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7 de septiembre de 2024

Freddie y el futuro

Cuando interactué por primera vez con una IA avanzada, en un chat, me sorprendí. Durante días me asombraba más y más, hasta que, como con todo lo nuevo, se va haciendo habitual, vas viendo que es apenas una potencial idea de lo que se avecina, pero el contacto dejó de ser fluido y el shock inicial se transformó en una realidad tangente, una herramienta, tan solo eso. ¿Reemplazarnos? Puede que sí, según lo que uno haga, con el tiempo. En dos años la cantidad de aplicaciones con IA se transformó en un manantial que emana día a día cientos de nuevas opciones. Un infinito continuo, que no sabemos hasta dónde puede llegar. Hace poco, comencé a jugar con mi hija con apps que crean música. Crean robando de miles de bases de datos, aún, como en las imágenes, no son capaces de crear de la nada (¿acaso eso existe? ¿acaso cuando escribo no parto de mis experiencias, de mis lecturas, de las obras de otros que han escrito sus historias?) y los resultados son increíbles y divertidos. No buscamos más que eso, reírnos. Pero hace un instante, casi accidentalmente, me topé una canción imposible, que alguien creó, usando IA. La voz de Freddie Mercury cantando a dúo con Adele esa poderosa canción llamada Set fire to the rain. Y entonces, tan en shock como en aquella primera experiencia a fines de 2022 con el chatgpt, me quedé pensando en qué es el arte. ¿No es algo que emociona, que te transporta, que te eriza la piel, que te hace reflexionar sobre millones de cosas y sobre la nada al mismo tiempo? Porque eso, eso mismo, además de nostalgia, tristeza, esperanza, y el dolor de pensar en lo que significa la muerte de un artista, lo que no podrá crear ni hacer, y partiendo de allí, a la muerte cercana de alguien querido, de esas cosas que nunca se dirán, de esas situaciones que jamás compartiremos, sean cuáles fueran... imposibles. Escuchar la voz de Freddie entonando las oraciones de una canción con tanta fuerza, secundado por esa voz maravillosa de Adele, me emocionó. ¿Entonces, estoy escuchando algo artístico? ¿O es un simple engaño? ¿Es el arte un engaño? ¿O son barreras que debemos romper y adaptarnos, entender que el arte puede ser también un algoritmo que no siente, que no tiene alma, que solo hace lo que le programan, con resultados, a veces, sobrenaturales? Freddie no está, hace años que es polvo en el polvo, y sin embargo, está en sus canciones, en sus letras, en las experiencias que cuentan otros de él, de lo que uno lee, de lo que uno ve en documentales, recitales y hasta películas. Y sin embargo, ahí está, milagrosamente vivo en esa canción, tantos años después. ¿Es, la IA, un milagro? ¿Una forma de inmortalidad? Quién quiere vivir para siempre, cantaba (y canta cada vez que lo escuchamos) Freddie a mediados de los ochenta. Es algo imposible, físicamente. Y siempre decimos, que los artistas a través de su obra, lo son. Pero esperen, permítanme detenerme aquí. Porque el nacido como Freddie Bulsara Larry Lurex jamás supo de la existencia de una tal Adele, y mucho menos, supo de una canción llamada Set fire to the rain donde la letra es tan dolorosa como potente es la voz de ambos, sonando una y otra vez en mis auriculares mientras no puedo, no quiero, no me permito, dejar de pensar en todo eso, porque si alguien que hace rato nos abandonó en el plano real ahora, en el plano virtual es capaz de seguir emocionándome, cómo puedo descartar la idea de la inmortalidad, de seguir aquí de alguna manera sin estarlo, de ver en la IA una forma de seguir cerca de quiénes amamos, de quiénes nos extrañarán, de poder lograr algo así como un diálogo, una charla, entonar una canción juntos, hacer qué, al menos sobre el rostro de los que quedan, caiga una lágrima, de emoción, de añoranza, de esperanza, sabiendo que es un engaño pero es algo. No sé cuánto avanzará la ciencia y la tecnología en lo que me resta de vida. Sé hasta donde ha llegado. Y si un algoritmo me emocionó, por qué no soñar con seguir acompañando a los que queremos. Por más, que no lo sepamos. Si, parece una historia de ciencia ficción. Pude haber encarado un cuento de ciencia ficción con este pensamiento, pero prefiero un texto repleto de incertidumbre, de temor y al mismo tiempo, de una sensación extraña, de haber llegado ante el umbral del futuro. ¿Qué no daría por hablar con mi viejo, escuchar a mi abuelo contándome algo gracioso, ayudar a mi abuela con un crucigrama, qué no daría por preguntarle a los que ya no están, aunque sepa que siguen faltando pero que de alguna manera, sus recuerdos, su voz, su lo que sea, permanece en una IA... qué no daría por esos momentos extras, irreales, de lo más insensato y doloroso que uno pueda imaginar, propio de una película de ciencia ficción que seguramente terminará mal... I can't help myself from looking for you resuena en mis oídos, en dos voces que se desgarran, en un engaño de una IA. Pero dicen lo que quiero oír, porque no puedo evitar buscar a los que no están y siento, entiendo, que me gustaría, que el día que falte, exista alguna manera de seguir allí, de que buscarme no sea un irreal, un imposible, porque el miedo a morir no se compara al miedo de ser olvidado. Quiero estar, quiero permanecer. Quiero volver a cantar con mi hija, decirle cuánto la quiero, lo que la extraño cuando no la veo. Quiero estar cerca de los que no puedo estar cerca. Quiero dejar de emocionarme por una canción que Freddie no cantó, pero me cuesta, porque escucho su voz, entiendo el engaño, pero no lo comprendo, como al universo, como al hecho de que existimos y no sabemos aún el por qué. La noche se apodera de los imposibles, hace que los miedos susurren cerca del oído, que todo se convierta en un objeto frágil. Es el cansancio del día, del paso de los años, del tiempo. Es saber que nada es eterno, que la vida es efímera y que a veces no valoramos todo lo hermoso que tenemos, que nunca tendremos la posibilidad de disfrutarlo. Y en estos tiempos aciagos, convertidos en esclavos de las responsabilidades, prisioneros de una realidad compleja, rodeados de una falta de empatía total, pensar es un esfuerzo gigantesco. Es tarde. Aunque no tanto. El futuro es lo que llega al segundo siguiente. Le tememos. Pero quizá, quiero soñar, sea ese lugar donde seremos felices por siempre. Porque, Freddie me lo demuestra cantando... no hay imposibles.

6 de mayo de 2024

La muñeca


Nos mudamos varias veces a lo largo de mi infancia y adolescencia, pero no fue hasta esa ocasión en la que nos íbamos a casa de la abuela, tras la muerte de papá, que vino a mi cabeza la muñeca.
¿Qué muñeca? preguntó mamá, mientras trataba de hacer espacio en las maletas donde iría su ropa. Se la volví a describir según me lo permitían las pocas imágenes que venían a mi mente. Cabello rubio, ojos celestes... o café, no podía estar seguro, vestido verde o un rosa desgastado, sin zapatitos, aunque recordaba algo blanco que podían ser medias... ¡un lazo rojo en la cabeza! O no. Quizá no había ningún lazo. O algo rojo, pero no un lazo. Trataba de reunir sin éxito las piezas de un rompecabezas que llegaba desde alguna parte del pasado, casi a los tumbos como el andar de un borracho por las calles desoladas de la ciudad.
Ella negaba con la cabeza, mientras metía zapatos en cajas de cartón. Insistí. Ella se detuvo y me miró: "Para qué ibas a tener vos, una muñeca, Enrique". Y era cierto, era hijo único y papá había sido un tipo rudo, malhumorado, cuyo único sueño para conmigo había sido que saliera futbolista. Pero el fútbol nunca había sido lo mío. Y el cariño, nunca lo suyo.
Suspiré. ¿Por qué venía ahora a mi cabeza esa inquietud? De repente recordé algo más. Estaba en el sótano de aquella casa cerca del río, dije en voz alta. Y mamá, que parecía estar absorta en otras cosas más relevantes, entonces se detuvo.
Vi en sus ojos los ojos de papá cuando me llamaba la atención. Vi dos dagas que clamaban silencio. Vi entonces más allá del velo del olvido. 
Me costó tragar. El aire se espesó como en una pesadilla, pero despierto. Mi cuerpo sintió el ardor de la fiebre, del malestar... de la comprensión.
Tu papá, me dijo, era un hombre enfermo. Y ya está, ya se fue. Dejá esa muñeca dormir en paz. Y lo hice. Ahora, desde aquella conversación, el que no duerme soy yo.

13 de abril de 2024

Ahora solo hay palomas (audio cuento)

 



 

Ahora solo hay palomas, en formato audio cuento.

3 de abril de 2024

La derrota de los escritores fugaces (audio)



La derrota de los escritores fugaces, cuento corto de Ernesto Parrilla publicado en 2017 en el blog Netomancia.

Este relato obtuvo en 2018 el 1er Premio en el Concurso Provincial de Cuentos organizado por la Municipalidad de Villa Constitución a través de la Dirección de Cultura, y publicado en la 19° Antología de Poetas y Narradores, el mismo año. La música que acompaña la lectura es Forgotten Tears de Magnus Ringblom.



26 de marzo de 2024

23 de marzo de 2024

El encanto de las serpientes (audio)


El sitio cumple años y para celebrar, leeremos algunos cuentos y los publicaremos en formato de audio. También estará en formato podcast en algunas plataformas dedicadas a tal fin.
El encanto de las serpientes se publicó en el blog originalmente en 2011. ¡Dejen sus opiniones en los comentarios!

21 de marzo de 2024

Lectura recomendada: El árabe del futuro, de Riad Sattouf

Recomendación: El árabe del futuro, de Riad Sattouf  (novela gráfica autoficcional)

Son más de 1000 páginas en seis tomos que se leen en un instante. O es la sensación que deja la lectura (voraz) de El árabe del futuro de Riad Sattouf, plácida y amena, a veces divertida, más allá que haya momentos sumamente dramáticos. 
Es difícil despegarse de esas páginas hipnóticas, dibujadas con una bella sencillez y al mismo tiempo, tan bien logradas, apoyándose en guiones formidables, que hacen que lo que se está contando sea más que un "la vida de...", sino una historia que sentimos en todo momento cercana a pesar de que nos separan un océano y dos culturas.
¿De qué trata?
Cada tomo narra una etapa del niño Riad Sattouf (si, es la vida del autor del libro). El primero nos muestra a Riad muy pequeño partiendo con su familia (mamá Clementine, francesa y papá Abdel, sirio) para instalarse en Libia, a principios de los años 80. Así inicia esta reconstrucción, siempre narrada desde el punto de vista del autor, de sus recuerdos y de ese cruce con el presente creativo, que transforma artísticamente ese pasado distante para convertirlo en un testimonio gráfico desde una nueva perspectiva.
Libia primero, Siria después, con viajes a la Francia de su madre, el revoloteo continuo de lo religioso, las creencias,el fanatismo, las familias y los tratos según la cultura, la política, lo bélico, lo corrupto, lo social, la educación, irán delineando la historia en la medida que Riad va creciendo y comprendiendo diversas cuestiones (y no siempre, porque sus miedos son enormes y no se limitan a la niñez), siendo una constante como eje central la relación con su padre.
Esto merece un párrafo aparte, porque los seis tomos están atravesados por lo que sucede en el seno familiar, sin embargo, la relación Riad - Abdel es la que mayor énfasis tiene en la historia. Riad además de crecer en lo personal, verá crecer a su familia. Hermanos, pero también abuela, primos y tíos árabes, en tanto que en Francia tiene a sus abuelos, que el paso de los años irá modificando. Y cada uno de ellos tiene una relación particular con Abdel, un sirio formado como doctor en París que sueña con ser alguien importante en su país y que en ese anhelo, arrastra a sus seres queridos.
Riad irá creciendo, sumando nuevos miedos, nuevas incertidumbres. El deseo de ser dibujante contrastado con el de su padre de verlo convertido en un doctor. Porque en la visión de su padre es sirio, es árabe, y el árabe del futuro será un ser distinto, formado, capaz, inteligente. 
Y pasarán cosas. Vaya que pasarán. Y Riad se convertirá en un autor de prestigio y no es ningún spoiler, claro está. Pero el camino... bueno, podrán conocerlo a través de estos libros. Muchas veces me he topado con autoficciones simples y agradables a la lectura. Aquí todo eso escala a niveles increíbles. Y no siempre es agradable. 
Una brutal honestidad recorre los seis tomos de punta a punta.  Riad Sattouf trata de no esconder nada. Cada cosa que siente (o sintió), lo plasma. No importa si queda mal parado. Así fue su vida. No tiene por qué ocultarlo. Porque el Sattouf que la narra, sabe, ha sobrevivido. Y eso es razón suficiente para apreciar el pasado desde una óptica sin reproches. 
Un viaje maravilloso, con una narrativa excepcional. Para atesorar en la memoria. 

13 de febrero de 2024

Lectura recomendada: Hay que llegar a las casas, de Ezequiel Pérez



Hay que llegar a las casas, de Ezequiel Pérez

Llegué a este libro por haber leído tantos buenos comentarios en lugares diferentes. Había, además, algo en el título que me pedía a gritos que lo leyera. Muchas veces trato de recordar cómo fue que llegué a tal libro. Es un ejercicio algo inútil, lo reconozco. En este caso, fue la curiosidad y la casi seguridad de que iba a encontrar una buena lectura. Desconocía al autor (Ezequiel Pérez, 1987, Villa Ramallo) y también la trama. Me bastaba saber que había alguna que otra pizca de terror en su interior.

La historia narra el regreso del protagonista al pueblo natal, un paraje pequeño, casi olvidado a orillas del Paraná. El lugar, el río, son grandes protagonistas de la novela. El retorno lejos está lejos de ser por placer. Su hermano Andrés se ha rajado un tiro en la cabeza. La idea es acompañar a su padre y tratar de entender la muerte de quién, en su infancia, fuera el espejo en el que se miraba.

Hasta acá podríamos pensar en un libro de melodrama, de recuerdos, de choques generacionales. Sin embargo, lejos está de serlo. El de Andrés no es el único suicidio. Y notará, el joven que ha vuelto, que el pueblo guarda un secreto a voces. Los muertos que duelen, son quizá, los que no se dejan ir. Y aquí el hilo conductor tiene un factor demencial que expone los temores del ser humano y su forma de accionar ante lo desconocido, pero aún más, ante el dolor de la pérdida y la necesidad de mantener vivo, muchas veces, no solo el recuerdo.

De una narrativa lenta, pero deliciosa, descriptiva con pinceladas justas y precisas, y diálogos claros, que nos transportan al litoral, a su gente, su quietud, al calor emanando de la acera caliente que, por momentos, parece tocarnos la piel, Hay que llegar a las casas es un libro magnífico.

La tensión está en todo momento agazapada como un cazador, esperando el momento preciso en el que nos distraigamos, para así, volarnos la cabeza. Y agazapado como esos dos hermanos en un recuerdo fundamental del pasado, también el terror está siempre latente pero en esa forma cansina que el mismo pueblo destila.

¿Vale la pena volver? ¿Qué nos espera? ¿Quiénes somos al volver? ¿Aquel que se fue o este que regresa? Sin embargo, el verdadero regreso, en este libro, es otro. Y para descubrirlo, lo tienen que leer.

9 de febrero de 2024

Hablar con un amigo a través de su obra


Días atrás me llegó un mensaje de Marcelo Pulido (editor de Historieteca, administrador de La Fábrica de Historietas, guionista) con una foto y una pregunta. ¿Tenés esto? Era la tapa de un libro, viejo por su aspecto, de al menos veinte años, aunque muy bien cuidado. Y el dibujo de la portada era inconfundiblemente obra de mi entrañable amigo Felipe Ricardo Ávila.
No lo conocía. No sabía de su existencia. Un libro -comprobé después- publicado en 1997. Una adaptación a historieta de una novela publicada dos años antes, de Juana Cascardo, titulada “El regreso de los cosmosidosos”. La propia autora preparó el guion y Felipe lo convirtió en una novela gráfica de 84 páginas.
El libro llegó a Marcelo a través de Andrés Valle, un amigo de Felipe, que acomodando cosas en su casa, se topó con un par de ejemplares. Y su generosidad hizo que ahora tenga uno en mis manos.
La idea de reencontrarme de alguna manera con Felipe, a través de su arte, con algo que era totalmente inédito para mí, fue una sensación muy fuerte. Adiviné en cada trazo, en cada puesta en página, en ese rotulado a mano tan de él, con su letra característica, muchas de las razones e intenciones de lo que quería contar y por qué. Tantos años de escribir para su dibujo me permitió, en esta nueva lectura, estar muy cerca de cada línea. 
Entendí de inmediato lo que seguramente lo movilizó a querer narrar gráficamente esa historia, e incluso me lo imaginé, como en otros tiempos, como en otras situaciones, confiandome el por qué de algunas de sus decisiones sobre la página. 
La historia, ideada en los años 90, con el virus del HIV como el gran flagelo presente en el planeta, instala a la enfermedad como el eje de conflicto en la trama. Creo que, si veinticinco años después colocábamos al COVID como protagonista de la misma historia y manteníamos el resto de lo que nos cuentan en el libro Cascardo y Felipe - que falleció catorce meses antes de la pandemia -, nos daríamos cuenta que se anticiparon al futuro.
El argumento y lo que sucede se ve atravesado además por la ciencia ficción (otra razón más para que Felipe, con seguridad, quisiera poner manos a la obra en esta historieta) y la enorme grieta entre los sanos y los no sanos (esa contraposición eterna, que tanto daño) se define de una manera drástica y muy futurista: enviando a los enfermos al espacio para que no contagien a los demás, no sin antes desatar sangrientos enfrentamientos y graves conflictos sociales.  
El giro final, con la recuperación en el espacio de los enfermos y la destrucción de la humanidad por parte de los que se consideraban sanos, es un mensaje fuerte y certero para darle cierre a una historia que no tiene personajes protagónicos, y cuyo hilo narrativo va de la mano de los hechos, que se suceden de manera angustiante con decisiones propias de una sociedad que solo piensa en lo individual aunque impartidas por gobiernos que rigen los destinos de todos pero, en primer lugar, priorizando los intereses del poder.
Felipe tenía 36 años cuando publicó ese libro, yo lo conocería poco más de una década después.Su estilo entonces ya estaba bien definido. También el sentido de su obra. Los temas que buscaba abarcar, como el destino de la humanidad, el comportamiento de la sociedad, la lucha contra el poder ominoso y muchas veces invisible, los viajes en el espacio, la ciencia ficción. Encontré registros de las técnicas que le conocería tiempo después, las herramientas de dibujo que gustaba emplear, como también encuadres y estilos que le eran tan propio. 
Me lo imagino disfrutando hacer cada página. Porque hacer era su lema. Como aquel blog que tenía, “alegría del hacer”. Así fue Felipe, incansable, activo, preservador de la memoria de los grandes artistas, investigador todo terreno para mantener viva la llama de la historieta que tanto amaba, dueño de un ojo clínico para detectar talentos en ciernes y advertir sobre ese nuevo o nueva artista con apenas mirar unos pocos dibujos, y alguien que, cuando podía, cuando se hacía un tiempo, entre su trabajo de diseñador gráfico, entre el día a día con su familia que tanto amaba, viendo crecer a sus hijos, Felipe también era un dibujante.
Este libro, desconocido hasta hace poco para mí, es ahora otro tesoro que guardaré toda la vida. Una manera de sentirlo cerca, de conversar con su obra, de recordar sus consejos. Porque a Felipe se lo extraña. Dejó un vacío enorme. El destino es caprichoso. Se fue joven y con un centenar de ideas por plasmar. En su obra, redescubro ese vigor, esa fuerza, ese torbellino de energía que era. Y de alguna manera, puedo volver a darle un abrazo. Esa energía, vuelve a fluir en esas páginas que el destino, ese que a veces odiamos, puso en mis manos. 
Gracias Marcelo Pulido, gracias Andrés Valle, por la oportunidad de darme la ocasión de estar una vez más con mi amigo. 


31 de diciembre de 2023

Reseña y reflexión: Los combates cotidianos

Sabés que leíste algo fuera de lo común cuando al terminar el libro, estás sin palabras, ausente, procesando aún lo que durante las últimas horas te tuvo absorto. 
Los combates cotidianos de Manu Lacernet, es de esas obras. Profunda, a veces dura, repleta de franqueza, sin golpes bajos pero que te mantiene al borde de la emoción, tocando sentimientos a más no poder.
Una obra madura, con muchas voces, puntos de vista, y que abarca temas cruciales: crisis de identidad, la paternidad, la familia, los hijos, el trabajo, el arte, la vejez, la ausencia, la muerte, el arrepentimiento, el perdón, la política, todo bajo un velo del pasado que insiste, de modos diferentes, de infiltrarse en cada cuestión de la existencia.
El personaje principal, Marco, un joven fotógrafo que ha hecho laburos en lugares inhóspitos y se ha ganado una reputación por ello, decide alejarse un tiempo de su trabajo. No solo por descanso, sino porque entiende que la fotografía va más allá de lo meramente informativo. Será en ese período donde, luego de dejar sus sesiones de análisis semanales, decida replantearse su vida. 
La relación con sus padres, su hermano y la familia de éste, el hecho de haber alejado tanto de su casa de la infancia, será lo primero que ponga sobre la mesa. Luego llegará una relación sentimental, una inesperada amistad, y el descubrimiento de un pasado desconocido de su padre, que a todo esto, le confiesa tener Alzheimer.
Cada pieza de su vida, será un engranaje sin aceitar, que le costará poner en movimiento, a veces por decisión propia, otras por miedo. 
El autor nos propone un relato que por momentos se pausa y otras, toma vertiginosos hechos, que en pocas páginas desencadenan fuertes emociones. Cada página del libro es hermosa, en composición, colores y dibujo. Las expresiones, las formas, incluso esas páginas hechas de las fotografías que toma el personaje principal, nos meten en contexto de las sensaciones y pensamientos que se ponen en juego en la trama de la historieta.
La importancia que para Marco toma, de un momento a otro, el astillero donde trabajó toda su vida su padre (según su madre, porque no le quedaba ninguna otra opción y tenía dos hijos que mantener) es también una muestra de cierta necesidad de crecer pero sin soltar aquello que en algún momento lo hizo feliz. Por más que sean recuerdos, la memoria se impone en el instinto de supervivencia. Y es la memoria lo único, quizá, que nos puede mantener cuerdos. 
La política también, a lo largo de varias instancias claves de las luchas presidenciales de Francia, es reflejada como un factor vital en lo cotidiano. El desencanto, el miedo a lo nuevo, la desconfianza eterna en quienes gobiernan, siempre alejados de la realidad, de quienes trabajan, de los que ponen el hombre.
Emilie, la novia de Marco, es quien cambiará, muy de a poco, ciertas costumbres en él, siempre solitario y parco a las responsabilidades de pareja. Es alguien positiva, con sueños, deseos, que incluyen a ambos, pero que a veces siente perder debido a los miedos de su novio, principalmente sobre el hecho de tener juntos un bebé.
Los combates cotidianos, nunca mejor puesto el título. Cuántas cosas se dicen, cuántas verdades discurren en las bocas de los personajes. Me siento afortunado de haberlo leído. 
Si alguien todavía tiene dudas de lo que puede contar una historieta, si alguno sigue aún diciendo que es un arte menor, es que no entiende nada. Como le sucede a Marco, que comprende que la fotografía es más que una imagen periodística, la historieta es más que un conjunto de viñetas compuestas sobre la página. Y vaya manera de dejarlo en claro Lacernet. Porque no hay arte menor ni mayor, hay arte. Y si el arte te transforma, te habla, te hace quedar callado y te pone a pensar, es que estamos ante la obra de un gran artista, más allá del formato.
Disfrutar es poco. Creo que me veré obligado a leerlo una y otra vez. Se que no cambiará ningún ápice el contenido, pero si es probable que en cada lectura, ese contenido cambie algo en mí.
Para eso es el arte. Y en tiempos dónde se quiere pasar una aplanadora sobre el arte en todas sus formas, al menos en Argentina, toda reflexión sobre este es válida y necesario. 
Gracias Leo Cabrera por este regalo. Y será nuestra responsabilidad ponerle un freno a quiénes traten de robarnos lo que nos pertenece. El arte, es parte del ser humano. Aunque, claro, a veces parece que los que nos gobiernan vinieran de otro planeta. 
Terminemos como podamos el año. Arranquemos el 2024 sin dejarnos avasallar. Serán todos, día a día, combates cotidianos.

28 de noviembre de 2022

Incógnita del hombre sentado, poesía

¿Qué espera el hombre sentado
en su diván de paño gastado?

Sentado frente a una ventana,
ve transcurrir en silencio.
Observa un minúsculo punto,
de un mundo que ya no es suyo. 

Imágenes que llegan distantes,
a través de un frío vidrio astillado.

Gente del otro lado,
gente que no se detiene.
Gente con la que no habla,
pero dialoga sin palabras.

Observa y nada más,
y cuál languidece el día,
se lleva su eternidad a cuestas.
El hombre sentado espera,
cómo es su costumbre. 

Sus piernas inútiles lo atan
y su cuerpo marchito lo oprime.
Quizá en su mente vuelve al pasado,
quizá en su mente aún se siente vivo.

Oculto tras esa ventana,
entre sombras y viejos muebles
en los que el polvo abunda,
su figura parece un fantasma.

Todavía tiene pulso,
el corazón palpita
y su cuerpo respira.
Pero sabe que está vivo
por el dolor
y los achaques,
esas verdades latentes,
que estigmatizan la vida.

¿Qué espera el hombre sentado
en su diván de paño gastado?
No responde,
no nos responde.
Él sabe, él tiene la respuesta,
la conoce desde hace tiempo. 

Pero la calla.
Nos ahorra el dolor.
Esa respuesta que otros omiten,
que consideran mala palabra.

¿Qué espera ese hombre sentado,
qué espera?
¿Qué espera desde que despierta,
solitario en su cama?
¿Qué espera mientras aguarda,
la llegada de la enfermera?
¿Qué espera con los ojos entornados
y una lágrima resbalando sobre la mejilla?
¿Qué espera en la penumbra,
contraste de la luz en el horizonte
tras la delgada franja invisible
empotrada en un marco sobre la pared?

¿Qué espera,
sino la muerte?


21 de noviembre de 2022

Kami Hikōki

Se eleva
como un pájaro

Se aleja
como un sueño

Se esfuma
como un deseo

Se pierde de la vista
entre nubes blancas

y al descender

no es más que papel
en forma de avión

que manos pequeñas
han sabido crear

y riendo, el niño
lo vuelve a arrojar…

14 de noviembre de 2022

Voz de grafito

Escribo desde que tengo memoria. Mis primeros cuentos fueron garabateados en la pared del pasillo de mi casa de la infancia, pero no tuvieron una buena recepción. Varios retos y un par de chirlos no lograron, sin embargo, mitigar la necesidad de contar historias. Por eso, cuando aprendí a escribir, pude al fin plasmarlos como correspondía. Pero, de todas maneras, los escribía de noche, cuando todos los demás dormían. Temían que me vieran. No sé si aquellos chirlos me habían causado un temor reverencial hacia la opinión ajena, pero lo cierto es que aquello era un acto privado, algo entre el papel y yo. 

La única compañía era la luna, a través de la ventana. Sin ella, no habría podido redactar ni una sola línea. No por inspiración, sino porque no quería encender la luz y la única fuente de iluminación era aquella que me propiciaba el satélite natural de nuestro planeta. Distante, a miles de kilómetros, me abrazaba cada noche con su generosa presencia.

Una cosa extraña era que, a pesar de escribir a diario, en el colegio no podía redactar ni siquiera dos líneas cuando me pedían una composición literaria. Como si arrancarme palabras, a la vista de todos, fuese un acto vergonzoso. Me esforzaba, pero mi mente quedaba en blanco. Y a las apuradas, para no entregar una hoja tan solo con renglones, apuraba oraciones inconexas, casi nunca relacionadas a la temática solicitada. No me fue para nada bien en el colegio. Era objeto de burla por parte de mis compañeros y también, de los docentes. Toda esa época fue un suplicio. Tanto, que abandoné en los primeros años de la secundaria. 

Para entonces, mi hogar era un caos. Peleas, golpes, insultos. Hermanos que se iban, gente desconocida que llegaba. Y yo, por las noches, tratando de seguir escribiendo. Pero se tornaba cada vez más difícil. Sobre todo, porque cuando llegaba el momento de encontrarme con la luna, en mi cita nocturna. mi cuerpo no daba más. Tras haber dejado el colegio me había visto en la obligación de hacer algo. Y ese algo fue en el taller metalúrgico de un tío. Entraba a las siete de la mañana y salía a las seis de la tarde. Volvía a casa repleto de grasa, de pies a cabeza. Demoraba una hora en quitarme la mugre. Tenía quince años, pero parecía de treinta.

En algún momento, dejé de escribir. Es increíble como la rutina va carcomiendo el alma. Me puse de novio, al tiempo vivíamos los dos en una piecita que alquilábamos, más tarde llegó un pibe, después una nena, de un laburo pasaba a otro, cuando no alcanzaba buscaba otras changas, nos peleábamos, me perdía en algunos bares de mala muerte, nos reconciliábamos, perdía un trabajo, encontraba otro, sumaba deudas, presiones, la escuela de los chicos, malas amistades, la policía, la noche, el alcohol, ella me dejó, más peleas, despidos, falta de laburo, la calle.

Entonces sí, tenía treinta. Pero aparentaba sesenta. Solía sentarme en un banco de la plaza, al atardecer, con un tetra envuelto en papel de diario, para disimularlo un poco. Me lo iba tomando de a poco, para que me durara un poco más. No era fácil conseguir las monedas para comprarlo. Me ponía de frente hacia la calle, donde, al otro lado, se podía ver la silueta de la escuela donde tan mal la había pasado. Aunque, comparado con ese instante, aquello había sido el paraíso. Claro, dicho en sorna. Cuando lo único que hay para comparar son malas experiencias, algo mediocre suele presentarse como un oasis.

Cuando el líquido había entrado en su totalidad en mi cuerpo, caminaba sin apuro en busca de un refugio. Un alero, un buen árbol, una obra a medio terminar. Una noche, despejada, con mucha luna, decidí dejarme caer sobre el mismo banco donde había tomado el vino. Hacía frío, pero no estaba mal. Entre las copas de los árboles, podía ver la majestuosidad de la luna. ¿Dónde estarían todos esos escritos de mi infancia y parte de la adolescencia? ¿En qué cajón de la vieja casa habían quedado olvidados? La mano cayó a un costado, rozando las hojas del suelo. Podía sentir la humedad en la punta de los dedos. Hojas por aquí, hojas por allá. De pronto, una superficie dura, curva, larga, familiar. Me senté y miré incrédulo lo que sostenía en la mano.

Pensé en arrojarlo lejos. Pero, en su lugar, me puse de pie y caminé. Buscaba algo más. La luna lo sabía y guiaba mis pasos con su luz cristalina. Contra un zaguán, algo doblada por el viento y los avatares del destino, estaba lo que anhelaba. Con la mano libre, la atrapé con fuerza.

El corazón palpitaba excitado. Parecía que el pecho me iba a explotar. Volví a la plaza, pero dejando atrás el banco con el tetra, aún apoyado contra el respaldo. Fui hasta las mesas, allí donde por las tardes algunos jugaban al ajedrez. Aparté unas ramas con el brazo y dispuse la hoja blanca con cuidado. Alisé sus puntas con esmero, tratando de dejarlas planas. 

La otra mano, la que sostenía el lápiz, me temblaba. Estaba nervioso. 

Por primera vez en años, estaba sintiendo algo. Como un volcán apagado, que, de pronto, siente algo caliente sus entrañas. Pero en mi caso no era lava. Eran palabras. Las que jamás pude decir y oculté en papel. Las que, desde que tengo memoria, están en mi cabeza, y no tengo manera de expresar de otra forma. Porque cuando muevo los labios, mis cuerdas vocales no me acompañan. Porque soy mudo de nacimiento. Porque una vez me olvidé de seguir escribiendo y ya no tuve otra posibilidad de hacerlo. Porque ahora, en esta plaza, con la luna allá en lo alto, sonriendo, tengo esta nueva oportunidad. 

Mi voz, materializándose. La escritura, recordándome que estoy vivo. Que siempre lo estuve. Respiro. Siento. La noche me envuelve. Lloro, pero de alegría. De saber que no hay tiempo perdido, sino tiempo por delante.

Dejo este papel con mi historia, aquí, en esta plaza, testigo de mi suerte. Saldré a perseguir la luna y junto a ella, recuperar mis sueños. Espero encontrarte en mi camino.


8 de noviembre de 2022

Giménez o Gutiérrez

El “buen día” rebotó en el vacío. La oficina estaba repleta, pero nadie contestó su saludo. Era previsible. 

Quince días antes, Carolina y Martín habían anunciado que se irían a vivir juntos. Hubo incluso una promesa de hacer una cena para celebrar la ocasión. Pero al día siguiente, los nombres de ambos aparecieron en todos los medios informativos de la ciudad.

Martín había caído de un segundo piso, del edificio donde la pareja se iba a mudar. Carolina, compañera de trabajo y novia del joven, había sido encontrada en la bañera, con un corte en la muñeca.

Dos ambulancias llegaron con las sirenas aullando y partieron con la misma urgencia. El muchacho aún respiraba. Y la chica, a pesar de la sangre que había perdido, aún tenía pulso.

Se sentó en el escritorio que utilizaba habitualmente, sabiendo que las miradas se dirigían todas a su lugar. Nadie se levantó para acercarse, nadie atinó a nada. Entendió que en la oficina ya se había ejecutado un juicio de valor. Miró de reojo la puerta del despacho de su jefe, previendo que tarde o temprano la voz ronca que tantas veces había escuchado vociferar apellidos, gritaría el suyo. No se limitó a quedarse pendiente de ello. Bajó la vista y se enfocó en su computadora. Ingresó su contraseña una, dos, tres veces. Evidentemente la habían cambiado. Seguramente con el fin de investigar si había evidencias en su contra. No sospechaba de sus compañeros. Bien podría ser la policía. Abrió el cajón, con resignación: sus papeles y apuntes ya no estaban allí.

La primera de las ambulancias subió por la rampa de emergencias a gran velocidad. Cuando las puertas traseras se abrieron, dos enfermeros y un médico estaban fuera con una camilla, un tubo de oxígeno y todos los accesorios para recibir a la joven. Fue cuestión de segundos. En breve desaparecieron de la vista de los curiosos, que no demoraron en voltear la vista al escuchar la sirena de la segunda ambulancia, que era seguida de cerca por dos patrulleros policiales.

¡Giménez! La voz, finalmente, pronunció su apellido. Demoró en ponerse de pie. Quería girar, enfrentarse a cada uno en la oficina y decirles algo. Pero no sabía cómo, ni qué. En cambio, apagó la computadora, cerró el cajón con fuerza y echó la silla hacia atrás. Había cinco metros hasta la puerta del despacho. Pero esa caminata iba a ser interminable.

¡La perdemos! ¡Vamos, rápido! ¿Grupo sanguíneo confirmado? ¡Preparen la transfusión! 

¿Doctor, qué opina? Tiene fracturas expuestas, ha perdido mucha sangre y también…

Estamos en vivo, desde la puerta del Hospital de Emergencias. Aquí han sido trasladados los cuerpos, aún con vida, de dos personas que han protagonizado un misterioso hecho, que la policía ha caratulado de forma preliminar como “Intento de asesinato seguido de intento de suicidio”. Existe un gran hermetismo en torno a este caso, solo sabemos que los internados están en muy grave estado y se trataría de una pareja joven, que tienen en particular el hecho de trabajar en la reconocida firma…

Cierre la puerta, Giménez. ¿Me puede decir que pasó? No era nada del otro mundo lo que le pedí. Se ponía en pareja con Gutiérrez, le hacía creer que había amor, en el momento justo eliminaba a Gutiérrez y me quitaba del camino ese gran problema que le conté. Sencillo, discreto, un accidente. ¿Y qué tengo? Una investigación sobre las espaldas de la empresa. Y a usted, que trata de suicidarse, con la culpa carcomiéndole la cabeza creyendo que había matado a Gutiérrez. Y ahora, Gutiérrez, que vive, está pidiendo justicia y de yapa, mi cabeza, porque usted abrió la bocota en el momento previo al crimen que no supo cometer. ¿Sabe lo que va a pasar? ¿No? Porque usted deberá hacerse cargo de sus errores…

¡Bravo! ¡Logramos estabilizarla! Llévenla a cuidados intensivos… ¡Y saquen por favor a los periodistas que están en el pasillo!

Creo que tendrá una pronta recuperación, joven. Ha tenido la suerte de contarla. Las fracturas en el brazo demandarán un buen tiempo de recuperación y rehabilitación, pero agradezca que las piernas están intactas y podrá movilizarse sin mayores problemas. Ahora, en cuanto a su situación judicial, la desconozco… hay varios abogados y policías afuera, así que seguro se enterará pronto.

La policía ha ordenado hoy la detención de Carlos Lauque, titular de la firma en la que trabaja la pareja involucrada en un confuso episodio ocurrido hace un mes en un edificio de calle Anderson Imberth, dado que habría suficientes pruebas que harían dar un giro de ciento ochenta grados la causa, ya que presuntamente el detenido sería el mentor del intento de asesinato de una de las dos personas sobrevivientes. 

El andén estaba vacío, salvo por una sombra, que delataba la presencia de alguien detrás de las columnas más alejadas. El repiqueteo de los zapatos de una segunda persona, la hicieron salir de su sitio. El primer paso lo dio con una renguera, pero se repuso de inmediato. Le sucedía a menudo, sobre todo cuando el cuerpo permanecía quieto un buen tiempo. Había esperado bastante.

Después de casi tres meses, volvían a verse las caras. No dudaron en abrazarse y fundirse en un largo beso. El plan había sido arriesgado y casi no la cuentan. Pero era la única manera de desmantelar aquello. 

Cada uno llevaba una valija con lo justo y necesario. Para empezar de nuevo, no hacía falta mucho más. A lo lejos podía escucharse el sonido inconfundible del tren, llegando a la estación.


27 de julio de 2022

El grafiti - Ilustrado por Carlos Aon


Hace poco el querido Carlos Aon, un excelentísimo dibujante de historietas, tuvo un encuentro cercano con el pasado y al mismo tiempo con esa frase que dice "qué chico es el mundo", cuando escuchando un streaming en Twitch de Retrochonny sobre video juegos se topó con la lectura de una vieja revista del año 1993, la Action Games #19, más precisamente con la página en donde anuncian los ganadores de un concurso de "grafitis", en la que los ganadores recibían una Sega Mega Drive.

¡Vaya sorpresa la de Carlitos al escuchar mi nombre! Aunque lo más gracioso es la reacción del streamer, que 30 años después de aquel grafiti ganador, no puede creer que me hayan premiado con ese texto. Algo parecido le pasó a mi hermano Pablo en ese entonces, que sin embargo disfrutó como loco de la Sega.

Y cómo me dijo Carlos, no podíamos no hacer una historieta de este guiño del destino. Pasado y presente, en una rueda mágica.

Acá se puede ver el video para tener todo el contexto de esta historieta que hicimos con Carlos Aon.

2 de junio de 2022

Aviones

A mi viejo lo empezamos a perder casi un año antes. Porque fue a principios de ese año, hace ya diez, que comenzó su periplo cíclico de internaciones cada quince o veinte días. Lo pasó siempre postrado, un tiempo en casa, otro en un geriátrico donde podían controlarlo mejor, y en diversas habitaciones del sanatorio local. 
Diez años en diciembre, la pucha. Una década. Cuando el final llegó, quedaban pocas lágrimas. Las habíamos llorado de a poco, durante todos esos meses previos. Fue, de alguna manera, saber que su cuerpo ya no sufría. La lucidez lo había dejado de acompañar mucho antes. Es triste la vida, claro que sí. 
Es difícil que escriba o me refiera a él, pero me acompaña siempre. En situaciones, recuerdos, enseñanzas, contrariedades, en fin, en muchas cosas. 
Pienso en el hecho que Jazmín jamás conocerá a su abuelo paterno. Que sí, seguramente lo hará a través de viejas fotografías, palabras nuestras, pero solo eso, como yo conocí a los míos por parte de mi viejo, fallecidos muchísimo antes que yo llegara al mundo. 
Pero más pienso en la circunstancia imposible, en la conjetura inútil, de imaginar cómo hubiese sido la relación entre ellos. Mi viejo, tímido para el afecto, al menos en la demostración física, con la pequeña Jazmín. Y si bien lo tendría que imaginar con la edad real que hoy tendría, lo veo más joven, aún de pie, lucido e inteligente, derrotado ante el avasallamiento de su nieta, rendido ante su risa y riendo con ella, tomándose de la panza, como solía hacer, jugándole alguna broma inocente mientras le habla de aviones y le muestra muchas de sus réplicas a escala (que a pesar de haber sido destruidas por nosotros, sus hijos, torpes en sus juegos, mágicamente están ahí, en manos de mi niña).
¿Estará de algún modo presente? Me asalta la duda. Porque Jazmín cuando escucha un avión o helicóptero en los aires, esté donde esté, reclama al borde de la histeria que la lleven dónde pueda observar el cielo. Y qué alegría cuando sus ojitos descubren la figura en lo alto. 
Nació de ella, y se mantuvo con el tiempo, por el afán nuestro de seguirle el juego. Cada tanto me pregunto si las casualidades son parte de un todo... pero son tonterías mías. No conoce a su abuelo. No sabe cuánto amaba la aviación. 
También me pregunto si alguna vez dejará de interesarse por los aparatos voladores. 
Quizá si, quizá no. 
Por lo pronto, yo corro con ella en brazos para no dejarla sin el espectáculo. Y si, no lo voy a negar. También espero ver alguna señal, algo, lo que sea, que me diga que está ahí.
Por instantes siento que en mis brazos hay parte de eso que busco. Algo de mi viejo, del Toto, sobrenombre por el que nunca lo llamé, pero que en este tiempo de ausencia incorporé con fuerza a su recuerdo.
Diez años en diciembre. Me sale escribirlo hoy, porque sé que cuando el aniversario se cumpla, no voy a tener el valor para hacerlo. 

17 de abril de 2022

Una luz

Cuando el teléfono sonó, pensó que era parte del sueño. Sin embargo, abrió los ojos y en la penumbra de su habitación siguió escuchando el sonido. Tanteó la mesa de luz y tomó su celular. Las tres de la madrugada. La que llamaba era Mabel, su mejor amiga.

La atendió aún aturdida.

-          ¡Ana, tenés que venir a casa, rápido! ¡No lo vas a creer!

No le dio tiempo ni a recordarle la hora que era. Mabel cortó. Ana se sentó en la cama y sopesó las posibilidades. Volver a acostarse; levantarse, ir al baño y volver a acostarse; levantarse, ir al baño, cambiarse y salir para la casa de Mabel.

Cinco minutos después la brisa fresca de la noche golpeaba su rostro, ayudándola a despertarse del todo, mientras pedaleaba con esfuerzo para acortar las quince cuadras de distancia que la separaban con su amiga.

Conocía bien a Mabel. Si no iba, en una hora iba a estar llamándola otra vez. ¿Qué sería esta vez? Ana repasaba mentalmente los últimos dos llamados imprevistos de su amiga. La vez que sin querer decapitó a su conejo al querer usar la bordeadora de césped con la tanza mal colocada y cuando se incendió el cabello tratando de sellar las puntas de una trenza. Claro que ambos llamados habían sido en un horario más acorde.

No estaba muy lejos de la casa de Mabel cuando vio las luces. Eran cuatro, de tonos azules a verdes, casi pasteles, que se movían en el cielo. Parecían danzar en círculos, para luego desarmar la formación, ir de un lado a otro como en un ataque de locura y finalmente, retomar esa forma circular en la que iban rotando lentamente.

Supo que estaban encima de la casa de su amiga antes de llegar a ella. E incluso sabía, de antemano, que Mabel estaría en el techo, fotografiando cada movimiento.

Dejó la bicicleta en un pasillo que llevaba al patio y corrió hacia la escalera. El techo era un lugar muy especial para ellas. Se quedaban horas hablando, recostadas, mirando las estrellas, o las nubes, según la hora del día. En la privacidad de ese lugar, se habían confesado infinidad de cosas. Allí arriba se sentían más seguras que en ninguna otra parte.

Ana subió los escalones de a dos, cuidando de no pisar mal y al mismo tiempo, de no perderse el armonioso movimiento de las luces. Encontró a Mabel mirando hacia arriba, embelesada.

-          ¿Qué son?

Mabel le sonrió, pero no le contestó. Tampoco lo sabía Ana se puso a su lado, sin dejar de mirar hacia el cielo.

-          Primero pensé que estaba soñando. Luego me di cuenta que eran de verdad. Creo que son ovnis.

A Ana le recorrió un escalofrío por el cuerpo. Se dio cuenta que salió desabrigada. Pero no era por eso. Pensó en drones. En que alguien del barrio debía estar jugándoles una broma o peor aún, espiando a su amiga. Instintivamente miró a su alrededor. Desde el techo podía verse toda la calle. La mayoría eran casas bajas. La iluminación del alumbrado público era escasa, pero permitía una visión clara.

-          Mabel, ¿no deberíamos llamar a la policía? Mirá si es algún loco…

-          ¡Mirá! ¡Mirá!

Mabel la zamarreó de un brazo con entusiasmo y Ana se vio obligada a volverse otra vez hacia las luces. Quedó con la boca abierta. Las cuatro luces se estaban acercando entre sí, convirtiéndose en una sola. El resplandor se volvió tornasolado, casi enceguecedor. Ana sintió que cada extremidad vibraba. Por un instante creyó, también, que su cuerpo se elevaba del suelo. Mabel comenzó a agitar sus brazos, tratando de llamar la atención de la luz. Ana quiso detenerla, sin saber muy bien por qué.

Sobre sus cabezas había una sola bola enorme de luz. La noche desapareció de sus ojos. Aquel brillo era tan fuerte que no había lugar para las sombras. De pronto la intensidad aumentó de tal manera, que Ana no pudo hacer otra cosa que cerrar los ojos y apretarlos con fuerza, porque incluso así la luz parecía penetrar con fuerza bajo los párpados.

Cuando los abrió, otra vez estaba la noche. El cielo negro, claro, sin nubes, repleto de puntos pequeños, con un brillo humilde, lejano, distante, pertenecientes a estrellas a millones de años luz. Respiró hondo. La gran bola de luz ya no estaba. Las luces de colores se habían ido.

Le tendió la mano a su amiga, pero el movimiento pasó de largo, sin toparse con nada. Giró su cabeza y descubrió que era la única persona sobre el techo.

-          ¿Mabel?

La buscó con la mirada. Luego, asustada, corrió hasta los extremos del techo, temerosa de encontrarse, tres metros y medio más abajo, con el cuerpo de su amiga. Pero no estaba en ninguna parte. Bajó corriendo las escaleras y fue directo al interior de la vivienda, por la puerta trasera, que estaba abierta. Corrió por el pasillo, a oscuras, sin que le importara despertar a los padres de Mabel. Llegó hasta la habitación y abrió la puerta. Estaba vacía. La cama tendida con suma prolijidad.

Escuchó ruidos a sus espaldas.

-          ¿Ana?

La madre de Mabel se llevó las manos al pecho, asustada. Al ver a Ana se serenó. La tomó de la mano y la llevó hasta la cama.

-          ¿Estás bien, querida? Nos asustaste. Ay, mi amor. Sabemos que te duele tanto como a nosotros, pero tenés que empezar a recordarla y saber que ya no va a volver. Vení, vení, dame un abrazo.

Ana se vio envuelta por los brazos por la mamá de Mabel y entonces lo recordó. El velorio, el cementerio, el llanto incontenible durante días, meses. Se puso a llorar con fuerza.

-          ¿Y las luces? ¿Dónde fueron las luces?

-          Ana, mi amor. Ella ahora es una luz. Una hermosa luz que brilla en nosotros. Ay, Dios… era una hermana para vos. Cómo duele, por favor. ¿Roberto, estás ahí? ¿La llevarías hasta la casa? Mirá cómo está... mi cielo. Mirá cómo está.

31 de enero de 2022

Ausencia (ilustrado por Esteban Porrini)

Cuando al viejo Anselmo dejamos de verlo por el barrio sospechamos que se había ido a vivir a otra parte. Porque el viejo siempre renegaba de la ciudad, del clima de la zona, de los malditos inspectores que no lo dejaban trabajar en paz.

Su figura encorvada, mal vestida, de paso cansino, empujando siempre el mismo carro de enormes ruedas de metal oxidadas, era una imagen habitual en nuestras calles. Y su silbido, tan particular, cruce de jilguero y pato atragantado, era un sonido que nos hacía saber que rondaba cerca.

Y a pesar de estar siempre refunfuñando, lo queríamos. Escuchábamos cómo despotricaba y se quejaba de absolutamente todo, mientras le acercábamos cartones, que tan rápido como los recibía los arrojaba dentro del carro, y muchas veces, comida o algo de dinero.

El viejo jamás te daba las gracias. Al menos no con palabras. Pero la veías implícita en la forma en que sus ojos te miraban. Y qué mejor agradecimiento que aquel que te devuelve un brillo tan genuino.

Su piel tenía el color cobrizo que los años expuestos al sol habían tatuado para siempre. El cabello ralo y escaso parecía flotar de formas extrañas. Era blanco como la barba, aunque ésta algo amarillenta alrededor de la boca, a causa del tabaco que jamás le veíamos fumar, pero que evidentemente lo acompañaba en los momentos que nos eran ajenos.

Porque, pensándolo bien, de Anselmo conocíamos poco y nada. A veces arrancaba a contar algo personal, de una hija o de un hijo, alejado, cómo él decía, pero luego callaba abruptamente y se perdía en sus cartones, como si la mirada férrea en el corrugado le devolviese los pies al presente, a su realidad, a la inequívoca certeza de que lo pasado pisado y sin más, cambiaba de tema, o arrancaba a quejarse de algo que le había pasado la noche anterior.

Sabíamos que se llamaba Anselmo, que vivía en el otro extremo de la ciudad, cerca de las vías (o lo suponíamos, porque las quejas del tren que ya no pasaba eran muy seguidas) y que juntaba cartones. Algunos aseguraban que estaba casado, otro que era viudo, que tenía hijos, que en realidad eran sobrinos, que lo inventaba todo, que había sido carnicero, que jugador de fútbol, que era uruguayo… sabíamos mucho de nada.

Teníamos, sin embargo, la tranquilidad de verlo. Y digo tranquilidad, porque su imagen yendo y viniendo, nos daba eso. La seguridad de que los días transcurrían, de que la vida iba hacia delante, y que Anselmo pasaba silbando a su manera, como una señal de que las cosas marchaban bien, de la misma manera que el sol salía cada mañana y la noche caía después del atardecer.

La sospecha de su mudanza nos duró poco, porque en breve comenzamos a tejer hipótesis sobre su salud. ¿Y si le había pasado algo? ¿Alguien había notado algo? ¿Había comentado con alguno si se sentía mal? Nos cruzábamos en las esquinas con los semblantes preocupados.

A los pocos días el malestar se hizo general. Éramos dueños de tantas teorías y ninguna certeza que la angustia nos carcomía por dentro y nos desfiguraba por fuera. Nuestros pensamientos giraban en torno al viejo. A tal punto, que estando varios en el almacén de Carlota, decidimos hacer una reunión barrial en la plaza el sábado siguiente.

No faltó nadie, ni siquiera Higinio, que era sordo, pero que igual se había acercado con una silla de respaldo de mimbre, para no perderse nada de lo que pasaba.

Hablamos todos, mostrando preocupación, tratando de recordar, interrogándonos unos a otros, buscando de hacer memoria sobre quién y cuándo lo había visto por última vez. Que Pedro en la esquina de su casa, que Elvira cerca de la escuela, que Fulano allá, que Mengano acá. No había manera de ponernos de acuerdo. Ni siquiera del día. Porque había veces que pasaba silbando a diario, y otras, que espaciaba sus visitas día por medio. ¿Y entonces, dónde iba cuando no venía? ¿Dónde ocupaba su tiempo? ¿Cómo es que no lo sabíamos? Nos sentimos culpables de esa ignorancia. Nos pusimos melancólicos y comenzamos a narrar anécdotas o encuentros con el viejo.

Una historia tras otra, algunas más felices, otras más tristes, nos empezamos a relajar, a sonreír, a soltar una lágrima. De alguna manera, nos sentimos mancomunados. Estábamos todo allí, en torno a un mismo recuerdo. Don Anselmo nos enlazaba a todos. Nos hacía fuertes, de la misma manera que la incertidumbre por su ausencia nos quebraba de un solo cachetazo.

¿Era acaso el viejo tan solo un simple cartonero renegado que silbaba mal? ¿O se había convertido en un corazón que bombeaba una energía invisible en nuestras vidas?

Nos pusimos en campaña para ubicarlo. Llamamos a hospitales, clínicas, refugios, centros comunales, recorrimos la zona en auto, bicicleta, a pie. Pusimos carteles en los postes de la luz. Fuera de nuestro barrio, nadie conocía a Don Anselmo. Ni siquiera en la zona de las vías. Visitamos basureros, centros de reciclaje de cartón. Hablamos con otros cartoneros. Ninguno reconocía la descripción que hacíamos del viejo. Caímos en la cuenta, tarde, que no teníamos una sola fotografía de él para mostrar. Nadie en el barrio lo había fotografiado jamás.

Durante meses buscamos inútilmente. Solo nos reconfortábamos al hablar de él, de los recuerdos que nos traía evocarlo. Le hicimos una placa en granito que colocamos en la plaza con la esperanza de que algún día volviera y se alegrara al verla.  Algunos dejaban flores durante las noches. El insomnio nos encontraba merodeando por las calles, perdidos, mirando el horizonte, las esquinas, creyendo escuchar el silbido que no era, viendo siluetas de un viejo tirando un carro que no eran otra cosa que sombras proyectadas por árboles morbosos que jugaban con nuestros deseos.

Nos resignamos a perderlo, a dejarlo ir. A entender que su ausencia dejaba al descubierto necesidades que hasta entonces no habíamos tenido en cuenta. Desde entonces los vecinos estamos más unidos que antes. Como si fuéramos una gran familia. Es extraño, pero todo sucedió a partir de la pérdida de esa presencia cotidiana en nuestras calles.

Cada tanto, alguien se atreve a preguntar en voz alta lo que otras personas pensamos, si es que acaso Don Anselmo realmente existió, si no fue acaso producto de una imaginación, un fantasma colectivo difícil de explicar.

La placa con su nombre en la plaza tiene flores frescas todos los días. Y no es extraño creer escuchar su silbido a lo lejos, aunque termine siendo siempre otra cosa. Cientos de veces hemos corrido a la vereda con el corazón en la boca, para encontrarnos con la calle vacía. Pero al darnos vuelta, vemos a otros repitiendo nuestros gestos, con esa esperanza latente en los ojos. Y nos reconocemos, sonreímos y volvemos a lo nuestro. Pero alegres, felices. Porque, aunque no lo vemos, Don Anselmo sigue estando. Es parte de uno. De todos.


Ilustraciones de Esteban Porrini

18 de octubre de 2021

Tac Tac Tac

Ella también es una sobreviviente. En la era post pandemia, en mayor o menor medida, todos lo son. Nadie salió indemne. Lucía se seca las lágrimas. Y vuelve a la carga con la cuchilla.  Tac Tac Tac.  El sonido es parte de la rutina. Atraviesa la cocina y llega incluso hasta el mostrador. La joven es eficiente, puntual, educada. Los dueños le han ofrecido en reiteradas ocasiones pasar a otras tareas, dejar de picar cebollas, que es todo lo que hace. Le han visto condiciones para atender al público, incluso la confianza como para manejar dinero en la caja. Pero Lucía dice que no, tantas veces como se lo proponen. No da explicaciones. Solo agradece y vuelve a lo suyo. Es que no comprenderán que está en el lugar dónde quiere estar. Que es allí, delante de la tabla de picar, en aquel restaurante tan concurrido, donde la cebolla se transforma en su aliada y maquilla las lágrimas de tristeza que no cesan de doler. Se sobrevive, día a día. Como se puede, dónde se puede…


31 de julio de 2021

La reja

Clarisa me convenció de no ir a verla. Quisiera pensar que no fue así, pero es la única verdad. El que no la conoció pensará que bastaba con no hacerle caso e ir igual. Y aunque pareciera, Clarisa no estaba loca.
La última vez que no le hice caso, me sujetó la muñeca con fuerza, dobló hacia atrás mi mano y me clavó una navaja en el medio de la palma.
Así que si ella decía que no, lo mejor era no contradecirle.
Lo que pasó, por otro lado, era cuestión de tiempo. Su apariencia de anciana amable era una simple fachada. Había llegado al barrio ya con los cincuenta largamente cumplidos. Había dicho a los nuevos vecinos que necesitaba cambiar de aire tras haber quedado viuda y por eso necesitó mudarse. En parte era verdad. Su esposo había muerto. Cinco balazos en la cabeza, producto de una lucha de poder.
Clarisa se mudó de su ciudad, pero se llevó consigo dinero, merca y los contactos. Y transformó su nuevo hogar, en un búnker bastante desapercibido. Vendía a través de una reja muy pintoresca, que daba a la calle.
Si alguien vio los movimientos, jamás sospechó de Clarisa. Los compradores se acercaban e intercambiaban el dinero por la sustancia tan rápidamente que parecía que pasaban de largo delante de la reja sin detenerse.
Ella tenía una política, y era no venderle al consumidor final. Solo a revendedores. De esa manera, era mucho más fácil.
Yo era su persona de su confianza. Me permitía visitarla, ver cómo estaba, acercarle algo si es que le hacía falta. En el barrio pensaban que era su sobrino. Ella apenas que asomaba la nariz a la calle, solo lo hacía para algunos mandados puntuales, en los que no confiaba en nadie, ni siquiera en mí. Por ejemplo, ir al banco y depositar el dinero.
Sin embargo, en este rubro es complicado llevar una vida sin sobresaltos. Cuando los otros vendedores de la zona se dieron cuenta que tenían una competidora, comenzaron a enviar señales amenazantes. Llamadas telefónicas, cables de energía cortados, golpes en la noche en las ventanas y más de un gato o paloma muerta arrojada por encima de la reja.
No era extrañar que sucediera. Ella misma me llamó por teléfono. Fue escueta. La habían engañado, la citaron para una venta a la reja, y al asomarse le tiraron tres tiros que impactaron en el pecho. A rastras llegó hasta el teléfono y en lugar de llamar a una ambulancia me llamó a mí. Le dije que salía para allá pero me detuvo. No era su intención llamarme para eso. Además, me confió, no había esperanza alguna. Agonizaba. Me dio los datos de sus cuentas bancarias, me reveló dónde escondía la droga y también el nombre de la persona que le había disparado.
Y aquí estoy, esperando en la noche, con un 38 en la mano. El mismo que ella me dió hace unos años, para sacar del camino a su esposo.
Lo usaré en breve para vengarla. En este rubro, lo único seguro, es una muerte violenta.

8 de julio de 2021

Pibes [basado en una fotografía de Fabricio Garfagnoli]

 A la vuelta de casa había construcción de una vivienda de tres pisos que de un día para otro había quedado detenida. La planta baja parecía casi terminada, con el detalle de la ausencia de revoque, pero el piso superior tenía paredes sin completa y el último era un esqueleto con el techo de madera a medio colocar. 
Se decía que el dueño había fallecido, qué había perdido una fortuna en el casino, que su mujer estaba enferma, que lo habían metido preso... el barrio tejía sus propias versiones, sin importarle la verdadera. Y sinceramente, a nosotros tampoco nos importaba.
Éramos cuatro amigos con todo el tiempo libre, padres con dinero y la posibilidad de tener nuestro propio lugar durante las noches: la planta más alta de la casa en construcción, a la que subíamos con sigilo tras cruzarnos al terreno desde el patio de Enzo.
El techo sin terminar, con los tirantes de madera dejando a la vista el cielo y las estrellas, nos brindaba la sensación de hogar que sentíamos, no teníamos en nuestras respectivas casas.
Nos tirábamos de espalda al piso sobre el concreto áspero y frío, y dábamos cuenta de las latas de cerveza que llevábamos en una conservadora.
Cuando se acababan, armábamos algunos porritos y nos los íbamos pasando uno a otro, disfrutándolos de a una pitada.
Las noches eran perfectas y nuestras. El irremediable retorno a nuestras viviendas era un fastidio. Tener que escuchar a nuestros padres, era un dolor de cabeza. Éramos unos pibes. Y así entendíamos el mundo.
Crecimos de golpe un verano, el último antes de ir a la facultad. Aún me duele rememorar esa noche de calor agobiante. Estábamos en cuero, tomando cerveza bien fría, cuando escuchamos ruidos que venían de abajo. Nos quedamos en silencio, creyendo que podían ser gatos.
Luego escuchamos los gritos de una chica, una voz grave que exigía silencio y el sonido inequívoco de un cachetazo. Nos miramos. Teníamos el corazón acelerado. Y miedo, mucho miedo. Dos pisos más abajo, una chica necesitaba de nuestra ayuda.
Nos pusimos de pie, tratando de no hacer ruido. Y con la agilidad de los cuerpos adolescentes, escapamos descolgándonos por dónde faltaba una pared, hasta alcanzar un árbol enorme que había en el patio. Pálidos cruzamos el tapial y nos escondimos en la casa de Enzo.
Nunca más volvimos a esa casa. Hoy en día ya está terminada. Me cuesta incluso pasar por el frente y mucho más, poder mirarla. Me avergüenzo de quién soy, quién era, de quienes fuimos. Cinco días después de esa noche, el lugar se llenó de policías. El cuerpo de una joven violada y estrangulada hacía sobre el concreto del primer piso. Nunca encontraron al responsable.
Desde entonces nosotros sabemos que fuimos los verdaderos culpables. Que podíamos haberla salvado. Nos cuesta mirarnos los rostros, entablar un diálogo. Y cuando lo hacemos, cuando es inevitable, tarde o temprano, sin que nada obligue a decirlo, la frase hecha se deja caer a modo de reprochable excusa: "éramos unos pibes".

Publicado originalmente en "Historias en 35mm" perfil de Instagram: https://www.instagram.com/historiasen35/


14 de junio de 2021

Esquinas (basado en fotografía de Fabricio Garfagnoli)

Es difícil volver. Siempre. Es viajar en el tiempo sin ninguna clase de truco o ciencia ficción de por medio. Es también una forma de morir, de acelerar las razones. Pero, muy a pesar, es necesario. Porque en ese cruce están los fantasmas que claman por no ser olvidados. 

Visten con el color de la melancolía y sus pasos son inciertos, como si flotaran a causa de la brisa que los recuerdos soplan. Los veo reír y llorar al mismo tiempo, con esas máscaras que provocan estupor. Gritan una silenciosa proclama de justicia, pero nadie los escucha. El sonido de los motores, de los  frenadas, los sepultan.

No estoy sola, ni solo, ninguno de nosotros. Somos varios los que peregrinamos a diario y sostenemos nuestros cuerpos durante horas en esas esquinas. No nos hablamos, no sabemos nuestros nombres, pero nos conocemos y reconocemos. Somos el dolor del que sobrevive, somos la pena del que extraña. Somos uno y somos todos. Y en nuestras miradas está el asentimiento, la aceptación de nuestro rol en la existencia. Somos los que quedamos y como tales, estamos obligados.

A recordar, a reclamar, a dar batalla. Pero principalmente, a volver. Todas las calles, todas las rutas, son tierras de fantasmas. 

¿Y ellos, nos ven? ¿Se observan entre sí? ¿O acaso el maleficio que los acecha los confronta con los verdugos de su muerte y lo que ven no son otra cosa que los fantasmas de los vehículos, que como una exhalación, pasan de un lado hacia el otro, en un vaivén infinito, molesto, irónico. Autos, motos, colectivos, camionetas, utilitarios, camiones, entre lo traslúcido y lo demencial, entre el sueño y la pesadilla. Los fantasmas de los fantasmas, en el cruce de calles que observamos desde nuestras esquinas, las que nos quedaron como legado, por haber sobrevivido, por batallar contra el olvido, por tener la valentía cada día de viajar en el tiempo y la cobardía de no poder cambiar el destino.

Publicado originalmente en "Historias en 35mm" perfil de Instagram: https://www.instagram.com/p/CP-9pVfjjgR/



23 de mayo de 2021

Aniversario, por Gisela Bernardini


El relato corto "Aniversario", narrado y representado por la actriz Gisela Bernardini.


25 de abril de 2021

Pan y queso

Cuando era chico todos querían hacer pan y queso conmigo, porque ganara o perdiera, elegía a mis amigos más cercanos y el rival de turno, a los que mejor jugaban a la pelota.
Perdíamos siempre por goleada y más de uno se enojaba porque al elegirlo no le daba la oportunidad de estar en un equipo mejor. Pero eran broncas pasajeras. La amistad no se definía por derrotas en el patio de la escuela o el baldío de la esquina.
Íbamos para todos lados juntos y cuando las vicisitudes de la vida nos fueron llevando por diferentes caminos, la relación no se perdió. Como si el ritual de elegirlos una y otra vez en el pan y queso hubiese ido forjando una unión imperecedera, fuerte, inquebrantable. Sabíamos entonces que íbamos a perder en la cancha, pero que a pesar de eso, estábamos juntos.
Con el tiempo, en la medida que crecimos, aprendimos que las distancias y ocupaciones suponían obstáculos, pero como en el pasado, estábamos el uno para el otro.
¿Sucedía lo mismo con los que jugaban en los equipos contrarios? No, claro que no. Esos equipos se armaban para ganar, para competir, para saborear lo efímero del triunfo. Nosotros apostábamos, sin saberlo, a lo perpetuo del abrazo, de la risa cómplice, de esa mano necesaria en los momentos difíciles.
¿Te acordás cómo nos cagaban a goles? suele decir alguno cuando estamos todos, anticipando la carcajada general ¡Es que a este boludo le gustaba que nos rompieran el culo! acota entre las risas algún otro.
Incluso nos reímos en la vereda de la casa fúnebre, cuando nos toca despedir al primero que parte del grupo, joven, de manera injusta. Nos reímos porque es parte de la esencia, porque tácitamente nos prometimos estar siempre, ser el hombro dónde apoyarse. Y porque llorar no soluciona nada. Ni entonces, cuando ellos iban diez y nosotros cero, y la impotencia nos volvía torpes las piernas, pero jamás nos permitíamos sentir vergüenza. Cómo avergonzarnos de la amistad.
Y mientras el cortejo fúnebre avanza, nos relojeamos por los espejos retrovisores. Nos reconocemos tristes, perplejos. Pero somos un equipo. Y sabemos, como cuando éramos pibes, que la vida nos va a terminar ganando por goleada. Sin embargo, nos elegimos, en un pan y queso para siempre. Y allí estaremos, tratando de sonreír cuando en realidad queremos morirnos, dándonos un abrazo cuando quisiéramos escondernos en un rincón a llorar, porque las derrotas por supuesto que duelen y lastiman, pero así, en equipo, el rival tiene que hacer un mayor esfuerzo. Y no podemos caernos, ninguno. Sabiendo el resultado, puteándonos por alguna distracción, apretamos los dientes y seguimos adelante. ¡Estúpido, para qué me elegís! me grita alguno. Y apretándome la mano, años después, mientras suprime una lágrima, se responde y me agradece: Para esto, hermano. Para esto.