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28 de diciembre de 2017

Día de los inocentes

El amanecer sorprendió a Ricardo con los ojos abiertos, la mirada clavada en el techo de la habitación y una sonrisa que le partía el rostro en dos hemisferios. Ni siquiera esperó que sonara el despertador. La fecha era la culpable, nada menos que el día de los inocentes. Apenas si había dormido. Se había pasado toda la noche pensando qué broma gastarle a sus amigos. Cada año trataba de esmerarse un poco más, sorprender a todos.
Ellos estarían esperando que él hiciera alguna de las suyas, estarían a la defensiva, cuidando sus espaldas, por eso es que debía actuar cuando menos se lo esperaban. Y permanecer despierto había sido la manera de encontrar la broma por excelencia. Algo original, único, que jamás olvidarían. Algo que ni la propia Muerte planearía. Épico.
Pero por sobre todas las cosas, debía actuar antes que Mauro. Dentro del grupo, Mauro era otro que se tomaba el día de los inocentes de manera personal. La opinión general era que competían entre sí. En parte, al resto del grupo, le causaba gracia esa competencia. Aunque coincidían también que podía trocar en algo tedioso si no le ponían límites.
Ricardo se aprovisionó de los elementos necesarios. Un frasco con éter, un pasamontañas, la llave del viejo Falcon del abuelo, una pala y un par de frazadas. Todavía estaba a tiempo. Por las calles deambulaban pocas almas. Obreros en su mayoría, que hacían el primer turno en la fábrica. Sus amigos no vivían muy lejos. Dos en una misma cuadra. El otro dos manzanas más al oeste. Mauro, del otro lado de las vías.
Lo bueno de vivir en un pueblo chico era que aún no eran necesarias las rejas que decoraban las casas en ciudades más grandes. Se veían algunas, pero eran escasas. Sus amigos, afortunadamente para sus planes, tenían las ventanas de sus habitaciones desprovistas de cualquier tipo de seguridad. Y con el calor que asolaba al pueblo en los últimos días, además estaban abiertas para aprovechar el fresco de la noche.
Detuvo el motor a distancia prudencial. Sacó una de las frazadas, cargó el éter y un trapo en sus manos y tras colocarse el pasamontañas saltó el cerco de madera, rodeó la casa y sigilosamente se metió en el cuarto de Abel. Dormía despatarrado, con un testículo fuera del calzoncillos. Ricardo hizo un gesto de desagrado y se lanzó con cuidado hacia su amigo. El trapo embebido en éter hizo rápidamente el efecto deseado. Envolvió a Abel en la frazada y lo arrastró hasta el auto. Tuvo que hacer un esfuerzo extra para levantarlo sobre la cerca de madera.
Una vez depositado en el asiento de atrás, tomó la otra frazada y fue dos casas más adelante. Esta vez no había cerco, sino una entrada con una puertita de metal que abrió despacio, porque chirriaba de lo lindo por la falta de anti óxido. Se asomó a la habitación de Pablo y para su felicidad no estaba durmiendo con la novia. Entró en puntas de pie, repitió el procedimiento y volvió hacia el auto arrastrando la frazada. Acomodó a Pablo en el asiento trasero, cerró la puerta, saludó al vendedor de diarios que pasaba adormilado en bicicleta y puso en marcha el Falcon del abuelo.
Quedaban Pedro y Mauro, pero ya no tenía lugar en la parte trasera y el baúl estaba lleno de herramientas. Haría un primer reparto y volvería por los demás.
El cementerio aún no había abierto. Era muy temprano para que lo estuviera. Con suerte el cuidador llegaría a media mañana, siempre y cuando la botella de vino de la noche no hubiese pegado más de lo acostumbrado. Su familia tenía mausoleo y él había hecho una copia de la llave unos meses antes, sin saber entonces con qué necesidad. Estaba pegado al mausoleo de la familia de Mauro. No podía aguantar las ganas de echarse a reír con fuerza. Serían apenas unas horas, pero la pasaría en grande. Cuando sus amigos despertaran, gritarían de horror.
Colocó a Abel y Pablo en un rincón, a menos de un metro del féretro de su bisabuelo. Cerró y fue en busca de Pedro. Mientras manejaba le pareció que a lo lejos, una cuadra y media por detrás, un coche lo seguía. Temió que alguien lo hubiese visto en el cementerio. Quizá el comisario, o el propio cuidador. Dio un par de vueltas para corroborar su teoría, pero se dio cuenta que estaba equivocado. No había nadie tras sus pasos. Envalentonado, tomó rumbo hacia la casa de su amigo.
Se puso el pasamontañas, agarró los elementos que había usado antes y se metió por el pasillo lateral de la casa. La habitación daba al patio. Encontró la ventana abierta y se jactó en silencio de su suerte. Pero al espiar hacia el interior de la habitación, Pedro no estaba en la cama. Las sábanas estaban revueltas, la almohada en el piso y el celular en la mesa de luz. Pero ni noticias de su amigo. Esperó unos minutos, por las dudas que estuviera en el baño. Sin embargo, Pedro no apareció.
Su plan encontraba un primer imprevisto, pero de todas formas, no se desalentó. Iba ahora por Mauro. Cruzó las vías a baja velocidad, para no llamar la atención de los albañiles que trabajaban en una obra donde estaba la vieja estación del ferrocarril. La casa de Mauro era la más sencilla. Los padres ocupaban la planta alta, mientras que su amigo tenía toda la planta baja para él. Su habitación tenía puerta balcón y según decía siempre, le encantaba abrirla de par en par ni bien amanecía, para seguir durmiendo con el aire de la mañana alrededor. Esa imagen, en realidad, era la que había impulsado el plan. Ricardo lo imaginó a merced de cualquier loco y entonces la idea se disparó casi por inercia.
Tal como lo esperaba, la puerta balcón estaba abierta. Y bajo las sábanas, envuelto como un bebé, dormía plácidamente Mauro. Se acercó con sigilo y apretó con fuerza el trapo embebido con éter a la altura de la boca. Forcejeó unos segundos, extrañado por la poca resistencia corporal bajo su mano. Fue cuando vio la abundante y extraña cabellera marrón debajo de las sábanas y de inmediato, desprenderse una parte que cayó al suelo. La cabeza, pensó y dio un salto hacia atrás, asustado. Entonces lo vio. Un peluche de Donkey Kong. Pero no tuvo tiempo para pensar. Una mano se cerró en torno a su boca y el mundo se desvaneció.
Despertó tiritando de frío. Quiso moverse, pero la humedad lo estremeció. El olor a tierra húmeda era penetrante. Abrió los ojos, pero seguía sin ver. La tierra comenzó a entrarle en los ojos y los volvió a cerrar. Tanteó con la mano y comprendió. Quiso gritar, pero la tierra húmeda se metió en la boca. Tosió, mientras un tangible horror se apoderaba de cada milímetro de su cuerpo. Se revolvió con fuerza, pero el intento fue inútil. Estaba aprisionado. Inmovilizado. Enterrado.
Fue cuando empezaron las risas. Muchas risas. Carcajadas por doquier. Y a duras penas, sus lágrimas, iban transformando la tierra en barro. Sintió que alguien estaba quitando el peso que tenía encima. Se imaginó a sus amigos observando la tumba, jugándole la mejor broma de todas, cuando él pensó que la suya sería inolvidable.
De a poco, alguien escarbaba para sacarlo de allí. Sintió una mano tirándolo hacia arriba. Pudo al fin incorporar su cuerpo, toser con fuerza y abrir los ojos, ardidos por el llanto y la tierra. Pudo ver como algunas lombrices se metían dentro de su pantalón. Estaba espantado. Miró alrededor. Buscó con los ojos empañados a Mauro, a Abel, a Pablo, a Pedro. Pero allí no había nadie. Ni siquiera la persona que lo había sacado de la tumba.
Se puso de pie, se quitó la tierra de encima y caminó entre las tumbas viejas de la parte antigua del cementerio. A lo lejos, una multitud se congregaba cerca de la capilla. Parecía estar todo el pueblo. A medida que se acercaba escuchaba llantos, lamentos, algún que otro grito ahogado. Se abrió paso entre la gente hasta llegar al pequeño altar. Uno al lado de otro, cinco ataúdes contenían los jóvenes cuerpos para su último adiós. El suyo estaba en el medio, entre Abel y Mauro. Dio un paso atrás, abrió la boca para gritar y lo hizo, pero su grito no fue escuchado por nadie y nadie ponía atención a su figura sucia, repleta aún de tierra. Solo una figura, al final de la multitud, mostraba interés en él. No podía distinguir sus rasgos, mucho menos su rostro. Pero a pesar de tanta oscuridad concentrada, tenía una certeza: estaba sonriendo.
Incluso pudo escuchar un susurro flotando hasta sus oídos que le decía, con total claridad: Qué la inocencia te valga, Ricardito.


1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Una broma siniestra, digna del Joker. Salvo que alguien o algo le hizo una broma más siniestra.