Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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8 de marzo de 2008

La Pregunta

Y allí se encontraba, tras mucho andar. Qué lejos parecía el día que salió de su casa, sabiendo que se lanzaba a una travesía difícil, sin descanso alguno. Pasó penurias, comió lo que podía y cuando podía; los días lo vieron pidiendo monedas para los pasajes, cuidándose de los desconocidos en cada nueva parada, durmiendo con los ojos abiertos. Lo regocijaba el saber que iba a saber la verdad. Porque se dirigía al Sabio. Y el Sabio tenía todas las respuestas. Había meditado su pregunta una y mil veces. Soñaba con las palabras que saldrían de los labios divinos de este ser eterno, dueño de los años y amo de todos los conocimientos. Imaginaba su cercanía, su majestuosidad. Abrazaba en su corazón la esperanza de obtener la respuesta deseada. Esa con la que se levantaba cada día y se iba a acostar cada noche, y con la cual convivía durante la dura jornada, en la que se ganaba el pan y el cielo.
El templo, ahora, se rendía a sus pies. Había llegado y allí se encontraba. Las últimas cuarenta horas las había pasado en una cola interminable, rodeado de rostros fatigados, avejentados por el cansancio y la incertidumbre. Qué misteriosas consultas pululaban en esos rostros; qué respuestas esperaban oír. A él no le importaban en realidad, no eran más que actores secundarios y esta era su obra. Y qué eran cuarenta horas tras cinco semanas viajando hasta los confines del país. La gran puerta se abriría para él, tarde o temprano. Y cuando el chirrido de las oxidadas bisagras inundara el aire haciéndole saber que su turno había llegado, tendría más fuerzas que nunca. Una hora más, dos quizá. El tiempo era un decorado.
Sombras movedizas jugaban a sus pies, trayendo formas inverosímiles. Su mente les era ajena. Nada lo separaba ya de la entrada. Era el próximo. Era el fin del viaje. De repente, la puerta cedió y fue como si el interior lo inhalara. Casi no sintió sus piernas avanzar, pero supo que lo hacía. Si alguien le hubiese dicho que flotaba, le creería sin dudar. Pero quién le creería a él dónde había llegado. Imponente, radiante, inmaculado, irradiando paz y serenidad, se erigía ante su persona el Sabio. No era un sueño ni una alucinación, apenas una exhalación de aire los separaba. Cortaba la respiración y el tiempo, antes un decorado, ahora ya no existía. Se había detenido, huido. Y la voz dijo, calma, suave, arrullante: ¿Cuál es tu pregunta, hijo?
La pregunta, la única que podría formularle en toda su vida, en su única y última peregrinación a la gran puerta; la pregunta. Esa que había soñado con decir, de la que anhelaba una esperanzadora respuesta. La pregunta. Y sin más, sabiéndola de memoria de tanto repetirla en su cabeza, mañana tarde y noche, la expulsó, casi en una súplica, un ruego de amante ignorado, de amor no correspondido, una espina clavada en lo más profundo de su ser: ¿la Jacinta... la Jacinta Gómez, me quiere?.

2 comentarios:

el oso dijo...

Muy bueno. Cuántos de nosotros hemos transitado ese camino sin encontrar al sabio al final. Igual de fatigados, sin comer, carcomidos por la incertidumbre... Al final, quiéralo o no la Jacinta, el tipo seguirá hundido es ese estado superior de enamoramiento, creo.

Anónimo dijo...

jeje lo habia escrito y despues don blogger me borro todo, ja!
pero mas o menos te decia que el valor del aventurero no estaba en conocer la respuesta, sino en mantenerla ante las adversidades del día a día, ante los senderos de la montaña; a veces hay respuestas que es mejor no conocer, quizá la magia del conocimiento está en llevarlo a flor de piel...
perfecto ernest, como siempre tus relatos dan en la tecla exacta!