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6 de enero de 2016

Fausto, un karma

El asunto de los vasos comenzó varios meses después de la muerte de Fausto. Primero lo tomamos con incredulidad, como la obra de algún amante en la familia del humor negro. Pero luego, suceso tras suceso, asumimos el miedo que correspondía, la macabra y amarga realidad arrojada sobre nuestras existencias cual tierra sobre una tumba.
Fausto era mi primo, pero bien podría haber sido un vecino o un desconocido, porque como familiar era un verdadero hijo de puta. Es difícil describirlo, no por no encontrar palabras, sino porque cuesta reconocer ciertos aspectos.
Es que uno quiera o no, además de llevar el mismo apellido, de ser emparentado con él desde siempre, Fausto era como un chicle en el suelo, de alguna manera se pegaba molestamente a uno en el momento menos esperado.
Recuerdo un verano en el que su padre viajó al sur por trabajo y su madre no podía cuidarlo de día por haber conseguido un trabajo en la casa de una costurera – mi madre sostiene hasta el día de hoy que el único trabajo verdadero de esa mujer fue revolear la cartera en la ruta, pero esa es otra historia - quedando al resguardo de mi familia desde la mañana hasta el atardecer. Fue un espanto. Nos quitaba – a mis hermanos y a mí – los juguetes, nos los escondía, nos golpeaba, nos mentía, nos asustaba… y lo que era pequeño apenas si recibía algún que otro reto.
Creíamos que con el transcurrir de los años maduraría, se transformaría en un hombre correcto, pero fue todo lo contrario o mejor dicho, prosiguió con su línea de conducta, puliéndola al punto de convertirse en su juventud en un bravucón y estafador.
Dado que su físico no lo acompañaba, la primera “virtud” fue desapareciendo, incrementándose la segunda y ganando, con el paso del tiempo y la experiencia, otras aptitudes que bien podrían engrosar un (mal) currículum o prestigiar un prontuario.
Mencionar su nombre era como invocar al mismísimo diablo. Claro que un diablo muy propio, al que todos asociaban con nuestra familia, porque a partir de este verano nefasto su presencia en casa fue haciéndose cada vez más asidua merced a la poca disponibilidad horaria de sus padres, que cuando Fausto entró en su edad de la adolescencia directamente se borraron del mapa. De vez en cuando llegaban postales de diversos puntos del país, donde la pareja contaba sus idas y vueltas – siempre cercanas a lo trágico – en su desesperada búsqueda de prosperidad y bienestar.
Nos mantuvo en vilo por años, en los que se ausentaba durante largos días, la mayoría de las veces debido a terminar preso por cometer fechorías menores. Hasta que un día anunció su partida de la casa. Eso no fue suficiente para tenerlo siempre cerca. Volvía por dinero, por comida, por vestimenta. Incluso, a veces, por un lugar donde poder estar a solas con la novia de turno para meterle mano o asuntos más profundos.
Mis padres lo soportaron bastante, quizá por guardar la promesa a la sufrida mamá de Fausto – para entonces viuda y haciendo decenas de tareas para sobrevivir en el norte argentino según sus palabras – de estar pendientes en todo momento de su hijo.
En el barrio Fausto no era bien visto y por lo tanto, tampoco nosotros. Había estafado a casi todos los vecinos en algún momento de su vida. Nos hacían sentir culpable de cada acto que él cometía y hasta hacían correr la bolilla que éramos sus cómplices. Más de una vez la policía realizó requisas en nuestra vivienda.
Y cuando aquel día en la que – justamente – un efectivo de la Federal llegó entallado en su pulcro uniforme a notificar su deceso en una confusa balacera, parecía que el karma de Fausto se alejaba de nosotros, en realidad se estaba tomando un descanso.
Porque unos meses después empezó lo de los vasos.
Levantarnos por la mañana y encontrarnos con todos los vasos de la casa apilados en pirámide sobre la mesa de la cocina. Volver a la tarde y toparnos nuevamente con la escena, a sabiendas que nadie había estado en casa.
Asombrarnos y asustarnos al mismo tiempo al descubrir que a pesar de ser guardados en cajones bajo llave, al amanecer los vasos aparecían otra vez uno sobre otros, trepando hacia el techo ennegrecido de humedad.
Mamá llamó a un cura que bendijo la casa. Pero los vasos aparecían una y otra vez. Nadie mencionaba su nombre, pero todos teníamos el mismo pensamiento. Solo cuando la vieja de la esquina, que tenía tanta mala fama como nosotros en el barrio, aunque ella por ser algo pirada – le gritaban “bruja” a sus espaldas - nos dijo que esto era una forma de manifestarse desde el infierno (“porque dudo que haya ido al cielo”, acotó la casi senil mujer) de Fausto, solo ahí, pudimos reconocerlo abiertamente.
Es que tanto nos había hecho sufrir el condenado en vida, que nada queríamos hacer como para mandarlo a llamar ahora muerto. Pero de esa forma, a pesar de nuestro odio, volvió a instalarse en casa.
No sabemos por qué demoró tanto. Si acaso para lograrlo debió escapar de algún siniestro recoveco del infierno o bien, si todo forma parte de una misión castigo para quiénes no supimos encarrilarlo.
Lo ignoramos. Quizá todo este tiempo tan solo estuvo vagando en el más allá, pensando la forma de cagarnos la vida. Porque así era Fausto y así seguirá siendo.

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