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4 de abril de 2016

El fondo del patio

El fondo de mi patio es un cementerio. Creo que el de muchos. He leído de ciudades que poseen un cementerio de mascotas para enterrar a sus animales queridos cuando les llega la hora de dejar el mundo de los vivos. En mi casa, desde que tengo uso de razón, cuando algo muere va a parar al último metro cuadrado de tierra.
El primer recuerdo es bien de niño, tendría cinco o seis años. A Paloma, mi hermana mayor, ya la dejaban ponerse tacos altos. Ella era la dueña de Angelita, una tortuga de la que nunca supimos la edad. La muerte de Angelita fue la mejor enseñanza que pude tener a esa edad. Porque todos teníamos la idea que las tortugas viven muchos años, más de cien me había dicho. Pero la presión que ejercen los neumáticos de un automóvil parecen poder atentar contra esa estadística sin el menor esfuerzo. Papá la enterró en el fondo del patio, en un pozo bastante hondo, pero pequeño si se lo miraba al ras del suelo. La bolsa en la que la envolvieron era roja. Ese color quedó asociado en mi cabeza siempre al de la muerte.
Unos años más tarde fue el turno de Horacio, el perro salchicha. Una noche comenzó a llorar y no paró hasta la tarde siguiente, cuando papá de un martillazo en la cabeza lo golpeó para que dejara de sufrir. Por la reacción que tuvo de salir con el revólver a la calle y tratar de entrar por la fuerza en la casa del vecino supe que al Horacio lo habían envenenado. El vecino se mudó al poco tiempo. Papá era una persona persuasiva y bastante violenta, aunque no con nosotros.
En esa ocasión me permitieron dar algunas paladas en el momento de ahuecar la tierra. No fue exactamente en el mismo lugar de Angelita, lo que me posibilitó entonces colocarle una cruz a cada uno. Las tuve que quitar a las pocas horas, porque a papá la idea no le gustó.
Con el correr de los años, el cementerio familiar sumó a Corintia, una gata siamesa que si bien no era de la casa, se pasaba toda su existencia en la ventana de la cocina y de tanto en tanto recibía alguna sobra de comida; a Filomeno, un pez payaso que le habían regalado a mi hermanito menor después que insistió alrededor de una semana que quería a Nemo (desde entonces, papá prohibió que viéramos películas que tuvieran animales como protagonistas); a Carlos, un perro callejero que tuvimos tan solo cuatro meses; a Sabina, una lagartija que uno de los tantos novios de mi hermana le había regalado cuando empezaron a salir; y a Paloma.
Esos son los entierros que recuerdo de cuando era niño. Si bien todos representaron algo, el de mi hermana me marcó a fuego. Fue un accidente, todos lo lamentamos. Papá era alcohólico, pero solo peleaba en el bar. A mamá dejé de verla de muy pequeño, según papá nos había abandonado ni bien nació Luciano, mi hermanito, al que le llevaba cuatro años, así que al crecer nuestro referente femenino fue siempre Paloma.
Claro que ella hacía su vida y noviaba todo el tiempo. La noche en que murió, ella volvió a casa antes que papá. Como solía pasar, quedábamos solo con mi hermano y si bien nos queríamos, reñíamos todo el tiempo. Nos costaba dormir estando solos. Tratábamos de mantenernos despiertos jugando o mirando televisión. En mi caso, estaba entrando en la adolescencia, pero Luciano aún era chico. Por lo tanto, solía manipularlo fácilmente. Esa noche lo obligué a mirar una película de terror en donde un hombre mataba a su esposa, la cortaba en pedazos y la escondía en un freezer, en el sótano. Ya de por sí, eso era terrible. El problema empezaba - en la película - cuando estando el tipo en el living tomando un whisky, ve pasar rodando la cabeza de la mujer por el pasillo.
Eso desató las quejas y el llanto de Luciano. En ese momento, esas trágicas coincidencias de la vida, llegó Paloma y acto seguido, cinco minutos después, mientras estaba calmando a mi hermano, entró a casa papá totalmente borracho. Creyó que Paloma le estaba pegando a Luciano y se la quitó de encima. Ella trastabilló y la cabeza pegó contra el borde de la mesa de la cocina. Cayó fulminada. Al verla en el suelo, la sangre creciendo como una aureola alrededor de su cuerpo, quedamos en el más completo silencio.
Lo que siguió a continuación fue casi mecánico, una especie de acto reflejo. Al borde del llanto, pero guardando las lágrimas, como nos obligaba papá cuando enterrábamos una mascota, fuimos por una sábana, envolvimos el cuerpo de Paloma y la arrastramos hasta el fondo del patio. Luciano y yo hicimos el pozo, mientras papá apuraba una botella de vino. Una vez hecho, él se encargó de arrojarlo dentro. Cuando terminamos de cubrir de tierra la tumba, estaba amaneciendo.
Pasó un año hasta que volvimos a hacer un pozo. Fue para enterrar a papá. Con Luciano estábamos prácticamente famélicos. Él se gastaba todo el dinero de la pensión que le daban del abuelo en bebidas y no teníamos qué comer. Una noche lo esperamos detrás de la puerta y lo derrumbamos con una llave cruz que durante años estuvo tirada en el patio. Para asegurarnos que no se volviera a levantar, arremetimos contra su cabeza hasta que aquello parecía una ensalada de frutas hecha solamente con frutillas y cerezas.
Lo enterramos entre Horacio y Paloma. A partir de entonces, me encargaba de ir a cobrar la pensión, alegando que papá estaba enfermo y falsificando una autorización escrita. A pesar de no ir a la escuela hacía mucho tiempo, me las arreglé muy bien con esa parte. Así estuvimos un par de años, hasta que cumplí los dieciocho. La edad me habilitó un terreno prohibido hasta entonces. El bar.
Comencé a ir, dejando encerrado con llave a Luciano. El alcohol me brindó la sabiduría que la vida no había logrado darme. Supe de inmediato que Luciano sería un problema. Quizá, de la misma manera que hicimos con papá, él arremetería conmigo. Una noche volví y al encontrarlo durmiendo, le gané de mano. Lo asfixié con mis propias manos.
Lo llevé envuelto en sus viejas sábanas de los Power Rangers hasta el fondo del patio. Tomé la pala y comencé a cavar en uno de los pocos lugares donde no había cuerpos. O eso creí. Primero golpeé lo que en parecía un hueso de la pierna - nunca aprendí los nombres - y más tarde un cráneo. Al sacar una palada tras otras reconocí la tela roída que acompañaba los huesos. Cómo no hacerlo, si una de las pocas imágenes de mi madre era vistiendo ese vestido rosa. Cavé y cavé, emocionado por el descubrimiento. Encontré dos cráneos más. Supuse que eran los abuelos, a los que no alcancé a conocer.
Terminé la faena sonriendo. Al final, el cementerio no era cementerio desde Angelita, sino desde mucho antes. Papá lo había inaugurado antes incluso que yo estuviera en los planes. Era bueno saberlo. Siempre es lindo encontrar una conexión con la sangre que uno lleva dentro. Los genes, según dicen.
Ahora vivo solo, aunque acompañado por dos perros y un gato. No veo la hora de poder enterrar a alguno de ellos.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Que historia siniestra. El personaje se convirtió en su padre.