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14 de abril de 2018

Dos perros dormidos

Los perros dormían en sendas colchonetas, ajenos al griterío de la calle. El viento hacía golpear las persianas abiertas de la ventana que daba al patio. Matilde corrió a cerrarlas, luego de haber hecho lo propio con las que tenía más próxima. Al cerrarla, el sonido proveniente de afuera se atenuó. Apoyó la espalda contra la pared y miró el reloj colgado en el extremo opuesto. Faltaba poco para que anocheciera y su marido no había regresado. En circunstancias comunes aquello no le había molestado, pero...
Buscó el sofá para sentarse y luego accionó el control remoto. Algunos canales no transmitían. Otros daban películas que había visto decenas de veces. Buscaba uno que diera las últimas noticias pero no encontró ninguno. Se levantó, apagó el televisor y luego de esquivar la cola de una de sus mascotas, tomó por enésima vez el teléfono celular. Era en vano. No había señal.
Una explosión hizo que se encogiera de hombros. Se volvió asustada hacia una de las ventanas. Una columna de humo se recortaba contra el cielo. Los perros seguían durmiendo, como si no hubiese pasado nada. Se asomó. Pudo ver a unos veinte metros a unos jóvenes corriendo con palos en las manos. Estaban metiéndose por una puerta cuando un rayo de color rojo intenso impactó en la espalda del que iba último. Quedó tendido en el suelo, con un gran agujero atrás. Nadie acudió en su ayuda.
Corrió la cortina. Le costaba respirar. Ahora escuchaba disparos. Uno, dos. Silencio. Una seguidilla. Otra explosión, aunque algo más distante. Y otra vez, silencio. El griterío de hacía unos minutos había desaparecido. Pero era cuestión de tiempo para que volviera a derrumbar la calma. Las últimas cinco horas habían sido un deliberado ciclo de caos que no paraba de repetirse.
El teléfono vibró en su mano y del susto pegó un salto. Esta vez el perro no tuvo la suerte de antes y el pie derecho de la mujer le aplastó una oreja contra el suelo. El perro aulló dolorido, lanzando varios mordiscos al aire. Uno alcanzó la mano de su dueña y el teléfono que sostenía voló contra el cerámico color arena que habían elegido de un extenso catálogo con su marido el día después de haber comprado el departamento.
Matilde trató de calmar a su perro, pero ahora tenía a los dos despiertos y gruñéndole. El otro se había puesto a la par del primero. De reojo miraba el celular, a tres metros de distancia, que ya no sonaba. Afuera estallaron los vidrios de un auto e instintivamente, giró la mirada hacia la ventana. Fue entonces que sintió la mandíbula de uno de sus perros en el cuello.
Lo pateó con fuerza, tratándolo de sacárselo de encima, pero mientras luchaba con uno, el otro se prendió de su brazo. Ahora la que aullaba de dolor era ella. Apenas si podía pensar, el ardor era enorme y la dentadura firme y fría de su perro se clavaba más y más. Pero sacó fuerzas de donde no sabía que las tenía y se arrastró hasta la mesa ratona de la sala. Con un último esfuerzo, casi al borde de no poder respirar, alcanzó de encima de la mesa un jarrón y se lo partió al perro que atenazaba su cuello. La cerámica estalló en mil pedazos, quedando aún una parte en su mano, con el filo suficiente para usar como punta para atacar al perro que le mordía el brazo atrapado.
Vio sangre a sus pies y se llevó la mano al cuello. Pero no encontró allí ni rastro de sangre. Tampoco al llevar la mirada al brazo encontró marca alguna de la mordedura.
El sonido inconfundible de la llave abriendo la cerradura encendió sus alarmas, más que con cualquier otro sonido anterior. Se preparó para correr hacia alguna habitación al abrirse la puerta, pero se contuvo al ver que la persona que ingresaba no era otro que su esposo. Vestía igual que en la mañana, cuando lo había visto partir hacia el trabajo.
El hombre dejó una bolsa repleta de verduras sobre la mesa y luego, al girar hacia su mujer, quedó petrificado.
- Matilde... - fue lo único que pudo decir. Su mujer estaba de pie en medio del living, delante de los perros acostados sobre las colchonetas como si estuvieran dormidos, pero rodeados de sendos charcos de sangre y sobre la oscura materia, esparcidos violentamente, cientos de pedazos de cerámica azul.
- Es que los extraterrestres, las explosiones, toda esa gente luchando, disparando, los volvieron loco y yo... tuve que matarlos, antes que ellos me mataran - trató de explicarse Matilde, sollozando con real desconsuelo.
El hombre se llevó la mano a la boca. Sobre la mesa, al lado de la bolsa de las compras, estaban aún las pastillas de su mujer.


1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

O sea que todo pasó en su mente. Inquietante. Y bien contado.