Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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31 de diciembre de 2017

El hombre de la cabecera

Sentados a la mesa, sin hablar nadie con nadie, con el sonido único de la discordia flotando en el aire. Los cubiertos golpeando los platos, la mandíbulas triturando el alimento, el vaso posándose sobre la mesa. El silencio que no es tal. Y una frase que aún resuena en todos.
Con el gesto adusto, el hombre sentado a la cabecera de la mesa abre nuevamente la boca, esta vez para pedir el pan. Nadie mueve un dedo en aquella dirección. Entonces el hombre, bufando por la bajo, pronuncia el nombre de su hija más grande, que si bien no es la más cercana al pan, es la que considera al nombrarla como la encargada de devolver el orden y la cordura en aquella mesa.
Ella escucha su nombre y levanta la vista. Pero no la posa en el hombre que es su padre, sino en los demás. Algunos entornan los ojos, otros hacen que se ocupan en algo más para no devolverle la mirada. ¿Qué hace? ¿Se levanta, toma el pan y se lo da al hombre sentado a la cabecera? ¿O ignora la orden y desata el tsunami?
Se pone de pie, busca el pan y se lo acerca. Aquí tiene, le dice, una vez que le deja el pan delante del plato. El hombre no agradece, jamás lo hace. Ella vuelve a su lugar, de espaldas al padre. No quiere que nadie le vea la lágrima que desciende sobre la mejilla, pero principalmente, que no la vea él. Se pasa con rapidez el dorso de la mano por el rostro antes de ocupar nuevamente su asiento. Ya está, se dice, ya está. Y a pesar de no tener hambre, se lleva una tajada de fiambre a la boca.
Alguien carraspea. Pareciera que va a decir algo, pero nadie habla. La comida desaparece de a poco de los platos de la misma manera que las bebidas de los vasos. El menor de los varones mueve un poco la silla hacia atrás, como a punto de pararse. La voz del hombre de la cabecera suena clara y fuerte y quiere una respuesta a la pregunta ¿Ya ha acabado de comer?. Quizá el menor de los varones desea ir al baño, o mucho más sensatamente, escapar de aquel lugar, pero el miedo le hace mostrar una sonrisa, asegurar que no y acomodar la silla en su lugar.
Entonces aparece Elvira. La eterna Elvira. Ama de llaves desde que todos tienen noción del tiempo y de sus vidas en aquella enorme casa. Se acerca al hombre en la cabecera. Le susurra algo casi al oído. El hombre abre los ojos y suelta, sorprendido: ¿Ahora?.
Elvira se aleja, el hombre toma una servilleta, se limpia de mala manera la boca y la arroja contra la mesa. Todos dejan de comer. Alguno disimula llevando el vaso a la boca. Se escuchan los pasos de Elvira en la habitación contigua, acercándose otra vez. Pero ahora otro par de pasos, tacón de mujer, replican como un eco por detrás.
La imagen de la eterna Elvira precede a la de una mujer joven, de rasgos sensuales, ropa ajustada, joyas caras en manos y cuello, movimientos lentos y calculados. No mira a ninguno de los sentados a la mesa, tan solo al hombre de la punta, que se pone de pie para recibirla. Le abre los brazos, ante los incrédulos rostros de los demás. La abraza y la besa. Más de uno quiere hablar, pero nadie lo hace. Nadie se atrevería.
Al fin, la mujer se pone de frente a todos, sin ocultar como con su mano derecha estrecha la del hombre y los observa. Su sonrisa perlada, su piel tersa y cuidada, su cabello lacio y largo, son una provocación en esa habitación hostil y asfixiante. Pero el silencio prevalece, como siempre ha sucedido bajo el techo familiar.
Pero no habla, solo muestra sus dientes perfectos. El que habla es él. Les enseña su nombre, su relación y la obligación de tratarla como quién es de ahora en más. ¿Alguna objeción? pregunta, sabiendo que no tendrá oposición. Jamás la ha tenido. Y ante el menor acto de rebeldía, la mejor respuesta era el respeto y vaya que sabía cómo ganarlo. Sus hijos lo sabían muy bien. La vida no era nada sin el respeto. Lo había recordado al comenzar la cena: "Cómo verán, Susana no está a la mesa, porque Susana ya no está con nosotros. Ella no entendía que es el respeto. Ustedes lo saben bien, si quieren seguir siendo mis hijos, me respetan. De la misma manera, la mujer que quiera seguir a mi lado, me respeta".
Nadie elevó una voz de objeción y el hombre se fue con la joven de tacones altos a la habitación. Los demás quedaron mirando sus platos vacíos. Elvira comenzó a retirarlos sin preguntar si alguien deseaba repetir. No era necesario. Tenía los años suficientes en aquella casa para saber que el apetito había desaparecido. Su manera de sobrevivir había sido la sumisión enfermiza, la renuncia a seguir siendo madre, la imposibilidad de decirle "nieto" a cualquiera de los sentados a la mesa.
Ella misma se veía como una pintura desdibujada, una caricatura grotesca. Y al mismo tiempo, cuando no lloraba en los rincones, agradecía poder ver estar cerca de quiénes la desconocían por completo. Quiénes viven en una tormenta interminable, no saben de otra cosa que de sufrimientos. Elvira lo aceptaba. Para ella, confrontar la indiferencia de esos jóvenes era como salir a contemplar un día de sol. Y así sería, en la medida que los años se sucedieran y escaparan, cada uno a su manera, de faltarle el respeto al hombre de la cabecera.


28 de diciembre de 2017

Día de los inocentes

El amanecer sorprendió a Ricardo con los ojos abiertos, la mirada clavada en el techo de la habitación y una sonrisa que le partía el rostro en dos hemisferios. Ni siquiera esperó que sonara el despertador. La fecha era la culpable, nada menos que el día de los inocentes. Apenas si había dormido. Se había pasado toda la noche pensando qué broma gastarle a sus amigos. Cada año trataba de esmerarse un poco más, sorprender a todos.
Ellos estarían esperando que él hiciera alguna de las suyas, estarían a la defensiva, cuidando sus espaldas, por eso es que debía actuar cuando menos se lo esperaban. Y permanecer despierto había sido la manera de encontrar la broma por excelencia. Algo original, único, que jamás olvidarían. Algo que ni la propia Muerte planearía. Épico.
Pero por sobre todas las cosas, debía actuar antes que Mauro. Dentro del grupo, Mauro era otro que se tomaba el día de los inocentes de manera personal. La opinión general era que competían entre sí. En parte, al resto del grupo, le causaba gracia esa competencia. Aunque coincidían también que podía trocar en algo tedioso si no le ponían límites.
Ricardo se aprovisionó de los elementos necesarios. Un frasco con éter, un pasamontañas, la llave del viejo Falcon del abuelo, una pala y un par de frazadas. Todavía estaba a tiempo. Por las calles deambulaban pocas almas. Obreros en su mayoría, que hacían el primer turno en la fábrica. Sus amigos no vivían muy lejos. Dos en una misma cuadra. El otro dos manzanas más al oeste. Mauro, del otro lado de las vías.
Lo bueno de vivir en un pueblo chico era que aún no eran necesarias las rejas que decoraban las casas en ciudades más grandes. Se veían algunas, pero eran escasas. Sus amigos, afortunadamente para sus planes, tenían las ventanas de sus habitaciones desprovistas de cualquier tipo de seguridad. Y con el calor que asolaba al pueblo en los últimos días, además estaban abiertas para aprovechar el fresco de la noche.
Detuvo el motor a distancia prudencial. Sacó una de las frazadas, cargó el éter y un trapo en sus manos y tras colocarse el pasamontañas saltó el cerco de madera, rodeó la casa y sigilosamente se metió en el cuarto de Abel. Dormía despatarrado, con un testículo fuera del calzoncillos. Ricardo hizo un gesto de desagrado y se lanzó con cuidado hacia su amigo. El trapo embebido en éter hizo rápidamente el efecto deseado. Envolvió a Abel en la frazada y lo arrastró hasta el auto. Tuvo que hacer un esfuerzo extra para levantarlo sobre la cerca de madera.
Una vez depositado en el asiento de atrás, tomó la otra frazada y fue dos casas más adelante. Esta vez no había cerco, sino una entrada con una puertita de metal que abrió despacio, porque chirriaba de lo lindo por la falta de anti óxido. Se asomó a la habitación de Pablo y para su felicidad no estaba durmiendo con la novia. Entró en puntas de pie, repitió el procedimiento y volvió hacia el auto arrastrando la frazada. Acomodó a Pablo en el asiento trasero, cerró la puerta, saludó al vendedor de diarios que pasaba adormilado en bicicleta y puso en marcha el Falcon del abuelo.
Quedaban Pedro y Mauro, pero ya no tenía lugar en la parte trasera y el baúl estaba lleno de herramientas. Haría un primer reparto y volvería por los demás.
El cementerio aún no había abierto. Era muy temprano para que lo estuviera. Con suerte el cuidador llegaría a media mañana, siempre y cuando la botella de vino de la noche no hubiese pegado más de lo acostumbrado. Su familia tenía mausoleo y él había hecho una copia de la llave unos meses antes, sin saber entonces con qué necesidad. Estaba pegado al mausoleo de la familia de Mauro. No podía aguantar las ganas de echarse a reír con fuerza. Serían apenas unas horas, pero la pasaría en grande. Cuando sus amigos despertaran, gritarían de horror.
Colocó a Abel y Pablo en un rincón, a menos de un metro del féretro de su bisabuelo. Cerró y fue en busca de Pedro. Mientras manejaba le pareció que a lo lejos, una cuadra y media por detrás, un coche lo seguía. Temió que alguien lo hubiese visto en el cementerio. Quizá el comisario, o el propio cuidador. Dio un par de vueltas para corroborar su teoría, pero se dio cuenta que estaba equivocado. No había nadie tras sus pasos. Envalentonado, tomó rumbo hacia la casa de su amigo.
Se puso el pasamontañas, agarró los elementos que había usado antes y se metió por el pasillo lateral de la casa. La habitación daba al patio. Encontró la ventana abierta y se jactó en silencio de su suerte. Pero al espiar hacia el interior de la habitación, Pedro no estaba en la cama. Las sábanas estaban revueltas, la almohada en el piso y el celular en la mesa de luz. Pero ni noticias de su amigo. Esperó unos minutos, por las dudas que estuviera en el baño. Sin embargo, Pedro no apareció.
Su plan encontraba un primer imprevisto, pero de todas formas, no se desalentó. Iba ahora por Mauro. Cruzó las vías a baja velocidad, para no llamar la atención de los albañiles que trabajaban en una obra donde estaba la vieja estación del ferrocarril. La casa de Mauro era la más sencilla. Los padres ocupaban la planta alta, mientras que su amigo tenía toda la planta baja para él. Su habitación tenía puerta balcón y según decía siempre, le encantaba abrirla de par en par ni bien amanecía, para seguir durmiendo con el aire de la mañana alrededor. Esa imagen, en realidad, era la que había impulsado el plan. Ricardo lo imaginó a merced de cualquier loco y entonces la idea se disparó casi por inercia.
Tal como lo esperaba, la puerta balcón estaba abierta. Y bajo las sábanas, envuelto como un bebé, dormía plácidamente Mauro. Se acercó con sigilo y apretó con fuerza el trapo embebido con éter a la altura de la boca. Forcejeó unos segundos, extrañado por la poca resistencia corporal bajo su mano. Fue cuando vio la abundante y extraña cabellera marrón debajo de las sábanas y de inmediato, desprenderse una parte que cayó al suelo. La cabeza, pensó y dio un salto hacia atrás, asustado. Entonces lo vio. Un peluche de Donkey Kong. Pero no tuvo tiempo para pensar. Una mano se cerró en torno a su boca y el mundo se desvaneció.
Despertó tiritando de frío. Quiso moverse, pero la humedad lo estremeció. El olor a tierra húmeda era penetrante. Abrió los ojos, pero seguía sin ver. La tierra comenzó a entrarle en los ojos y los volvió a cerrar. Tanteó con la mano y comprendió. Quiso gritar, pero la tierra húmeda se metió en la boca. Tosió, mientras un tangible horror se apoderaba de cada milímetro de su cuerpo. Se revolvió con fuerza, pero el intento fue inútil. Estaba aprisionado. Inmovilizado. Enterrado.
Fue cuando empezaron las risas. Muchas risas. Carcajadas por doquier. Y a duras penas, sus lágrimas, iban transformando la tierra en barro. Sintió que alguien estaba quitando el peso que tenía encima. Se imaginó a sus amigos observando la tumba, jugándole la mejor broma de todas, cuando él pensó que la suya sería inolvidable.
De a poco, alguien escarbaba para sacarlo de allí. Sintió una mano tirándolo hacia arriba. Pudo al fin incorporar su cuerpo, toser con fuerza y abrir los ojos, ardidos por el llanto y la tierra. Pudo ver como algunas lombrices se metían dentro de su pantalón. Estaba espantado. Miró alrededor. Buscó con los ojos empañados a Mauro, a Abel, a Pablo, a Pedro. Pero allí no había nadie. Ni siquiera la persona que lo había sacado de la tumba.
Se puso de pie, se quitó la tierra de encima y caminó entre las tumbas viejas de la parte antigua del cementerio. A lo lejos, una multitud se congregaba cerca de la capilla. Parecía estar todo el pueblo. A medida que se acercaba escuchaba llantos, lamentos, algún que otro grito ahogado. Se abrió paso entre la gente hasta llegar al pequeño altar. Uno al lado de otro, cinco ataúdes contenían los jóvenes cuerpos para su último adiós. El suyo estaba en el medio, entre Abel y Mauro. Dio un paso atrás, abrió la boca para gritar y lo hizo, pero su grito no fue escuchado por nadie y nadie ponía atención a su figura sucia, repleta aún de tierra. Solo una figura, al final de la multitud, mostraba interés en él. No podía distinguir sus rasgos, mucho menos su rostro. Pero a pesar de tanta oscuridad concentrada, tenía una certeza: estaba sonriendo.
Incluso pudo escuchar un susurro flotando hasta sus oídos que le decía, con total claridad: Qué la inocencia te valga, Ricardito.


24 de diciembre de 2017

La cicatriz

Desperté sospechosamente consciente en un pasillo de cerámicos blancos salpicados con pequeñas manchas negras. Justo a mi lado había una puerta. El silencio me estremeció, no por incómodo, sino por todo lo contrario. Sin haber estado jamás en aquel lugar, me parecía conocerlo de toda la vida. En ambos extremos del pasillo había una nueva puerta y otras dos de cada lado, a lo largo del mismo. Caminé hacia la derecha, tanteando las paredes, revestidas con un papel viejo dueño de cierto olor a humedad que me llevó mentalmente a otras épocas, cuando de pequeño recorría la vieja casona de una tía a la que visitábamos cada verano.
Escuché un sonido extraño que pronto identifiqué: el del viento atravesando los árboles. Es un sonido que solo puede percibirse en la naturaleza, alejado de las edificaciones de cemento, en sitios abiertos sin paredes que lo aprisionen ¿Pero en aquel pasillo, de dónde provenía?
Me detuve y cerré los ojos. Allí estaba el viento, como una melodía. De pronto cesó. Otra vez el silencio. Y de inmediato, el ruido del picaporte de la puerta más alejada. Me giré a tiempo para ver a un niño salir por ella. La cerró con cuidado, visiblemente asustado. Al verme, quedó inmovilizado. Atiné a acercarme, pero me detuve. Verlo me horrorizó.
Entonces, a mi espalda, la puerta que estaba en el extremo opuesto se abrió. Salió un viejo que apenas podía caminar apoyándose en la pared. Su rostro arrugado delataba su avanzada edad, pero adiviné en aquella amalgama de piel frágil las formas que tantas veces había estudiado en el espejo. Respiré hondo. Aquello no era posible. En ese momento, otras dos puertas se abrieron. Una entre el niño y mi cuerpo y otra antes de llegar al hombre mayor. En la primera, me vi a los veinte años, en la segunda, unos veinte años más viejo de lo que soy ahora. Creo que no lo aclaré, pero el horror al ver al niño fue por la misma razón que me paralicé al ver a los demás. Era también mi persona, en otra edad de mi existencia.
¿Era un sueño? Tenía que serlo.
El niño nos preguntó sin moverse un metro de su puerta, quiénes éramos. Salvo el viejo, que estaba lejos y estaba más preocupado por no caerse que por prestarle atención a los demás, todos sabíamos quién era el niño. Era injusto. El niño no podía imaginarnos en su futuro. Pero nosotros, lo reconocíamos del pasado. Y cada uno de los otros fue atando los mismos cabos que había atado yo segundos antes. Nos contemplábamos pero sin dar un paso hacia ninguna parte. En la fascinación residía también el miedo.
El niño volvió a preguntar. Estuve a punto de hablar, pero me ganó de mano mi versión a los cincuenta años. Su voz, familiar, resultó aplomada. Eligió las palabras cuidadosamente, hasta casi con elegancia. El niño escuchó atentamente, pero podía leer en su cara su falta de entendimiento. Era la misma cara que ponía al escuchar las explicaciones de la maestra de química. Estuve por explicarlo con otras palabras, pero entonces mi versión adolescente se largó a reír. Me dio bronca. Esa falta de respeto y ubicación me habían traído muchos problemas de joven, pero con esfuerzo lo había superado. Y ahora, estaba allí, como un fantasma. No pude contenerme.
- ¿De qué te reís, pelotudo? No ves que con esa edad es difícil que entienda.
El adolescente dio dos pasos hacia mí pero entonces el de cincuenta años intercedió.
- Tranquilos, tranquilos... Seguramente no quiso decirte eso, ya sabes como es nuestro carácter. Con el tiempo lo irán gobernando. Tranquilos.
Pareció calmarse. Yo también. La bronca remitió y le sonreí. No hay nada peor que enojarse con uno mismo. Entonces si, abrí de nuevo la boca, pero para explicarle al niño quiénes éramos. Me miró con desconfianza, como si aún estuviera fresco el consejo de mamá, de no confiar en los extraños.
Fue otra vez el de cincuenta años el que enderezó el rumbo.
- A ver, todos, mostremos la planta del pie. Vamos, sáquense los zapatos, las zapatillas. El corte lo tenemos desde los cinco años, de cuando fuimos por primera vez a la costa. Supongo que ninguno ha olvidado el susto.
- ¿Qué susto? - preguntó el viejo.
Los demás, que nos mordimos el labio al escuchar la voz apagada del hombre más alejado, mostramos la planta del pie. Allí estaba, la vieja cicatriz.
- Esto fue hace poco - dijo el niño.
Pero para ninguno era reciente. Si bien así lo parecía, con la imagen grabada a fuego de la sangre manchando la arena, nuestra memoria había puesto mucha distancia entre aquel nefasto momento y el presente. El presente, claro, de cada uno. El joven, sin lugar a dudas, no tendría mis últimos quince años de recuerdos, como yo no tenía los recuerdos que tenía el de cincuenta y mucho menos, del anciano. El viejo, cuyas piernas temblaban por el peso de la bolsa de huesos que cargaba, sin embargo, ya no atesoraba ningún recuerdo, casi como una cruel paradoja. Al levantar la vista, no nos reconocía, y avergonzado de su estado, volvía a desviarla hacia alguna de las paredes, escondiendo el rostro de su curtida vida.
La herida que todos poseíamos fue suficiente para que el pequeño comprendiera. Sin embargo, ninguno se movió de su lugar. Solo el viejo avanzaba y retrocedía, como buscando una puerta que no existía. De vez en cuando se detenía y volvía a mirarnos. Al desconocernos, volvía a su trajín de querer escapar de aquel pasillo.
Parecía estar atrapado en ese ida y vuelta, sin poder retornar a la puerta por la que había salido. Nosotros, al mirarnos, estábamos atrapados en otro laberinto: ninguno podía volver a ser la persona que nos precedía en aquel pasillo.
El joven dijo que afortunadamente, no quería ser otra vez el niño, pero que le daba curiosidad mi edad. El de cincuenta años daría cualquier cosa por ser cualquiera de los tres que le precedían. Y yo, sinceramente, añoraba de la misma forma el pasado. El viejo no opinaba, perdido en esa extraña búsqueda, en esa tensa espera que no llevaba a ningún lugar.
Hablamos todos, salvo el viejo y el niño, que sin necesidad de desearlo, sería todos los demás.
- ¿Qué me espera? - le pregunté al de cincuenta, pero el hombre guardó silencio.Tuve ganas de maldecirlo por eso, pero entonces el adolescente me hizo una preguntar similar y también quedé en silencio. ¿Qué sentido tenía advertirle de las mujeres de las que me enamoraría, de los trabajos que tendría, de las cosas de las que me arrepentía? ¿Acaso no tenía derecho él de experimentarlas?
El joven, en cambio, le dijo al niño: No te copies en Física de tercero, porque te van a descubrir y te van a hacer perder el año.
Me sorprendí. No recordaba haber repetido tercero. ¿Era posible que esa frase del joven hubiese modificado mis recuerdos?
Entonces en voz alta le dije al joven: No lleves a Julia a su casa en la despedida de Cacho a España.
Inmediatamente miré al de cincuenta años. ¿Recuerdas a Julia? le pregunté.
Negó con la cabeza, contrariado. Incluso en mi mente la palabra Julia comenzó a desdibujarse.
- Esto... esto es peligroso - dijo el hombre de cincuenta.
Nos miramos, alternando los rostros, como si estuviéramos delante de espejos mágicos. Todos, salvo el viejo. Ahora el anciano, lejos de seguir nuestra conversación, miraba su puerta, como ensimismado. Giró lentamente y esta vez no escondió su rostro luego de mirarnos. Lentamente, movió sus labios.
- El baúl... el viejo baúl...
Todos sonreímos. El viejo baúl era el primer recuerdo, había estado siempre al lado de nuestra cama en la infancia, luego se convirtió en el sitio predilecto para guardar lo que no quisiéramos que nuestros padres encontraran y finalmente, en un adorno elegante de la casa, que con orgullo mostrábamos a todo visitante. El baúl, el legado de nuestro padre, rescatado según sus palabras, de la vieja casa del abuelo...
- El baúl - continuó dolorosamente el viejo - tiene un doble fondo. Allí... allí está nuestra partida de nacimiento. Ellos nos... - su voz se quiebra, la fragilidad se vuelve lágrima - mintieron. En el baúl hay una foto de una mujer y un hombre que se abrazan delante de un pelotón de fusilamiento. En esa imagen vieja están nuestros padres. Puta madre... ¿cómo salgo de este lugar?
El viejo abrió la puerta y desapareció. Nosotros quedamos en el pasillo, atrapados por siempre en esa revelación. Al abrirse nuestras puertas y salir, ya no éramos los mismos. El tiempo nos había jugado una mala pasada.