(dedicado a don Oso, que jugando con los finales de sus amigos blogueros para una historia en común, me dio las pautas para este relato)
Quizás en algún momento de nuestras vidas, todos estemos destinados a tener la oportunidad de alcanzar, de un modo u otro, la gloria, el éxito, el objetivo máximo alguna vez soñado.
Quizás esa oportunidad nunca sea distinguida entre muchas otras, yaciendo así en el anonimato, en el olvido silencioso.
Pero esa tarde de domingo, Miguel creyó ser dueño de ella. Una oportunidad que, no podía negar, ansiaba desde hacía mucho tiempo. La que había soñado un año atrás, cuando a pesar de sus treinta y largos y de no jugar al fútbol desde una década atrás, la dirigencia del club de su pueblo lo fue a buscar al taller mecánico donde un primo suyo lo había empleado a medio tiempo.
Había pensado entonces que era la ocasión para demostrarle a todos que aún estaba a tiempo de ser la promesa que muchos habían creido imaginar cuando de pequeño lo veían acariciar la pelota en los potreros del pueblo. Y podía ser al fin, el ídolo que alguna vez soñó. Ese ídolo de gambeta y gol que jamás llegó a ser, viendo de joven morir su ilusión.
Y fue en el taller, que con las manos engrasadas, apretó firme la mano tendida por los dirigentes y dijo si, al tiempo que sonreía por primera vez en más de diez años.
Desde entonces fue consciente que en el pueblo se iba a hablar y mucho. No esperaba sentir el calor de la gente y menos, el aliento de la hinchada. Pero se había prometido ganarse a todos jugando, haciendo lo mejor que sabía hacer. Quizás, lo único que sabía hacer.
Fue un buen año, no lo dudaba. Difícil, pero bueno. Había hecho oído sordos a los insultos. Había minimizado la indiferencia de sus compañeros. En la cancha, había dejado todo, sin que le pesaran los años, ni el pasado. Por momentos fue muy duro, triste, pero no claudicó, no le dio el gusto a los que querían verlo caer otra vez. Y se mantuvo de pie, jugando y bien.
Tan bien, que llegaron a la final de la liga regional, a esa tarde de domingo que soñaba con enmarcar de gloria y de la cual asirse para dejar atrás el pasado; esa salida ahnelante del suplicio diario, de la condena pública.
Creía haberlo pagado. Diez años en la cárcel, se decía, habían sido suficientes. Pero para el resto del pueblo, no parecían serlos. Esa tarde podía ser la respuesta.
La gran final del torneo había pintado de alegría el pueblo y hasta algunos se animaban a corear su nombre, los menos, claro. El momento del pitido inicial, los cánticos, los intentos iniciles para llegar al otro arco, los primeros sustos ante la llegada de los delanteros rivales, las piernas fuertes que se sabían no iban a faltar... todo se fue dando tan rápidamente, que no pudo pensar en otra cosa que correr y meter. Partido bravo, jodido, donde todos ponían hasta la última pizca de alma. Iban y venían. Los gritos desde las tribunas se fundían al unísono y nadie reconocía para quién iba el aliento o el insulto. Era una batalla con la lluvia de balas rociándolo todo, donde el pasar de los minutos aumentaba la tensión y desgastaba a lo protagonistas, llevándolos al estado exhausto en el que se encontraban, jugando ya no con los músculos, sino con el corazón, el temple.
Y allí estaba él, esperando de espaldas el balón, en el área grande rival. Allí estaba esperando el pase, observando de reojo al central de melena recogida que no le perdía pisada. Y vio venir la pelota, como una amante en un reencuentro, corriendo descontrolada, perdida por la pasión. Pero él no se obnubiló e intuyendo la pierna del rival, no detuvo el balón, sino que no dejó correr para así, de imprevisto, girar la cadera y quedar de frente al arco. Y lo que suponía que pasaría, pasó. La pierna del rival enganchó la suya y lo hizo caer. Penal.
Alboroto, quejas, empujones. Griteríos desde afuera. Pero nadie se acercó a levantarlo. Vio todo desde el piso. El árbitro marcando el punto penal, los rivales corriendo hacia la figura de negro y las expresiones felices en los rostros de sus compañeros. El referí sacó una roja al aire, pero no le importó saber a quién correspondía. Ya tenía la pelota en su poder y se había ubicado en el punto del penal. Nadie le sacaría ese tiro.
El árbitro se le acercó y le dijo que era la última bola en juego, que se pateaba y se terminaba. Hasta entonces no se había percatado que habían pasado los noventa minutos. Si no la metía, la copa quedaba en poder del rival. Derecho obtenido por haber terminado mejor ubicado en la fase regular. Estupideces reglamentarias que a la hora del festejo, solo servían de excusas para los que perdían.
La oportunidad que había soñado, estaba allí. Se respiraba la tensión, hasta hacía daño el silencio proveniente de cada lado. El ídolo caído en desgracia llegaba del olvido para alcanzar la gloria. Un remate lo separaba del pasado oscuro al presente radiante. Si hasta podía adelantarse al ruido imperceptible de la red al golpear la pelota, ese chasquido mágico, tan ténue como fugaz, pero tan conciso y doloroso para el oído de todo guardameta.
La última mirada al juez, la concentración en la meta rival. Las manos a la cintura, el porte de un caballero a punto de salir a batalla, de cabalgar hacia las colinas y batirse a duelo contra el ayer. El instante preciso del silbatazo. El momento de correr y patear. Y de repente, su imagen entre las demás imágenes. Su rostro, entre los demás rostros. Ah crueldad, por qué. Su rostro, su inmaculado rostro. Esa belleza sin precio, esos ojos de perla, esos rizos que me estremecen aún en sueños. Esa nariz perfecta, sus pómulos altos, su sonrisa infantil. Oh crueldad, por qué.
Su mirada lo atraviesa, lo deja sin defensas mientras corre al balón. La ve a ella y a nadie más. Ni a nada más. La pierna se extiende y golpea, pero lo hace sin convicción, y la pelota sube y sube y se pierde por lo alto, muy por encima del travesaño, como viajando hacia las nubes, para nunca más volver.
Siente gritos de fondo, insultos por doquier, reproches, el sonido del alambrado retorciéndose. Pero no quiere mirar, aunque ya su rostro entrañable cubre por completo la oscuridad detrás de sus párpados y todo su ser se estremece en llanto, no por el penal errado ni la proximidad del dolor físico a manos de hinchas desbordados que escucha, están rompiendo el alambrado para saltar al campo de juego, sino por ella. Ese rostro al que le corresponde un nombre. Su Laura amada. La misma que una década atrás asesinara a golpes, en un rapto de celos y locura. La misma por la cual purgara una condena que no terminó al salir de la cárcel.
Ese rostro que creyó en vano dejar atrás, pero que vuelve cada noche, a cada momento, reclamando justicia. Ese fantasma que no duerme ni descansa y que le hace compañía desde que se despierta hasta que se acuesta. Ese espectro que jamás olvidará y no dejará que se olvide.
Laura jamás se iría y ni siquiera el suicidio lo salvaría del sufrimiento. Su fracaso, era el triunfo de ella. Ciego había sido en no reconocer en ella, el verdadero triunfo de su vida. Y no solo eso, sino que además, la había matado.
Al sentir los primeros golpes en su cuerpo, esas patadas furiosas de los hinchas enardecidos, no supo discernir con claridad si eran producto de ese tiro mal ejecutado o bien, eran los golpes que mucha gente quiso alguna vez propinarle por la barbarie cometida y jamás pudieron dar.
En cualquiera de los casos, estaba bien.
Un instante eterno
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*Clave de lectura:* Expectativas y posibilidades de actuación después de
los 50 años.
*Valoración:* ✮✮✮✮✩
*Comentario personal:* De espíritu y contenido mu...
Hace 6 horas.