uno menos. A Martín los padres lo cambiaron de colegio, uno privado del centro. Más que nada porque a la madre, que era docente, la trasladaron a ese colegio.
Los primeros días siguió acercándose por las tardes hasta la canchita, pero se lo notaba extraño. Dijo que creía haber visto a los niños rusos en aquella escuela nueva. Nos dábamos cuenta que tenía miedo.
Cuando dejó de aparecer por las tardes, conjeturamos que seguramente le estaba costando adaptarse o bien, tenía contraturnos en el colegio. Pero una tarde de llovizna, al mes del incidente y a dos semanas de la partida, vimos llegar nuevamente a Martín a la canchita.
Pero aquello no fue motivo de alegría. Nos estremeció verlo, pues no venía solo. Alrededor, unos veinte niños rusos seguían sus pasos. Sin embargo, lo más difícil de asimilar era el aspecto de Martín, otrora pelirrojo y lleno de pecas, ahora rubio, de tez blanca como un fantasma y el rostro serio, frío, perverso.
Se situó del lado de los rusos, las manos sobre el alambrado. A su lado, estaba el clon de Marcos. Ninguno emitía sonido alguno. Una brisa gélida nos recorrió los cuerpos y la pelota quedó quieta sobre el escaso césped de la cancha. Todos mirábamos a quién sabíamos, ya no era nuestro amigo. Y éste nos miraba a nosotros, como si no nos reconociera.
Nos apiñamos en medio de la cancha, con mucho miedo y sin dejar de hacernos compañía, nos alejamos del predio, sin siquiera saludar a Andrés, seguramente del otro lado, regando el jardín.
No miramos hacia atrás, temerosos que nos siguieran. Y aunque nos cueste reconocerlo, jamás volvimos a aquel lugar. Algunos comentan que siempre está ocupada por unos niños rubios, de tez muy pálida y que cada día son más.
A nosotros eso ya no nos importa. Nuestra preocupación es otra. Como por ejemplo, que nos cambien de colegio, extirpándonos así del mundo tal como lo conocemos y nos sumerjan en esa burbuja de existencia sin sonrisas ni sentimientos.
Esa misma que a veces, a otra escala, parece consumir a nuestros padres, compenetrados tanto en sus rutinas que no se dan cuenta de cómo están cambiando las cosas en los alrededores.
Y con esos miedos a cuestas, tratamos de crecer.
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 1 día.
6 comentarios:
La metáfora que encierra el relato estremece más aún que la propia historia.
Perder la frescura, perder la sonrisa, ir transformándonos en autómatas observadores...
Inexpresivos y crueles.
Cada vez son más...
Buen día Netito.
Muy bueno, para reflexionar en serio.
SIL
Cambiamos mucho cuando crecemos...y lo que nos rodea también contribuye a ello..
a veces solo nos quedan los sueños...cuando cerramos los ojos...y aparece un nuevo mundo.
Abrazos!!!
Me encantó...
Ay... como cuesta crecer, es tan difícil...
Este cuento es excelente, tiene suspenso, te pones en lugar de los chicos y queres saber que pasa.
Excelente reflexión la del final.
P.D: Gracias por pasar por mi blog!!!!
Creo que tu cuento es un homenaje a esos pibes que todavía se juntan a jugar un picadito y disfrutan de la amistad.
Pobres los rubios que se les quitó hasta la gracia de sonreir.
Un beso.
mariarosa
Doña Sil, es un cuento raro, una especie de narración de terror pero desde el mundo de esos niños, una situación opresiva y extraña. Salió eso, que se le va a hacer. Saludos!
Doña Tinta, ese cerrar y abrir de ojos es peligroso, no siempre aparecemos donde queremos o podemos estar. Saludos!
Carla, si, está planteado desde ese punto de vista, como le decía a Sil, algo raro si se quiere. ME alegra que te guste. Saludos!
Doña Mariarosa, a esos pibes que aún salen a jugar a una plaza, a pesar de la sociedad enferma que los rodea. Saludos!
Muy bueno, Neto, una atmósfera de presión y los miedos de crecer.
Esos que siguen estando, pero convenientemente ocultos.
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