Nunca creí la explicación científica sobre las denominadas babas del diablo, sin embargo ante los demás, al hablar de ello, la acepto por no poder encontrar otra repuesta a ese fenómeno que se da muy de vez en cuando, principalmente a fines de la primavera y el otoño.
La teoría dice que los blancos filamentos son elaborados por una clase de araña que segrega la sustancia al aire y en contacto con este, toma la consistencia y forma conocida, para luego, por la misma acción del viento, ser llevados de un lado a otro, emigrando los simpáticos bichitos con sus miles y miles de crías.
Lo cierto es que de niño, al notar la presencia de las babas, corría al techo de casa para ver como quedaban enredadas en las antenas, los postes, cables y ramas de los árboles, apuntando hacia el lado que iba el viento, en un espectáculo tan bonito como macabro.
Y no digo macabro por el calificativo que se le da popularmente, sino por la impresión que me generaba el tocarlas. Tengo que coincidir en que es la misma sensación que da tocar o enredarse con una telaraña, pero de todos modos, no comparto la idea que sean producto de las arañas.
Podría dar varios motivos, pero solo una historia alcanza para explicarlo. E incluso podría contarla el padre Enrique, sino fuese por el pequeño detalle que murió el mismo día en el que transcurrieron los hechos que me vienen a la memoria.
Aún era joven, pero ya no el niño que correteaba por las veredas detrás de su hermano mayor, esperando con ganas que le devolviera el juguete que le había quitado, con el solo fin de molestarlo. Mis días eran el colegio secundario, los mandados a mi madre y de vez en cuando, un intento frustrado de invitar a Marisol a tomar un helado.
Los domingos acudía a misa, cumpliendo el último deseo que me pidiera mi tía, en la antesala de su muerte. No me molestaba en lo absoluto, al contrario. Sentía un grato placer al poder asistir a esa reuniones de fe, donde, debo reconocerlo, encontraba una paz interior que pocas veces alcancé a descubrir posteriormente en mi vida.
El padre Enrique, un amante de la lectura y de la música moderna, secreto éste que guardábamos celosamente sus monaguillos, nos dejaba abierta una puerta trasera de la capilla para que llegáramos temprano y acomodáramos los asientos, para poder empezar la misa a las ocho en punto de la mañana.
La mención en plural se debe a Ismael y Julián, los otros monaguillos. Ese domingo llegué temprano, aún no se la razón, acaso el destino o la mala fortuna. Desde mi casa a la capilla había unas seis calles. Solía hacerlas en bicicleta, pero al salir al patio la encontré con las gomas desinfladas. Maldije a mi hermano, que la había usado último y sin pensarlo dos veces, me fui caminando, silbando por lo bajo una pegadiza canción que había escuchado en la radio mientras desayunaba.
Noté en mis primeros pasos que la noche se había ocultado pero nos había dejado un pequeño legado. Babas del diablo. Ya no sentía la misma pasión que de chico y mucho menos en ese momento iba a salir corriendo a encaramarme a algún techo. Más bien, intenté evitarlas. Había por cientos, en los árboles, en los tejados, los cables de la electricidad, en todas partes en realidad.
Mientras caminaba, no dejaba de mirarlas de reojo, como percibiendo algo y por las dudas, estando atento a no toparme con ninguna, pues no veía con gracia enredarme en ellas.
Mi aletargado cuerpo, de andar cansino y perezoso, apuró sus pasos casi inconscientemente. Lo mejor era dejar atrás la calle y buscar refugio en la seguridad de mi destino. Pero sombría encontró mi mirada el espectáculo luciferino de la torre de la capilla, enmarañada de punta a cabo de las babas del diablo, que ofreciendo una danza que parecían provenir del mismísimo infierno se movían ondulantes como invitando a perderse en sus entrañas.
Saqué la vista de tan horrible imagen pero no pude contener la exclamación de asco que la escena deparó a mis sentidos. No me di cuenta hasta entonces que la brisa se había convertido en un viento bastante obsesivo que no hacía más que hacer tambalear mi cuerpo en la medida que me acercaba a la capilla.
Grande fue mi sorpresa, cuando apurado por tomar el picaporte y abrir la puerta para alejarme del viento y las babas danzantes descubrí pasmado que la misma estaba cerrada. ¿Acaso el padre Enrique se había quedado dormido?
Lo llamé por su nombre, intentando hacerme escuchar por encima del sonido del viento, que para entonces rugía furioso, moviendo los ventanales y golpeando los paneles de madera que los protegían en días de tormenta. Grité embravecido, más por miedo que otra cosa. Las babas del diablo se desprendían por culpa del vendaval de la torre del campanario y volaban en mi dirección. Me protegía con las manos, pero era inevitable el contacto. Me cubrí los ojos y la boca, con temor y repugnancia.
Me alejé de la puerta y rodee la capilla. La puerta principal también estaba cerrada. Pensé en trepar por las paredes hasta lo alto del muro y saltar hacia el otro lado, pero con el viento era muy probable que cayera.
Mi corazón latía de prisa y mis nervios jugaban con el estómago. Las babas del diablo me ponían los pelos de punta y la preocupación crecía por el padre Enrique.
¿Dónde estaba? ¿Por qué no abría las puertas? Y entonces, escuché las campanadas.
¡El padre Enrique está en el campanario! me dije con una luz de esperanza, de la posibilidad inminente de que me abriera las puertas y huir, de esa forma del vendaval de babas del diablo que se había desatado en la ciudad.
Corrí hasta la puerta exterior del campanario y la encontré cerrada. Golpee la madera con violencia y varias veces. Le di tan duro que lastimé mis nudillos. Grité tanto que los pulmones amenazaron con reventar. El padre no me oía, sin embargo la campana sonaba con estruendo.
Fue entonces que comprendí que las campanas no deberían estar sonando. Que aún era temprano. Y en lugar de permanecer cerca de la capilla, me alejé de ella, con la intención de llegar a la vereda de enfrente y mirar hacia lo alto, hacia la campana misma.
Y si las babas del diablo me resultaban espeluznantes, aún más aterrador fue el cuadro que mis ojos presenciaron al levantar la mirada: aferrado a la campana, con sangre cayendo por la boca, ojos y nariz, yacía el padre Enrique, mientras la gigantesca copa invertida se bamboleaba de un lado a otro, haciendo sentir su tañido de lado a lado de la ciudad. Envolviéndolo, sin dejarlo caer, había alrededor de su cuerpo cientos y cientos de babas del diablo, cuya blancura comenzaba a teñirse de a poco con el rojo oscuro de la sangre de mi querido amigo.
Nadie jamás encontró explicación a lo sucedido y todavía en las noches, varias décadas después, puedo oír el sonido de las campanas confundiéndose con el viento y la voz de Enrique gritándome casi en un hilo de voz: "huye, huye, que las babas del diablo no caigan sobre ti". Despierto sobresaltado, claro. Y es muy probable que ese día, al salir a la calle, encuentre babas del diablo por doquier.
Por eso, señores, les puedo decir que le explicación científica a mi no me convence.
Un instante eterno
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*Clave de lectura:* Expectativas y posibilidades de actuación después de
los 50 años.
*Valoración:* ✮✮✮✮✩
*Comentario personal:* De espíritu y contenido mu...
Hace 6 horas.