Desde la orilla del lago veía la fogata encendida y cómo las siluetas de los chicos se contorneaban contra el fuego, mientras danzaban al compás de una melodía y voces que le llegaban muy tenuemente a través del aire fresco de la noche.
Era la última, la despedida. El campamento había sido un éxito. Podía volver tranquila, sabiendo que los niños se habían divertido.
El agua parecía tan calma en la noche que no podía evitar acercarse. Le transmitía paz. Veía el brillo de la luna reflejada en la superficie, casi como en un espejo. Sentía melancolía y por eso huía del resto. De vez en cuando volvía su mirada hacia el campamento y sonreía con sinceridad al ver como los demás disfrutaban.
Había una sorpresa para los niños, que los otros profesores de educación física prepararon durante la tarde. Una torta inmensa, que llevaron a cocinar al puesto de la guardia del parque. En cualquier momento vería por el lado del camino de tierra acercarse las luces redondas y potentes del jeep del parque y sabría que sería su momento de regresar con el resto.
Sin embargo quería quedarse allí mismo, a la orilla del lago, porque la tristeza le empañaba la noche. En realidad, toda la excursión. Desde el día que salieron, buscó los lugares más apartados para llorar en soledad. Volvía con el grupo sonriente, pero sintiendo la espina clavándole el corazón.
Odiaba sentirse así. Pensaba en él. En la noche que estaba armando el bolso para salir esa misma madrugada. Buscaba prendas íntimas que le resultaran cómodas, cuando su novio le hizo un comentario que no le gustó. ¿Cuál había sido? Ya no lo recordaba. Así eran todas las peleas. Comenzaba por algo y llegaba un momento que ninguno de los dos sabía exactamente la razón por la que habían iniciado la discusión. Pero esa noche se pelearon. Feo. Se dijeron barbaridades que jamás se habían dicho. Algunas palabras aún resonaban en su mente, como un recuerdo culpable, como un dedo hurgando una herida.
Se había ido dando un portazo, tan fuerte que escuchó como caía dentro del departamento uno de los cuadros de naturaleza muerta que colgaban en la pared del living. Caminó las cinco cuadras que la separaban del colegio llorando. Haciendo un intento casi inhumano por no gritar de bronca, de desesperación. ¿Por qué esa noche? ¿Por qué justo antes de irse?
Llegó a la puerta de la escuela, donde el colectivo ya estaba esperando para partir, secándose los ojos con un pañuelo descartable. ¿Qué le pasa profe? le habían preguntado unas niñas y ella mintió muy bien. El resfrío que alegó sanó rápido y pronto se vio juntando los bolsos y subiéndolos al transporte.
En el viaje logró olvidarse de lo sucedido. La gracia de sus colegas, la algarabía de los niños, todo se convirtió de a poco en una manta que la cubrió del frío espiritual que la invadía internamente. Pero una vez en el campamento, empezó a recordar y las lágrimas se iban filtrando, de a poco, a escondidas, en un lamento infinito que no podía parar.
La última noche y como no podía esperarse de otra forma, era todo diversión. La pena llegaría en el viaje, ya cansados, los niños se darían cuenta que estaban volviendo a sus rutinas y eso sería el disparador de quejidos y alguna que otra broma sobre no querer volver. Pero aún faltaban varias horas para regresar y sin embargo ella estaba decidida: no volvería.
No soportaría regresar, no podría sobrevivir más tiempo con la realidad que le tocaría afrontar. Miró de nuevo hacia la fogata y ahora los chicos ya no cantaban ni bailaban, sino que estaban en silencio, todos sentados. Le llegaba un débil murmullo, acompañado del sonido de los grillos, que a esa altura ya le resultaba natural. Era la hora de las historias de terror, del silencio respetuoso, de los oídos atentos escuchando a los grandes.
Pensó en su novio, en la noche que armaba el bolso y parecía todo tan distante desde aquella orilla, que era como si le sacaran una tonelada de encima de sus hombros. Dio el primer paso hacia el campamento y otra vez sintió la angustia, el dolor. Se puso a llorar, desconsolada.
Se dejó caer y abrazar por la tierra. El agua le hizo caricias, tan cálidas, tan llenas de amor, que por un momento se creyó acompañada. Los ojos se dejaron llevar por las estrellas, mientras la frescura de la noche la envolvía en una mortaja de paz infinita y el sueño avanzaba letal, mortífero, silencioso, en tanto el agua cubría sus piernas, luego su cuerpo y finalmente los brazos y rostro, oscureciendo el cabello y ocultando su belleza, sin encontrar resistencia ni nuevos lamentos.
Al día siguiente, desde temprano la guardia del parque y la policía la buscaron en cada rincón del lugar. Al atardecer encontraron su cuerpo, en el fondo del lago.
La noticia llegó al pueblo antes que lo hiciese el colectivo con los niños y profesores. Sorpresa, incredulidad, las sensaciones dejaron a todos helados. La policía local notificó a la escuela y de allí fueron al departamento de la joven, donde vivía la única persona que podía considerarse un familiar, que era su novio. Los padres y demás parientes vivían en otra provincia, muy lejos. Forzaron la puerta porque nadie contestaba. Encontraron el cuerpo del joven sobre la cama, con la garganta cortada y signos de violencia por toda la habitación. Llevaba muerto varios días.
Un instante eterno
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*Clave de lectura:* Expectativas y posibilidades de actuación después de
los 50 años.
*Valoración:* ✮✮✮✮✩
*Comentario personal:* De espíritu y contenido mu...
Hace 13 horas.