Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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4 de julio de 2018

Monocromo

Me levanté de mal humor. El despertador no sonó y me quedé dormida. Ya llegaba tarde al trabajo. No hice a tiempo de desayunar. Pero lo peor de todo fue que al salir a la calle no había color.
Salí apurada, peleando con la llave en la cerradura, corrí hacia la esquina para cruzar antes que el semáforo cambiara y ahí lo noté. Todo era monocromático. Las luces que debían ser verdes, o rojas o amarillas, no lo eran. Ni siquiera el cuerpo del semáforo tenía los suyos. Y los autos, y la gente, hasta el cielo mismo. Toda la realidad había perdido el color.
Estaba llegando tarde al trabajo, así que corrí de todos modos, alcancé el colectivo y apretujada -cuando no- seguí cavilando sobre la ausencia de algo tan elemental, tratando de no caerme o golpear a alguien en cada frenada del transporte.
Dudé en preguntar a alguien más. La gente lleva auriculares, desvía la vista hacia otro lado, esconde las miradas en el suelo, se aparta al mínimo contacto. La gente odia hablar. La duda me carcomía. ¿Sería yo o serían todos?
Saqué el teléfono, abrí las redes sociales. Nadie mencionaba el monocromático fenómeno. Era yo; sin dudas, era yo. ¿Estaría enferma? Pensé en qué día me convendría pedir turno con un oftalmólogo o aún mejor, con un neurólogo. El jueves, ese día era el mejor.
Llegué al trabajo, hubo reproches, me dieron una pila de carpetas. No podía diferenciarlas por color. Demoré más de la cuenta en ordenarlas. ¿Qué carajo me pasa? pensaba en todo momento.
Sufrí hasta la hora de salida. Incluso el almuerzo había sabido mal debido a la falta de color. Un sándwich gris, un tomate opaco, un queso desabrido.
Alguien se ofreció a llevarme a tomar el colectivo. Cómo si fuese una broma, me hablaba de los colores de moda para el verano. Le pedí que me bajara antes. Inventé una excusa. Estaba angustiada. Quería llorar. Extrañaba el rojo, el azul, el naranja. Todo era insulso, ajeno. Una fotocopia mal sacada. Me dieron ganas de vomitar. Fue cuando lo vi.
Un hombre, muy mayor, casi anciano, cruzaba la calle. Se desprendía de él un color púrpura intenso. Era el primer color que veía en el día. Me apresuré en ir a su encuentro, mis piernas cobraron impulso y me trasladé entre la marea de personas grises en busca de aquel hombre. Estaba a un metro cuando se derrumbó. Cómo si alguien le hubiese disparado. La gente se agolpó a su alrededor y pude ver el instante exacto en que el color púrpura se elevaba con velocidad hacia el cielo oscuro, hasta desaparecer.
Me alejé, espantada. Empecé a prestar atención al cielo. Cada tanto, más lejos, más cerca, veía algún destello púrpura elevarse y desaparecer, como un fuego artificial. Parecían disparados hacia una misma dirección en lo alto, más allá de las nubes.
Paré un taxi. Pedí que me llevarán al hospital más cercano. No podía esperar un turno, debía ir a una guardia médica cuanto antes. Pagué sin esperar el vuelto. El lugar estaba atestado. En una camilla se quejaba una mujer ensangrentada. Todos los presentes eran testigos de esa agonía. Un accidente de coches murmuraba una joven con su bebé prendido al gris pezón de su teta.
De repente, el color púrpura comenzó a emanar del cuerpo desparramado en la camilla. Claro que nadie más lo notaba. Intenté acercarme, pero sus quejidos se transformaron primero en gritos, luego en una respiración agitada y finalmente, en la quietud absoluta. Preciso momento en el que el color púrpura se disparó hacia arriba, perdiéndose en el techo descascarado y salpicado por manchones de humedad.
Llegaron los enfermeros, pero nada había por hacer. Retrocedí. El espanto. La comprensión. Mi monocromática situación. Y aquel color, aquella certeza. Podía ver la muerte. No antes, sino en el momento que se consumaba. La angustia ganó mi cuerpo. Estaba temblando. Alguien se me acercó preguntando si estaba bien y lo aparté de un empujón. ¿En serio me preguntaba eso? Me fui corriendo. Bajé al subterráneo, subí a un vagón y lloré hasta el fin de línea. Ubiqué la salida, detuve un taxi y aquí estoy. En el único lugar donde es difícil que vea las luces púrpuras. En el cementerio. Porque los que aquí residen ya tienen resuelto su destino.
Y mientras contemplo el gris de las lápidas, me pregunto qué clase de brujería me acecha. La paz del lugar se confunde con el monocromo de la escena. La noche no tiene tanta diferencia del día, vista de esta manera. Es un tanto más oscura, pero mucho más sincera. Hasta la luna se apiada y sin demasiados matices se parece a la de siempre. Mi pregunta es la misma desde hace horas. Y ya no es por qué ni cómo. Es simplemente, qué. Qué haré con esto.
Mis pasos me llevan desconsolada a casa. Reconozco el camino. Aunque apenas levanto la mirada. No es el gris, es el púrpura al que temo. El que delata a los que se alejan. No puedo negarlo. La idea de verme rodeada por ese único color es tentadora. Una especie de libertad hasta ayer insospechada, más cercana a las calles de lápidas y cruces que a las atestadas de vehículos y personas presurosas de llegar a horario a destinos predestinados. Pero es una decisión difícil. El qué, no tiene respuestas fáciles.

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