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25 de junio de 2017

La loca solitaria

Vivía en las montañas, en una modesta cabaña que había sido propiedad de su abuelo, mucho antes incluso de haber conocido a su abuela. Era muy sencilla y el mayor lujo era la estufa de leña que hacía posible sobrevivir al invierno.
En el pueblo, a cinco kilómetros de caminata entre senderos, pequeñas vertientes y un bosque, la llamaban la loca solitaria. Una vez a la semana bajaba por provisiones. Solo el padre Bonifacio, a cargo de la única capilla en la zona, subía de tanto en tanto a visitarla. La conocía desde que era una niña y sus padres acudieron por primera vez con ella a verlo.
Su nombre era Amelia y cuenta la leyenda que era muy bonita, de ojos claros como el cielo y cabellera tan oscura como la noche. No siempre vivió en la cabaña. Nació en el pueblo, en una casa cruzando la plaza principal. Allí residía su familia, muy conocida por ser los dueños de gran parte de los terrenos donde estaban más mejores vides y que eran famosas por producir vinos que se exportaban a Europa.
La erupción de un volcán, cuando Amelia aún cursaba los primeros grados de la escuela primaria, los llevaron a la ruina. Tuvieron que vender a muy bajo precio las tierras que poseían para poder afrontar deudas. Solo se quedaron con la casa y la cabaña en la montaña, que decían, era un recuerdo familiar difícil de desprenderse.
Amelia fue retirada del colegio y dejó de ser vista haciendo los mandados o jugando en la calle o en la plaza. Según cuchicheaban las vecinas, apenas si tenían para comer. A la pequeña la educaban en la casa y cada tanto se veía al padre Bonifacio acudir a la misma. El religioso era de gran ayuda y compañía para la desdichada familia.
Poco tiempo después murió la madre de Amelia, a quién tampoco se la veía mucho. El padre vivió todavía unos años más. Cuando falleció, la niña tenía dieciséis años. La única manera de sobrevivir, era vendiendo la casa. Los memoriosos recuerdan cuando apareció el cartel de venta pero nadie, cuando la niña se marchó a la montaña.
La casa quedó deshabitada y demoró unos meses en venderse. Mientras tanto, el padre Bonifacio era todo el sustento de la adolescente. Casi a diario emprendía su caminata hacia la montaña, llevando consigo alimentos o lo que ella necesitara.
Con los años, las visitas de Bonifacio se fueron espaciando y la presencia en el pueblo de Amelia, la loca solitaria, comenzó a ser habitual, al menos una vez por semana o cada quince días. Llegaba temprano en la mañana y se marchaba apenas terminaba las diligencias que tenía que hacer. Jamás aceptaba una invitación a comer y mucho menos, a quedarse hasta la noche.
A pesar de cómo la llamaban, en el pueblo le tenía mucho respeto. Había que ser valiente para vivir sola en la montaña, tan lejos de la comunidad más cercana, con tanto animal salvaje suelto en los alrededores. Muchos pueblerinos, cazadores en su mayoría, habían sucumbido ante las garras de los depredadores. Ninguno había sobrevivido como para alertar qué clase de bestias acechaban.
El problema se desató cuando el padre Bonifacio enfermó. Contaba con más de setenta años y la otrora pequeña, ahora una mujer de más de cuarenta, bajó con mayor asiduidad para asistirlo. Incluso, se quedaba hasta tarde. Más de una vez se la vio corriendo a la hora del atardecer, en dirección a la montaña.
Cuando el sacerdote falleció, tras dos meses de agonía, Amelia anunció en el velatorio que ya no bajaría y prohibió terminantemente que nadie subiera a llevarle víveres ni para ver cómo estaba.
- Nadie puede subir a la montaña a buscarme – sentenció.
Esa tarde subió a la montaña y jamás volvió a bajar. Al menos, con la forma de Amelia.
Cuando los aullidos se hicieron sentir en las noches, en el pueblo temieron que los depredadores estuviesen asentándose más cerca, lo que era un peligro. Pero no fue mucho después que comenzaron los ataques. Siempre de noche, una bestia de filosas garras, penetró en varias viviendas y mató a sus ocupantes. La señora Torres y su hija ciega, el carnicero Jackson y la familia Benetti, completa.
El pueblo decidió montar una guardia con todos los hombres. El perímetro estuvo cubierto en los cuatro puntos cardinales. Portaban fusiles y cuchillas. A las dos de la madrugada del 25 de junio de 1980, Horacio Jent, peluquero de profesión, divisó a la bestia saliendo detrás de unos arbustos y disparó dos veces al cuerpo. El animal salvaje cayó desplomado y Horacio, aterrado como nunca en su vida, gritó a viva voz que lo había matado.
Cuando los hombres se acercaron al sitio donde había caído la bestia, constataron su muerte. Lo que sea que fuese aquello, no respiraba. Al acercar una lámpara de kerosene para alumbrar el cuerpo a más de uno se le cortó la respiración. Aquel animal llevaba puesto un zapato de mujer y en el pelaje sucio y cubierto de sangre reseca se podían ver pedazos de telas que probablemente, habían pertenecido a un vestido. Colgada al cuello, junto a un rosario, llevaba una botella vacía que en su exterior decía “Agua bendita” con la inconfundible letra del padre Bonifacio, la misma que tantas veces habían visto en las pizarras de la capilla.
No fue hasta una semana después que un grupo se armó de valor y subió hasta la cabaña. Amelia no estaba allí y el lugar era una tumba maloliente y arrasada. Dentro, los fétidos restos de animales muertos, conferían un cuadro terrorífico y cualquier cosa que hubiese pasado allí escapaba de la imaginación de aquellas personas. En la madera de las paredes, con una caligrafía que comenzaba de manera entendible y que luego, a lo largo de las más de doscientas veces que se veía escrita la frase, parecía transformarse en desquiciados trazos desesperados, alguien había grabado “necesito agua bendita”.
La misma leyenda cuenta que nadie volvió a subir hasta la cabaña y el cuerpo de la bestia, en primera instancia arrojado al bosque, fue enterrado días más tarde en la misma fosa que el padre Bonifacio. En el pueblo coincidieron que si por alguna razón, eso quería volver a la vida, solo el sacerdote podría protegerlos.
Cómo había hecho durante tantos años.

22 de junio de 2017

Más allá

Tras el último estertor y la oscuridad inicial, volvió a abrir los ojos, aunque eran otros ojos: las formas cobraron una nueva dimensión, los colores explotaron en mil matices desconocidos y la luz se deshizo en brillantes perlas danzantes.
Y con ellos, observó el mundo y vio algo que estremeció sus nuevos sentidos: los vivos eran los verdaderos muertos.

8 de junio de 2017

Alsina

Alsina es mi perro, una cruza de galgo con callejero, flaco pero no hasta los huesos, rápido pero no para atrapar una liebre, ladrador pero solo para jugar. Se aquerenció de a poco, de venir hasta la entrada de casa a protegerse del frío y recibir cada dos por tres alguna que otra sobra de parte de la piba más chica.
Me vi venir el pedido de la mocosa. Siempre compradora, sonriendo como cuando se manda una macana, se acercó una mañana y me preguntó si podía meter al patio el perro que estaba afuera.
Ni se te ocurra, le dije. Si mis hijos no tenían perro hasta entonces era porque sabía muy bien que no se iban a hacer cargo. Ningún pibe lo hace. No lo hice yo, ni mis hermanos con los que tuvimos en la infancia. Y con este era clavado que el chochín de la mascota nueva duraba una semana y después los adultos teníamos que hacernos cargo.
Me convenció cuando caía la noche, más por cansancio que por otra cosa. Reconozco que estaba haciendo frío y uno de sus argumentos fue justamente ese. Pero para la noche la nena había cumplido su objetivo. El perro estaba en el patio, contento, meneando la cola y a punto de terminar de devorar el tercer plato de comida.
Mañana lo llevás al veterinario, le dije. ¿Usted lo llevó? Ella tampoco. Me tuve que hacer cargo y con esa tarea arranqué la lista de cosas de las que me tuve que encargar para que el amigo pierde pelos pudiera quedarse en casa. Vacunas, antiparasitarios, correa, alimento, paseos, baños, cucha...
Le habían puesto un nombre horrible. Un no sé qué de la televisión. Horrible. Medio que me dio bronca. Ni un dedo movían por el perro pero igual tenían derecho a bautizarlo. Así que a la semana más o menos me declaré en rebeldía y autoimpuse un nuevo nombre.
¿Alsina? se sorprendían todos. Si, Alsina. Mi respuesta era contundente. Si no te gusta, bañalo. Si te parece feo, anda a comprarle la comida. Si está fuera de onda, sacalo a pasear y juntale toda la caca en una bolsa. Quedó Alsina, por supuesto. Antes la derrota que el esfuerzo, y esa fue mi ventaja.
La cosa es que con el bicho comenzamos a hacernos compinches. Salir a caminar juntos, hacer los mandados, andar en bici con él corriendo al lado, jugar con alguna rama a lanzarla lejos y esperar su devolución toda repleta de baba, disfrutar de los partidos en la radio con el tipo echado a los pies, o hacer un asado y cortarle pedacitos con grasitas para que se los engullera de un salto.
Mi mujer empezó a decir que lo quería más a él que a ella. Sé que lo decía en broma, pero son esas frases que encierran un reproche. Pasa que un animal es otra cosa, es muy diferente a una persona. El animal te espera, te recibe con alegría, te reprocha pero sin rencor, te hace compañía y a cambio pide nada más que amor y comida. Y si, algún que otro paseo, jugar un rato. Todo es más sencillo en una relación perro persona que en una de persona a persona. No descubro la pólvora ni mucho menos pregono que dejemos de socializar con los demás. Voy a otra cosa. Algo más básico.
Un perro, como cualquier mascota, se vuelve de alguna manera parte de uno. Y ahí está el problema. La verdadera razón por la que prefiero no tener ningún bicho a cargo. Porque me encariño. Eso no tiene de malo, por supuesto. Lo malo es que el tiempo pasa. Y con los años, el perro envejece más rápido que uno. Cuando uno lo advierte, ya no es un cachorro, no juega como antes, duerme más tiempo, engorda un poco, es más lento, se vuelve frágil. Pero increíblemente, jamás deja de ser fiel.
Entonces, como me pasó ayer con el Alsina, cuando un veterinario te dice que no va más, que es la ley de la vida, que es lo mejor para el perro... entonces ahí ya no puedo hacerme cargo más, ahí la llamo a mi mujer y le pido a ella que tome la decisión, que sea ella y no yo, porque yo ya estoy masticando la bronca, el dolor, los paseos que no serán, sus pelos en mis ropas, sus patadas al aire mientras duerme y sueña vaya a saber qué, su ladrido pidiéndome que le devuelva la pelota... que sea ella quién lo condene, porque yo ya tengo la mía: mi condena es su recuerdo, su ausencia.
Alsina es mi perro, aunque no esté. Me pregunta mi hija, ahora mayor, si voy a reemplazarlo y no puedo evitar llorarlo. ¿Acaso es posible? ¿El sufrimiento puede suplantarse? ¿Existe una cura para el dolor del alma?
Si, el tiempo. Lo mismo que nos mata. En el trascurso del proceso nos regala la falta de memoria. Las penas están, pero bajo capas de olvido. Claro, también arrasa con lo lindo. Pero no tenemos opción. El tiempo es un vendaval.

4 de junio de 2017

El vecino

Hace veinte años que vivo en la misma casa y unos quince que tengo al mismo vecino. Nuestras paredes limitan en gran parte de la medianera y durante una década discutimos a diario por los temas recurrentes en estos casos: humedad, grietas, ruidos.
Nunca nos llevamos bien, pero las discusiones cesaron porque tomé la decisión de mudar la habitación hacia otra parte de la casa y reconstruir de tal manera que el espacio lindante se convirtió en el garaje. Mucho tiempo antes a esa decisión ya le había quitado el saludo. Una persona que se caga en el otro no merece el tiempo ni el esfuerzo que implica decir "hola".
De esa manera, con una importante inversión de dinero, al menos obtuve cierta paz. Me limité a reparar lo que se arruinaba de mi lado y a olvidarme de la estructura en general. Si las paredes en algún momento se desmoronaban, ahí veríamos como proceder. De haber continuado el roce diario las cosas se nos hubiesen ido de las manos.
Creí que jamás volvería a cruzar una palabra con este tipo, pero esta mañana al verlo llegar a su casa, lo saludé. Si, con palabras. Nada de un gesto, ni un movimiento de las manos. Dije, alto y claro: " Buenos días ".
El desconcierto fue absoluto. Se quedó de una pieza y frunciendo el ceño se metió con celeridad dentro de su casa. Me quedé en la vereda, observando su ventana. Lo suficiente para notar la cortina desplazarse unos pocos centímetros. Ahí estaba, escondido, mirando para la calle. Sonreí, como pocas veces.
Claro, también los habré desorientado a ustedes. ¿Por qué iba a querer ahora recomponer las relaciones? Nada menos acertado que eso. Exactamente, para qué querría subsanar lo insalvable.
Todo comenzó dos días antes, cuando atardecía. Suelo sentarme en la cocina, a mirar alguna serie en Netflix. Las españolas o alguna policial. Me encanta la forma en la que hablan los españoles. Y si además tienen algo de misterio, mejor. Pero por alguna razón, no me funcionaba internet.
El router lo tengo instalado en el garaje. Cómo me había enseñado el técnico, si dejaba de andar nada mejor que apagarlo y encenderlo. Esto lo aprendí después que me pasara dos veces y el técnico se cansara de indicarme cómo proceder. A la tercera, fue muy franco: "Apague y prenda, ya no tengo cara para ir y hacer eso y encima cobrarle". Supongo que tampoco tenía ganas de cruzarse la ciudad para algo tan básico.
Mientras esperaba que volviera a encender para asegurarme que todas las lucecitas titilaban en su debido lugar, escuché los quejidos. Creí que era un ratón metido entre los trastos que tengo tirados contra la pared del fondo. Pero de inmediato el sonido llegó con mayor nitidez. Era un ruido proveniente del otro lado, del lado de mi vecino.
Acerqué el oído a la pared y aguardé. Ya había perdido la esperanza de volver a escucharlo, cuando volvió a repetirse. Golpeé la pared, casi por instinto. El sonido se intensificó. Luego se escuchó un portazo, nuevos quejidos y nada más. Permanecí una hora esperando volver a escucharlos, pero ya no se reiteraron.
Me costó dormir, pensando en aquellos quejidos. Por la mañana, ni bien me levanté, preparé el mate y me lo llevé al garaje. Me acomodé en una silla tipo playera y me pasé tres horas en el más absoluto silencio. Nada.
Lo bueno de estar jubilado es que uno dispone del tiempo y si bien es común decir que nunca nos alcanza para nada, en realidad solemos desperdiciarlo en nimiedades. Estar sentado en el garaje esperando el quejido proveniente de la casa de al lado no me pareció para nada una pérdida de tiempo.
De todos modos, no escuché nada más. Luego llegó mi hija y olvidé el asunto. Si hubiese traído a mi única nieta es probable que jamás me hubiese enterado de lo que pasaba, pero no la trajo y al irse, en lugar de quedarme a jugar con la pequeña como solía pasar varias veces en la semana, me volví a encerrar en el garaje. Y esta vez, créame, sí que se escucharon los ruidos.
Estaba tan absorto en el silencio, que me sobresalté como pocas veces en la vida. Creo que debo haber estado a un tris de un infarto. Salí disparado hacia la pared. Con un zapato golpeé como la tarde anterior. Del otro lado los quejidos cesaron para dar lugar a otro tipo de sonido, uno más rítmico. Cuando se hizo el silencio, volví a golpear con el taco del zapato.
Del otro lado se escuchó como si trataran de imitar el ruido. No necesité ser un erudito para comprender que me estaban contestando. Di golpecitos cada cinco segundos y la réplica fue casi exacta. Estuvimos así casi una hora. Entonces escuché el motor del Chevrolet del vecino parando delante de su casa y prudencialmente dejé de golpear la pared.
Imaginé que quién fuera el que respondía se iba a desesperar al cesar yo los golpes. Y así pasó. Comenzaron los quejidos y a la par, fuertes golpes como los que hacíamos hasta unos minutos antes. Enseguida se escuchó el mismo portazo que la tarde anterior y un quejido más potente, dolorido. Los sonidos desaparecieron. En vano esperé escuchar algo más.
Esta mañana, tras otra noche sin poder dormir, salí con el mate al jardín delantero. Esperé hasta ver que el vecino se alejaba de su casa a pie. No perdí un solo segundo. Rodeé su casa y forcé una ventana lateral. En eso nos parecemos. Ninguno confía en las alarmas. Menos mal. Recorrí con cautela el interior de la vivienda, buscando a manera de llegar a la habitación contigua a mi garaje. Di con una puerta de madera. Traté de abrirla, pero estaba trabada. Recordé los portazos. Arremetí con el hombro y la puerta cedió, golpeando contra la pared.
La habitación era un vertedero de mugre, repleta de telarañas y botellas plásticas. En el centro, sobre un colchón sucio y pestilente, estaba inconsciente una joven. Al acercarme comprobé que estaba maniatada y amordazada. Toqué su brazo y sus ojos se abrieron como accionados por un resorte. Estaba por gritar, pero supongo que mi cara de susto la hizo comprender que yo era de los buenos.
La desaté y ayudé a ponerse de pie. Estaba muy débil. La insté a que se apurara. Fue cuando me señaló un rincón en el que no había reparado. En la penumbra, una pila de huesos humanos coronaba la habitación. Me estremecí. Salimos corriendo y llevé a la chica a mi casa. La puse a resguardo en mi habitación, provista de agua y comida.
De inmediato llamé a la policía y salí a la calle a esperarlos. Entonces vi calle abajo al vecino retornar caminando. Venía trayendo dos bolsas plásticas. Había ido de compras. Me arrimé hasta el límite de ambas casas y cuando estaba entrando al jardín de la suya, lo saludé.
El vecino seguía espiando detrás de las cortinas cuando comencé a escuchar las sirenas policiales. Mi sonrisa era ancha, casi de súper héroe. Aunque en parte me sentía culpable. Si tan solo hubiese arreglado las cosas por las malas en el pasado, cuántos huesos menos habría ahora en esa habitación.
Volví a mi casa. La policía ya había llegado.