Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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14 de enero de 2016

Desértico árido destino

La aeronave se movió hacia su izquierda y casi de inmediato, enderezó el rumbo. Era pequeña, una especie de avioneta para pocas personas. Había aparecido en el horizonte como un pequeño punto en el cielo y se fue agigantando con el correr de los segundos.
Era blanca y tenía pintada una franja azul recorriéndola de punta a punta a media altura del fuselaje. A los ojos de Franco, era el avión más grande que había visto en su vida. Es que en aquella zona de paisajes áridos y desérticos difícilmente se dejaba ver algún artefacto mecánico que no fuera un automóvil o camión entrado en años y kilómetros.
Estaba tan embobado con lo que veía, atónito ante semejante avistamiento, que no oía los gritos de su madre desde la puerta de la casa, a unos doscientos metros de dónde estaba.
El sonido del motor y la hélice aproximándose imprimía al habitual escenario una característica impensada, avasallante, doblegando la atención de Franco, petrificado ante el espectáculo que el destino le ofrecía.
Ensimismado, viendo como la nave se acercaba más y más en dirección donde estaba, y con el ensordecedor rugir de la máquina arrebatando el silencio al que estaba habituado, apenas si se percató que ella venía corriendo hacia él. Por eso, cuando sintió que era levantado por el aire y arrastrado a la fuerza, se asustó como si despertara de una pesadilla.
En ese mismo momento la avioneta pasó como una exhalación por el lugar donde el niño había estado parado, comenzando a carretear unos metros más adelante, en una maniobra de aterrizaje que la mujer había sospechado.
Abrazó a su hijo con fuerza, sin sacarle la vista de encima a la aeronave, que se había alejado - ya en tierra - al menos unos cien metros. Se dio cuenta entonces que en el apuro por salvar a su niño, no tuvo la precaución de buscar alguna de las armas de su esposo. Cuánto hubiera deseado que él estuviera ahí, pero había salido la tarde anterior hacia el monte, con la premisa de traer algunos animales para aprovechar la carne y el cuero.
En el aire, suspendida pero en movimiento, la tierra alborotada se dispersaba con parsimonia. La mujer no esperó a que el motor de la avioneta se detuviera. Alzó a su pequeño y corrió hacia la casa. Con suerte podía llegar a la escopeta de caño recortado que su marido guardaba encima de la alacena, a solo dos metros de la puerta de entrada.
El corazón le latía con fuerza y el peso del niño no ayudaba en nada. Casi sofocada, llegó a la casa, aunque pudo escuchar un grito a lo lejos, una orden de alto a la que no le haría caso. Cerró la puerta a sus espaldas, dejando a Franco en el piso. En vano trabó la puerta. Era de madera, rústica, muy endeble. Una patada bastaría para derribarla. Recordó su objetivo y acercando una silla, alcanzó la parte superior de la alacena.
Allí estaba, pudo sentirla bajo sus dedos. La escopeta de caño recortado que su esposo tenía para espantar intrusos. En realidad, jamás había tenido la necesidad de usarla. Y justo cuando se presentaba la oportunidad, brillaba por su ausencia. No, debía sacarse esa idea de la cabeza. No era su culpa, así se estaban dando las cosas. Bajó de la silla observando que los cartuchos estuvieran en su lugar. Había una caja en el último cajón, detrás de los manteles. Con destreza, casi sin pensarlo, abrió el cajón con la punta de la zapatilla.
Le pidió a su hijo que buscara la caja que estaba en el fondo. Franco tardó en asimilar la orden, aunque creía que no tanto como para que su mamá le volviera a repetir lo que necesitaba en un tono más alto. De todas maneras, no se ofendió. Estaba demasiado confundido con lo que sucedía como para hacerlo.
Una vez que le alcanzó los cartuchos, le ordenó que se escondiera en su habitación, bajo la cama y que no saliera por nada del mundo. Suponía que eso se le decía a un hijo cuando uno o más intrusos aterrizaban en medio de un paraje solitario, bajo sospecha de amenaza.
Ahora estaba sola, la espalda contra la puerta, la respiración inflando y desinflando su pecho, un dolor de cabeza naciendo detrás de los ojos. Ya no escuchaba el motor del pequeño avión, pero si los pasos acercándose.
Se había acostumbrado en el último año a reconocer cada sonido proveniente del exterior. Y la llegada del avión había sido tan devastadora para la paz habitual, que el retorno del silencio parecía haber sido con mayor fuerza que la habitual. Podía sentir el pesado cómo calzado se detenía un instante sobre la tierra árida, poco transitada, que se resquebrajaba con facilidad y luego, al instante, daba otro paso en dirección a la casa.
Tenía la opción de aproximarse a la ventana y observar a través del vidrio. Pero temía de encontrarse con más de una persona - por las pisadas sabía que solo era una, pero dudaba incluso de sus sentidos - y más que nada, tener que hacer uso de la escopeta. Una cosa era imaginarse apretando el gatillo para espantar algún animal salvaje de los que nunca faltaban, sobre todo por las noches, y otra, hacerlo para atacar a un intruso.
Un intruso, por otra parte, que no sabía quién era ni qué buscaba en aquel punto desolado del planeta. Aunque de algo estaba segura: había puesto en peligro a su hijo. Lo otro que la preocupaba es que nadie sabía que estaban allí.
De llegar a la vivienda, la vida de su hijo probablemente estaría otra vez en riesgo. Ese solo pensamiento fue suficiente. Abrió la puerta y la cerró tras de sí, con la escopeta apuntando hacia delante, el dedo preparado para accionar el gatillo y la mirada desbordada de miedo, el mismo de una fiera salvaje defendiendo su terreno.
A menos de diez metros, corriendo en dirección a ella, la figura de un hombre de gran porte, cabello oscuro, barba de varios días y una pistola al costado de su cintura. Al verla con un arma, instintivamente llevó la mano hacia la suya.
Ella no dudó.
El estruendo del disparo volvió a disipar el silencio, dejando un eco en el aire que se prolongó durante varios segundos, como si en alguna parte del extenso y árido lugar alguien más estuviera disparando una y otra vez, una y otra vez...
El hombre retrocedió dos pasos, con los ojos muy abiertos. Una mancha oscura comenzó a teñir su camisa clara. La tela estaba desgarrada a la altura del abdomen. En realidad, era un enorme agujero del que brotaba sangre. Primero cedió la pierna derecha y luego la izquierda, cayendo de rodillas al suelo.
La mujer se acercó, asegurándose de no quitar de la mira de la cabeza del malherido hombre. Siempre apuntando, sin dejar de resoplar con furia en forma repetida, expulsando el aire de su excitado cuerpo.
El hombre balbuceaba sus últimas palabras. El disparo había certero. Eran sus últimos segundos. La voz se quebraba, de la misma manera que los músculos dejaban de sostener la estructura ósea y de a poco, como una vieja esfinge olvidada, se iba desmoronando segundo a segundo.
Ella acercó el oído. Quería saber que tenía que decir, quería...
- Su... su esposo... él...
El corazón se le detuvo al tiempo que se le erizaba cara poro de la piel.
- ¿Mi esposo qué? - preguntó, primero vacilando, luego con convicción - ¿Qué pasa con mi esposo?
Pero el hombre se desplomó sobre su propia sangre. Fue un ruido sordo, asqueroso, como el del chapoteo de un caimán en un charco de agua y barro. Arrojó la escopeta lejos y lo zamarreó con fuerzas. Pero el intruso que había llegado en la avioneta no se movió.
- ¿Mami?
La voz de Franco la hizo retroceder. Corrió hasta la puerta y abrazó a su niño. No podía apartar la vista del cuerpo tendido en el suelo. Más allá, aquel armatoste mecánico ahora detenido, sin vida. Y esas palabras resonando en su cabeza.
- Tranquilo querido, estamos bien, no te preocupes, solo debemos esperar que papi regrese, solo eso.
Algo tan simple como esperar. Aguardar a que la silueta de su esposo se dibujara en el infinito horizonte de esa llanura árida, lejos de todo, en aquel lugar perfecto para volver a comenzar cómo solía llamar él a aquella aventura, esa a la que los había arrastrado a cambio de su libertad, de escaparle al destino que la sociedad quería para él.
Esperar su regreso, la comida, el abrigo, el resguardo, la compañía. Esperar en medio de la nada, los dos, juntos. Con un cuerpo pudriéndose a pocos metros y una aeronave - la más grande que Franco había visto en su vida - estacionada a menos de cien metros.
Esperar con esperanza.
A su esposo.
O con el tiempo, a la muerte.

1 comentario:

Amin Farahani dijo...

Nos apresuramos en todo cuando el entorno es riesgoso y cualquier cosa se considera una amenaza, maravilla de relato señor.