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18 de enero de 2016

El maldito año de los goles

¿La maldición de Ramsey? No me vengan con tonterías. No es más que una estúpida búsqueda de patrones. En un planeta con siete billones de almas, no es tan difícil que cada día muera alguna persona más conocida que otra. La teoría que el pobre galés sea un verdugo maldito es tan endeble como en contrapartida debe existir la certeza que irremediablemente cuando cualquier otro jugador de fútbol convierte un gol, alguien muere en alguna parte.
Diferente es el caso del pueblo donde nací. Quizá ya nadie lo recuerde, pero allí estaba la fábrica de armas más importante del país, la Remigio Martínez. No obstante el pueblo no llevaba en su nombre ningún vestigio de aquel establecimiento que generaba la fuerza laboral del ochenta por ciento de las familias que allí residían. Se llamaba "Pago chico" y nunca un nombre podría haber representado mejor un lugar.
Las casi trescientas personas que moraban en Pago chico se habían acostumbrado a una existencia tranquila, sin sobresaltos, pero como todo sitio que ofrece una sola fuente de trabajo el día que desapareció la fábrica también desapareció el pueblo.
Esta pequeña población santafesina supo de épocas de esplendor, de prosperidad. Alejada de otras localidades, permitía su acceso una deteriorada ruta provincial, pero aun así y más allá de no crecer demográficamente, los habitantes eran felices y mostraban orgullo de pertenecer a ese rincón del mundo.
Y la bandera que mejor los representaba lejos estaba de ser la fábrica: era el fútbol. Porque si bien “Pago chico” tenía pocos habitantes, siempre se las arreglaba para armar un equipo de fútbol competitivo, con un nivel aceptable como para jugar en la liga regional y en varias ocasiones, pelear incluso por el título.
Eran recordadas por los memoriosos las formaciones del setenta y cuatro y del ochenta y cinco, equipos que disputaron hasta las últimas fechas el campeonato regional que otorgaba además una plaza para jugar los torneos del interior. Equipos que si bien no habían inscrito el nombre del pueblo entre los campeones, habían dejado un recuerdo indeleble en las retinas de la memoria de los hinchas de fútbol de la zona.
Pero sin dudas no fueron esas gestas épicas por las que se recuerda a Pago chico y a su equipo de fútbol. Todo ese derrotero de gloria quedó sepultado bajo el nombre de un solo jugador: Lionel “El Pomelo” Martinelli.
Un jugador aguerrido, volante de marca, que siempre le daba una mano a sus compañeros en defensa. Pocas veces incursionaba en ataque y cuando eso sucedía, se batían las palmas en las tribunas celebrando la “guapeada”.
Es que al Pomelo lo quería todo el mundo. El mismo espíritu combativo que mostraba dentro del rectángulo de juego lo tenía fuera, donde repartía sus tiempos entre la verdulería de los Vigo y la tienda de mascotas de los Hernández. Y por las tardes, religiosamente, dejándolo todo en el campo de entrenamiento junto a sus compañeros de fútbol.
No brillaba, no lucía, pero era el motor y corazón de ese equipo. Hasta que empezó eso. Lo raro. Lo que acabó con su carrera. La maldición.
Jamás había hecho un gol, ni siquiera cuando era más pibe. Hasta se reía de ese detalle. Decía que el día que hiciera uno, se vendría el mundo abajo. Sin embargo, ocurrió algo que podría resultarnos más familiar. Ese domingo de abril del 95, cuando un tiro que pretendía ser un centro se coló impulsado por el viento por encima del arquero, sucedieron dos cosas. La primera, que Pomelo, sin entender que pasaba y tener nula experiencia en celebrar un gol propio, se quedó petrificado sobre el césped sin atinar ni siquiera a salir gritando el tanto. Sus compañeros, en cambio, lo derribaron en una montonera repleta de alegría e incredulidad.
Lo segundo que ocurrió, fue que una hora después de terminado el partido, el obispo de Rosario, orgullo de Pueblo chico, dado que allí había nacido seis décadas antes, falleció de un paro cardíaco.
La tarde de aquel domingo, premonitoria, fue contradictoria. Un ídolo lograba un imposible, un ilustre del pueblo cerraba para siempre sus ojos. Y no había quién no relacionara los hechos y ponderara la desgastada frase “un gol cada muerte de Obispo”.
Pero si solo hubiera sido eso, otra sería la historia.
Fatídicamente, ese año a Pomelo se le abrió el arco.
Al domingo siguiente marcó de cabeza, dándole con el remolino. La pelota dio en el travesaño, picó en la línea y se metió. Esta vez lo gritó con fuerza. Nada hacía pensar que su primer gol y la muerte del obispo no eran nada más que una triste coincidencia.
El gol sirvió para empatar un partido fulero de visitante, en Villa Constitución. El regreso en el colectivo fue con cánticos y algunos porrones de cerveza. Al arribar al pueblo, sin embargo, no los espera la misma algarabía.
El viejo Tomás, ferretero de años, había muerto hacía unos minutos tras un súbito ACV cuando estaba arrojándole migas de pan a las palomas en la plaza del pueblo. Querido por todos, arrancó más de una lágrima. Los festejos de los jugadores quedaron en un segundo plano.
Tres domingos, en una tarde de mucho frío de mayo, Pomelo volvió a anotar. Fue jugando de local, contra uno de los equipos que prometían pelear por el título. Un gol de carambola, tras un remate duro y seco que pasó entre varias piernas y se metió en un rincón, inalcanzable para el arquero. Lo gritaron todos en las tribunas y los jugadores se apilaron encima del recio mediocampista.
Todavía no habían cesado los festejos, cuando un grito desgarrador que se escuchó por encima todos los demás sonidos en la cancha, desvió todas las miradas hacia la cantina. Allí estaba Ana, la eterna cocinera del pueblo, sujetando con fuerza a su hijo adolescente, que a duras penas se sostenía a centímetros del piso. En medio de su espalda sobresalía un cuchillo largo, de esos para pinchar los chorizos en la parrilla. Luego contaría Ana que había tropezado en su afán de apreciar el festejo de los hinchas, con nefasta fortuna, cayendo de lleno sobre el cuchillo que estaba apoyado contra una silla.
El partido no siguió. El ingreso de la ambulancia y el dramatismo que se vivía en los alrededores del terreno hicieron imposible la continuidad. Para entonces los rumores estaban de boca en boca. Cada vez que Pomelo hacía un gol, alguien del pueblo moría.
La razón llevaba a desechar esa idea, pero en los pueblos lo sobrenatural es cosa seria. En la parroquia se hablaba de bañarlo en agua bendita, en el bar de hacerle algún “trabajito” en lo de la Chola, la bruja del pueblo y en los pasillos de la comisaría abonaban a la idea de inventarle algún problema el domingo por la mañana y así evitar que jugara el próximo partido.
El que más sufría estos dichos, era el propio Pomelo. Notaba que hasta sus compañeros tomaban cierta distancia cuando él se les acercaba. Tenía que demostrar que todo era una macabra coincidencia. Y así se lo hizo saber al cuerpo técnico. Él no estaba maldito, les dijo. Y pidió que al partido siguiente lo dejaran patear los penales y si era posible, meterlo de nueve. No accedieron a lo segundo, pero si a lo primero.
El rival de turno era el último de la tabla. Cuarenta y cinco goles en contra en ocho partidos. No por nada decían que la defensa era lo más parecido a un flan que se había visto en la liga. A Pomelo le dolió salir a la cancha y escuchar silbidos a sus espaldas. Pero lo peor fue ver en las tribunas a toda esa gente conocida con amuletos, crucifijos y hasta bidones de agua bendita a su lado.
El dominio del equipo de Pago chico fue abrumador. A los cinco minutos ganaban dos a cero. A los diez minutos se paralizaron todos los corazones. Penal para el local y Pomelo caminando hacia el punto de sentencia, pelota bajo el brazo. Todos miraban en dirección a Jacinto Gómez, el técnico del equipo, como pidiéndole explicaciones.
El ídolo devenido en mufa jamás había pateado un penal en su vida. Poco le importaba. Recordaba los consejos de su viejo. Fuerte y al medio, como si fueras a matar al arquero. Ese pensamiento, en realidad, no era el más adecuado para el momento, pero al menos le dieron fuerzas. Pomelo avanzó y pateó. El balón salió con fuerza, impulsado al centro del arco. El arquerito rival ya estaba jugado a uno de los costados. El chasquido en la red lo ratificó. Sobre todo porque el silencio en la cancha era tal, que fue lo único que se escuchó en el aire. Ese chasquido mortal, que dejó a todos con un nudo en la garganta.
Nadie lo celebró, nadie se movió de su asiento. Luego llegaría una catarata de goles. Pomelo anotaría dos más, uno de tiro libre y otro con la rodilla. Salvo esos goles que él hizo a lo largo del partido, los demás fueron todos vitoreados.
Tres goles. Lionel estaba tranquilo, estaba seguro que no habría una muerte en el pueblo. Y en parte, acertó. Porque no fue una muerte, fueron tres. Una por cada gol. La desgracia le tocó a la familia Carrosseti. El auto en el que viajaban de regreso al pueblo fue embestido por un camión que trasladaba aceros.
No había consuelo en Pago chico. Y mucho menos para Pomelo. Debía reconocerlo, estaba maldito. No entendía el por qué, ni cómo. Más que nadie, él lo sabía. Ahora esas muertes estaban en su cabeza. Y también en la de los demás habitantes. Ya no sería visto de la misma manera. No solo se había acabado su carrera. Consideraba que también su vida.
Por esas cosas del destinoa, esa tarde salí de viaje. Dejé atrás Pago chico para ya nunca volver. Por eso puedo contar esta historia. Porque aquella noche fatídica, Pomelo tomó la decisión más importante en su existencia. En el año que había hecho todos los goles de su vida, metería el más difícil. Un gol en contra con forma de cañón de 38 vuelto hacia su rostro. Y sin pensarlo dos veces, pateó el gatillo hasta el fondo de la red.
Quiero creer que fue en el mismo momento. Que hubo al menos una decisión divina al respecto. Que la explosión en la Fábrica de Armas Remigio Martínez ocurrió en el mismo momento que Pomelo jaló el gatillo. Y que la enorme cantidad de armamentos y pólvora se cargaron al pueblo sin que nadie haya sentido ni una pizca de dolor.
Pero sé que no fue así. Porque cuando iba saliendo con el auto por la ruta provincial, escuché a través de la ventanilla el comentario de algunos que corrían hacia lo de Pomelo diciendo que habían escuchado un estruendo en la casa del otrora querido jugador.
Esa noche, Pago chico desapareció en un solo “bum”. Uno gigantesco y mortal. Y ya nunca pude volver.
Por eso, no me vengan a hablar de maldiciones. Le he visto la cara al diablo y no ha sido más que un buen tipo que jugaba al fútbol sin escatimar esfuerzos. Ya pueden ir dejando en paz a ese tal Ramsey y dedicar el tiempo de ocio a búsquedas más importantes, el sentido de la vida, la solución al hambre que hay en el mundo, la fórmula de la eterna juventud. Para maldiciones está mi recuerdo y el de los que aún en aquella zona de mi provincia retienen en la memoria los fatídicos hechos de aquel eterno 1995 lleno de gol.  

2 comentarios:

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Fascinante, Netomancia.
Increíble cómo nos hacés pasar por todas las sensaciones: alegría y risas al inicio del relato, drama creciente en el nudo, y suspenso infernal antes de ese excelente cierre.
Te felicito, che, genial.
¡Saludos!

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Gran historia.