Pareciera a veces que uno llamara con la mente a ciertas personas. Me suele pasar de vez en cuando. Y me sucedió hace unos días, cuando conducía mi viejo Ford por la ruta, tomando un atajo para evitar la salida por la autopista que estaba con demoras por una protesta laboral.
No fue en ese momento en realidad cuando pensé en Alejandro Ortiza, pero si cuando lo vi al costado de la ruta, haciendo dedo. El torso eternamente ancho, sacando pecho como era común verlo en los recreos de la escuela primaria del pueblo, hace mil años atrás, el brazo rígido hacia delante, levemente inclinado hacia la dirección en la que manejaba, el dedo gordo inconfundiblemente pidiendo que lo llevaran.
Ortiza había venido a nuestras mentes dos días antes, en medio de una partida de truco en la casa de Juan. De alguna manera que no tiene explicación coherente ni sustentada ni siquiera por teorías cuánticas, como ocurre siempre, en medio de una discusión sobre si estaba permitido o no dar como ya jugada una carta que se cayó sin querer sobre la mesa, apareció cruzándose entre dos insultos el apellido Ortiza.
De pronto nos refugiamos en el silencio previo que habitualmente se registra antes de una carcajada general. Y así fue. Tras las risas, lo recordamos acaloradamente, aquel bravucón de sexto grado que no tenía mejor divertimento que acosar a los niños más pequeños y arrebatarles golosinas, figuritas e incluso, los lápices de colores.
Era nuestro terror, nadie lo ocultaba. Fue así tres o cuatro años, porque Ortiza nunca salía de sexto grado, hasta que finalmente los directivos del colegios se apiadaron de nuestras penas o bien, notaron que el bigote que comenzaba a colorearse sobre el labio del grandulón dejaba en evidencia la diferencia entre la edad del repetidor y los demás alumnos.
A quién no le había quitado figuritas o despojado vilmente del sánguche que mortadela que mamá había preparado con tanto esmero en casa, para la hora del segundo recreo, cuando ya el estómago era lógico que gruñera con furia.
Dos noches atrás estaba en boca de la barra de amigos y ahora estaba allí, erguido sobre sus piernas bajo el sol de octubre, aguardando un aventón hacia vaya saber uno dónde.
Y quizá por curiosidad, otro poco por solidario, acerqué el coche a la banquina de la ruta. Fue así como Alejandro Ortiza, casi veintantos años después, volvía a estar en mi vida.
Lo saludé y noté que no me reconoció. Después de agradecer y comentar donde se dirigía (que por suerte no era lejos, sino un pueblo que estaba en el camino de mi viaje) le confesé que lo conocía. Me dirigió una mirada desconfiada, pero fugaz. Solo atinó a preguntar secamente "de dónde". Le conté entonces la tirana historia de un niño más grande al que todos temíamos en la escuela del pueblo. Y entonces rió con ganas, mirándome con otros ojos, ojos de quién encuentra un lugar común.
"Así era yo en aquel entonces" dijo resignado, sorprendiéndome. Aunque claro, veintitantos años después no solo uno es el que cambia. Me contó entonces que recordaba el temor que infundía y que eso lo motivaba a seguir siendo así, porque en todo caso "le convenía".
Incluso recordaba algunas de las travesuras. Ya conocía un par de las que contó, pero otras fueron novedosas, seguramente de años anteriores a conocerlo. Y mirándome casi frontalmente, me dijo "no recuerdo si alguna vez te hice algo, pero si es así, te pido disculpas, en aquel entonces uno hacía esas cosas por razones equivocadas".
Sonreí para que se quedara tranquilo. "Lo pasado, pisado" asentí y agregué algo que le hizo gracia, en realidad a los dos: "Creo que nadie se salvó de vos, Alejandro". Lo tomó con humor. Su pecho firme de tanto gimnasio se agitó alegremente bajo la campera azul que llevaba puesta.
Y el viaje, de unos veinte minutos, se hizo placentero, algo que dos noches atrás nunca hubiese podido imaginar. Cómo tampoco, el hecho de volver a toparme con Alejandro Ortiza, de quién desconocíamos que había sido de él tras haber sido enviado a otro colegio cuando sus bigotes comenzaron a despuntar.
Hasta ese detalle me llamó la atención. Su barbilla estaba bien afeitada y su aspecto, más allá de la vestimenta informal que llevaba puesta, era elegante. Cuando detuve el coche a la entrada del pueblo donde terminaba su viaje en el asiento de acompañante, tuve la necesidad de preguntarle que era de él ahora, tantos años después.
Me mostró una sonrisa amigable, pero con los ojos me decía "no preguntes" y sin embargo, después de mirar hacia un lado y otro (ya había bajado del coche y estaba encorvado, mirando hacia dentro por la ventanilla abierta) me dijo: "Mirá, no debería decírtelo, pero confío en vos, parecés buen tipo. Encontré las razones acertadas, las que antes no tenía. Y ahora hago lo mismo que antes, golpeo, amenazo e incluso a veces mato, pero por dinero, a pedido de políticos y gente con poder. Fue cuestión de pulir el don y hacerlo valer. No debería habértelo contado, pero como te dije, sos buen muchacho, te conozco, se dónde vivís y cuáles son tus miedos. Con eso, soy Dios".
Me guiñó el ojo y se marchó por la calle principal del pueblo. Puse en marcha el auto y me alejé, sintiendo un no se qué en el pecho. Desde entonces que no dejo de pensar en Ortiza y en esas palabras que me asustaron más que todas las palizas juntas que me daba de chico para sacarme las cosas.
Siempre hay una pregunta más que se hace y no se debería formular. ¿Pero cómo saberlo? ¿Cómo no pensar que alguien puede cambiar? ¿Cómo mantenerse callado ante la curiosidad? ¿Cómo guardar un secreto así?
La Gardenia.
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Nunca había tenido en mis manos una flor de Gardenia, ni imagine que esa
simple flor me llevaría por caminos filosóficos en los que nunca había
tr...
Hace 17 horas.
8 comentarios:
Somos dueños de nuestro silencio y esclavos de nuestras palabras.
El terror a Ortizza estaba destinado a no desaparecer, incluso, condenado a agravarse.
Great, Netuzz
TKmucho
SIL
Puse dos zetas en lugar de una.
Haga de cuenta que hay una sola :)
yo creo que ese tipo de temores te persiguen como la sombra misma... y ese tipo de secretos minga guardarlo! es imposible!
jeje
Es muy difícil quedarse en el punto justo. Somos curiosos. Queremos saber siempre mas. A veces es solo por mostrar empatía con el otro, o porque quisiéramos que el mundo fuera perfecto y que lo torcido llegase a enderezarse. A este personaje le pega ese dicho popular: "la cabra tira al monte"...
Yo prefiero, como el que relata, pensar que la gente es capaz de cambiar...aunque al final me ocurra como a él: que me despierte de pronto "chupando un palo sentado sobre una calabaza".
Bueno el relato, si señor!
Besos y abrazos!!!
El clásico matón de la escuela, todos hemos sufrido alguno.
Que metida de pata, porque generalmente la gente q es mala en su niñez no cambia, solo aprende a disimularlo.
Un abrazo Neto, muy bueno!
Doña Sil, podemos decir que el destino se obstina en hacernos sufrir o es cuestión del azar? Tipo malo si los había este don Ortiza! Hasta roba Z. Gracias! Saludos!
Dieguito, vos saldrías a contarlo por todas partes, por más el tipo te persiga para matarte! No lo intentes por las dudas. Un abrazo!
Doña Tinta, era la idea del cuento, que uno también pensara que el tipo había cambiado. Pero ya ve, no tengo esperanza en la gente jajaja. Gracias! Saludos!
Don Belce, ud la tiene clara. Muy bueno lo que dice. Habrá excepciones, pero muy pocas. Un abrazo!
Lo digo porque yo soy uno de ellos, muaj muaj muaj! Deme el premio q se ganó en rosario o le robo la merienda!
que miedooooo!!!... por eso no hay que levantar a nadie en ningun camino, no vaya ser que termines amenazado de por vida. Oyeee.. que grosero el fulano, aunque era de esperarse un destino asi.
beso
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