Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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19 de enero de 2017

Lugares mínimos

Ciertos lugares parecen permanecer inalterables a pesar del paso del tiempo. Como aferrados a una época, en un respetuoso homenaje a nuestra memoria. No era algo habitual y él podía asegurarlo. Vivía en una ciudad con cientos de miles de personas donde el paisaje a cada instante es otro. Los rascacielos se imponen al horizonte y el vértigo del urbanismo monta escenarios diferentes día a día.
Pero aquel lugar no era la ciudad. Era la calle de su pueblo, un paraje de provincia que parecía sumergido en su propio tiempo, abandonado a su propia voluntad. Todos los rostros eran conocidos o parecidos a otros que había conocido en su juventud. Un sitio con menos de mil almas, personas de chacras, del ferrocarril que un buen día dejó de pasar, de huertas y la piel curtida. Su última visita había sido diez años atrás y nada había cambiado. Ni nada cambiaría, no importaba si la próxima era en cinco o veinte años.
Con el tiempo, salir a la ruta para retornar al pueblo se había convertido en una pesada mochila. Siempre había una excusa y anteponía al viaje cualquier pavada. Allí vivían aún sus padres, su hermana, los amigos de toda la vida, pero eran ellos los que había decidido quedarse, no era su culpa que las visitas se fueran espaciando, que de ir todos los años, luego fuera cada dos, luego cada cinco y ahora, aunque parezca mentira, haya pasado una década antes de observar de nuevo el cartel con el nombre grabado en madera, ese cartel mal colocado en la entrada de tierra, que parecía siempre a punto de derrumbarse y sin embargo no lo hacía.
Al observar la calle desde la ventana de la casa de su madre, podía apostar que salvo el ciclo natural de la vida y la muerte, que ni siquiera a esos mínimos lugares escapaba, pocas cosas habían cambiado. Y esa era la sensación que lo gobernaba. La del no paso del tiempo. Pero no era así. Si quitaba la mirada de la ventana y la llevaba a sus padres, sentados a la mesa preparando el mate, o a su hermana, aún soltera, tejiendo un abrigo para su ahijado, podía ver el delicado trabajo de los años en cada arruga cincelada sobre esos rostros queridos, ahora felices de tenerlo en casa.
En una contrariedad que lo colmaba de sinsabores, se sentía testigo del envejecimiento propio y ajeno, pero también de la imperturbable imagen del lugar que lo vio crecer.
Estaba seguro que si cruzaba la calle, en la casa de rejas verdes, si golpeaba las manos, aún abriría la puerta Enrique. O si se llegaba a la esquina, detrás del mostrador del almacén, aunque ya no parado sobre un banquito para poder ponerse a la altura de los adultos, estaría Simón. Encontraría a Paulo en el taller de su padre, que ahora era el suyo y a Esteban atendiendo el dispensario, como hacía cuando niños la mamá de él. Cada uno tenía su lugar en el pueblo. Y no habían escapado a esa responsabilidad. Él no lo había dudado. Un periodista en aquel pueblo no tenía sentido. La información era patrimonio de todos. En los pueblos, todos saben todo.
Y cuando partió hizo una promesa que no pudo cumplir. O en realidad sí, pero a su manera. Siempre volvería. ¿Pero qué sentido tenía volver a un lugar que se había detenido? ¿Qué era lo nuevo que tenía que ver o enterarse? No había nada. Y una vez que internet había llegado a casa de sus padres, la excusa fue la tecnología, el chat, facebook, skype, el correo electrónico. ¿Qué había de los abrazos, de los besos, esas sonrisas que ninguna cámara ni conexión online puede llevar a cientos de kilómetros de distancia? Y si, por esas cosas era que aún volvía.
Tomó unos mates. Se puso al corriente de los que habían partido a mejor mundo y de los que habían llegado. A sus padres les gustaba hablar. Su hermana no se quedaba callada, pero participaba en menor medida. Era agradable todo aquello, sin dudas. ¿Esperaría diez años otra vez en volver? ¿Les daría la vida esa posibilidad a los cuatro? No quería pensar de momento en ello. El atardecer se dibujaba por la ventana. Era increíble poder observarlo, sin edificios ni carteles publicitarios que lo impidieran. El cielo, el sol y el horizonte. Y todo el colorido arrancándole los ojos de placer. Era casi como verlo por primera vez. Algo de todos los días, escondido por la vorágine de su realidad.
Luego la noche, el sonido de los grillos, las luciérnagas revoloteando sobre el descampado al oeste.
- Se viene el agua - anunció su papá y sabía por experiencia que así sería.
Se puso de pie, miró el reloj de pared y supo con una certeza que le produjo escalofríos, que comerían en una hora. ¿Cómo era posible que ciertos detalles regresaran del pasado como si nunca se hubiesen esfumado? Siempre están allí, latentes, como un feroz animal del monte.
Se asomó a la puerta. La brisa fresca llenó sus pulmones. Con los ojos cerrados, expulsó el aire en éxtasis. Odiaba sentir que allí estaba cómodo. Su partida cuando joven había sido una batalla ganada. Sentirse bien cada vez que volvía era reconocer que una parte de él aún quería estar en el pueblo. Y lejos estaba de ser cierto. Al menos, eso creía cuando lo pensaba.
La calle atesoraba cientos de recuerdos. En cada rincón, en cada detalle, había un fragmento del ayer que se iluminaba. Y al final de la calle, en la plaza, todos esos recuerdos se apilaban como en una gran torre, porque en aquel preciso lugar la historia era otra: los picaditos con los amigos, la pelota, correr detrás de la redonda buscando de reojo el arco hecho de trapos y poder gritar con el alma un gol que agitaba sus sueños de niño. En secreto podía aventurar que si tenía que elegir un lugar para volver obligado todos los años, ese lugar sería la plaza.
Si hacía el esfuerzo, hasta podía sentir el olor a pasto, las risas de Enrique, Simón, Paulo y Esteban, el sonido de la pelota golpeando contra el tronco del árbol que cortaba la improvisada cancha en dos.
Se metió en la casa otra vez. Aún tenía por delante cincuenta minutos. Luego el horario de la cena sería impostergable y no quería discutir con su mamá el primer día de visitas. Fue rápido hasta la habitación que otrora había sido su cuarto. Ahora se amontonaban objetos que nadie usaba. Buscó dónde la había visto diez años antes y como sospechaba, la encontró. Estaba algo desinflada, pero el inflador estaba a la vista. La infló un poco, la hizo picar y sonrió feliz ante el estrépito del eco tras el rebote de la pelota.
Salió presuroso a la calle. La casa de rejas verdes tenía las luces encendidas. Golpeó la puerta, aunque sabía que estaba sin llaves. De pequeño hubiese entrado, sin preguntar. Nadie pregunta en un pueblo. Todas las puertas son una y todos los niños, hermanos.
Enrique salió y apenas si tuvo tiempo de reaccionar. Se estrecharon en un gran abrazo.
- ¿Cuándo llegaste...? - atinó a preguntar Enrique sin salir del abrazo.
Pero él le mostró la pelota como toda contestación.
- ¿Ahora? - Enrique miró hacia el interior de su casa y luego levantó la vista hasta la plaza.
- ¿Los chicos estarán en casa?
- Si, seguro... - iba a acotar qué dónde estarían si no estaban en sus casas, pero era algo que estaba de más decirlo por más que su amigo ya no viviese en el pueblo, porque lo que su amigo buscaba no era una respuesta, sino la complicidad de ir a buscarlos.
Salieron raudos hasta lo de Simón.
- Mirá que ya tenemos cincuenta pirulos, eh. Un rato nomás.
- Si, media hora, ya sabés que a las ocho comemos.
Enrique sonrió frente al conocimiento del retorno a la rutina de su amigo.
Fueron por Simón, Lucas y Esteban. La pelota pasaba de mano en mano. Las sonrisas daban paso a las palabras y las palabras a los abrazos. El ciclo de la amistad, de manera infinita. La amistad, la verdadera, que no tiene lugar para el tiempo. La que sin reproche alguno se fortalece por la amistad en sí misma y los hechos que la cimentaron en el pasado, y que no necesita alimentarse más que de la certeza de saber que el otro siempre estará allí, no importa el cuándo ni el por qué.
Caminaron los cinco hasta la plaza y pusieron sus remeras formando los límites del arco. Enrique y Simón hicieron el pan y queso y delinearon los dos equipos. Uno con un jugador más que el otro, como siempre sucedía. Pero las reglas estaban escritas en sus mentes desde hacía largas décadas. Cada tres goles, no importara de qué equipo, el que sobraba pasaba al otro bando. Y el elegido para cambiar iba rotando. Por lo tanto, ningún equipo era permanente y el triunfo no le pertenecía a nadie en concreto, sino a la felicidad de compartir el juego y el hecho de estar juntos.
Ninguno recordaba el último partido en la plaza, o quizá sí, pero no querían reconocerlo, por miedo quizá a que en realidad el último fuese ese, y ya no hubiese otras oportunidades. Porque para algunas cosas, no para todas, el tiempo corría y vaya que lo hacía más rápido que aquel grupo de amigos, que con más de cincuenta años cada uno se esforzaba en la penumbra fruto de la única farola de la plaza con el fin de sentir una vez más las risas y los abrazos tras el grito de un gol.
Se prometieron otro picado la noche siguiente y la otra, y la otra, mientras él permaneciera de visita. Y lo harían, religiosamente. La última noche, le harían prometer a él que esta vez regresaría más rápido, sin dejar pasar tanto. El daría su palabra, aunque no la cumpliría.
Cuando el pasado despierta, se puede convertir en una trampa. Y para sobrevivir, lo mismo que con los animales feroces del monte, lo mejor es permanecer lejos. Al menos, por un tiempo. O mientras, gran paradoja, el tiempo lo permita.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Tras esta lectura me ha recordado mi propia existencia fuera de mi pueblo natal. El retorno es siempre gratificante, como recargar las baterías de cariño que todos necesitamos. Los que se quedan y los que se van siempre con nostalgia. Gracias por tu relato