Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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26 de febrero de 2018

Ahora

¿Y ahora? En medio de la noche, se hace esa pregunta. De las cuatro lámparas del alumbrado público, solo una emite un tenue haz que se derrame casi con lástima entre las copas de los árboles. A lo lejos, un perro ladra. Las calles están desiertas. Ningún auto, ningún sonido de motor en la cercanía.
Al aquietarse su respiración, apaciguando de a poco la agitación que asaltaba su cuerpo, otros ruidos, antes imperceptibles, llegan a sus oídos: grillos, polillas chocando contra un lamparita de veinticinco delante del portón de una casa, el aleteo de un pájaro trasnochado, oculto en las ramas sobre su cabeza.
Tirita, ya no del miedo, sino del frío. Descubre sus brazos desnudos. Solo lleva puesta una remera y la brisa que la abraza es fría, impiadosa. Se lleva las manos a las manchas de sangre sobre la tela. Instintivamente se palpa la piel por debajo de la remera. No hay heridas. No es su sangre. Lo sabe. Pero necesita confirmarlo. Por una vez, no es su sangre y le cuesta creerlo.
Tiene que irse, volver a casa. Da un paso, dos. Su pie tropieza con algo. Con una pierna. Un cuerpo. Con él. Está sobre la vereda, como si durmiera. Casi pensaría que borracho, se tiró a dormir ahí mismo, como otras tantas veces. Pero no, no es así. Lo sabe.
Un metro más adelante estaba su celular. La pantalla astillada, la carcasa quebrada en varias partes y la batería fuera del aparato. Se había convertido en la primera víctima de la fatídica noche. O la segunda, en realidad.
Su marido le prohibía ponerle clave. De la misma manera que no podía usar facebook o whatapps, y ninguna otra red social donde existiese la remota posibilidad de tener un contacto varón. Como con cualquier otra exigencia que viniese de él, conocía los riesgos de no cumplirla. Aunque a veces, el solo motivo de la sospecha era suficiente
Podía soportarlo, porque a lo largo de la relación - de más de quince años - había soportado muchas otras cosas peores. Ella se sabía culpable. Por no escapar. Por no darle a Renata la posibilidad de un hogar libre de traumas. Por no tener la valentía de afrontar el futuro tan solo con su hija. Aunque en parte, esa culpabilidad – en alguna parte de su razonamiento la verdad siempre vedada hacía fuerza por asomar – era también producto de las humillaciones que recibía.
Pero Renata… viviendo sus primeros años de adolescencia, con el arrollador ímpetu de cualquier joven, no era culpable de nada. Una niña haciéndose grande, desprendiéndose de los inocentes años de su infancia, asumiendo responsabilidades y obligaciones, conociendo los sinsabores de los primeros amores imposibles y el deseo – cada vez más apresurado – de un primer beso. ¿Cuál había sido el error? ¿Comprarle un celular en su cumpleaños, como ella tanto deseaba? ¿O el error era el otro, el propio, de no haber escapado con ella cuando aún podía hacerlo?
Creer que él se lo tomaría bien, que no se opondría. Y cuando lo hizo, ella siempre tan tonta, tan inútil, de utilizar el maldito aparato como una excusa en lugar de un merecido regalo tal como lo era y decirle que serviría para saber dónde estaba, dónde iba, que había leído en una revista de las aplicaciones que permitían a los padres saber en todo momento la ubicación de sus hijos mediante el GPS del celular.
Tonta, inútil. Ciega, ante todo. ¡Cómo no comprender que no eran las discusiones cotidianas con su marido lo que tenía de mal humor a Renata! Y estúpida por darle esa idea. Si, está bien. Le instalaron la aplicación como condición para que lo use. Podían saber dónde estaba en todo momento. Pero nunca sospechó que él se lo instalaría también en su celular.
Había convertido a su marido en una especie de Dios, que podía saber dónde estaba una y otra. Y conocer cuando ella salía a hacer un mandado y su hija, la hija de ambos, quedaba sola en la casa.
¿Cómo? ¿Cómo demoró tanto en comprenderlo? Si, era culpable. De todo. Incluso del cuerpo que yacía sobre la vereda, sobre una mancha de sangre que crecía lentamente tratando de alcanzar de un lado la pared descascarada de la casa más cercana y del otro, el cordón de la vereda.
El llanto de Renata todavía dolía en sus oídos y le provocaban otras lágrimas, casi de sangre, de un dolor compartido, de un ultraje pervertido, de un desenlace enceguecido. Todo se había precipitado como un rayo en medio de una tormenta. Su celular cayendo al piso en la cola del cajero del banco, el gentil muchachito ayudándola a encenderlo cuando pensaba que se había roto, la pregunta que no entendía sobre si volvía a activar el GPS para que el localizador funcionara (porque eso era el cartelito que aparecía), la tardía comprensión que él la estaba vigilando y ese volver a casa con un feo presentimiento, apurando el paso en medio de las últimas horas de la noche, no por temor a que su marido una vez más le reclamara la comida no preparada sino algo peor, algo que crecía en su pecho en forma de angustioso puñal.
Abrió la puerta con el mismo miedo con el que alguien se enfrentaría a la muerte, sabiendo que tiene todas las de perder, el rostro lívido, el corazón galopante y el cuerpo tenso. Escuchó los gritos y corrió hacia la habitación del fondo y allí lo vio, a él, el golpeador, el humillador, al que nunca se atrevió a denunciar, encima de Renata, convertida en llanto.
No hubo lucha, no hubo palabras, tan solo gritos. Sonidos de furia y de angustia. Pero él respondió con la única réplica posible: un cachetazo. Y sin más, salió del cuarto, transitó el pasillo y buscó la puerta de calle. Caminaba con el tambaleo de un borracho y la impunidad de un hijo de puta. Ella salió a correrlo. Lo vio cruzando la calle y con el último aliento lo alcanzó. Lo tomó del brazo con una mano mientras que con la otra marcaba el 911.
- ¡Nunca más! ¡Nunca más! – gritaba en la desierta vereda para los anónimos oídos ventanas adentro del no te metás.
El hombre tomó el celular y lo estrelló contra el piso. Luego, con los ojos cargados de ira, arremetió contra su cuello. Atenazó las dos manos con crueldad y decisión. ¿Era acaso, en el final de su vida, la primera vez que lo veía tal cual era? ¿Esa sería la última imagen que se llevaría a la tumba? Entonces, el hombre prorrumpió en un grito ahogado, desarticulado, balbuceante. Sus manos perdieron fuerza, la tensión sobre la tráquea se fue relajando y la mole de su marido se derrumbó como un edificio en implosión, dejando a la vista una postal que difícilmente podría borrar: Renata, cuchillo en mano, temblando como una hoja.
Se miraron, con más amor que miedo, con un silencio de por medio que abarcaba todas las conversaciones que jamás habían tenido.
- Corré Renata, corré.
Vio a su hija perderse en la noche, con la esperanza que encontrara en la casa de alguna amiga la contención que necesitaba. Permaneció inmóvil varios minutos. No podía pensar con claridad y una sola pregunta rondaba su cabeza: ¿Y ahora?
El ruido de una motoneta, en esa desolada noche, hizo que levantara la vista. Un joven había estacionado a escasos metros y corría hacia ella.
- ¡Nos asaltaron, nos asaltaron! – gritó ella, mintiéndose una vez más.
El muchacho sacó el celular y llamó de inmediato. Apenas si había pronunciado dos palabras, cuando ella lo detuvo.
- Mejor deciles la verdad. Yo maté a este hijo de puta, yo y nadie más.

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Su hija logró defenderse.
Y ella se jugará por su hija,

Miguel Barrios Payares dijo...

Interesante. Me hacía la idea de que Renata moría, pero mejor así. Saludos. Buen día.