Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

www.OLVIDADOS.com.ar - Avila + Netomancia

28 de enero de 2016

Dos veces vivo

Cuando ocurrió por primera vez solo atiné a asustarme. ¿Qué otra cosa podía hacer además de permanecer quieto en la vereda, sin mover un solo músculo? El mundo se había quebrado en dos, como si un rayo hubiese dividido en partes iguales la realidad. De un momento a otro, mientras hacía el recorrido de todas las tardes desde el trabajo a casa, cada objeto, cada persona, vehículo y edificio aparecía dos veces ante mis ojos. Dos Renault blancos con la misma patente, dos señoras de cabello rojo intenso empujando un carro de mandados, dos vidrieras de la misma joyería exhibiendo exactos modelos de alianzas, relojes y pulseras.
Un mismo momento, captado dos veces. Solo podía asustarme, creer por un segundo que era una mala pasada de los ojos producto de algún reflejo del sol. Por eso me detuve, paralicé cada sentido, evité todo movimiento, incluso, calculo, la respiración. Permanecí así segundos que fueron una eternidad, mientras ese mundo duplicado se movía a sus anchas como si nada raro estuviera pasando. ¡Y sí que lo estaba!
Recuerdo que cerré los ojos hasta que me dolieron los párpados. Los abrí esperando que todo retornara a su habitual y tranquilizadora uniformidad. Pero al abrirlos la duplicidad estaba allí, como el maldito dinosaurio de Monterroso. Temí ya no solo por mi vista, sino también por mi cordura.
Busqué algún apoyo a mi espaldas y di con la pared, entre la joyería y una casa de deportes en cuyo escaparate se mostraba tal cantidad de artículos que parecía imposible guardaran un orden en aquel lugar. Pero no eran tantos, mi visión los multiplicaba por dos. Logré calmarme y de a poco aquel raro efecto (o defecto) fue remitiendo. No quería pensar en lo que la gente que transitaba el lugar - y me observaba de reojo - estaría imaginando. Debería estar pálido en aquella pared, seguramente con una capa de sudor en la frente y los ojos enormes, llenos de asombro.
Esa misma tarde fui (corrí) al oftalmólogo. Me diagnosticaron diplopía, una afección al nervio óptico que provoca que el mismo se quede sin oxígeno y motive una doble visión temporal. El médico explicó que a su vez, es un síntoma y es imperativo conocer la causa. Aquella revelación inició un periplo de especialistas buscando una causa, una razón a esa doble visión que me asustó ese día y que posteriormente iría irrumpiendo a diario en mi vida cotidiana. El susto pasó a ser preocupación y angustia.
Ningún profesional daba con la respuesta. Los ataques de diplopía habían pasado de ser diarios a suceder varias veces a lo largo de la jornada. Podían ocurrir en cualquier momento, ya sea caminando, cocinando, cagando, andando en bicicleta... tuve que dejar de movilizarme en auto por recomendación médica.
Pero entonces la diplopía dio el salto. No de gravedad, sino de dimensión. Sucedió hace dos días y apenas si me atrevo a confesarlo. Pero es necesario. Callar terminaría por desmembrar la poca lógica y sensatez que queda en pie en mí persona.
Esta vez no estaba caminando, sino bajando en el ascensor, dentro del edificio donde trabajo. Cada mediodía desciendo del séptimo al tercer piso a buscar el paquete interno de comunicaciones. No es en realidad un paquete, sino una bolsa. Una de mis funciones rutinarias es ir a buscarla. No me puedo quejar. El tercer piso se destaca, sobre todo, por sus mujeres. Pero mi destino me deparaba ese mediodía algo muy distinto a sonreírles a simpáticas chicas bien vestidas que de todos modos jamás me dirigen una sola mirada.
El ascensor recién se había puesto en marcha cuando noté que tenía un ataque de visión doble. Parece mentira pero nunca me he acostumbrado. Sigo sintiendo algo parecido al miedo y trato de apoyarme en algo. Conmigo bajaba un técnico del soporte informático y Adela, la sub jefa del departamento.
Lo que vi a continuación fue muy diferente a lo que preveía. No es que no hayan aparecido las realidades duplicadas, que de hecho ocurrió. Sino que la realidad repetida no era exactamente igual. Adela de la derecha, la réplica en mi visión, vestía de color diferente si bien la postura era la misma. Incluso la calidad de la ropa era menor. Adela de la izquierda tenía puesto un diseño exclusivo de una famosa tienda, en tanto que la otra lucía un simple traje comprado seguramente en liquidación en temporada de rebajas. La nariz de esta segunda Adela también era notablemente diferente, regordeta y chata, nada comparable con la naricita respingada de la sub jefa.
El técnico también parecía tener errores en su doble. El que había aparecido llevaba un paquete de cigarrillos en el bolsillo de su camisa y usaba patillas largas, notando además en su aspecto general cierto desaliño, que si bien no indicaban un marcado contraste como sucedía con Adela, sin dudas tampoco hacían exacta la visión doble.
El ataque duró poco pero lo suficiente como para poder apreciar los cambios. Cuando las puertas del ascensor se desplegaron hacia sus extremos, me abrí paso entre ambos y corrí a recoger la bolsa. Volví por las escaleras, dejé lo que había buscado a la secretaria de piso y pedí urgente permiso para ir al médico. Pero... ¿al oftalmólogo, al neurólogo, al psiquiatra?
Apuré la caminata hasta el taxi más cercano. Le di la dirección del psiquiatra. Algo andaba muy mal. El coche había hecho tres cuadras cuando llegó un nuevo ataque. Me sobresalté como cada vez que ocurre. El taxista se duplicaba delante de mis ojos. Pero el conductor que había aparecido con el ataque, pesaba al menos veinte kilos menos. Los objetos dentro del taxi también presentaban diferencias. El rosario original que colgaba del espejo retrovisor estaba transformado en la visión doble en un pedazo de hilo negro que sostenía una calavera de plástico; la calcomanía en el vidrio posterior decía, en la de la derecha "Reza a Dios y Él te oirá" y en la de la izquierda "AC DC".
No podía evitar mirar por las ventanillas. Las fachadas de los edificios contrastaban unos de otros. El paisaje de la izquierda parecía azotado por alguna crisis económica: paredes pintadas, vidrieras remendadas, colores apagados. Las réplicas humanas eran un mal calco, venidos a menos, semblantes más perdedores de los que uno acostumbra ver en el enjambre citadino. Aquello era irreal. Ahora no solo se había resquebrajado la realidad, sino que una de las partes había caído dentro de un universo gris.
Le pedí al taxi que se detuviera. No soportaba más lo que estaba viviendo. Suplicaba en silencio para que cesara, pero no ocurría. Pagué sin esperar el vuelto (el dinero que mis ojos veían de forma duplicada estaba arrugado, incluso alguien le había dibujado bigote s al prócer del billete que estaba encima de los demás), subí a la acera y sin pensarlo me metí en una galería de compras. Avancé mirando el suelo, tratando de enfocar en el camino, sin mirar nada ni nadie. Busqué a tientas el baño y me encerré allí dentro. Me aseguré de trabar la puerta desde el interior. Solo cuando me sentí a salvo, solo entonces, elevé la mirada.
Me topé con un espejo enorme y en el reflejo, dos veces yo. Uno, el que recordaba de la mañana, de haberme visto en el espejo de casa, vistiendo camisa de trabajo, ojeras profundas por el cansancio de los últimos tiempos, barba de varios días y una profunda desorientación en la mirada. El otro yo, el que provocaba el extraño ataque de diplopía, llevaba una camisa en mejor estado, no tenía ojeras y al menos estaba afeitado. Seguía siendo un perdedor, pero lucía mejor. La visión me estremeció a tal punto que cerré los ojos. Todo lo que había visto duplicado hasta el momento, era peor a la realidad habitual. Sin embargo, al mirarme, la visión doble de mí era mejor.
Abrí los ojos. El ataque había remitido, no así mi sensación. Es que la punta del entendimiento había asomado en el horizonte de mis pensamientos. Si todo lo que veía en los nuevos procesos de diplopía era una realidad alternativa peor, un mundo paralelo donde a nadie le iba mejor, suponía entonces que mí realidad no era la de todos los días, esa que me hacía despertar en un modesto pero cómodo departamento, me llevaba a trabajar caminando unas poca cuadras, retornar a la tarde para luego poder decidir sobre mi tiempo libre para terminar no haciendo nada… sino la del otro tipo, el que había en el espejo de camisa pulcra y afeitado, que entonces, en ese otro mundo, era testigo de su otro yo, es decir, este yo, el que escribe estas líneas que no parecen tener sentido, carente de expectativas, de proyectos como todos los perdedores que dejan pasar la vida en la chatura cotidiana de la supervivencia para sobrevivir.
Con dolor comprendí que tan solo soy lo que otros ven. En algún universo paralelo existo y debo ser yo, pero en este no. Cuando ocurrió por primera vez solo atiné a asustarme sin embargo ahora deseo con fervor que vuelva a ocurrir. Quizá pueda de esa manera volverme a ver.

18 de enero de 2016

El maldito año de los goles

¿La maldición de Ramsey? No me vengan con tonterías. No es más que una estúpida búsqueda de patrones. En un planeta con siete billones de almas, no es tan difícil que cada día muera alguna persona más conocida que otra. La teoría que el pobre galés sea un verdugo maldito es tan endeble como en contrapartida debe existir la certeza que irremediablemente cuando cualquier otro jugador de fútbol convierte un gol, alguien muere en alguna parte.
Diferente es el caso del pueblo donde nací. Quizá ya nadie lo recuerde, pero allí estaba la fábrica de armas más importante del país, la Remigio Martínez. No obstante el pueblo no llevaba en su nombre ningún vestigio de aquel establecimiento que generaba la fuerza laboral del ochenta por ciento de las familias que allí residían. Se llamaba "Pago chico" y nunca un nombre podría haber representado mejor un lugar.
Las casi trescientas personas que moraban en Pago chico se habían acostumbrado a una existencia tranquila, sin sobresaltos, pero como todo sitio que ofrece una sola fuente de trabajo el día que desapareció la fábrica también desapareció el pueblo.
Esta pequeña población santafesina supo de épocas de esplendor, de prosperidad. Alejada de otras localidades, permitía su acceso una deteriorada ruta provincial, pero aun así y más allá de no crecer demográficamente, los habitantes eran felices y mostraban orgullo de pertenecer a ese rincón del mundo.
Y la bandera que mejor los representaba lejos estaba de ser la fábrica: era el fútbol. Porque si bien “Pago chico” tenía pocos habitantes, siempre se las arreglaba para armar un equipo de fútbol competitivo, con un nivel aceptable como para jugar en la liga regional y en varias ocasiones, pelear incluso por el título.
Eran recordadas por los memoriosos las formaciones del setenta y cuatro y del ochenta y cinco, equipos que disputaron hasta las últimas fechas el campeonato regional que otorgaba además una plaza para jugar los torneos del interior. Equipos que si bien no habían inscrito el nombre del pueblo entre los campeones, habían dejado un recuerdo indeleble en las retinas de la memoria de los hinchas de fútbol de la zona.
Pero sin dudas no fueron esas gestas épicas por las que se recuerda a Pago chico y a su equipo de fútbol. Todo ese derrotero de gloria quedó sepultado bajo el nombre de un solo jugador: Lionel “El Pomelo” Martinelli.
Un jugador aguerrido, volante de marca, que siempre le daba una mano a sus compañeros en defensa. Pocas veces incursionaba en ataque y cuando eso sucedía, se batían las palmas en las tribunas celebrando la “guapeada”.
Es que al Pomelo lo quería todo el mundo. El mismo espíritu combativo que mostraba dentro del rectángulo de juego lo tenía fuera, donde repartía sus tiempos entre la verdulería de los Vigo y la tienda de mascotas de los Hernández. Y por las tardes, religiosamente, dejándolo todo en el campo de entrenamiento junto a sus compañeros de fútbol.
No brillaba, no lucía, pero era el motor y corazón de ese equipo. Hasta que empezó eso. Lo raro. Lo que acabó con su carrera. La maldición.
Jamás había hecho un gol, ni siquiera cuando era más pibe. Hasta se reía de ese detalle. Decía que el día que hiciera uno, se vendría el mundo abajo. Sin embargo, ocurrió algo que podría resultarnos más familiar. Ese domingo de abril del 95, cuando un tiro que pretendía ser un centro se coló impulsado por el viento por encima del arquero, sucedieron dos cosas. La primera, que Pomelo, sin entender que pasaba y tener nula experiencia en celebrar un gol propio, se quedó petrificado sobre el césped sin atinar ni siquiera a salir gritando el tanto. Sus compañeros, en cambio, lo derribaron en una montonera repleta de alegría e incredulidad.
Lo segundo que ocurrió, fue que una hora después de terminado el partido, el obispo de Rosario, orgullo de Pueblo chico, dado que allí había nacido seis décadas antes, falleció de un paro cardíaco.
La tarde de aquel domingo, premonitoria, fue contradictoria. Un ídolo lograba un imposible, un ilustre del pueblo cerraba para siempre sus ojos. Y no había quién no relacionara los hechos y ponderara la desgastada frase “un gol cada muerte de Obispo”.
Pero si solo hubiera sido eso, otra sería la historia.
Fatídicamente, ese año a Pomelo se le abrió el arco.
Al domingo siguiente marcó de cabeza, dándole con el remolino. La pelota dio en el travesaño, picó en la línea y se metió. Esta vez lo gritó con fuerza. Nada hacía pensar que su primer gol y la muerte del obispo no eran nada más que una triste coincidencia.
El gol sirvió para empatar un partido fulero de visitante, en Villa Constitución. El regreso en el colectivo fue con cánticos y algunos porrones de cerveza. Al arribar al pueblo, sin embargo, no los espera la misma algarabía.
El viejo Tomás, ferretero de años, había muerto hacía unos minutos tras un súbito ACV cuando estaba arrojándole migas de pan a las palomas en la plaza del pueblo. Querido por todos, arrancó más de una lágrima. Los festejos de los jugadores quedaron en un segundo plano.
Tres domingos, en una tarde de mucho frío de mayo, Pomelo volvió a anotar. Fue jugando de local, contra uno de los equipos que prometían pelear por el título. Un gol de carambola, tras un remate duro y seco que pasó entre varias piernas y se metió en un rincón, inalcanzable para el arquero. Lo gritaron todos en las tribunas y los jugadores se apilaron encima del recio mediocampista.
Todavía no habían cesado los festejos, cuando un grito desgarrador que se escuchó por encima todos los demás sonidos en la cancha, desvió todas las miradas hacia la cantina. Allí estaba Ana, la eterna cocinera del pueblo, sujetando con fuerza a su hijo adolescente, que a duras penas se sostenía a centímetros del piso. En medio de su espalda sobresalía un cuchillo largo, de esos para pinchar los chorizos en la parrilla. Luego contaría Ana que había tropezado en su afán de apreciar el festejo de los hinchas, con nefasta fortuna, cayendo de lleno sobre el cuchillo que estaba apoyado contra una silla.
El partido no siguió. El ingreso de la ambulancia y el dramatismo que se vivía en los alrededores del terreno hicieron imposible la continuidad. Para entonces los rumores estaban de boca en boca. Cada vez que Pomelo hacía un gol, alguien del pueblo moría.
La razón llevaba a desechar esa idea, pero en los pueblos lo sobrenatural es cosa seria. En la parroquia se hablaba de bañarlo en agua bendita, en el bar de hacerle algún “trabajito” en lo de la Chola, la bruja del pueblo y en los pasillos de la comisaría abonaban a la idea de inventarle algún problema el domingo por la mañana y así evitar que jugara el próximo partido.
El que más sufría estos dichos, era el propio Pomelo. Notaba que hasta sus compañeros tomaban cierta distancia cuando él se les acercaba. Tenía que demostrar que todo era una macabra coincidencia. Y así se lo hizo saber al cuerpo técnico. Él no estaba maldito, les dijo. Y pidió que al partido siguiente lo dejaran patear los penales y si era posible, meterlo de nueve. No accedieron a lo segundo, pero si a lo primero.
El rival de turno era el último de la tabla. Cuarenta y cinco goles en contra en ocho partidos. No por nada decían que la defensa era lo más parecido a un flan que se había visto en la liga. A Pomelo le dolió salir a la cancha y escuchar silbidos a sus espaldas. Pero lo peor fue ver en las tribunas a toda esa gente conocida con amuletos, crucifijos y hasta bidones de agua bendita a su lado.
El dominio del equipo de Pago chico fue abrumador. A los cinco minutos ganaban dos a cero. A los diez minutos se paralizaron todos los corazones. Penal para el local y Pomelo caminando hacia el punto de sentencia, pelota bajo el brazo. Todos miraban en dirección a Jacinto Gómez, el técnico del equipo, como pidiéndole explicaciones.
El ídolo devenido en mufa jamás había pateado un penal en su vida. Poco le importaba. Recordaba los consejos de su viejo. Fuerte y al medio, como si fueras a matar al arquero. Ese pensamiento, en realidad, no era el más adecuado para el momento, pero al menos le dieron fuerzas. Pomelo avanzó y pateó. El balón salió con fuerza, impulsado al centro del arco. El arquerito rival ya estaba jugado a uno de los costados. El chasquido en la red lo ratificó. Sobre todo porque el silencio en la cancha era tal, que fue lo único que se escuchó en el aire. Ese chasquido mortal, que dejó a todos con un nudo en la garganta.
Nadie lo celebró, nadie se movió de su asiento. Luego llegaría una catarata de goles. Pomelo anotaría dos más, uno de tiro libre y otro con la rodilla. Salvo esos goles que él hizo a lo largo del partido, los demás fueron todos vitoreados.
Tres goles. Lionel estaba tranquilo, estaba seguro que no habría una muerte en el pueblo. Y en parte, acertó. Porque no fue una muerte, fueron tres. Una por cada gol. La desgracia le tocó a la familia Carrosseti. El auto en el que viajaban de regreso al pueblo fue embestido por un camión que trasladaba aceros.
No había consuelo en Pago chico. Y mucho menos para Pomelo. Debía reconocerlo, estaba maldito. No entendía el por qué, ni cómo. Más que nadie, él lo sabía. Ahora esas muertes estaban en su cabeza. Y también en la de los demás habitantes. Ya no sería visto de la misma manera. No solo se había acabado su carrera. Consideraba que también su vida.
Por esas cosas del destinoa, esa tarde salí de viaje. Dejé atrás Pago chico para ya nunca volver. Por eso puedo contar esta historia. Porque aquella noche fatídica, Pomelo tomó la decisión más importante en su existencia. En el año que había hecho todos los goles de su vida, metería el más difícil. Un gol en contra con forma de cañón de 38 vuelto hacia su rostro. Y sin pensarlo dos veces, pateó el gatillo hasta el fondo de la red.
Quiero creer que fue en el mismo momento. Que hubo al menos una decisión divina al respecto. Que la explosión en la Fábrica de Armas Remigio Martínez ocurrió en el mismo momento que Pomelo jaló el gatillo. Y que la enorme cantidad de armamentos y pólvora se cargaron al pueblo sin que nadie haya sentido ni una pizca de dolor.
Pero sé que no fue así. Porque cuando iba saliendo con el auto por la ruta provincial, escuché a través de la ventanilla el comentario de algunos que corrían hacia lo de Pomelo diciendo que habían escuchado un estruendo en la casa del otrora querido jugador.
Esa noche, Pago chico desapareció en un solo “bum”. Uno gigantesco y mortal. Y ya nunca pude volver.
Por eso, no me vengan a hablar de maldiciones. Le he visto la cara al diablo y no ha sido más que un buen tipo que jugaba al fútbol sin escatimar esfuerzos. Ya pueden ir dejando en paz a ese tal Ramsey y dedicar el tiempo de ocio a búsquedas más importantes, el sentido de la vida, la solución al hambre que hay en el mundo, la fórmula de la eterna juventud. Para maldiciones está mi recuerdo y el de los que aún en aquella zona de mi provincia retienen en la memoria los fatídicos hechos de aquel eterno 1995 lleno de gol.  

14 de enero de 2016

Desértico árido destino

La aeronave se movió hacia su izquierda y casi de inmediato, enderezó el rumbo. Era pequeña, una especie de avioneta para pocas personas. Había aparecido en el horizonte como un pequeño punto en el cielo y se fue agigantando con el correr de los segundos.
Era blanca y tenía pintada una franja azul recorriéndola de punta a punta a media altura del fuselaje. A los ojos de Franco, era el avión más grande que había visto en su vida. Es que en aquella zona de paisajes áridos y desérticos difícilmente se dejaba ver algún artefacto mecánico que no fuera un automóvil o camión entrado en años y kilómetros.
Estaba tan embobado con lo que veía, atónito ante semejante avistamiento, que no oía los gritos de su madre desde la puerta de la casa, a unos doscientos metros de dónde estaba.
El sonido del motor y la hélice aproximándose imprimía al habitual escenario una característica impensada, avasallante, doblegando la atención de Franco, petrificado ante el espectáculo que el destino le ofrecía.
Ensimismado, viendo como la nave se acercaba más y más en dirección donde estaba, y con el ensordecedor rugir de la máquina arrebatando el silencio al que estaba habituado, apenas si se percató que ella venía corriendo hacia él. Por eso, cuando sintió que era levantado por el aire y arrastrado a la fuerza, se asustó como si despertara de una pesadilla.
En ese mismo momento la avioneta pasó como una exhalación por el lugar donde el niño había estado parado, comenzando a carretear unos metros más adelante, en una maniobra de aterrizaje que la mujer había sospechado.
Abrazó a su hijo con fuerza, sin sacarle la vista de encima a la aeronave, que se había alejado - ya en tierra - al menos unos cien metros. Se dio cuenta entonces que en el apuro por salvar a su niño, no tuvo la precaución de buscar alguna de las armas de su esposo. Cuánto hubiera deseado que él estuviera ahí, pero había salido la tarde anterior hacia el monte, con la premisa de traer algunos animales para aprovechar la carne y el cuero.
En el aire, suspendida pero en movimiento, la tierra alborotada se dispersaba con parsimonia. La mujer no esperó a que el motor de la avioneta se detuviera. Alzó a su pequeño y corrió hacia la casa. Con suerte podía llegar a la escopeta de caño recortado que su marido guardaba encima de la alacena, a solo dos metros de la puerta de entrada.
El corazón le latía con fuerza y el peso del niño no ayudaba en nada. Casi sofocada, llegó a la casa, aunque pudo escuchar un grito a lo lejos, una orden de alto a la que no le haría caso. Cerró la puerta a sus espaldas, dejando a Franco en el piso. En vano trabó la puerta. Era de madera, rústica, muy endeble. Una patada bastaría para derribarla. Recordó su objetivo y acercando una silla, alcanzó la parte superior de la alacena.
Allí estaba, pudo sentirla bajo sus dedos. La escopeta de caño recortado que su esposo tenía para espantar intrusos. En realidad, jamás había tenido la necesidad de usarla. Y justo cuando se presentaba la oportunidad, brillaba por su ausencia. No, debía sacarse esa idea de la cabeza. No era su culpa, así se estaban dando las cosas. Bajó de la silla observando que los cartuchos estuvieran en su lugar. Había una caja en el último cajón, detrás de los manteles. Con destreza, casi sin pensarlo, abrió el cajón con la punta de la zapatilla.
Le pidió a su hijo que buscara la caja que estaba en el fondo. Franco tardó en asimilar la orden, aunque creía que no tanto como para que su mamá le volviera a repetir lo que necesitaba en un tono más alto. De todas maneras, no se ofendió. Estaba demasiado confundido con lo que sucedía como para hacerlo.
Una vez que le alcanzó los cartuchos, le ordenó que se escondiera en su habitación, bajo la cama y que no saliera por nada del mundo. Suponía que eso se le decía a un hijo cuando uno o más intrusos aterrizaban en medio de un paraje solitario, bajo sospecha de amenaza.
Ahora estaba sola, la espalda contra la puerta, la respiración inflando y desinflando su pecho, un dolor de cabeza naciendo detrás de los ojos. Ya no escuchaba el motor del pequeño avión, pero si los pasos acercándose.
Se había acostumbrado en el último año a reconocer cada sonido proveniente del exterior. Y la llegada del avión había sido tan devastadora para la paz habitual, que el retorno del silencio parecía haber sido con mayor fuerza que la habitual. Podía sentir el pesado cómo calzado se detenía un instante sobre la tierra árida, poco transitada, que se resquebrajaba con facilidad y luego, al instante, daba otro paso en dirección a la casa.
Tenía la opción de aproximarse a la ventana y observar a través del vidrio. Pero temía de encontrarse con más de una persona - por las pisadas sabía que solo era una, pero dudaba incluso de sus sentidos - y más que nada, tener que hacer uso de la escopeta. Una cosa era imaginarse apretando el gatillo para espantar algún animal salvaje de los que nunca faltaban, sobre todo por las noches, y otra, hacerlo para atacar a un intruso.
Un intruso, por otra parte, que no sabía quién era ni qué buscaba en aquel punto desolado del planeta. Aunque de algo estaba segura: había puesto en peligro a su hijo. Lo otro que la preocupaba es que nadie sabía que estaban allí.
De llegar a la vivienda, la vida de su hijo probablemente estaría otra vez en riesgo. Ese solo pensamiento fue suficiente. Abrió la puerta y la cerró tras de sí, con la escopeta apuntando hacia delante, el dedo preparado para accionar el gatillo y la mirada desbordada de miedo, el mismo de una fiera salvaje defendiendo su terreno.
A menos de diez metros, corriendo en dirección a ella, la figura de un hombre de gran porte, cabello oscuro, barba de varios días y una pistola al costado de su cintura. Al verla con un arma, instintivamente llevó la mano hacia la suya.
Ella no dudó.
El estruendo del disparo volvió a disipar el silencio, dejando un eco en el aire que se prolongó durante varios segundos, como si en alguna parte del extenso y árido lugar alguien más estuviera disparando una y otra vez, una y otra vez...
El hombre retrocedió dos pasos, con los ojos muy abiertos. Una mancha oscura comenzó a teñir su camisa clara. La tela estaba desgarrada a la altura del abdomen. En realidad, era un enorme agujero del que brotaba sangre. Primero cedió la pierna derecha y luego la izquierda, cayendo de rodillas al suelo.
La mujer se acercó, asegurándose de no quitar de la mira de la cabeza del malherido hombre. Siempre apuntando, sin dejar de resoplar con furia en forma repetida, expulsando el aire de su excitado cuerpo.
El hombre balbuceaba sus últimas palabras. El disparo había certero. Eran sus últimos segundos. La voz se quebraba, de la misma manera que los músculos dejaban de sostener la estructura ósea y de a poco, como una vieja esfinge olvidada, se iba desmoronando segundo a segundo.
Ella acercó el oído. Quería saber que tenía que decir, quería...
- Su... su esposo... él...
El corazón se le detuvo al tiempo que se le erizaba cara poro de la piel.
- ¿Mi esposo qué? - preguntó, primero vacilando, luego con convicción - ¿Qué pasa con mi esposo?
Pero el hombre se desplomó sobre su propia sangre. Fue un ruido sordo, asqueroso, como el del chapoteo de un caimán en un charco de agua y barro. Arrojó la escopeta lejos y lo zamarreó con fuerzas. Pero el intruso que había llegado en la avioneta no se movió.
- ¿Mami?
La voz de Franco la hizo retroceder. Corrió hasta la puerta y abrazó a su niño. No podía apartar la vista del cuerpo tendido en el suelo. Más allá, aquel armatoste mecánico ahora detenido, sin vida. Y esas palabras resonando en su cabeza.
- Tranquilo querido, estamos bien, no te preocupes, solo debemos esperar que papi regrese, solo eso.
Algo tan simple como esperar. Aguardar a que la silueta de su esposo se dibujara en el infinito horizonte de esa llanura árida, lejos de todo, en aquel lugar perfecto para volver a comenzar cómo solía llamar él a aquella aventura, esa a la que los había arrastrado a cambio de su libertad, de escaparle al destino que la sociedad quería para él.
Esperar su regreso, la comida, el abrigo, el resguardo, la compañía. Esperar en medio de la nada, los dos, juntos. Con un cuerpo pudriéndose a pocos metros y una aeronave - la más grande que Franco había visto en su vida - estacionada a menos de cien metros.
Esperar con esperanza.
A su esposo.
O con el tiempo, a la muerte.

11 de enero de 2016

La fuga

Lo miré al Marito y el me miró a mí. Con eso fue suficiente. Los dos habíamos visto la puerta abierta y a las dos autoridades hablando de espaldas a nosotros, a más de media habitación de distancia. No dudamos un instante.
Creo que pocas veces en la vida corrí tan rápido. Pensé que no me darían las patas, pero verlo al Marito que era el doble de mi tamaño estar delante en la carrera, supuso otro desafío y me esforcé al máximo a pesar de sentir el pecho a punto de reventar.
No quise mirar para atrás o por encima del hombro, porque ya me imaginaba los uniformes azules pisándonos los talones. Pero era la mente que jugaba una mala pasada, porque los únicos pasos que resonaban - prácticamente delatando la huida - eran los nuestros.
Vimos el tapial al mismo tiempo. Si bien nos superaba con amplitud en altura, sabíamos que podíamos escalarlo. Ganamos el patio casi a la velocidad del sonido. O al menos eso nos parecía, porque nos chiflaban los oídos frutos del cansancio. Y como si estuviéramos preparados para eso de nacimiento, al llegar al tapial brincamos con fuerza y alcanzamos el borde superior, asiéndonos con tenacidad y logrando encaramarnos a lo alto.
Una vez arriba, nos dejamos caer del otro lado. Estábamos fusilados. No podíamos ni respirar. El Marito parecía un tomate y si seguía resoplando, pronto sería salsa ketchup. Nos recostamos sobre la pared que acabábamos de sortear, dándonos un momento de descanso. Sabíamos que se percatarían pronto de la fuga e irían tras nuestros pasos, pero debíamos recuperar el aliento.
Comenzamos a escuchar las voces de alarma y para nuestra sorpresa, en lugar de asustarnos, nos echamos a reír, aunque tratando de no hacer demasiado ruido. Estábamos afuera, pero el viento podía hacernos una mala pasada.
La que gritaba más fuerte era Patricia, la directora. Chillaba pidiéndole a una de las porteras, con la prepotencia que siempre utilizaba para tratar a las mujeres vestidas de delantal azul, que buscaran a Cristian, el profesor de música para que saliera a la calle a buscarnos. Pero la vice, Gabriela, le espetó un "¿Para qué? ¡Si es un imbécil, no es capaz ni de encontrar la nata en la leche!".
En la vereda, seguíamos conteniendo la risa. Los chicos en el salón seguro se estaban divirtiendo como nosotros. Y como niños que éramos, hicimos lo que más nos gusta. Correr hacia la plaza a jugar a la pelota con los chicos del turno mañana, que como cada tarde se juntaban a hacer un picadito con arcos de remeras amontonadas y reglas enmarañadas.

6 de enero de 2016

Fausto, un karma

El asunto de los vasos comenzó varios meses después de la muerte de Fausto. Primero lo tomamos con incredulidad, como la obra de algún amante en la familia del humor negro. Pero luego, suceso tras suceso, asumimos el miedo que correspondía, la macabra y amarga realidad arrojada sobre nuestras existencias cual tierra sobre una tumba.
Fausto era mi primo, pero bien podría haber sido un vecino o un desconocido, porque como familiar era un verdadero hijo de puta. Es difícil describirlo, no por no encontrar palabras, sino porque cuesta reconocer ciertos aspectos.
Es que uno quiera o no, además de llevar el mismo apellido, de ser emparentado con él desde siempre, Fausto era como un chicle en el suelo, de alguna manera se pegaba molestamente a uno en el momento menos esperado.
Recuerdo un verano en el que su padre viajó al sur por trabajo y su madre no podía cuidarlo de día por haber conseguido un trabajo en la casa de una costurera – mi madre sostiene hasta el día de hoy que el único trabajo verdadero de esa mujer fue revolear la cartera en la ruta, pero esa es otra historia - quedando al resguardo de mi familia desde la mañana hasta el atardecer. Fue un espanto. Nos quitaba – a mis hermanos y a mí – los juguetes, nos los escondía, nos golpeaba, nos mentía, nos asustaba… y lo que era pequeño apenas si recibía algún que otro reto.
Creíamos que con el transcurrir de los años maduraría, se transformaría en un hombre correcto, pero fue todo lo contrario o mejor dicho, prosiguió con su línea de conducta, puliéndola al punto de convertirse en su juventud en un bravucón y estafador.
Dado que su físico no lo acompañaba, la primera “virtud” fue desapareciendo, incrementándose la segunda y ganando, con el paso del tiempo y la experiencia, otras aptitudes que bien podrían engrosar un (mal) currículum o prestigiar un prontuario.
Mencionar su nombre era como invocar al mismísimo diablo. Claro que un diablo muy propio, al que todos asociaban con nuestra familia, porque a partir de este verano nefasto su presencia en casa fue haciéndose cada vez más asidua merced a la poca disponibilidad horaria de sus padres, que cuando Fausto entró en su edad de la adolescencia directamente se borraron del mapa. De vez en cuando llegaban postales de diversos puntos del país, donde la pareja contaba sus idas y vueltas – siempre cercanas a lo trágico – en su desesperada búsqueda de prosperidad y bienestar.
Nos mantuvo en vilo por años, en los que se ausentaba durante largos días, la mayoría de las veces debido a terminar preso por cometer fechorías menores. Hasta que un día anunció su partida de la casa. Eso no fue suficiente para tenerlo siempre cerca. Volvía por dinero, por comida, por vestimenta. Incluso, a veces, por un lugar donde poder estar a solas con la novia de turno para meterle mano o asuntos más profundos.
Mis padres lo soportaron bastante, quizá por guardar la promesa a la sufrida mamá de Fausto – para entonces viuda y haciendo decenas de tareas para sobrevivir en el norte argentino según sus palabras – de estar pendientes en todo momento de su hijo.
En el barrio Fausto no era bien visto y por lo tanto, tampoco nosotros. Había estafado a casi todos los vecinos en algún momento de su vida. Nos hacían sentir culpable de cada acto que él cometía y hasta hacían correr la bolilla que éramos sus cómplices. Más de una vez la policía realizó requisas en nuestra vivienda.
Y cuando aquel día en la que – justamente – un efectivo de la Federal llegó entallado en su pulcro uniforme a notificar su deceso en una confusa balacera, parecía que el karma de Fausto se alejaba de nosotros, en realidad se estaba tomando un descanso.
Porque unos meses después empezó lo de los vasos.
Levantarnos por la mañana y encontrarnos con todos los vasos de la casa apilados en pirámide sobre la mesa de la cocina. Volver a la tarde y toparnos nuevamente con la escena, a sabiendas que nadie había estado en casa.
Asombrarnos y asustarnos al mismo tiempo al descubrir que a pesar de ser guardados en cajones bajo llave, al amanecer los vasos aparecían otra vez uno sobre otros, trepando hacia el techo ennegrecido de humedad.
Mamá llamó a un cura que bendijo la casa. Pero los vasos aparecían una y otra vez. Nadie mencionaba su nombre, pero todos teníamos el mismo pensamiento. Solo cuando la vieja de la esquina, que tenía tanta mala fama como nosotros en el barrio, aunque ella por ser algo pirada – le gritaban “bruja” a sus espaldas - nos dijo que esto era una forma de manifestarse desde el infierno (“porque dudo que haya ido al cielo”, acotó la casi senil mujer) de Fausto, solo ahí, pudimos reconocerlo abiertamente.
Es que tanto nos había hecho sufrir el condenado en vida, que nada queríamos hacer como para mandarlo a llamar ahora muerto. Pero de esa forma, a pesar de nuestro odio, volvió a instalarse en casa.
No sabemos por qué demoró tanto. Si acaso para lograrlo debió escapar de algún siniestro recoveco del infierno o bien, si todo forma parte de una misión castigo para quiénes no supimos encarrilarlo.
Lo ignoramos. Quizá todo este tiempo tan solo estuvo vagando en el más allá, pensando la forma de cagarnos la vida. Porque así era Fausto y así seguirá siendo.