Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

30 de noviembre de 2016

La máscara de la familia Oregón

Tres días después de su muerte, también murió ella. Pero nadie lo supo. En realidad, a ella, ya todos la creían muerta.
Durante varios años la vida de la familia Oregón pasó desapercibida para el resto del barrio. Un matrimonio trabajador como cualquier otro, al que podían encontrar en la verdulería, en el almacén o cortando el césped del jardín delantero de la casa.
Afables aunque de pocas palabras, formaban parte de ese espectro de personas que están pero al mismo tiempo, de desaparecer, se caería en la cuenta de ello demasiado tarde. Sin embargo, esa pantomima de vida quedó al descubierto de una manera atroz. Ocurrió un mediodía de verano, un día muy húmedo, en el que sudaban hasta los árboles.
Algunos recordarán primero el estruendo característico de un arma, otros dirán que antes que eso sucedieron los gritos. Lo cierto es que ese mediodía, disparo y gritos mediante, el barrio salió a la calle para ser testigo de la verdadera mueca detrás de la máscara de la familia Oregón.
La puerta de calle se abrió como impulsada por un resorte hacia afuera, golpeando con dureza contra la fachada. Como una exhalación salió corriendo la mujer, gritando por ayudar. Agitaba los brazos por encima de su cabeza y nada cubría sus piernas y pies. Un seno caía fuera de la camisa blanca que llevaba puesta. Era grande y blanco y parecía rebotar sobre sí mismo en cada movimiento que ella hacía. El otro, prisionero bajo la tela, guardaba compostura.
Corrió hasta la vereda y sin mirar hacia atrás, trató de cruzar la calle. En ese momento el hombre apareció bajo el umbral de la puerta. Tenía un revólver en la mano y el cuerpo arañado por todas partes. Era fácil observarlo, porque iba completamente desnudo. De la misma manera que el arma que sostenía, su miembro viril apuntaba hacia arriba.
Mientras ella corría atravesando la calle, él dirigía el cañón en su dirección. Parecía tomarse todo el tiempo del mundo. Muchos de los vecinos, paralizados del espanto, quisieron advertirle a la mujer que saliera de la línea de tiro. Pero ninguno lo logró. A favor de ellos se puede afirmar que todo sucedió tan rápido que si no hubiese sido por el escándalo previo, habría muchos menos testigos de los que finalmente declararon ante la justicia unos días después de los hechos.
Un nuevo disparo sacudió los cimientos del barrio. A pesar de estar observando, a muchos vecinos el estruendo los sobresaltó. El sonido de la mujer golpeando el pavimento también. Fue un ruido seco, como la quebradura de una rama. Quedó tendida sobre el cemento y una gran mancha roja empezó a extenderse a todo su alrededor.
El hombre permanecía en la puerta de su casa, con el revólver en la mano. Ahora lo único que apuntaba hacia arriba, era su pito. El revólver descansaba en la mano derecha, pero con el brazo apartado, como si el cuerpo lo repeliera.
Los vecinos tenían miedo de acercarse a la mujer, temiendo que el esposo les disparara también a ellos. La señora Thompson, que vivía enfrente, llamó a la policía. Había observado todo desde la seguridad que le daba la cortina de su gran ventanal.
De pronto el hombre volteó el revólver hacia su rostro y disparó. Fue como si un hechizo se hiciera añicos. Los vecinos, hasta entonces estáticos, corrieron hacia los heridos. Para entonces, las primeras sirenas surcaban el aire.
Una ambulancia arribó mientras la policía comenzaba sus pericias. Al hombre le habían puesto una mascarilla y un médico corría al lado de la camilla sin dejar de auxiliarlo. A la mujer la colocaron en otra camilla y la subieron a una ambulancia que llegó minutos después. No se movía. Su cuerpo inerte parecía ser lo único que quedaba de ella.
De repente el barrio había pasado de su soporífera existencia a ser el centro de atención de la ciudad. Los canales de televisión, radios y medios gráficos de la zona se instalaron en las inmediaciones para fabricar su producto mediático. Los antes inmóviles vecinos, se mostraban ágiles para acercarse a los periodistas y tratar de dar su versión. Al haber tantos, todos tenían su chance.
En sus declaraciones, la dieron por muerta. Coincidían en que él salió de la casa y le disparó por la espalda, mientras ella huía. Algunos incluían el debate sobre el disparo o los gritos, si primero había sido uno o el otro. Otros hablaban de un matrimonio perfecto y amable. Y no faltaba quién aventurara engaños y represalias.
Horas después se supo que el hombre había muerto. Ella ya lo estaba. La habían visto sobre su propio manto de sangre. Los dos fallecidos. Una desgracia, una tragedia. El horror en carne propia. Un día más en las noticias. Recortes de diario para guardar. Noticieros grabados para poder mostrarle a la familia en un futuro, con ellos hablando sobre ese fatídico hecho que nadie jamás olvidaría.
Y no muy lejos de allí, a menos de dos kilómetros, la mujer recobrando fuerzas. La bala había atravesado el omóplato, pasando de lado a lado. Su cuerpo estaba vivo, no así su alma. Vio en las noticias que su marido se había suicidado. Decidió guardar silencio ante la policía. Nadie más fue a verla.
Al tercer día de estar allí, se quitó la canalización del suero y la bata celeste del hospital, se colocó la ropa que le habían sacado para lavar y que habían vuelto a dejar en la habitación y salió al pasillo. Se escurrió entre la gente como un fantasma. Ganó la calle y nadie la volvió a ver.
Era una sobreviviente, pero para ella, era mejor no sobrevivir. Morir y renacer. Reencarnar. Ser otra persona. Y eso hizo. Barajar y rogar que la próxima mano fuese mejor.
Mucho mejor.

27 de noviembre de 2016

La luz a través de la hendija

La luz de la calle entraba por una hendija, clavándose en sus ojos. La persiana de plástico estaba rota en el lugar exacto. No tenía cortinas y por más que se repetía cada mañana, con los ojos ardiendo del sueño, que debía comprarlas sin falta, nunca lo hacía. Por el contrario, con la claridad de día la urgencia desaparecía de su cabeza.
Pero la urgencia retornaba a modo de reproche cada noche, cuando al tratar de conciliar el descanso que su cuerpo le pedía a gritos, la maldita franja de luz irrumpía todo intento. Llevaba dos semanas en aquel lugar y apenas si había dormido. Podía divisar por el mismo lugar que entraba el resplandor, que procedía de una luminaria de poste, ubicada muy cerca de la esquina.
Se imaginó saliendo a la vereda en calzoncillos, buscando en alguna parte un ladrillo o algo con qué tirarle. Quería destrozar esa lámpara. Hasta entonces, su forma de oponerse a la realidad, era paradójicamente mediante esos escapismos de su mente, en la que actuaba con rabia y violencia. No había empleado la sensatez y mucho menos la lógica, que hubiese significado tapar la hendija para impedir el paso de la claridad.
En cambio, apretaba los ojos con fuerza, para caer en la cuenta que a pesar de ello, la luz lo molestaba. Podía sentir su presencia sobre la piel, dándose una idea del cuadro: una habitación a oscuras, los contornos de una cama, de un bulto bajo las sábanas y sobre la cabecera, una franja blanca todo a lo largo, de lado a lado. La franja dejaba a la vista un par de ojos cerrados, luchando por descansar.
También le rechinaban los dientes. En su lucha, apretaba con fuerza las mandíbulas. Por esa razón le dolían después las encías mientras desayunaba. Lo sabía, pero no podía impedirlo. Parecía que todo su cuerpo se complotaba para colapsar. Creía que de repente le dolían las cervicales, la espalda, las piernas. Era un solo dolor. Su cuerpo era una brasa viviente. Y todo comenzaba de la misma manera, cuando al apagar el velador de la habitación, la otra luz, intrusa, forastera, se perpetraba sobre su cuerpo, saltando desde el otro lado de la ventana, aprovechando ese espacio insignificante de la persiana.
Qué fácil sería levantarse y colocar un cartón, un papel oscuro doblado en varias partes o un pedazo de tela lo suficientemente grueso como para impedir el paso de la luminosidad proveniente de la calle. Qué fácil sería pedirle a otro que lo hiciera. O mejor aún, que comprara las estúpidas cortinas.
En otra vida quizá. No en la suya, sumido en esa cama, sin más que abrir los ojos, aceptar el sorbete en cada infusión y soportar que otras manos, ajenas, lo cambiaran, lavaran y peinaran.
Durante las noches eternas, en esa habitación perpetua, le daba un nombre, una explicación: aquella luz a través de la hendija no era otra cosa que la risa sobradora de la muerte.

14 de noviembre de 2016

Tuve un sueño

Hoy me desperté con un sueño que era ideal para narrarlo en un cuento. Fue lo primero en lo que pensé al abrir los ojos. La idea era perfecta, fantástica. No podía creer que jamás se me hubiese ocurrido estado consciente. Me apuré en buscarme la ropa para ir a bañar. Las imágenes seguían allí, expectantes.
Me bañé, me vestí, me puse los zapatos, haciendo un enorme esfuerzo por no permitir que esas secuencias tan maravillosas escapasen de mi mente. Tomé el anotador, un bolígrafo y puse el agua a calentar para preparar unos mates amargos. Recordé a último momento el frasco de dulce de frutillas casero que había preparado mi esposa y un paquete de tostadas que tenía en la alacena.
Aterricé en la silla envuelto en una algarabía inusual, abrí raudamente el anotador y destapé el bolígrafo. Me arrojé en el papel a soltar cuánta tinta pudiera. Pero me detuve al instante. El sueño había desaparecido.
Primero llegó la angustia, luego la desesperación por tratar de recordar el más mínimo detalle. Buscaba las imágenes más recientes, para usarlas de trampolín hacia las otras, las que me interesaban recuperar. Me había sentado en la cama, buscado la ropa y el toallón para el baño, luego había ido hasta el espejo, había sonreído ante mi aspecto desprolijo, me lavé los dientes, me metí a la ducha, se me cayó el frasco de acondicionador de cabello y lo dejé en el suelo para no olvidar... era inútil. Lo había olvidado todo.
El silbido de la pava me transportó de nuevo a la cocina. El agua ya estaba hirviendo. No servía para mate, por lo que busqué un saquito de té. Solo quedaba boldo. Me dio igual. Lo importante no era el desayuno, sino esa idea única que se había escurrido de alguna manera de mi cabeza.
Me esforcé por recordar, pero fue en vano. Cuando un sueño se esfuma, ya no vuelve. Sospecho incluso que los sueños no nos pertenecen, sino hasta atraparlos. Que viajan de una persona a otra hasta que alguna lo recuerda. El sueño que se va, que desaparece, busca un nuevo soñador. Por más que me lamentara, esas imágenes increíbles, que quería convertir en cuento, para ese momento estarían siendo soñadas por otra persona.
Y si la persona que las soñaba lograba hacerse de ellas, posiblemente lo tomaría como un sueño más y no lo perpetuaría para la eternidad en una historia escrita. Porque lo escrito, hasta ahora, es la única fotografía que se le puede sacar a un sueño.
Me quedé petrificado durante un buen rato delante de la taza con boldo y las tostadas que jamás saqué del paquete y el frasco de dulce casero que permaneció cerrado sobre la mesa hasta que mi mujer, al pasar, lo volvió a meter en la heladera a media mañana.
Ella me sacó de este estado de sopor y lamento en el que me encontraba. Sus palabras, como una daga, cercenaron mi espíritu:
- ¡Tuve un sueño de lindo! - dijo estirando la i al tiempo que se desperezaba.
No me animé a preguntarle cuál. Porque quizá el suyo había sido también el mío, pero para entonces no lo sabría y adueñarse de un sueño ajeno, más que de un escritor, es de un ladrón de poca monta. Por suerte recordé algo. Era lunes y tenía que hacer un trámite al banco. Le di un beso y me escabullí, murmurando por lo bajo, como un niño ofendido, que se metiera el sueño en el centro del....

9 de noviembre de 2016

Los ojos del galgo

El perro lo miraba fijo, como esperando algo. Era un galgo hambriento, con todos los huesos marcados en la piel. Tenía la lengua afuera y el cuerpo agitado. El hombre miró a su alrededor y cuando al fin divisó lo que buscaba, estiró el brazo, tomó una cacerola y se la arrojó con fuerza al animal.
El galgo, si bien sorprendido, se movió con velocidad esquivando el golpe. La cacerola rebotó contra el suelo, desparramó un poco de arroz y finalizó su trayectoria debajo de un sillón avejentado. Sin rencor, el animal fue por el alimento y lo devoró en menos de cinco segundos.
- Ese perro de mierda me está costando una fortuna - musitó con bronca el hombre, como brindando una excusa.
La mujer a sus espaldas, aún sobresaltada por el estruendo de la cacerola al chocar el piso, permaneció en silencio. Sabía muy bien cuando convenía abrir la boca bajo el techo de esa casa.
- Miralo, le importa un cuerno que le revolee la comida o que se la ponga en un plato. Lo único que le importa es comer. Y después, cuando lo llevo a correr, me hace quedar como un pelotudo.
El tono de voz ahora era de enojo. Se puso de pie, aunque aferrándose a la mesa, que al moverse, hizo tambalear la botella de vino casi vacía que había estado tomando hasta ese momento.
Instintivamente, al verlo erguido sobre sus piernas, el perro salió al patio. El hombre dio dos pasos y se apoyó en la heladera. Su mujer, aún a sus espaldas, permaneció callada. Sabía también lo que vendría a continuación. Y por experiencia, era consciente que no podía intervenir. Podía recordar aún el dolor de varios días de la última vez que lo había intentado.
Cuando consiguió algo de estabilidad, el hombre salió al patio y a los gritos se puso a llamar al galgo. El animal se había ido al fondo del terreno y escarbaba en la tierra. Levantaba las orejas cada vez que el hombre pronunciaba su nombre a los gritos.
El desenlace era inevitable. Como cuando en una tormenta tras el relámpago llega el trueno. En el patio, eran primero los gritos y luego el castigo. Y ella, desde la ventana, se llevaba la mano a la boca. Deseaba que el galgo le saltara al infeliz de su marido directamente a la yugular y que le clavara muy profundamente los colmillos, y que no lo soltara hasta verlo desangrarse sobre la tierra y las pocas matas de yuyos que se esparcían en el terreno. Pero esos ojos, grandes y color avellana, eran inofensivos. Ese animal no tenía una pizca de maldad. Jamás lo haría.
Quizá fue por eso, por esa certeza.
Y al mismo tiempo, por todos los anteriores.
Incluso, por ella misma. Que si bien no era todos los días, cada tanto cobraba.
O por sus futuros hijos, si es que llegaba a parir, para que al menos no nacieran de ese hombre.
Fue por todo y por esos ojos buenos, esos ojos que no juzgan, sino que esperan. Y esperan siempre lo mejor, por más que nunca llegue. Como ella, como los suyos. Quizá fue por eso.
En medio de los aullidos de dolor, cuando lo estaba azotando con una varilla, salió al patio escopeta en mano y disparó.
A veces, el estruendo llega antes que la luz.

5 de noviembre de 2016

Relicario

La habitación olía a pis, sin importarle que la mujer de la limpieza se había ido apenas unos minutos antes. El olor estaba aferrado a él, postrado en la cama.
Los ojos cerrados, la piel pálida, el goteo lento pero continuo del suero, con ese cordón umbilical plástico que terminaba en su brazo, ya morado de tantos pinchazos. Podía, en el silencio, escuchar su respiración. Era apenas un susurro, un murmullo amortiguado de dolor.
Mi suspiro atravesó el lugar, aniquilando toda esperanza. Resignado, trataba de no pensar. Pero era imposible. Uno siempre piensa, incluso cuando cree no hacerlo. Porque allí, cayendo con sus últimos granos de arena, el que se escurría por el cuello del reloj de la vida, era mi padre.
Al menos su cuerpo. Su mente, casi siempre ausente, iba y venía, como una macabra broma. Ya no había memoria, ni lucidez, solo arrebatos de tristeza, frases incoherentes y sin terminar. Y esa mirada que no se puede describir con palabras, que trata de ver pero sin hacerlo, que busca ubicarse pero sin lograrlo.
Entonces, mientras mis ojos se perdían en las formas de las sábanas, en esa tensa espera de lo inevitable, su voz irrumpió, débil, cascada:

-  ¿Messi?


Otro desvarío, pensé, aunque sin dejar de alegrarme por verlo despierto. Entonces, casi como una revelación, recordé la TV encendida sin sonido a mi derecha y tras girar la cabeza y observar, no pude menos que tragarme los mocos para no llorar. 
Efectivamente, la 10 la llevaba el rosarino.

El destino golpeó al poco tiempo la puerta y cumplió con su labor. Sin embargo me dejó ese instante, casi como un relicario. Un rayo de luz en la penumbra, una sonrisa en el llanto. 

- Si, es Messi. Juega el Barcelona - informé.

Sonrió. Miró unos segundos y volvió a cerrar los ojos. 
Pero allí estuvo, durante ese breve lapso, allí estuvo.