Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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24 de enero de 2018

El miedo

El miedo no es el chirrido de una puerta del armario en medio de la noche, ni la forma grotesca de una sombra proyectada con malicia por la luna. No es ni siquiera esa araña caminando por el brazo ni aquella calavera asomada a la ventana. Es algo más profundo, más perturbador, es un calvario que nace muy dentro y lucha por exteriorizarse pero no lo hace, no puede, no se lo permiten. Se transforma en un terror inmenso, una daga en el cerebro que penetra cada día más en el alma hasta llegar al desquicio total, la vergüenza eterna o la muerte lapidaria.
Comienza con una burla, un chiste de mal gusto, una mirada lasciva, un golpe que aseguran fue sin intención. Y crece, se desarrolla, avanza como la gramilla sobre el césped, una metástasis en la psique que carcome lentamente la voluntad, el carácter, la personalidad, cercenando a la persona de una manera tal que ni el monstruo más repulsivo de una película de terror podría lograr.
El miedo es esa transformación que hace que el individuo no pueda mirar a los ojos a los seres que quiere, que tema de quienes le profesan amor, que guarde para sí todo lo que debiera gritar a viva voz, que llore por las heridas en el silencio que propician los rincones austeros de una habitación, que decida incluso no salir de su casa ni volver a ver el sol, que sufra con cada luna que sale y que tiemble ante el tintineo lejano de una llave cuya risa cómplice no puede detener.
El miedo es un viejo cáncer y no existen monstruos, fantasmas o demonios que sean capaces de propagarlos. Tampoco lo hace la noche, los truenos o los relámpagos, mucho menos el viento, las historias truculentas de una ronda de verano o el vuelo rasante y fugaz de un murciélago en celo. Es solo el ser humano el que lo causa y también el que lo sufre.
El espejo, el pecho agitado, los ojos delineados de tanto llanto. La promesa de un nunca más que no depende del que la hace. Los labios que se mueven, que repiten esas dos palabras, una y otra vez hasta que pierden sentido, como todo lo que se dice porque sí, porque otros lo dicen, porque es una moda, una tendencia, pero que en su súplica es un deseo, casi utópico, de salvación. Pero nadie la oye, porque esa persona está sola, delante de un espejo, con el pecho agitado, los ojos demacrados por el llanto y moviendo los labios sin voz. Escucha la puerta, la de calle y también los pasos que preceden al primer sonido. Y tiembla. Como cuando era más joven, de cuerpo, de alma, de edad, y transitaba ese largo pasillo escolar y las palabras hirientes parecían cuchillos que volaban de un lado a otro, entre todos, entre sí, hacia su persona, hacia otros. O como cuando, en aquel primer trabajo, los méritos de nada valieron y solo una mano casi casual, tocando lo que no debía, fue la única prueba de aptitud posible. Los pasos se aproximan, acechan, rompen las últimas defensas que aún resisten en su mente. Pasos vacilantes, errantes, como el destino mismo. Quiera la fuerza mayor que domina el universo que sigan de largo, pero sabe que no es así, como sabía entonces que los cuchillos voladores se incrustarían en su espalda o que la única posibilidad de ganar un dinero era aceptando lo que no quería.
Entonces el desquicio, la vergüenza, la muerte, convergen en un solo estado: el miedo. Ese que nos arrastra hasta lugares insospechados, despojándonos de todo lo que anhelamos. Y aprendemos a sobrevivir, pero nunca a derrotarlo. Porque se vuelve silencio, una moda, una sensación. Porque muchos olvidan que es real y no solo una bandera. Una pancarta no hace la diferencia, una denuncia si. Y sin embargo, por miedo, gana la comodidad y el infierno no deja de ser la realidad que nos rodea pero disfrazado de un día hermoso.


4 de enero de 2018

Los exploradores

No, los fantasmas no existen. Eso me respondió, sin dar ninguna otra explicación. Me dejó a solas con su respuesta, en medio de la noche, con la brisa fresca del mar golpeándome el rostro. A lo lejos se escuchaba el romper de las olas, en una melodía monótona y salvaje.
La miré, como quién mira a alguien a sabiendas que le está mintiendo, como si esa mirada, de ojos ardientes, obligase a decir la verdad. Pero su rostro no me observaba. Estaba enfocada en el viejo faro, que pretendía esconderse entre las sombras de la noche a unos pocos metros de dónde estábamos.
Pero la noche era clara y la luna lo delataba sin piedad. Majestuoso y olvidado, el faro dormía con su único ojo apagado desde que tenía memoria. Empezó a tararear una canción. Ella, no el faro.
Le pregunté si quería volver al hotel, pero guardó silencio. Mi hermana podía hacerme perder la paciencia muy velozmente, pero esa noche en particular su falta de palabras no tuvo ese efecto, al contrario. Tuve una sensación de confort, de fría calma. Solo algo me inquietaba. La mujer que ella juraba haber visto saludando desde la playa.
Había dejado la luz encendida. No recordaba si la hornalla de la cocina también. Desde la playa podía observar la ventana de nuestra habitación en el hotel. Estaba abierta y la cortina se ondulaba con poca gracia. Cuando escuché sus gritos salí corriendo, así que era probable que la hornalla siguiera prendida.
Su mano sobre la mía me sobresaltó.
- ¿Y si están muertos? ¿Si todo este tiempo tenías razón?
Su voz, quebrada, trataba que sus oídos escucharan lo que su mente no se permitía. La realidad. Porque desde que papá y mamá se perdieron en el mar habían pasado ya diez años. Y durante cada uno de esos diez años, todos los veranos, ella me obligaba a acompañarla. No usábamos la palabra veranear. Sino explorar. Porque eso hacíamos, así pasábamos las horas, siempre en el mismo sitio. Explorábamos.
Y hasta esta noche, solo habían sido horas perdidas, abandonadas a una causa insensata. Cómo si, por arte de magia, por nuestro espíritu incansable, mamá y papá pudieran emerger de las aguas de la mano de algún milagro marítimo desconocido. Pero entonces, ella había visto una figura y gritado. Fuerte, casi hasta las lágrimas. Porque esa figura, dijo, era igual a la de mamá. ¿Un fantasma, acaso viste un fantasma? le había preguntado.
No, los fantasmas no existen. Me respondió. Y sé que en el fondo me esconde la verdad. Porque esa misma tarde habíamos discutido en la heladería. Le había dicho que era el último año que vendría, que no quería seguir con esta farsa, con esta búsqueda sin sentido. Y entonces, esa figura despierta de nuevo la esperanza, porque los fantasmas no existen, y si no existen, la playa, el faro y mi hermana fueron testigos de algo más, algo que es difícil de explicar.
La abracé. Dejé que llorara sobre mi hombro y le prometí, con las olas rompiendo detrás nuestro, que la seguiría acompañando, que lo haría por siempre. Porque eso hacen los hermanos. Se quieren, se ayudan y nunca dejan que los sueños del otro se derrumben.
Luego, nos alejamos de la playa. Miré hacia atrás y no vi a nadie. Solo el faro, el mar y la playa, todos bajo la sombra de la noche. Me mordí los labios para no llorar.