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25 de agosto de 2018

La verdad espera en un cementerio

Debí sospechar cuando me dijo que lo acompañara, porque él jamás me había pedido antes tal cosa. Fue la primera señal, pero no me percaté. Quizá porque estaba ensimismado con mis problemas, sin dudas menores, como la humedad en la pieza del nene, la boleta del gas que aún no pude pagar y con seguridad deba financiarla en cuotas, la úlcera en el ojo del Fido, que pobre Fido, todos sabemos que está en las últimas. Por eso, si bien no es excusa, cuando él me pidió eso, me puse una campera y salí, un poco para tomar aire fresco, otro para escapar del caos rutinario que hay en casa, los gritos de los chicos, los reclamos de Ana. No levanté mucha plata, porque me conozco, si tengo plata, un par de cervezas me tomo. Tampoco era la idea. Porque cerca del cementerio no hay bares.
Caminé. Al bondi me revienta esperarlo, un remis te sale un ojo de la cara. A mitad de camino me pregunté para qué me precisaba. La última vez que había ido con él al cementerio, teníamos quince años. Estábamos ahí para acompañar a la vieja, para despedir a nuestro padre, a quien, a pesar de todo, ella quería.
Lo encontré cerca de la entrada, sentado en un cantero. No llevaba flores, pero si un gesto duro. Lo llamé por el nombre dos veces y pareció no escucharme. Al llegar a su lado, le pegué con el zapato en la pierna. Recién ahí levantó la mirada. Parecía absorto, en otro mundo. Tardó en reconocerme. Se quedó observándome como si fuera un desconocido. Esa fue la segunda señal y también la pasé por alto. Permanecí allí, como un tonto.
- ¿Qué te pasa? - le pregunté.
Se puso de pie, revolvió en su bolsillo y sacó una medalla. Me la mostró con la palma de la mano extendida hacia mí.
- ¿La conocés? - dijo.
El tono de voz, neutro en su totalidad, interpuso una distancia entre ambos de mucho más de los pocos centímetros que nos separaban. Era una distancia cósmica, inalcanzable. Debo haberme puesto pálido. No lo sé. Internamente sentí un crujido en las tripas, tragué saliva y noté, claramente noté, que el corazón se me aceleraba. Ahora sus ojos oscuros, que siempre comparaba con la negrura del carbón, se clavaban en los míos, esquivos, equívocos, errantes. Esperaba una respuesta, esperaba una confirmación. Y a mí, en ese instante, se me había paralizado hasta la respiración.
La mano que no sostenía la medalla se disparó hasta mi cuello. Lo aferró con tanta fuerza que solo quería agradecerle que la agonía no durara tanto tiempo. Pero me lanzó con fuerza hacia el cemento frío y reboté con violencia. Me dolía la espalda y también la nuca. Entonces, ya lo tenía nuevamente encima y esta vez, con ambas manos libres. Me debe haber agarrado de la ropa, lo ignoro, pero de un momento a otro me vi despedido por el aire, en dirección a un viejo paraíso, donde de niño jugaba a alcanzar las ramas más bajas. Sentí la corteza lastimarme la cara y cortarme el párpado. Me desplomé como una estatua sobre las raíces que sobresalían de la tierra. Tomé una bocanada de aire y de inmediato sentí un puntapié en la cintura. Luego otro y otro. Estaba en el piso, a merced de él. Imaginé que seguiría así hasta hacerme vomitar mis propios intestinos pero no hubo más. Ni patadas, ni trompadas, nada de nada. Solo me arrojó la medalla en el rostro y se alejó.
Una señora que salía del cementerio me vio en el piso y se acercó a ayudarme. La aparte de un manotazo. Me mandó a la mierda. Yo la mandé a la mierda. Traté de ponerme de pie y volví a caerme. Recién lo logré cuando me asistí del paraíso.
Me largué a reír. Él ya no estaba, la medalla hacía equilibrio sobre un montón de hojas secas y yo, a duras penas me podía mantener de pie, apoyado contra el árbol. Claro que conocía esa medalla. A pesar de los años, parecía brillar como siempre. La robé aquella noche, cuando me metí en su casa por la claraboya pensando que estaba en el telo con la vieja. Y no, el muy hijo de puta estaba en la casa. Dijeron que no atinó a defenderse. Y así fue, quizá del estupor de ver a su propio hijo con un chumbo entrando a robarle. Me llevé plata y esa maldita medalla.
Y desde entonces, se me aparece él. Soy yo, pero no lo soy. Me acompañó aquella vez al velorio y sentí que el culpable era él y no yo. Cada vez que algo malo sucedía, él estaba para hacerse responsable. Es la primera vez que pedía algo, por eso fui al cementerio. No me esperaba su reacción.
Me dolía todo el cuerpo y la medalla era como una herida palpitante en mi mano. La guardé en un bolsillo y emprendí el regreso, sintiéndome más solo que nunca en la vida. Volví caminando, a duras penas. ¿Volvería a verlo? ¿O desde ahora debería afrontar el hecho que siempre fui yo?
Lamenté no haber levantado dinero antes de salir. Estaría buscando ahora un lugar donde tomar una cerveza bien fría.

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