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8 de junio de 2017

Alsina

Alsina es mi perro, una cruza de galgo con callejero, flaco pero no hasta los huesos, rápido pero no para atrapar una liebre, ladrador pero solo para jugar. Se aquerenció de a poco, de venir hasta la entrada de casa a protegerse del frío y recibir cada dos por tres alguna que otra sobra de parte de la piba más chica.
Me vi venir el pedido de la mocosa. Siempre compradora, sonriendo como cuando se manda una macana, se acercó una mañana y me preguntó si podía meter al patio el perro que estaba afuera.
Ni se te ocurra, le dije. Si mis hijos no tenían perro hasta entonces era porque sabía muy bien que no se iban a hacer cargo. Ningún pibe lo hace. No lo hice yo, ni mis hermanos con los que tuvimos en la infancia. Y con este era clavado que el chochín de la mascota nueva duraba una semana y después los adultos teníamos que hacernos cargo.
Me convenció cuando caía la noche, más por cansancio que por otra cosa. Reconozco que estaba haciendo frío y uno de sus argumentos fue justamente ese. Pero para la noche la nena había cumplido su objetivo. El perro estaba en el patio, contento, meneando la cola y a punto de terminar de devorar el tercer plato de comida.
Mañana lo llevás al veterinario, le dije. ¿Usted lo llevó? Ella tampoco. Me tuve que hacer cargo y con esa tarea arranqué la lista de cosas de las que me tuve que encargar para que el amigo pierde pelos pudiera quedarse en casa. Vacunas, antiparasitarios, correa, alimento, paseos, baños, cucha...
Le habían puesto un nombre horrible. Un no sé qué de la televisión. Horrible. Medio que me dio bronca. Ni un dedo movían por el perro pero igual tenían derecho a bautizarlo. Así que a la semana más o menos me declaré en rebeldía y autoimpuse un nuevo nombre.
¿Alsina? se sorprendían todos. Si, Alsina. Mi respuesta era contundente. Si no te gusta, bañalo. Si te parece feo, anda a comprarle la comida. Si está fuera de onda, sacalo a pasear y juntale toda la caca en una bolsa. Quedó Alsina, por supuesto. Antes la derrota que el esfuerzo, y esa fue mi ventaja.
La cosa es que con el bicho comenzamos a hacernos compinches. Salir a caminar juntos, hacer los mandados, andar en bici con él corriendo al lado, jugar con alguna rama a lanzarla lejos y esperar su devolución toda repleta de baba, disfrutar de los partidos en la radio con el tipo echado a los pies, o hacer un asado y cortarle pedacitos con grasitas para que se los engullera de un salto.
Mi mujer empezó a decir que lo quería más a él que a ella. Sé que lo decía en broma, pero son esas frases que encierran un reproche. Pasa que un animal es otra cosa, es muy diferente a una persona. El animal te espera, te recibe con alegría, te reprocha pero sin rencor, te hace compañía y a cambio pide nada más que amor y comida. Y si, algún que otro paseo, jugar un rato. Todo es más sencillo en una relación perro persona que en una de persona a persona. No descubro la pólvora ni mucho menos pregono que dejemos de socializar con los demás. Voy a otra cosa. Algo más básico.
Un perro, como cualquier mascota, se vuelve de alguna manera parte de uno. Y ahí está el problema. La verdadera razón por la que prefiero no tener ningún bicho a cargo. Porque me encariño. Eso no tiene de malo, por supuesto. Lo malo es que el tiempo pasa. Y con los años, el perro envejece más rápido que uno. Cuando uno lo advierte, ya no es un cachorro, no juega como antes, duerme más tiempo, engorda un poco, es más lento, se vuelve frágil. Pero increíblemente, jamás deja de ser fiel.
Entonces, como me pasó ayer con el Alsina, cuando un veterinario te dice que no va más, que es la ley de la vida, que es lo mejor para el perro... entonces ahí ya no puedo hacerme cargo más, ahí la llamo a mi mujer y le pido a ella que tome la decisión, que sea ella y no yo, porque yo ya estoy masticando la bronca, el dolor, los paseos que no serán, sus pelos en mis ropas, sus patadas al aire mientras duerme y sueña vaya a saber qué, su ladrido pidiéndome que le devuelva la pelota... que sea ella quién lo condene, porque yo ya tengo la mía: mi condena es su recuerdo, su ausencia.
Alsina es mi perro, aunque no esté. Me pregunta mi hija, ahora mayor, si voy a reemplazarlo y no puedo evitar llorarlo. ¿Acaso es posible? ¿El sufrimiento puede suplantarse? ¿Existe una cura para el dolor del alma?
Si, el tiempo. Lo mismo que nos mata. En el trascurso del proceso nos regala la falta de memoria. Las penas están, pero bajo capas de olvido. Claro, también arrasa con lo lindo. Pero no tenemos opción. El tiempo es un vendaval.

1 comentario:

Olga dijo...

Bellísimo y cierto, con el tiempo el dolor es menos omnipresente, pero quien ocupó un lugar en nuestro corazón, jamás lo deja vacante.