Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

30 de abril de 2016

Las últimas monedas

Eran las últimas monedas. Podía sentir el peso en el fondo del bolsillo del pantalón como así el tintineo de las mismas al chocar entre sí. Miraba las mesas de poker y el deseo de estar sentado en alguna le provocaba un nudo en el estómago. ¿Cómo podía ser? ¿En qué cabeza podía existir esa idea? Sobre todo cuando había pasado las últimas cuatro horas en una, perdiendo uno tras otro los billetes de su sueldo. Salvo las monedas, claro. Las monedas estaban aún en el bolsillo del pantalón.
Debía estar sintiéndose mal, sufriendo al saber que había perdido la paga de todo un mes en un santiamén. Pensando quizá en las palabras que soltaría delante de su mujer, cuando ella comenzara a exigirle una explicación. Sin embargo, estaba bien. Angustiado, eso si, por no poder seguir jugando. Pero estaba bien. Malditamente bien.
Se rió solo, allí acodado en la barra del casino, despertando miradas ajenas y aburridas, de rostros portadores de diversas tristezas combatidas con tragos en vasos largos. No le importaba llamar la atención, al contrario. Que lo miraran riéndose en solitario lo animó al punto de estallar en carcajadas. Un hombre que usaba peluquín se alejó de su lado. Una señora entrada en años, que vestía una larga falda roja, prefirió apartarse un par de metros. Incluso el barman se distrajo de lo que hacía, dejando caer un limón al suelo.
Ponía nervioso a los demás. Podía sentir esa incomodidad. Era agradable, una sensación placentera. A veces lograba lo mismo en la mesa de poker, aunque no esa noche. Lo asaltó la tos en medio de las carcajadas. El turno de apartarse de la barra ahora fue para él. Se dirigió al baño de caballeros y corrió al lavabo de manos. Con la ayuda de la mano se llevó agua a la boca. Aprovechó para enjuagarse la cara. Ya no tosía, pero el rostro estaba colorado. Al moverse volvieron a hacerse escuchar las monedas. Un ruido más cerrado y sonoro llegó desde uno de los retretes. Alguien trató de taparlo con un carraspeo, pero el pedo había sido elocuente.
Algo tan tono como un pedo lo había devuelto a la realidad. Miró el espejo delante suyo y vio a un hombre con pronunciadas arrugas, de hombros caídos, con el rostro húmedo y agitado, el poco cabello algo revuelto, ropa vieja y desgastada... el semblante de un perdedor, de alguien que hay hecho de su vida la nada misma.
La puerta golpeó el marco. Alguien más entró al baño y fue hasta los mingitorios. Volvió a mirarse en ese reflejo de mal gusto pero de inmediato quitó la mirada. Era suficiente. Salió del baño, dejó atrás la barra del bar, las mesas de poker, las ruletas, siguió la alfombra roja hasta la salida y escapó, casi al borde de la histeria, al aire libre, donde la brisa fresca lo recibió sin previo aviso, como un sopapo en la mejilla.
Metió las manos repentinamente frías en los bolsillos del pantalón, topándose con las monedas. Las últimas que le quedaban. Había regalado el sueldo en un juego de cartas y ya nada le quedaba para el resto del mes. Solo esas monedas, migajas de la miseria.
Su casa estaba lejos, quizá servirían para el colectivo. Había llegado en taxi, pero aquel lujo era ahora un imposible. También lo sería hablarle a su mujer, pero esa sería una historia futura, con suerte de la mañana siguiente. Avanzó unos metros y se vio sobre un colchón, bajo la vidriera de una tienda de ropa. No era él, pero al mismo tiempo lo era. Ese rostro hambriento era prácticamente igual al que había visto en el espejo del baño..Con más cabello, sucio y despeinado, ropas andrajosas, menos dientes y una mirada sin brillo, ausente. Podía jugar a las "siete diferencias" si se lo proponía, pero no no más. Así de cerca estaba de su destino, así de cerca aquel hombre sin techo lo aconsejaba en silencio.
Tanteó el bolsillo y apresó con la mano aquellas últimas monedas. Se las dio al hombre sin pensarlo dos veces. Como a veces sucedía en las manos de poker, cuando actuaba por impulso y se quedaba sin nada. Ahora también, es un salto en caída libre hacia un abismo sin fondo, como su vida misma, de desencanto en desencanto, de frustración en frustración. La vida de un perdedor que se caga en todo, en todos, que solo le importa sufrir y sentirse menos.
La brisa se transformó en viento mientras dejaba la parada del colectivo atrás. La premisa ahora era caminar. Un pie detrás del otro, de a poco, lentamente, como no queriendo llegar nunca, como si el deseo fuera otro, uno más cruel pero justo, en el que la noche mostrara los dientes y en sus fauces lo engullera para privarlo de lo poco que aún lo hiciera feliz. Pero nada de eso sucedería. Caminaría, llegaría a su casa, pelearía con su mujer y la vida continuaría. Para mal, para bien. Ya no lo sabía. Quizá el destino era que algún día entendiera algo, una moraleja, una lección, algo. O tal vez, simplemente, que el azar le diera otra oportunidad y pudiera hacer su mejor apuesta.

24 de abril de 2016

Musa inspiradora

La rubia entró al bar hecha una furia, dejando golpear la puerta contra el marco lo que provocó que desde todas las mesas las miradas se dirigieran a ella.
Al verla, llevaron la vista a una de las mesas pegadas a la ventana que da a la calle. La mesa que siempre ocupa Luis.
Los altos tacones repiquetearon sobre el deslustrado piso de madera. Luis la había visto, pero se hacía el boludo. Fingía estar compenetrado en la resolución de un crucigrama en la sección de pasatiempos del diario.
Ella se plantó delante de la mesa y sin esperar que él se percatara de su presencia, escupió su bronca:
- ¡Luis, dejá de escribir sobre mí!
El hombre agitó sus hombros, para hacerse el sorprendido y levantó la cabeza hacia donde ella estaba. Le miró el rostro, luego las tetas - que parecían leudar dentro del escote - y otra vez el rostro.
- ¡Carinita, que linda sorpresa!
- ¡Qué Carinita ni ocho cuartos!¡Otra vez escribiste una historia conmigo como protagonista!
- Pero Carinita, es ficción.
La rubia abrió los ojos lo más grandes que pudo, se apretó los puños conteniendo la bronca y le pegó un zapatazo al suelo.
- ¡Me cago en vos Luis, sos un pelotudo! La primera vez, vaya y pase, lo tomo como un halago. La segunda vez, bueno, te la perdono, pero te lo advertí... ahora, la tercera, la cuarta y hoy la quinta historia en la que me hacés ver como la reina del glamour y las orgías en ese mundo pervertido que es tu cabeza ¡es el colmo! ¡Te voy a denunciar!
Y como sentencia física de la sentencia oral agarró el vaso de jugo de naranja que acompañaba el café y se lo arrojó a la cabeza.
Luis dio un salto hacia atrás, poniéndose de pie. No pude evitar el vaso, ni detener la caída estrepitosa de la silla contra el piso.
- ¡Carina, mirá lo que hacés!
- ¡Carina las pelotas, imbécil! Me cansaste, hasta acá llegó nuestra amistad, no quiero ni volver a verte y más vale que dejes de publicar esas historias en la revista, porque te mato, te corto el pito, te saco los ojos, te... - la rubia se largó a llorar, venía haciendo un esfuerzo enorme para aparentar fortaleza, pero aquella catarata de catarsis derrumbó todo intento de permanecer firme.
Luis se acercó, primero con miedo, luego envalentonado al verla quebrada anímicamente. Por las dudas alejó el pocillo del café, no fuera a ser que quisiera convertirlo también en un objeto contundente.
- Escuchame pimpollito, escuchame...
Entre hipos y manotazos al aire, ella lo dejó aproximarse.
- No escribo más sobre vos, te lo prometo. Se acabó. No me importa que la gente se enoje, ni que los editores pidan más y más historias de Carinita, ni todas las cosas lindas que me escriben los lectores, ni las cartas que llegan al diario, nada de nada. Se acabó. Te lo prometo.
La rubia tomó una servilleta y se la pasó por la cara. Se le corrió un poco de maquillaje pero no le importó. Luis se había acercado bastante, lo suficiente como para pasarle un brazo alrededor de los hombros.
- En... en serio que... - hipo - que la gente te escribe.
- Si, en serio. Aman a Carinita.
- ¿Me aman?
- Te aman, dicen cosas hermosas sobre vos. Están ansiosos siempre por la siguiente historia. Pero ya no importa. Lo que importa es que vos estés bien.
Carina se apartó de Luis y buscó una silla. Luis, nunca lerdo, acercó una silla a la de ella.
- Es que hoy en la peluquería volví a verme en una de las historias y me sentí...
- ¿Violada?
- ¡No! Vulnerada. Me da pudor.
- Mirá, esa sola noche juntos despertó mil historias en mi mente. Cada línea es un homenaje, un recuerdo vivo de mis sentimientos, quiero que seas eterna a través de mis letras. ¿No te gusta eso?
- Es que, la Carina de esas historias es tan...
- Encantadora
- No, puta.
- Carina, por favor, ella es un alma libre, decidida. Estás equivocando el punto de vista.
- ¿Seguro?
- ¡Segurísimo! ¿Soy el autor, no?
- Tenés razón - dijo la rubia, al tiempo que se ponía de pie - Mirá, hacé de cuenta que no dije nada, perdoname por el jugo que te tiré encima, si la gente me quiere, dale, seguí escribiendo.
Dio dos pasos hacia la puerta, se detuvo, giró, volvió hacia Luis, lo besó brevemente en los labios y finalmente se fue del bar.
La gente en las mesas volvió a sus asuntos. Luis se acomodó la ropa, juntó el vaso, la silla que aún estaba en el suelo y llamó a Ramón, el mozo.
- Traéme otro café Ramón, que éste ya se enfrió.
- Casi se queda sin musa inspiradora, Luis.
- No me hagás reír, le cambiaba el nombre y seguía escribiendo las mismas cosas. Pero era una lástima terminar así con una mina así. ¿Viste lo buena que está? ¿Y cuál es el precio? Un vaso de jugo en la cabeza.
- Pero no es la primera que una mujer viene y le revolea algo, Luis. ¿La semana pasada no fue una morocha? ¿No estará jugando muy al límite con sus conocidas?
 - Mi amigo, esta profesión no es fácil. Usted me me acá sentado la mayor parte del día, pero no se imagina lo que son las noches. No se imagina. Por eso, traiga un café fuerte, que esta noche no quiero quedarme dormido en la mejor parte.



20 de abril de 2016

El jaracandá

Conozco cada rama, cada una. Le temo a la noche, a sus recovecos, al silencio que genera y los sonidos que escupe, a las sombras que la luna dibuja con mala intención. Y por culpa de ese temor, es que las conozco mejor que nadie. Podría dibujarlas con los ojos cerrados. Podría, pero me aterro de solo pensarlas.
En mis noches de insomnio he podido observarlas en detalle, descifrando sus siluetas caprichosas, aprendiendo sus movimientos oscilantes y el repliegue ante el viento o la quietud ante la brisa.
Ese jacarandá justo delante de mi ventana ha sido en estos años de vida una compañía inquietante. He tratado de no mirarlo, de hacer el esfuerzo por voltearme en la cama hacia el lado contrario, pero el susurro de sus hojas me llama, me obliga a mirarlo, a tener la certeza que aún está allí y que sus ramas permanecen del otro lado del vidrio y que nada hacen por querer penetrar en mi cuarto.
Las noches en vela, que se traducirán en el cansancio y malestar durante el día, son la prueba irrefutable del conocimiento de las ramas del jacarandá. He imagino miles de historia sobre ellas, he visto como las hojas van y vienen, temporales moradoras. Y sin embargo, a pesar de todo, no me creen.
He llamado varias veces y me han tratado de absurdo, de loco, de estúpido. Conozco cada centímetro de ese árbol, cada contorno en la oscuridad. Por eso, cuando digo al teléfono a la operadora del 911 que aquello que pende a mitad de altura entre las primeras ramas y la cercanía de la copa no es otra cosa que un brazo colgando, lo digo con la total certeza que el miedo y las horas muertas me han brindado.
Es un brazo y se mece a voluntad del viento; es un brazo y ningún cuerpo.

16 de abril de 2016

Un hombre de negocios

Hasta ese día, Juan Carlos era un hombre de negocios. Exitoso, seguro de sí mismo, un emprendedor que sin temerle a nada apostaba en ganador. Su palabra arrojaba un manto de seguridad para los inversores que dependían de su visión. Mencionarlo en una conversación era inclinar la balanza a favor. Tal era el peso que tenía en el mundillo del dinero.
Puertas adentro, Mabel, su esposa, lo consideraba un buen marido, un padre preocupado y atento con sus hijos y una persona mucho mejor de la que siempre soñó como compañero en la vida. Si bien sus viajes continuos la afligían, el saber que la amaba le era suficiente.
El vuelo desde Estados Unidos se atrasó cinco horas. El mal tiempo en una de las escalas motivó que Juan Carlos no pudiera llegar a horario al cumpleaños de Matías.
- Estoy en taxi, amor, supongo que se están divirtiendo de lo lindo - preguntó Juan Carlos por teléfono a su mujer, tratando de disimular la bronca por no poder estar en ese momento en su casa.
- Si, pero Matías te espera a vos, quiere darte una sorpresa... pero no te preocupes, no le pidas al taxitas que se apure, vení tranquilo, él se está divirtiendo con los primos.
- No todos los días un hijo cumple cinco años.
- Pero si todos los días ocurren accidentes de tránsito - Mabel hizo una pausa - No importa la hora a la que llegues, el va a guardar la mejor sonrisa para vos.
Ella tenía razón. Le pidió al taxista que omitiera su pedido de apurarse. Se acomodó en su asiento y se dejó llevar por el paisaje exterior, tan conocido y al mismo tiempo inexplorado. Solo conocía oficinas y más oficinas.
El coche se detuvo frente a su casa al atardecer. La música llegaba hasta la calle. Una voz femenina contaba la historia de sapo aparentemente gracioso y saltarín. Sonrió antes de entrar por la puerta. Nada mejor que presentarse ante los demás con una grata sonrisa. No siempre era genuina, pero esa sí. Estaba en casa y su hijo celebraba su quinto año de vida. ¿Qué más podía pedir?
Mabel había estado atenta mirando de reojo por la ventana y lo había visto subir las escalinatas. Ni bien puso un pie en la sala, se arrojó a sus brazos. Quería sentir su cuerpo cerca, luego de varios días extrañándolo. Juan Carlos respondió abrazándola con fuerza. El sentimiento tácito, el poder sentir la respiración del otro, el fundirse en un solo ser. ¿Qué otra señal necesita el universo para comprender que eso es el amor?
- Matías está en el patio, quisiera en realidad llevarte a otro lado - Mabel sonrió pícaramente - pero creo que no vamos a poder - dijo largando una carcajada. Estaba feliz de verlo en casa.
Juan Carlos desajustó la corbata y buscó en su maletín el regalo envuelto en papel azul metalizado coronado con un moño dorado. Se había tomado una tarde para buscar aquel personaje del dibujo animado favorito de su hijo.
En el camino se encontró con parientes y amigos. Los saludó brevemente, con la excusa de saludar a su hijo. Fue hasta la puerta balcón que daba al patio y salió al exterior, donde algunas luces ya estaban encendidas, previendo el inminente adiós del sol.
Había muchos chicos correteando, la mayoría de mayor edad que su hijo más pequeño. Mabel solía invitar a los amigos de su hijo más grande, Ezequiel, al que creyó ver trepando a un árbol en el extremo opuesto del patio. Todavía no había podido dar con Matías. No estaba con los niños que jugaban sobre el césped, ni tampoco en el sector de juegos, que estaba compuesto por un tobogán, un sube y baja y dos hamacas.
Sin quitar la vista de los sitios donde había niños en grupo, fue hasta la parte posterior del jardín, siguiendo un camino de piedras que había hecho traer desde el sur del país especialmente. Al girar por detrás de la casa se detuvo de golpe y el regalo cayó de su mano al piso.
Dio dos pasos hacia atrás y trastabilló con sus propios pies, cayendo de espaldas ruidosamente. Algunos chicos que jugaban cerca se largaron a reír. Matías, en cambio, rompió en un llanto desconsolado, sin poder comprender por qué su papá al verlo se había asustado tanto.
Juan Carlos despertó dos horas más tarde en su habitación. Mabel estaba a su lado, con semblante preocupado.
- ¿Qué me pasó? - preguntó Juan Carlos, viendo que estaba en la cama.
- El médico acaba de irse, al caer te golpeaste la cabeza, pidió que el lunes sin falta te hagas una tomografía - le alcanzó un vaso de agua y prosiguió hablando - Matías se asustó mucho, estaba delante tuyo cuando te caíste.
Juan Carlos tosió mientras tomaba agua. Parte del líquido se derramó encima de su cuerpo. Mabel se apuró en quitarle el vaso.
- ¿Matías estaba ahí? - parecía sorprendido, no recordaba haber visto a su hijo.
- Claro que estaba ahí, te estaba esperando para darte una sorpresa, te caíste justo que él te encontró.
- Pero... - Juan Carlos quedó en silencio, pensativo.
Su rostro estaba pálido. Sus ojos entornados parecían querer algo que estaba más allá de sus recuerdos y sin embargo estaban posados en un recuerdo extraño, como si la imagen grabada en su cabeza estuviera allí mismo, entre él y su esposa.
- Algo te asustó - afirmó Mabel.
- No, no lo creo... yo...
- Te orinaste encima.
Juan Carlos quedó absorto. Instintivamente llevó sus manos hacia la zona de los genitales.
- Ya te cambié, no quería que el médico te encontrara así.
- ¿Qué dijo de eso? ¿Fue por el golpe?
- No se lo comenté.
Otra vez el silencio. La incomodidad. Cómo si ambos fueran dos extraños. Cómo si la escena de un par de horas antes, con el abrazo, la sensación de completa felicidad, hubiese sido protagonizada por otras personas.
- Ahí afuera había un payaso, Mabel - confesó al fin Juan Carlos.
Ahora la que parecía confundida era ella.
- ¡Claro que había un payaso! - no sabía si reírse o enojarse, la comisura de los labios se inclinaba hacia arriba y abajo - ¡Matías se había disfrazado de payaso para recibirte!
- Mabel, necesito vomitar, por favor...
Pero su esposa no tuvo tiempo de nada, Juan Carlos se inclinó fuera de la cama y arrojó lo poco que había comido en el avión sobre la alfombra de la habitación.
Mabel se llevó una mano al rostro.
- ¿Qué te sucede Juan Carlos?
Ahora lo notaba agitado. Ya se había recostado nuevamente en la cama. Se quedó mirando el techo al menos un par de minutos. Mabel estaba por ir a buscar algo con qué limpiar la alfombra, cuando escuchó su voz.
- Le tengo fobia a los payasos.
Ella giró para mirarlo justo debajo del marco de la puerta de la habitación.
- Era tu hijo, Juan Carlos.
- Solo vi un payaso. Es la imagen que tengo en la mente. Un payaso horrible, con garras en lugar de manos, sangre cayendo de sus labios y un líquido viscoso saliendo por los ojos.
- ¿Te estás escuchando?
- Así veo los payasos - nuevamente estaba pálido, como si el recuerdo de lo que había visto volviera a asustarlo - No tengo otra manera de verlos. Jamás llevé a los chicos al circo porque les tengo temor a los payasos.
- Bien, eso es algo que podemos hablar más adelante. Creo que lo importante ahora, además que te recuperes, es que puedas explicarle a tu hijo que no ha sido su culpa, porque está llorando en su cuarto desconsolado, pensando que el causó tu caída.
- Es que no ha sido él, sino ese payaso...
- Matías estaba vestido como payaso, incluso se había maquillado...
- Tenía garras, Mabel, garras enormes y la sangre...
- Juan Carlos, era tu hijo, maquillado por mi hermana vestido con un traje que le compré hace dos días en el centro. No había ningún monstruo.
- No, yo ví...
- ¡Juan Carlos, escuchate por el amor de dios! ¿Qué tomaste? ¿Te convidaron drogas? ¿Bebiste algo en el viaje?
El hombre de negocios cruzó los brazos, fastidiado. No pretendía que ella pudiera imaginarse lo que él vio, pero tampoco le gustaba que lo tratara así, con esa desconfianza.
Mabel giró para marcharse, pero él la llamó por su nombre.
- Es lo que vi, esa criatura no era Matías.
Ahora si, lo dejó solo en la habitación. Volvió más tarde con un balde. Se lo dejó a un lado de la cama y le pidió que limpiara. Y que cuando terminara, fuera a ver a su hijo.
Cuando Juan Carlos golpeó a la puerta de Matías, deseó que estuviera dormido. Sin embargo la vocecita de su hijo se escuchó invitándolo a pasar.
Estaba acostado en la cama, con la ropa para dormir. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. No había rastros del traje de payaso en ninguna parte y agradeció por ello en silencio. Abrazó a su hijo con mucho cariño.
- Feliz cumpleaños Matías - le dijo en un susurro, cerca del oído.
- Gracias por el regalo papá, la tía lo encontró en el suelo, ahí dónde...
Papá sonrió.
- Me alegra que te haya gustado - notó entonces que el muñeco estaba también en la cama, bajo la almohada.
- ¿Fue mi culpa papá? Yo quería darte una sorpresa y pensé que si aparecía de golpe te ibas a reír.
- No, no fue tu culpa, yo... me tropecé, creo que de la alegría de verte, debo haber tropezado, si, y lo que soy más torpe que un camello no pude hacer pie y bueno, ya me viste, me desparramé por todo el patio.
Dijo las últimas palabras riendo, por lo que ambos terminaron a las carcajadas. Mabel estaba en el pasillo y podía escuchar las risotadas. Eso la reconfortó. Sin embargo estaba preocupada. ¿Su marido estaría perdiendo la cordura?
La puerta de la habitación se abrió y Juan Carlos salió al pasillo. Quedaron mirándose en silencio.
- Perdón, perdón por arruinar este día. Primero llegando tarde, después con esa escena en el patio, no sé lo que me pasó - sus palabras querían asemejarse a una disculpa, pero a Mabel algo no le cerraba.
- ¿Por qué le tenés miedo a los payasos?
- Son seres horrendos, Mabel. ¿Nunca has mirado detenidamente a uno? Rostros enfermos, movimientos tontos, labios repletos de sangre, ojos que supuran, el cabello sucio y maloliente... y las garras, esas enormes garras en las manos y en los pies. Los payasos son ejércitos del diablo, provienen del infierno mismo.
- No puedo creer lo que escucho. ¿Te asustó algún payaso cuando eras chico? No lo entiendo.
- ¿Asustarme? Los payasos se devoraron a mis hermanos.
- ¿Qué hermanos Juan Carlos? ¡Sos hijo único!
Juan Carlos no contestó. Se mordió los labios y se alejó en dirección contrario. Ella lo alcanzó y lo sujetó de un brazo. Él no se resistió.
- ¿Qué decís Juan Carlos? Me das miedo.
Tragó saliva. Luego expulsó el aire de sus pulmones en un suspiro prolongado.
- No soy hijo único, Mabel. En realidad, no lo fui. Tenía tres hermanos, trillizos. Mis padres... te mentí sobre ellos. No tenían una tienda de ropa, ni siquiera solían tener ropas normales. Ellos eran payasos. Súbditos del demonio. Viajábamos de ciudad en ciudad, de circo en circo, de tragedia en tragedia. Salían disfrazados de payasos y volvían manchados de sangre. Con cinco años me quedaba a cargo de los trillizos, de sus llantos, sus berrinches, a veces hasta sin leche ni comida para darles. El error de ellos fue sumarse a un espectáculo que recaló en un pueblo de mala muerte, donde apenas si había unas diez familias. Y donde nadie tenía niños. Entonces, hambrientos, se devoraron a los suyos. Me escapé mientras eso ocurría. Corrí toda la noche por la ruta que nos había llevado hasta ese lugar. No podía detenerme, debía correr sin parar. Pero tenía cinco años Mabel, cinco malditos años. Ellos me alcanzaron en un viejo Renault 6. Me subieron al vehículo y en lugar de regresar, fuimos en dirección opuesta. Vi entonces todos sus bártulos en el asiento trasero. El asiento donde siempre iban ellos, los trillizos. Nos estábamos yendo, con seguridad a buscar un nuevo circo, otra aventura. Y no pude soportarlo. Me escabullí de los brazos de mi madre y le salté a la yugular. Le hinqué los dientes con furia. La sangre saltó como un rayo y manchó el vidrio de la ventanilla. Papá en su afán de quitarme de encima de ella soltó el volante. Me había agarrado del cuello cuando el vehículo, que se había desviado del camino, mordió una zanja y dio vuelta. Los dos murieron en el acto. Yo quedé atrapado en medio de los dos y no me hice un solo rasguño en todo el cuerpo. Sin embargo, esa noche murió mi alma, mi niñez, mi inocencia. Estuve en instituciones hasta que tuve la edad de trabajar. Toda mi vida Mabel, empezó allí. El trabajo, los estudios, vos, los chicos. Lo demás no tenía sentido revivirlo. Nunca. Pero hoy a vuelto, con afán de venganza.
Ella estaba en silencio, los ojos abiertos pero sin mirar. Imaginando quizá cada frase que Juan Carlos había soltado como quién abre una represa.
- Todos los payasos son así Mabel, por eso van de pueblo en pueblo, están malditos. Conozco el secreto que guardan, es una maldita carga que me acompaña desde pequeño. Al ver un payaso, veo lo que realmente son. Es el precio de saber quiénes son realmente. Para el mundo, soy un hombre de negocios. Interiormente, soy un sobreviviente. Y quiero que así siga siendo. Nada de payasos en casa Mabel, Nada de trajes coloridos y maquillaje. Porque de una u otra manera, quien los use, se convertirá. El diablo es muy poderoso. No lo tentemos Mabel, no lo tentemos. ¿Te parece bien, amor?
Ella dudó en contestar, miraba hacia la puerta de la habitación de su hijo continuamente. Su marido ahora parecía más calmado, había recuperado el color, pero al mismo tiempo, le parecía un extraño, alguien a quién debía comenzar a conocer nuevamente.
- Ahora quiero dormir Juan Carlos, mañana hablamos.
Él asintió.
- El traje... ¿dónde quedó?
Cerró los ojos, tratando de recordar.
- Debe estar en el lavadero, con la ropa sucia.
Hacia allí se dirigió Juan Carlos. Ella fue a la habitación. Ya era muy tarde. Estaba cansada y aquella revelación... la había extenuado. Le iba a costar dormir, sabía que así sería. Por la ventana le llegaba el crepitar de las llamas. No miraría, podía imaginar la columna de humo elevándose entre los árboles, escapando de las llamas, del traje ardiendo, retorciéndose en el calor, desapareciendo poco a poco, como si con aquel acto primitivo el horror pudiera convertirse también en cenizas.

12 de abril de 2016

Zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp

Debía reconocerlo: no se llevaba bien con la tecnología. Lo que a cualquiera podía llevarle unos pocos minutos, a él le ocupaba un largo rato. Y le generaba además de impaciencia, un malhumor que demoraba aún mucho más tiempo en irse. Pero esa tarde no lo demoraba la trivial tarea de bajar una foto del celular a la notebook ni de adjuntar un archivo a un correo electrónico. Aquello era mucho más importante, era nada menos que la confección de su curriculum vitae.
- Traelo antes de las cinco - le había dicho el primo de su novia - Mirá que mañana empiezan las entrevistas.
Esa advertencia había sido disparadora de muchos temores antes de llegar a su casa y encender la máquina.
Seguro no arranca.
No voy a tener internet.
No hay papel en la impresora.
No queda tinta en la impresora.
La batería está muerta y la casa está sin energía eléctrica.

Mil posibilidades de fracaso desfilaron en su mente hasta llegar a la habitación, pulsar el botón de encendido y aguardar esos segundos críticos previos a observar la luz del led cambiar de naranja a verde y confirmar que los astros siguen alineados al contemplar en la pantalla aparecer el bendito logo del sistema.
Hasta allí, la tecnología.
A partir de allí, el simio tomando control de la tecnología.
Así se veía ante tremendas tareas. Buscó con el cursor del mouse el ícono del procesador de textos y lo activó con dos clics. Cuando el programa quedó abierto, ocupando toda la pantalla, supo que no tenía la más puta idea de cómo armar un curriculum.
Miró la hora en el reloj de la pared y mentalmente calculó que no podía esperar ayuda de su hermano más chico, que dominaba la computadora como un campeón.
- Para las cinco no llego - vaticinó en voz alta, sintiendo un sudor frío recorriéndole la espalda - Para las cinco no llego - confirmó, como quién martilla por las dudas dos clavos de más en el ataúd para sellar el pacto de la vida con la muerte.
Al menos se defendía algo con el celular. Le mandó un mensaje a Esteban, su mejor amigo.
¿Cómo hago un curriculum?
La respuesta llegó unos veinte segundos más tarde. Y era la madre de todas las respuestas.
Buscá en Google.
Chistó, más que reprochándose a sí mismo por no haber caído en la cuenta que era la mejor solución, que por la falta de ganas de su amigo de explicarle al menos un par de pautas para arrancar.
Pasó los siguientes veinte minutos viendo videos el Youtube. Lo sencillo del caso, era que aparecían en la búsqueda y lo único que debía hacer era cliquear para que arrancaran. Si hubiese tenido que buscarlos dentro de la página, ya hubiera sido otro problema.
Algo de idea le quedó después de escuchar y ver a desconocidos preparar curriculums en pocos pasos. Volvió al procesador de textos y vacilando tipeó su nombre. Había visto que poniéndolo arriba de todo y con una letra más grande que lo que iría a continuación, era una buena manera de comenzar.
- Algo es algo - dijo para matizar el silencio.
Había tomado notas en un papel a medida que veía los videos. Así que debía atenerse a esas líneas garabateadas en color rojo: datos personales, estudios y experiencia laboral.
Con los datos personales no había problemas, sabía su documento, la dirección, hasta incluiría el teléfono y el correo electrónico. Con los estudios había cierta discrepancia interna. ¿Debía incluir los cursos que había hecho durante los dos últimos años para no estar tan al pedo? Eran tonterías, pero no sabía hasta que punto podía aportar y cómo podían restarle credibilidad.
En Experiencia laboral surgía otro dilema. Jamás había trabajado. Y no le parecía buena idea poner que durante un par de años había acompañado a su padre a comprar repuestos para el taller hasta la Capital. Si bien su papá le tiraba unos mangos por acompañarlo, no era un trabajo en sí. Podía inventar algo, buscarle la vuelta, pero si le preguntaban luego cuál era su rol, se enredaría en su propia mentira de tal manera que seguro la cagaría. Se conocía demasiado bien como para correr el riesgo.
Así que solo puso sus datos y los estudios cursados. Pero sin los cursos de relleno, cómo los llamaba su hermano.
¿Tengo que aclarar que conozco a Emanuel, el novio de mi prima? se preguntó cuando creía tener todo terminado. Pero no le veía mérito a tal afirmación, si bien, basándose en las diez líneas tipeadas, sería lo único que podría acercarlo a conseguir el trabajo.
Lo descartó. En todo caso, sería Emanuel quién le diría a sus patrones que él era un allegado suyo.
Ahora debía imprimir. Encendió la impresora, cuidó que las hojas estuvieran en la bandeja y dentro de Archivo > Impresión encontró la opción. Se sentía un virtuoso de la informática. Hasta que apareció un mensaje diciéndole que los márgenes no eran correctos.
¿Qué márgenes?
Miró la hora. Tenía una hora para imprimir, comprar un sobre en la librería que abría a las cuatro y media de la tarde, meter el curriculum y llevarlo. ¿Y la máquina le preguntaba por los márgenes? Le dio a Cancelar y trató de averiguar que era tal cosa. Pero se equivocó.
¿Cerrar Documento sin Guardar? Si - No
Si
¡No!
Si, lo había cerrado sin guardar. La voz de su hermano llegó mentalmente hasta lo más profundo de su cerebro: Guardá siempre, no vaya a ser que se corte la luz o seas muy pelotudo de cerrar lo que estás haciendo y pierdas todo.
El sudor se transformó en una fina capa de vértigo arrastrándose por su cuerpo. Pero no debía ponerse nervioso, aún podía hacerlo de nuevo.
Abrió otra vez el procesador, aunque sin dejar de putear por lo bajo. Nuevo documento, hoja en blanco y poner otra vez el nombre en grande.
Volvió a escribir más o menos lo mismo que antes. Esta vez lo hizo más rápido.
Llegó a la fase de imprimir, el obstáculo a vencer. Pero ahora tendría más cuidado. Envió la impresión y al salir el mensaje, no canceló, sino que hizo clic en Aceptar y a los pocos segundos la impresora hizo el característico sonido de chupar el papel. El carretel comenzó a girar y el papel se deslizó con suavidad hacia abajo. Luego una serie de zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp y en un santiamén, la hoja impresa.
La tomó entre sus dedos como si se tratase de un pergamino antiguo, con todo el cuidado del mundo. Miró el enunciado en grande con su nombre, los datos siguientes y... ¿qué era aquello?
"No solo no tengo experiencia laboral sino que además me importa un pito lo que piensen de eso, putos reventados"
¡Él no había escrito tal cosa! ¡Jamás se dirigiría a nadie así frente a frente, mucho menos en papel y en un curriculum!
Miró en la pantalla de la notebook y comprobó lo que suponía. Allí no estaba esa frase. Sintió cierta repulsión y soltó el papel, que cayó torpemente al suelo.
Fue hasta el procesador de texto e hizo que se había olvidado. Grabarlo. Volvió a asegurarse que no había nada insultante ni extraño en el texto y envió a imprimir. Otra vez el mensaje de los márgenes. Aceptar. Impresora en acción. Sonidos. Hoja impresa.
Su nombre, los datos personales, su educación y...
"Puto el que lee"
Soltó la hoja como si estuviera maldita. Observó hacia un lado y otro, esperando quizá que de algún rincón apareciera tomándose la barriga de tanta risa su hermano, burlándose de lo tonto que era y de lo fácil que había sido engañarlo. Pero nadie salió de la oscuridad, ni de detrás del armario ni entró por la puerta. En la casa solo era él contra la tecnología.
Algo iba mal, muy mal.
- Chau, que se vaya a la mierda este trabajo - dijo a la habitación, en el momento exacto que su celular recibió un mensaje de texto.
Hacelo tranquilo al CV, que mi jefe te espera hasta las ocho.
Pero ya no era cuestión de tiempo, ni de conocimiento de la tecnología ni de ocho cuartos. En esto estaba metido el demonio, no le cabía la menor duda.
"Puto el que lee" le decía el papel desde el piso, justo encima del primero.
La patada salió del alma. Casi arrancada por la furia y el miedo. Directa a la pantalla de la notebook, como si tuviera la culpa de todo. La máquina dio dos vueltas en el aire hasta dar contra la pared. Hubo chisporroteo, mucho ruido y finalmente se desplomó detrás del cesto de basura.
La impresora aún tenía la luz led verde titilando, a la expectativa. Ni bien él la observó, comenzó a chupar papel: zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp. Una hoja cayó en la bandeja. De inmediato otra vez, el papel deslizándose hacia abajo. Zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp. Otra hoja. Y luego, otra vez el papel siendo tirado hacia el carretel...
¡Crack!
Un pedazo de plástico saltó y casi le arranca un ojo, pero él ni se inmutó. Sentía el esfuerzo en el brazo derecho, de cuya mano pendía aún el bate de béisbol de su hermano.
Para qué te comprás un bate de béisbol, si en este país no hay una puta cancha de béisbol.
Sin embargo, le había servido. La impresora estaba partida al medio y tan solo había necesitado un golpe.
Envalentonado, buscó las hojas que se habían impreso segundos antes. Tuvo que tirar con fuerza para sacarlas de la bandeja. Habían quedado atoradas bajo el plástico quebrado.
En la de más abajo, había una sola palabra. En la segunda, dos.
La única palabra, en el centro mismo de la página en blanco y en mayúsculas, era PUTO.
Las otras dos: Estás muerto.
Soltó el bate de madera y el sonido que hizo al rebotar en el suelo repiqueteó cinco veces más en su cabeza. Estaba perdiendo la consciencia. Podía ver puntos negros cercando la visión, una marea oscura acorralándolo de a poco. Se sentó en la cama, tanteando las sábanas. En el pasillo ahora se escuchaban pasos. Alguien se aproximaba, lentamente. La impresora volvió a encenderse. A pesar de estar en dos partes, comenzó a tragar papel. Pero las hojas se amontonaban al no poder llegar al carretel y se doblaban en varias partes. Detrás del cesto de basura la notebook volvió a encenderse. Escuchó la melodía que hacía al arrancar. Trató de levantarse, pero la habitación no había tenido mejor idea que comenzar a dar vueltas a su alrededor. Se sintió pesado, cansado y con un incipiente dolor entre los ojos.
Los pasos se agigantaron, al menos en su cabeza. La oscuridad lo cegó.
Zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp
Zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp
Zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp

Despertó bajo una montaña de hojas impresas. Había perdido la noción del tiempo. Por la ventana podía ver las primeras estrellas poblando la noche. Se quitó los papeles de encima y al recordar lo sucedido, se puso en guardia. En su celular un ícono con forma de sobre le indicaba que tenía un mensaje sin leer.
Mi jefe te esperó hasta las ocho y se fue de mala gana. Me dijo que ni te molestaras en llevarlo mañana. Mirá que sos eh.

Observó las hojas impresas desparramadas en la habitación. Decenas y decenas de curriculums impresos. En ninguno de ellos había línea extra alguna. Ningún insulto. Ninguna amenaza.
Sintió angustia, pero no pudo ni llorar. Se había meado encima en algún momento, porque todavía tenía húmeda la entrepierna. Se estiró todo lo que pudo sobre la cama y fijó la vista en el techo. La pintura descascarada, una telaraña en una esquina y las manchas de humedad que parecían estar desde siempre, con sus formas extrañas y tremebundas, sobre todo cuando la tenue luz de la luna las baña con su halo de misterio y silencio.
Zipppp zaaaappp zzzzziippp zapppppp

El sonido solo estaba ahora en su mente, casi por siempre. Esperando quizá sorprenderlo en el momento menos pensado.
Había perdido, debía reconocerlo. La tecnología lo había intimidado para toda la eternidad.

8 de abril de 2016

Impostores

Mi papá dice que vivimos en un mundo donde los que gobiernan en nombre del pueblo, en realidad lo hacen por intereses propios.
Un lugar donde las instituciones que deben proteger las leyes que nos mantienen a salvo, no lo hacen.
Dónde le tememos no solo a los delincuentes, sino también a los policías que deberían cuidarnos de ser víctimas de esos malvivientes.
Qué en las escuelas ya no se aprende, sino por el contrario, los chicos se estructuran merced a viejas estrategias de enseñanza.
Y que se vive para trabajar con el fin de llevar el pan a la mesa y ya nadie disfruta del simple hecho de estar vivo, porque ni tiempo queda. Y si lo hay, es para ver cómo ese dinero que se obtiene a cambio de trabajar para sobrevivir en detrimento de vivir, no alcanza para nada.
Mi papá me dice todo eso y me pregunto cómo es posible, si somos la especie más inteligente del planeta, haber llegado a este punto.
Se lo he preguntado a él, pero ha hecho mala cara y me ha pedido callarme, que soy chica y no entiendo. ¡Cuántos impostores que dicen ser lo que no son!
Lo que no entiendo, es entonces para que me dice a mí todas esas cosas. Quizá es lo que pasa a mayor escala. Todos los que tienen ese conocimiento se lo guardan para contárselos a sus hijos y no hacen nada al respecto.
Bien, quizá esperan que en el futuro nosotros hagamos algo. Al fin de cuentas, dicen que somos el futuro.
Claro que si de esto se llegan a enterar los que nos gobiernan, las instituciones de la ley, los delincuentes, los policías, los que nos educan, es probable nos hagan cagar en el camino para que no movamos un pelo. Pensar en eso me da escalofríos. Por eso prefiero mirar la tele hasta el hartazgo, para olvidar todo y sentirme... ¿contenta? Al menos, sé que en la tele, todos son impostores.


4 de abril de 2016

El fondo del patio

El fondo de mi patio es un cementerio. Creo que el de muchos. He leído de ciudades que poseen un cementerio de mascotas para enterrar a sus animales queridos cuando les llega la hora de dejar el mundo de los vivos. En mi casa, desde que tengo uso de razón, cuando algo muere va a parar al último metro cuadrado de tierra.
El primer recuerdo es bien de niño, tendría cinco o seis años. A Paloma, mi hermana mayor, ya la dejaban ponerse tacos altos. Ella era la dueña de Angelita, una tortuga de la que nunca supimos la edad. La muerte de Angelita fue la mejor enseñanza que pude tener a esa edad. Porque todos teníamos la idea que las tortugas viven muchos años, más de cien me había dicho. Pero la presión que ejercen los neumáticos de un automóvil parecen poder atentar contra esa estadística sin el menor esfuerzo. Papá la enterró en el fondo del patio, en un pozo bastante hondo, pero pequeño si se lo miraba al ras del suelo. La bolsa en la que la envolvieron era roja. Ese color quedó asociado en mi cabeza siempre al de la muerte.
Unos años más tarde fue el turno de Horacio, el perro salchicha. Una noche comenzó a llorar y no paró hasta la tarde siguiente, cuando papá de un martillazo en la cabeza lo golpeó para que dejara de sufrir. Por la reacción que tuvo de salir con el revólver a la calle y tratar de entrar por la fuerza en la casa del vecino supe que al Horacio lo habían envenenado. El vecino se mudó al poco tiempo. Papá era una persona persuasiva y bastante violenta, aunque no con nosotros.
En esa ocasión me permitieron dar algunas paladas en el momento de ahuecar la tierra. No fue exactamente en el mismo lugar de Angelita, lo que me posibilitó entonces colocarle una cruz a cada uno. Las tuve que quitar a las pocas horas, porque a papá la idea no le gustó.
Con el correr de los años, el cementerio familiar sumó a Corintia, una gata siamesa que si bien no era de la casa, se pasaba toda su existencia en la ventana de la cocina y de tanto en tanto recibía alguna sobra de comida; a Filomeno, un pez payaso que le habían regalado a mi hermanito menor después que insistió alrededor de una semana que quería a Nemo (desde entonces, papá prohibió que viéramos películas que tuvieran animales como protagonistas); a Carlos, un perro callejero que tuvimos tan solo cuatro meses; a Sabina, una lagartija que uno de los tantos novios de mi hermana le había regalado cuando empezaron a salir; y a Paloma.
Esos son los entierros que recuerdo de cuando era niño. Si bien todos representaron algo, el de mi hermana me marcó a fuego. Fue un accidente, todos lo lamentamos. Papá era alcohólico, pero solo peleaba en el bar. A mamá dejé de verla de muy pequeño, según papá nos había abandonado ni bien nació Luciano, mi hermanito, al que le llevaba cuatro años, así que al crecer nuestro referente femenino fue siempre Paloma.
Claro que ella hacía su vida y noviaba todo el tiempo. La noche en que murió, ella volvió a casa antes que papá. Como solía pasar, quedábamos solo con mi hermano y si bien nos queríamos, reñíamos todo el tiempo. Nos costaba dormir estando solos. Tratábamos de mantenernos despiertos jugando o mirando televisión. En mi caso, estaba entrando en la adolescencia, pero Luciano aún era chico. Por lo tanto, solía manipularlo fácilmente. Esa noche lo obligué a mirar una película de terror en donde un hombre mataba a su esposa, la cortaba en pedazos y la escondía en un freezer, en el sótano. Ya de por sí, eso era terrible. El problema empezaba - en la película - cuando estando el tipo en el living tomando un whisky, ve pasar rodando la cabeza de la mujer por el pasillo.
Eso desató las quejas y el llanto de Luciano. En ese momento, esas trágicas coincidencias de la vida, llegó Paloma y acto seguido, cinco minutos después, mientras estaba calmando a mi hermano, entró a casa papá totalmente borracho. Creyó que Paloma le estaba pegando a Luciano y se la quitó de encima. Ella trastabilló y la cabeza pegó contra el borde de la mesa de la cocina. Cayó fulminada. Al verla en el suelo, la sangre creciendo como una aureola alrededor de su cuerpo, quedamos en el más completo silencio.
Lo que siguió a continuación fue casi mecánico, una especie de acto reflejo. Al borde del llanto, pero guardando las lágrimas, como nos obligaba papá cuando enterrábamos una mascota, fuimos por una sábana, envolvimos el cuerpo de Paloma y la arrastramos hasta el fondo del patio. Luciano y yo hicimos el pozo, mientras papá apuraba una botella de vino. Una vez hecho, él se encargó de arrojarlo dentro. Cuando terminamos de cubrir de tierra la tumba, estaba amaneciendo.
Pasó un año hasta que volvimos a hacer un pozo. Fue para enterrar a papá. Con Luciano estábamos prácticamente famélicos. Él se gastaba todo el dinero de la pensión que le daban del abuelo en bebidas y no teníamos qué comer. Una noche lo esperamos detrás de la puerta y lo derrumbamos con una llave cruz que durante años estuvo tirada en el patio. Para asegurarnos que no se volviera a levantar, arremetimos contra su cabeza hasta que aquello parecía una ensalada de frutas hecha solamente con frutillas y cerezas.
Lo enterramos entre Horacio y Paloma. A partir de entonces, me encargaba de ir a cobrar la pensión, alegando que papá estaba enfermo y falsificando una autorización escrita. A pesar de no ir a la escuela hacía mucho tiempo, me las arreglé muy bien con esa parte. Así estuvimos un par de años, hasta que cumplí los dieciocho. La edad me habilitó un terreno prohibido hasta entonces. El bar.
Comencé a ir, dejando encerrado con llave a Luciano. El alcohol me brindó la sabiduría que la vida no había logrado darme. Supe de inmediato que Luciano sería un problema. Quizá, de la misma manera que hicimos con papá, él arremetería conmigo. Una noche volví y al encontrarlo durmiendo, le gané de mano. Lo asfixié con mis propias manos.
Lo llevé envuelto en sus viejas sábanas de los Power Rangers hasta el fondo del patio. Tomé la pala y comencé a cavar en uno de los pocos lugares donde no había cuerpos. O eso creí. Primero golpeé lo que en parecía un hueso de la pierna - nunca aprendí los nombres - y más tarde un cráneo. Al sacar una palada tras otras reconocí la tela roída que acompañaba los huesos. Cómo no hacerlo, si una de las pocas imágenes de mi madre era vistiendo ese vestido rosa. Cavé y cavé, emocionado por el descubrimiento. Encontré dos cráneos más. Supuse que eran los abuelos, a los que no alcancé a conocer.
Terminé la faena sonriendo. Al final, el cementerio no era cementerio desde Angelita, sino desde mucho antes. Papá lo había inaugurado antes incluso que yo estuviera en los planes. Era bueno saberlo. Siempre es lindo encontrar una conexión con la sangre que uno lleva dentro. Los genes, según dicen.
Ahora vivo solo, aunque acompañado por dos perros y un gato. No veo la hora de poder enterrar a alguno de ellos.