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20 de octubre de 2015

El jardín de Helena

Helena vivía postrada en una cama desde que tenía memoria. Su breve contacto con el mundo ocurría cuando de tanto en tanto una ambulancia venía a buscarla para llevarla a realizar algún estudio.
La desolación de sus días se veía compensada, si así podía decirse, por una ventana. Era amplia y sus cortinas blancas estaban siempre descorridas a pedido de la propia Helena.
Su padre se las había ingeniado para que la cabecera de la cama estuviera algo más elevada que el resto, por lo que su hija podía apreciar de menor manera el exterior, aunque fuera a través de un vidrio.
No solo era la rigidez de su cuerpo lo que la mantenía confinada. Su sistema inmunológico era tan sensible que cualquier cosa podía afectarla.
A Luis desde pequeño le había llamado la atención cuando pasaba por delante de esa casa de tres pisos, la ventana situada justo por la mitad de la construcción. Ese rostro blanquecino que se asomaba con timidez del otro lado, perteneciente a un cuerpo siempre acostado, le resultaba un misterio.
Sin embargo, con el correr de los años, fue sabiendo más de la persona que permanecía allí condenada al encierro. Y a pesar de la distancia, de verla a través de un vidrio, se fue enamorando.
Un sentimiento tonto, lo sabía. Porque ella no estaba enterada y él jamás la llegaría a conocer. Así se lo habían hecho saber. Nadie podía visitarla, salvo su familia.
De alguna manera ,sin embargo, quería hacerle saber lo que significaba para él. Del otro lado de la calle había un espacio verde. Un lote que nadie ocupaba. No le importó averiguar de quién era ni si tenía permiso para hacer lo que iba a hacer. Las buenas voluntades no conocen de esas cosas.
Cortó el césped y compró plantas. Muchas y diferentes, asegurándose que todas dieran flores.
Helena jamás había reparado en ese muchacho que desde hacía tiempo se detenía en la vereda a mirarla embelesado. La tarde que lo observó cortando el pasto no sospechó que lo que estaba haciendo la tenía como destinataria. Pensó que al fin alguien se dignaba a arreglar ese espacio abandonado.
Fue testigo entonces de cómo ese sitio se transformaba en algo bello. Primero el pasto corto, luego las plantas y finalmente las flores. Y cada tarde, ese mismo muchacho, echándoles agua con una regadera con toda la paciencia del mundo. Hasta le parecía que por momentos miraba hacia su ventana. Cosa extraña e imposible, por supuesto.
Ahora, cuando miraba hacia la calle, el rutinario paisaje le sonreía. Aquel jardín le arrancaba una sonrisa, le producía un cosquilleo interno que la hacía sentir radiante. Cuántas ganas tenía de decirle a ese muchacho lo agradecida que estaba, más allá que el jardín no era para ella.
Luis fue agregando flores día a día. El colorido le transmitía felicidad. Se imaginaba a la mujer de la que se había enamorado contenta con el nuevo paisaje que ahora podía disfrutar desde su lecho. Cada tarde al salir del trabajo se dirigía al jardín de Helena.
De vez en cuando miraba hacia la ventana, deseando que ella pusiera atención en él. A lo lejos distinguía el rostro pálido, pero no podía divisar sus facciones, las emociones, ni las palabras murmuradas por esa chica. Y si embargo, la amaba.
Cada tanto no estaba. Sabía que la llevaban a realizar estudios. Por eso esa tarde no se preocupó. Regó las plantas, quitó la gramilla invasora y se fue. Al otro día, tampoco la vio. Y al siguiente. Y al otro. Esas noches no pudo dormir. Temía algo.
Finalmente se decidió a tocar a la puerta. Era una casa de estilo antiguo y la puerta medía casi dos metros y medio de alto y dos de ancho. No obtuvo respuestas.
- ¿A quién busca? - preguntó un vecino que estaba a punto de introducir la llave en la cerradura de su casa, a unos quince metros hacia su izquierda - Enterraron a la hija hace dos días, estaban destruidos, no creo que le abran a nadie.
Las palabras significaron un sismo. Un cataclismo en su interior. Luis caminó toda la tarde y noche sin rumbo. Lloró en esquinas que jamás había visitado, sollozó en barrios que ni siquiera conocía. El amanecer lo recibió sentado entre sus plantas, en el jardín de Helena.
Luis vuelve cada tarde, riega las plantas, quita la hierba mala y agrega alguna que otra flor. En la entrada puso un cartel muy grande y repleto de color. Dice "El Jardín de Helena".
Días atrás un hombre corpulento pero al mismo tiempo abatido por el tiempo, se acercó tímidamente.
- Mi hija se llamaba así - le dijo a Luis - Murió hace pocas semanas. Es una rara coincidencia que haya bautizado así a este lugar, pero le quiero agradecer. Es lo primero que veo cada día al asomarme al que era su cuarto. Al mirar por la ventana y ver este lugar, el cartel, siento que ella aún está viva. Le quiero dar las gracias.
Se estrecharon en un abrazo y Luis lloró toda la noche. Pero ya no lo hace. Las lágrimas no tienen lugar en su vida. Las energías están puestas en ese mágico lugar, donde ella renace con el sol y se acuesta a descansar con la llegada de la luna.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Lástima que no pudo decirselo. Que deprimente que no se conocieron.
Pero al menos la homenajea.