Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de noviembre de 2015

Series

Sus días se diferenciaban y dividían en ficciones. Así como su mundo físico se reducía a una pequeña habitación, el universo de su existencia se expandía más allá de lo imaginable.
No había lunes, martes, miércoles... tampoco las dos de la tarde, las tres, las cuatro... ni meses, ni años. Su forma de capturar el tiempo era otra.
Sabía que al despertar, luego del desayuno, era el momento de los Expedientes X. Luego, Criminal Minds. A continuación, CSI Miami. La lista era extensa, hasta llegar a MacGyver. Finalmente apagaba las luces y descansaba hasta que el sol comenzaba a filtrarse a través de la ventana y era el instante preciso para comenzar la jornada mirando House.
Las series proseguían una tras otra, en un orden predeterminado, casi obsesivo, quitando cada tanto alguna, sumando algún estreno, colocando alguna reposición ya vista pero considerada necesaria. Una continuidad que solo se frenaba para alimentarse, hacer las necesidades fisiológicas o permitir algún cambio de ropa o sábanas.
El breve contacto con la servidumbre se limitaba a aguardar en silencio que se marcharan una vez que ingresaban ya sea para llevar la comida o limpiar el lugar y claro, entregar la hoja arrancada de la libreta de anotaciones donde hacía el listado de series que quería disponible en el disco rígido portátil que en cada despertar ya aparecía conectado a su televisor de pantalla plana de 50 pulgadas empotrado en la pared frente a su cama,
Y mientras las imágenes se sucedían en dramas, policiales, ciencia ficción y comedias dentro de esa habitación, en el resto de aquel lugar rostros tristes y apagados corrían de un lado a otro para que todo estuviera bien, que nadie se preocupara por la reclusión obsesiva del magnate, que la señora tuviera siempre a tiempo sus pastillas antidepresivas, que los jóvenes herederos fueran atendidos en todos sus caprichos y que desde el boulevard la imponente mansión se viera impoluta, esplendorosa, reluciente como un diamante.
Como en las series, la vida es un capítulo tras otro, con mayor o menor maquillaje, con menos o más efectos, como mejor o peor dirección, hasta que las horas dejan de ser tales, los días pierden sus nombres y el tiempo se convierte en un transcurrir sin sentido, destinado al fracaso y el olvido o el éxito y la repetición continua.

26 de noviembre de 2015

Poros opuestos

La pereza del campo que no es tal, esa mentirosa siesta burlona que parece una postal del no hacer pero que equivale al descanso ganado tras horas tempranas con el cuerpo entre el suelo y el cielo, boceto de una llanura domesticada con el tiempo, dueña de sonidos tan propios que adormecen con su armonía hasta al más guapo o desconfiado, de colores que envuelven y transportan a una existencia sin reloj, de horas eternas que no se mueven, de noches estrelladas y frescas, atravesadas por la brisa de la vida misma.
Don Pascual se mece en su silla, la que tiene una pata más corta atrás, su favorita, jugando con el equilibrio de su figura avejentada, de piel ultrajada por el sol, de manos hechas de pura herramienta, callo sobre callo, esfuerzo sobre esfuerzo. Lleva su mirada más allá de los límites de sus tierras, barre con la vista todo alrededor aunque así no lo pareciera. Es que con los años el observar se vuelve un arte y no hacen faltas movimientos. Cada sentido está puesto en ello, no solo el destinado a sus descoloridos ojos marrones.
Anita se acerca. Su abuelo ya sabe que está allí, pero no interrumpe su andar. La pequeña intenta una broma y le toca con la punta de los dedos el hombro izquierdo. De inmediato corre hacia el otro lado. Pascual sonríe y mira de todas maneras hacia el lado que sabe, ya no está su nieta. Ella celebra el éxito con un chillido. Su abuelo se hace el sobresaltado y ambos terminan en un abrazo estrecho, entre risas y falsos quejidos de la niña, que sin intención de lograrlo, se revuelve para zafar de los brazos aguerridos de su querido "abu".
La faena termina con Anita en la falda del abuelo. Ahora ambos contemplan el campo, la vasta extensión de verde interrumpido aquí y allá por árboles, algún tejido, una zona más amarillenta de un cultivo cosechado, o las figuras cansinas y desperdigadas del ganado vacuno en su rutina diaria de recorrer la pastura.
La pequeña disfruta sus vacaciones de la ciudad, de la escuela, de los amiguitos que quiere pero que no extraña. Es que allí es otra cosa. Se respira diferente, aunque no sabe como explicarlo. Cuando se lo cuenta al abuelo, él se ríe, pero no con sorna, al contrario. Lo hace cómplice y satisfecho. Le gustaría disfrutarla más seguido, pero su hija no quiere recorrer los trescientos kilómetros en otra fecha del año que no fuese enero. Que el trabajo, que la escuela, que el régimen de visitas de Ana con su ex... un mundo de peros, un universo de excusas.
El silencio se convierte en un tesoro en común. Cuando dos personas guardan sus voces durante un instante y se abstraen de la cotidianidad para inmiscuirse en la realidad, se dicen más cosas entre sí que si pronunciaran mil palabras. Luego, cuando las cuerdas vocales finalmente vencen la magia, el encanto, el momento se desvanece, efímero pero inmortal.
- Mamá dice que es mucho campo para vos, abuelo, que algún día debería convencerte de vender una parte - dice Anita, con la inocencia del loro que repite sin saber.
Pascual conoce el discurso de su hija y también los motivos. Nunca fue de discutir, pero si de escuchar. Esto último no le hace mal a nadie.
- Tu mamá ama este campo, solo que se convence en creer que la felicidad está en otras partes y me parece bien, la felicidad debería viajar con uno y no tener una residencia fija, pero aquí me ves, contemplando lo que me llena el corazón.
Anita no respondió. No entendía muchas de las cosas que decía el abuelo. Ni tampoco las que mencionaba su madre.
- Dice que los Martínez en cuanto te descuides, se quedan con tus tierras - dijo al pasar la niña, que golpeaba sus talones contra la pierna del abuelo, en un balancín ida y vuelta, que la divertía desde que tenía memoria.
Los Martínez. Sus vecinos de toda la vida. Compraron las tierras casi al mismo tiempo, sesenta años antes. Ambos muy jóvenes, sin idea de lo que les depararía la vida, sin saber siquiera cómo administrar un campo, mucho menos trabajarlo. Testigos mutuos de sus vidas, de sus desdichas y alegrías.
- ¿Eso dice? ¿Por qué? - aquello le resultaba gracioso.
- Porque dice que no tienen nada en común, que son poros opuestos.
- Polos.
- Eso, polos.
Pascual suspiró. Se le escapó en la mirada la nostalgia de lo vivido. Los ojos se volvieron vidriosos, no por tristeza, al menos propia, sino por la forma de pensar de su hija.
- Es verdad mi querida Anita, los Martínez y los Suárez, es decir, nosotros, somos diferentes. El viejo Martínez reza otras oraciones por las noches, trabaja el campo de otra manera, compra sus provisiones en un almacén diferente, no le paga lo mismo a sus empleados que yo, tiene la manía de renovar sus vehículos cada un año mientras que yo lo hago solo cuando hace falta, tiene riego artificial y no le importan las épocas de sequía, le gusta derrochar dinero en el casino en lugar de comprar más ganado, es celoso de los límites de sus tierras y a diario recorre el perímetro cuidando de no tener la alambrada rota, no va nunca a las fiestas del pueblo, no comparte mi ideología política, es incluso hincha de otro club de fútbol, detesta el juego de bochas que tanto amo...
- Entonces mamá tiene razón...
- Si, la tiene, en qué somos polos opuestos. ¿Pero sabés que tenemos en común?
- ¿Qué?
- La inteligencia y la consciencia de sabernos seres humanos. Nosotros nos saludamos con la misma efusividad cada vez que nos cruzamos, nos preguntamos con sinceridad cómo estamos, nos ayudamos en las malas como cuando el arroyo creció y le llevó varias vacas y le cedí unas cuantas, o cuando la lluvia no llegaba y antes que perdiera la cosecha prolongó el riego hasta este lado. Nosotros nos miramos a los ojos y encontramos un hermano. No hay bandos en esta vida, sino malas decisiones. Y una de ellas, es creerse más o menos que el otro, de sentirnos en la obligación de elegir en lugar de integrar, de dividir en lugar de multiplicar. Cada uno puede vivir como se le antoje, pero debe saber que no hay nadie enfrente, sino muchos al lado. Y así, se construye la vida. De otra manera, se destruye. Los Martínez y los Suárez han vivido uno al lado del otro por sesenta años y jamás se han peleado. Porque ninguno pretende lo que tiene el otro, ni compite, ni pone obstáculos. Cada uno tiene sus tierras y es bienvenido en la del otro. El respeto, el trabajo, la amistad, son nuestros valores. Si algo me pasara, a mí o a tu abuela, los Martínez estarían acá pero no para sacar tajada como piensa tu madre, sino para dar una mano. Y si algo les pasara a ellos, allí estaríamos nosotros para brindar una ayuda, un abrazo, una palabra sincera.
Pascual se puso de pie con Anita en brazos. Avanzaron hacia la cosecha. A lo lejos el tractor de los Martínez recorría sus tierras. Levantó su brazo derecho, sin dejar de sujetar a su nieta con el otro, y lo movió lentamente por el aire de un lado a otro. A la distancia, el viejo Martínez levantó el suyo a modo de respuesta. No hacía falta estar cerca para saber que ambos sonrían. ¿Cómo no hacerlo bajo ese sol de verano? ¿Cómo no hacerlo, ante tanto esplendor y vida?
El viejo volvió a suspirar.
- No sé mi querida Anita si entendiste algo de lo que dije, espero que tu memoria lo guarde muy celosamente y cuando seas más grande lo recuerdes y comprendas. Ya no miro las noticias, ya no enciendo la radio, hace rato que no abro un diario. Ya no quedan Martínez y Suárez en el mundo, al menos no como estos dos viejos olvidados en este rincón del cosmos. Las palabras de tu mamá no deber ser las tuyas, los pensamientos de los demás no deben ser los únicos. Podemos crear los propios, podemos tratar al menos. Y el día de mañana, ni siquiera deben ser mis palabras. Tan solo los hechos, esos que nos permiten sentirnos libres. Aquel hombre que me devuelve el saludo tiene tantas virtudes y defectos como los tengo yo, pero tiene consciencia y además piensa. Y es el pensamiento y no el progreso lo que nos permite crecer como personas. Lo que más me gusta del campo es su murmullo, ese que apenas se escucha pero que está siempre alrededor... ¿lo escuchás?
Anita se llevó la manito a la oreja, formando una especie de tubo.
- ¡Creo que sí abu!
- Ese murmullo es la vida misma Anita y nos dice miles de cosas. Cada día nos cuenta algo distinto, porque cada día es otro, uno nuevo, irrepetible. Y debemos vivirlo de esa manera, con alegría de aprender, de atravesar nuestro lugar en el mundo con todos los sentidos predispuestos para crecer. Hoy te miro mi amor y me doy cuenta que estás más grande que ayer pero no tanto como lo estarás mañana. Y no solo lo veo en tu cuerpo, sino acá dentro - dijo apoyándole la palma de la mano sobre la cabeza.
- Abu...
- Si, Anita.
- ¿Podemos jugar a armar la huerta?
Don Suárez la dejó en el suelo y le besó la frente.
- ¡El primero en llegar elige las herramientas! - gritó y salió al trote, al que su edad le permitía, mientras la pequeña, riendo, comenzaba una alocada carrera que ganaría con holgada diferencia.

23 de noviembre de 2015

El garante

Metro noventa, barba candado, anteojos oscuros, cabello peinado hacia atrás, semblante tranquilo, movimientos lentos, ropa costosa, sombrero a tono. El hombre se paseaba cada tarde por el boulevard, haciéndose el tiempo necesario para sentarse a la mesa de algún bar al azar de los tantos desperdigados por el transitado nervio neurálgico de la ciudad. Cuando el mozo se acercaba a tomar el pedido, lo alejaba con un simple ademán. Tan solo permanecía allí, observando, viendo a la gente ir y venir. Luego se ponía de pie y seguía caminando, hasta otro bar, otra mesa, otro ademán.
Su mirada era escrutadora, se jactaba de ella interiormente, dado que no tenía ni quería amigos con quiénes hablar. Podía percibir, por ejemplo, que el gordo de conjunto deportivo azul y amarillo que trotaba por la vereda haciendo footing estaba apremiado por cuestiones de dinero. O que la rubia que paseaba el perro, uno blanco y chiquito, sentía la necesidad de cambiar el vehículo. O que la jubilada que estaba por cruzar la calle, sin mirar hacia el lado correcto de donde venían los vehículos, no tenía seguro alguno. Un auto compacto frenó a tiempo, evitando la desgracia.
¿Cómo lo hacía? Ese era su don. En los gestos, las formas de mirar, de caminar, los murmullos inconscientes, las prendas puestas, en cada detalle estaba escrita una respuesta. El problema común a todos era formular la pregunta exacta. Él podía.
Vivió en la calle hasta entrada su juventud. Mientras otros mendigaban o robaban, él se sentaba en la plaza, entre los árboles, a observar a la gente. Sin saberlo, encontraba patrones, los comparaba, analizaba y desmenuzaba en su cabeza confeccionando día a día un mapa humano que nadie hasta entonces se había tomado el trabajo de hacer.
Aprendió que todo tenía un significado, que caminar con pasos alargados no era lo mismo que hacerlo trotando, que los tropezones no eran distracciones, ni la manía de hablar solo una característica de los locos.
Supo de los conflictos de parejas de hombres y mujeres paseando de la mano incluso antes que las mismas parejas. Determinó reacciones antes que sucedieran. Predijo suicidios mucho antes que los suicidas comprendieran que ese era su destino.
El conjunto de conocimientos lo alimentó y cobijó en las noches de frío. Convencía con facilidad a las personas, dado que las palabras bien utilizadas eran las verdaderas llave del paraíso. Pronunciaba las frases que los demás necesitaban escuchar y de esa manera, como un jugador de ajedrez, componía en su mente todas las maniobras posteriores sin dificultad alguna. Al leer al ser humano, se enfrentaba a ellos sabiéndolos seres desnudos, desprovistos de secretos.
Tenía ya cuarenta años. Hacía mucho tiempo que las calles habían dejado de ser su hogar. Su don lo había salvado y no solo eso, aquel ser solitario mirando a la anciana salvarse por un pelo de ser atropellada, era millonario.
Aunque el dinero poco le importaba le permitía tener una casa propia, una oficina y vestir bien. La primera era indispensable para descansar, la segunda la fachada obligatoria para sus negocios y con el tercer privilegio el tiempo le había enseñado que la gente además de querer escuchar las palabras justas también desea toparse con personas bien vestidas.
Se puso de pie, dejó pasar un coche y cruzó hasta la calle siguiente. Una morocha treintañera estaba a veinte segundos de encender un cigarrillo, aunque probablemente aún lo sabía. Él si, por supuesto. Observó las pistas: la mujer había pateado sin querer una caja de Marlboro del piso, luego sacudió la pierna como si tuviera un tic, se había pasado el dorso de la mano por la boca y finalmente, sus dedos manchados de amarillo se habían cerrado en puño con bronca.
Para cuando se detuvo a buscar en su cartera el atado de cigarrillos, él estaba allí extendiéndole uno, con el encendedor preparado en la otra mano. También había leído otras cosas en ella. El origen de su nerviosismo, el problema con el juego, la mala fortuna en el amor, el temor de la bancarrota y del corazón deshecho.
Cruzaron unas palabras, ella agradeció. Antes de irse, tomó una tarjeta que él le daba. La morocha se alejó sin mirar atrás. No era necesario, él sabía que lo llamaría a lo sumo al día siguiente. No había margen de error. El ser humano era un libro abierto, aunque vedado a la ceguera general. Esa mujer necesitaba dinero, él sería su garante y cada uno tendría su ganancia. Ella seguiría jugando, él cobraría su interés y la vida seguiría adelante. Hasta quizá se diera el gusto de recomponer su relación sentimental. Siempre sucedía así. Ella, el tipo que venía unos pasos atrás, la mujer de la otra vereda, el pelado que andaba en bicicleta, el de bigotes estacionado a bordo de un taxi en el semáforo... todos necesitaban algo y él podía ayudarlos, claro, con un beneficio propio. ¿De lo contrario, cuál es el chiste de ayudar?
¿O acaso el dinero que repartía entre la gente de la calle cada noche no era en beneficio propio también, una forma de aliviar el hambre, el frío, la soledad, el olvido? Esas necesidades angustiantes de otros que alguna vez fueron suyas.
La vida viene sin garantía, ni posibilidad alguna de reclamo. Lo que toca, toca. Y lo que no, se obtiene de alguna manera. Algunos pueden, otros no. Qué más da, todos vamos a parar a la misma bolsa, tarde o temprano. Poco le importaba. Volvió a la mesa del bar y ahora si pidió un café. Negro, sin azúcar. Cómo la vida misma.


19 de noviembre de 2015

Mala suerte, buena suerte

La lluvia arremetió de imprevisto, aunque nadie podría negar que el agorero cielo cubierto de nubes oscuras no lo venía advirtiendo desde hacía un buen rato.
En las veredas las personas corrían tratando de alcanzar un resguardo del agua, ya fuera el balcón de un edificio, el toldo de un negocio o un árbol de frondosa copa.
Es ese momento en el que uno se detiene y observa cómo las reacciones se parecen entre sí, la gente buscando reparo, maldiciendo en voz baja, tratando de no mojar las ropas. Como si un resorte invisible se disparara en alguna parte de nuestro ser y de repente estuviéramos atravesados por una misma señal.
Pero es un instante, algo breve, porque a menos que estemos en un refugio, viéndolo a través de una ventana o con un paraguas en la mano, también atinamos a lo mismo: escapar de la tormenta.
Me detuve un momento en una esquina, esperando que dos vehículos doblaran y así, poder cruzar el pequeño lago que se estaba formando entre la vereda y la calle. En unos minutos más aquello sería un océano y atravesar de un lado a otro sería una verdadera odisea. Mis pies comenzaban a salpicarse y no quería que sucediera. Las sandalias eran nuevas.
Mi vista fue de la superficie multicolor de mis calzados-víctimas hasta un montón de papeles de colores convertidos en una especie de libro de hojas arrancadas que amagaba con arrojarse al agua en segundos más.
El viento empujaba con vehemencia a ese manojo de... ¡billetes! a caer de la vereda para perder todo su valor en las profundidades no tan profundas - aún - del agua que se acumulaba en el borde de la calle.
Corrí y los agarré justo que se volaban. Miré de inmediato en derredor. Alguien los había perdido al menos diez o quince segundos antes. De lo contrario, ya serían propiedad del viento, volando al libre albedrío o surcando los ríos naturales de las calles.
Una chica, pelirroja, cruzaba la calle en esos momentos, tratando de alcanzar el lado opuesto, alejándose de dónde estaba. No me quedaban dudas que a esa mujer se le habían caído los billetes. No podía detenerme a contarlos, porque la perdería de vista. Otro coche se interpuso entre el deseo de cruzar y la permanencia donde estaba. La chica para entonces estaba en la vereda del otro lado. En vano sería gritarle, aunque lo intenté.
Ni bien pude, me descalcé y troté atravesando la calle. Mis pies se mojaron completamente, pero al menos puse a reparo las sandalias. La joven había doblado en la esquina. Temí perderla de vista, pero al llegar al cruce de calles, la vi media cuadra adelante.
La lluvia venía de costado. En realidad, la lluvia venía desde lo alto y el viento la azotaba oblicuamente. La visibilidad se complicaba a cada segundo. Y el tránsito frenético, más el sonido de los vehículos desparramando agua por doquier, hacía que mis gritos para que la presunta dueña del dinero se detuviera fueran en vano.
La indiferencia de los demás transeúntes me exasperó. Me veían correr detrás de alguien, que al mismo tiempo aceleraba su paso metro a metro, no por otra razón que por la de escaparle a la lluvia, y nadie atinaba a nada. Una cadena de voces me hubiese ahorrado esfuerzo.
En la cuadra siguiente observé como la mujer se detenía y entraba a un edificio. Aceleré mi tranco, aunque el cansancio me estaba venciendo. Llevaba el dinero apretujado en una mano, dentro de uno de los bolsillos de mi campera. Temía que se mojara y también perderlo.
Al llegar a la puerta vidriada del edificio, vi a la joven en el momento que las puertas del ascensor se abrían. Golpeé el vidrio con la palma de la mano izquierda, que era la que tenía libre. Ella me miró, pero no denoté en su rostro intención alguna de responder a mi llamado, mucho menos, quizá, entender que la llamaba a ella. Las puertas se cerraron desde los laterales hacia el centro y su imagen desapareció.
Casi por inercia le pegué al vidrio una vez más y una mujer, que parecía estar viniendo desde el interior, pero desde una puerta trasera, me hizo un gesto con la mano como indicando que parara y de inmediato, se llevó un dedo a la cabeza girándolo rápidamente.
No tenía manera de explicarle que no estaba loca, y a pesar que le dije en voz alta que a la chica que acababa de entrar al ascensor se le había caído dinero en la calle, o no me oyó o bien poco le importaba. Me dio la espalda, ancha por cierto, y se dirigió a las escaleras, ubicadas al lado del ascensor.
No podía creerlo. Estaba absorta en aquello cuando me sobresaltó el sonido de una llave. Alguien estaba a mi lado, abriendo la puerta del edificio. Por impulso, traté de entrar.
Un hombre mayor, el que había abierto la puerta para ingresar, me cerró el paso.
- ¡Dónde cree que va! - me interpeló con razón.
- Disculpe, tiene razón, es que la chica que acaba de entrar, perdió dinero en la calle y...
El hombre cerró la puerta.
Me quedé pasmada.
- No sé cuánto es, pero quizá lo necesita, en todo caso...
Sin abrir la puerta, me dijo desde el otro lado.
- ¿La conoce?
- No... - vacilé, obvio que no la conocía, sino le estaría tocando el portero eléctrico pidiéndole que baje.
- Entonces mala suerte para ella, buena suerte para usted.
Pegó media vuelta y fue hasta las escaleras. El hall de entrada quedó desierto. A mis espaldas, la lluvia caía raudamente. Me percaté que estaba toda mojada y descalza. Mi aspecto en el reflejo del frente vidriado era patético.
Retrocedí unos pasos. Deseé con el alma maldecir la sociedad indiferente que nos rodea día a día, de la desconfianza galopante que nos domina, de las pocas ganas de creer en un acto de buena fe.
Del bolso sobresalía una de las sandalias. Se echarían a perder, lo sabía. No son de un material que soporte bien el agua.
Recordé mi mano en el bolsillo, aferrando aún ese bollo de dinero. La extraje y abrí los dedos. Conté los billetes y sonreí. Dos mil pesos. Llevé la mirada a la puerta del edificio, de allí a mis sandalias arruinadas y me detuve en el dinero.
- A la mierda con todos, ya lo dijo el viejo...
Y caminé hasta la zapatería más cercana con el fin de reemplazar el calzado caído en combate.

15 de noviembre de 2015

La fría verdad de los números

Las últimas voces se desparramaron como una ola a lo largo del pasillo y luego sobrevino el silencio. El lugar había quedado vacío. Alguien desde el exterior accionó los interruptores y las luces se fueron apagando de a una. Al silencio, la noche.
Aguardó unos instantes. Cuando intuyó que ya nadie retornaría, abrió la puerta del armario donde estaba escondido desde hacía cinco horas. Tenía las piernas entumecidas. Los primeros pasos fueron vacilantes y debió sostenerse de las paredes para no caer. Durante algunos minutos frotó con fuerzas los músculos de sus piernas para volverlas a la normalidad.
Algo más aliviado, hurgó en la mochila en busca de una linterna. Era pequeña y con luces de led que le proporcionaban una buena iluminación. Ni bien la encendió, un haz de luz dejó a la vista gran parte del pasillo. De un lado colgaban cuadros antiguos y del otro el ingreso a varios salones de clases. Al final del mismo el camino tomaba hacia la izquierda.
Fue hasta allí sin prisa. Iluminó la continuidad del pasillo antes de seguir caminando. Divisó un par de puertas a la derecha y quince metros más adelante, sobre el final del piso de cerámicos blancos y negros dispuestos en forma de damero, una enorme puerta de madera con pequeñas ventanillas de vidrio en cuyo marco superior un enorme letrero decía "Dirección".
En tanto se acercaba, su corazón latía más fuerte. Al llegar a la puerta, dejó la mochila en el suelo y casi en cuclillas buscó en uno de los cierres delanteros de ésta un manojo de llaves. Todas estaban relucientes. Había estado haciendo las copias a lo largo de los últimos meses, a razón de dos por semana.
Una de las llaves era más grande que el resto. Tomó esa y de frente a la puerta la introdujo en la cerradura. La giró dos veces hacia la izquierda y de inmediato se escuchó un chasquido en el mecanismo que reverberó en todo el pasillo. La puerta estaba ahora abierta.
A medida que se abría, un chirrido acompañaba el movimiento. Las ventanas estaban cerradas y aquello era una verdadera boca de lobo. Apuntó la linterna hacia el centro arrebatando a la oscuridad parte de su misterio. Un escritorio repleto de papeles quedó al descubierto.
Sin embargo no le importaba aquel mueble antiguo ni los papeles ordenados, casi de manera obsesiva, en pilas simétricas. Detrás había una biblioteca, aunque su función no era solamente poner al resguardo los cientos de libros que contenía. Con firmeza se apoyó en uno de sus laterales y empujando con todo el cuerpo, la desplazó un metro.
La biblioteca ocultaba de la vista un panel de acero sobre la pared. El panel a su vez estaba dividido en seis partes iguales, conteniendo cada una cerradura. Eran en realidad, seis cajas fuertes. Y dentro de las mismas estaba aquello por lo que había arriesgado todo en las últimas semanas.
No por nada lo consideraban el alumno más inteligente y a quién más confianza le tenían los profesores e incluso, la rectora. Era brillante y tenía un gran porvenir. Ese año en particular había trabajado codo a codo con varias investigaciones y en la universidad habían recibido ofertas de varias empresas para poder contratarlo ni bien se graduara. La rectora, algo ilusa, pretendía que diera clases en el futuro, razón por la que lo invitaba seguido a tomar el té en su propia oficina.
Aquellas seis cajas fuertes contenían el historial de todos los alumnos. Allí estaba la suerte de cada uno de ellos. Porque cualquiera podía hackear los servidores y modificar las notas, pero el papel siempre reflejaría la realidad, la fría verdad de los números.
Probó dos llaves antes de dar con la adecuada. La puerta se acero se abrió para su lado. Alumbró con la linterna y tiró del cajón hacia delante. Estaba en la letra del abecedario correcta. Fue pasando con los dedos a gran velocidad las carpetas guardadas. En la parte superior figuraba el apellido, lo que le permitía no detenerse una por una a ver a quién correspondía.
Treinta segundos después se detuvo en la carpeta que buscaba. La sacó con cuidado, como si fuera una bomba. Dejó por un momento la caja fuerte y fue hasta el escritorio. En la primera página estaba la foto de ella, sus tres nombres, su apellido. Sintió que el corazón le daba un vuelco. Suspiró. Las primeras páginas correspondían a los años anteriores. Saltó directamente hasta las últimas. Justamente donde estaba el problema.
Le dolían esos números de tan solo verlos escritos. Buscó en la mochila su libreta de apuntes y la colocó al lado de la hoja de calificaciones. Tomó luego una lapicera y el sello de la rectora. Con una espátula de metal bien afilado raspó la tinta seca hasta hacerla desaparecer, una técnica que había practicado horas y horas a lo largo de dos meses. Luego miró su libreta y con enorme habilidad, imitó la caligrafía de la rectora. Cuando hubo terminado, legitimó todo con el sello.
Apreció su obra a lo largo de un minuto. Luego guardó todo en su lugar sobre el escritorio, devolvió la carpeta a su sitio y volvió a colocar la biblioteca donde correspondía.
Se marchó en silencio, despacio. Recorrió el último tramo en total oscuridad. Luego, volvió al armario. Trataría de dormir parado, descansar algo. Cuando todo el mundo retornara por la mañana, abriría la puerta y se mezclaría en la multitud. El plan perfecto, el sacrificio necesario. Todo por verla feliz.

10 de noviembre de 2015

La descendencia de Aergia

Era dueño de una teoría que llevaba al límite de la astucia. No recordaba el momento exacto en que había nacido en el seno de su pensamiento, pero si que en plena adolescencia, cursando la escuela secundaria, había confirmado su eficacia.
Federico era una persona en apariencia normal, de vestir prolijo, cabello corto y barba siempre recortada. Todas las mañanas bajaba puntualmente los ocho pisos de su edificio en el ascensor de la derecha, cruzaba el hall principal, saludaba al portero y salía a la calle para recorrer los cien metros que lo separaban de la parada del colectivo.
Allí esperaba junto a otros trabajadores, estudiantes y docentes somnolientos. Pero a diferencia de ellos, con rostros de resignación y sueño, a él se lo veía espléndido.
Media hora más tarde se sentaba en su escritorio, dentro de una reconocida empresa, donde su jornada laboral transcurría con total tranquilidad.
Los superiores iban y venían, llamaban por el apellido a compañeros, daban órdenes tanto a hombres como mujeres que corrían de un lado a otro llevando papeles, buscando impresiones, arrastrando pilas de carpetas con información vital.
Y en ese caos rutinario, al que todos estaban tan acostumbrados como sumidos, descansaba Federico. Porque su teoría era endiabladamente efectiva. Sostenía, en silencio, sin compartirlo con nadie, pero orgulloso de los resultados, que la pereza lo resguardaba del trabajo.
La famosa ley del menor esfuerzo, pero transformada en un práctico manual de supervivencia laboral. De vez en cuando garabateaba en un cuaderno notas al respecto, porque pensaba que quizá algún día, cuando estuviera jubilado, podría tener la voluntad de escribir un libro con su postulado.
Había notado ya desde el colegio, que aquellos que más estudiaban o proponían ideas para proyectos, eran los que más debían preocuparse por cumplir con las obligaciones que les imponían. Fue entonces que comprobó que si lograba alejarse de las actividades pero sin que los demás se dieran cuenta de la actitud poco compañera, lograría un menor número de responsabilidades y horas de estudio o investigación. Y la mejor manera era no haciéndose notar. Nadie le pide algo a quién no está.
Con el tiempo fue puliendo la idea, las formas, las estrategias. Hizo lo mismo en la universidad. Comprendió que no era difícil. Parecía un ser invisible, alguien que estaba pero al mismo tiempo no. Era imposible asignarle algo, porque prácticamente no lo tenían en cuenta.
Para cuando consiguió el trabajo en la oficina, era ya un experto en el arte de pasar desapercibido. Federico era el maestro de la pereza. No hacía absolutamente nada, pero nadie se lo reclamaba. Los demás trabajaban, perdían en cabello en crisis de tensión, agrietaban sus rostros con estrías de cansancio, debilitaban el corazón siguiendo el ritmo inalcanzable e incestuoso de la supervivencia. Y Federico, en tanto, se recostaba en la plácida tarea de no hacer nada. De estar y al mismo tiempo no. De dejarse ver, pero solo lo suficiente, de desaparecer en el momento justo, de evitar las tareas, las obligaciones. Y en ese arte, era un artista. El mejor.
Cuando anunciaban los aumentos, él los recibía. Cuando llegaban los elogios, él los disfrutaba. Cuando veía venir trabajo, simplemente sonreía porque sabía muy bien que no lo afectaría. Estaba ahí, pero al mismo tiempo no.
Al finalizar el horario de la oficina, se ponía de pie y caminaba lentamente hasta las escaleras, que bajaba peldaño a peldaño, sin ningún apuro. Cuál fantasma, su figura se iba diluyendo, consumiéndose junto a las agujas del reloj, feliz de vivir sin necesidad de sobrevivir, de no hacer para ser, de tener solo que fingir estar para estar y no sufrir.

1 de noviembre de 2015

Seres felices

Lo vi esconderse entre los árboles, sobre las copas más altas. Era gris, con forma de plato. Se movía tan rápido como un colibrí, aunque no aleteaba ni se detenía en el aire buscando una nueva flor a la que acercarse.
Provocaba un zumbido extraño en el aire, como queriendo dejar asentado que era real y no solo mi imaginación.
Hasta la arboleda tenía al menos quinientos metros. Cruzar a través de ella me llevaría media hora. Aquel objeto podía emprender vuelo en cualquier momento. Aunque estaba seguro que era un OVNI, no quería pronunciar ese nombre.
Corrí a más no poder. Tropecé con raíces varias y veces y rodé sobre la hojarasca en un par de oportunidades. No me detuve a mirar los raspones en los brazos. Seguí corriendo, con la boca abierta, tratando de cambiar el aire en la misma proporción al esfuerzo.
Cuando divisé la última fila de árboles, el atardecer estaba cayendo. Al llegar al final del recorrido, me topé con el arroyo. Y sobre éste, flotando, esa enorme nave.
Quedé atónito ante la imagen y rendido ante el cansancio. Flexioné las rodillas hasta dejarlas caer al suelo. Apoyé las manos sobre la gramilla y el olor del agua envolvió mis sentidos, salvo el de la vista, atrapado por esa visión propia de un libro de ciencia ficción.
Dos seres extraterrestres chapuceaban en el agua, con flotadores en forma de pato alrededor de sus caderas. Uno le arrojaba agua en el rostro al otro, que se cubría su único ojo con una especie de garfio de carne.
Eran felices, como dos niños pequeños.
Pero entonces, involuntariamente, mi pierna quebró una rama y el sonido quebró el encanto. Ambos miraron hacia donde estaba y sin mediar movimiento alguno, nave, extraterrestres y patos salvavidas desaparecieron del arroyo.
Quedé contemplando el agua siguiendo su curso, sin siquiera estelas que confirmaran lo que acababa de presenciar. Anonadado me puse de pie y observé en derredor. Nada. Ni un solo rastro de los visitantes.
Volví triste, apesadumbrado. No sabía si por no haber podido obtener una prueba de aquello o por haberlos espantados.
Desde entonces visito el lugar, anhelando encontrarlos. No para fotografiarlos ni otras cosas raras, sino para nadar con ellos y salpicarlos con agua, tratando de comprender cómo es que en el resto del universo aún quedan seres felices.