Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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24 de octubre de 2015

Las sirenas del fin del mundo

Cuando la sirena aullaba era mala señal. No las sirenas de las ambulancias, la mayor, que estaba encaramada en lo alto de la torre de lo que era la iglesia del pueblo, ahora convertida en un refugio para infectados.
Ese sonido, tan fuerte como agudo, penetraba el alma. Significaba una sola cosa. Más infectados en las fronteras.
Entonces si, las que escuchábamos a continuación eran las otras, las que se confundían en la letanía de los días gracias al efecto doppler que provocaban. Y si nos asomábamos por las ventanas, íbamos a ver las ambulancias partiendo raudamente por la calle principal hacia alguna de las tres salidas del pueblo.
A la hora, como mucho, las veíamos volver. Estacionaban delante de la vieja iglesia y arrojaban la carga puertas adentro. Los recién llegados iban envueltos en grandes bolsas que cubrían casi todo el cuerpo, salvo los pies, con los que podían desplazarse.
No observábamos sus rostros, tampoco nos interesaban. La preocupación por el mundo exterior había terminado hacía mucho tiempo. Lo que nos quedaba eran nuestras vidas y nada más. Los refugiados eran abandonados en ese lugar, porque salvo por sobras de comidas que se le arrojaban por encima de los tapiales del patio, nadie entraba ni siquiera a corroborar que estuvieran vivos.
Es que ellos también eran conscientes del final. Al menos, no iban a morir en el camino. Un techo y algo de comida podía darles una cuota de menos sufrimiento, si es que eso era acaso posible.
¿Cómo comenzó todo? Ya nadie lo recuerda. Una guerra allá, otra por acá, una más cerca, otra más lejos y un buen día el cielo se convirtió en una bola de gas rojo y la gente comenzó a enfermar. ¿Quién lanzó ese químico? Una pregunta que ninguno puede responder. Si alguno se creyó ganador, es porque también perdió.
En el pueblo sobrevivimos por una sola razón. Dios. Ojo, que no se malentienda. No fue un milagro místico, más bien de coincidencias. Cuando aquello ocurrió el pueblo estaba reunido dentro de la iglesia debatiendo una cosa: la demolición de la iglesia.
Y es que, siendo tan pocos y necesitando de dinero para poder comprar una mayor cantidad de provisiones, no veíamos con malos ojos vender las reliquias, los mármoles, los ladrillos y lo que hiciera falta para poder recaudar fondos.
Mal que nos pese, a pesar de lo que muchos dirían que era un sacrilegio, estar dentro de aquel recinto, nos salvó las vidas.
Aguardamos pacientes hasta que aquello remitió. Cuando salimos, descubrimos que quienes habían estado en sus hogares o en las calles, se habían infectado. Y de a poco, fueron muriendo. Los que venían de otros pueblos nos informaban que en todas partes sucedía lo mismo. Pero nosotros, la gran mayoría, estábamos sanos.
Hoy, no es novedad, el mundo se está muriendo. Las noticias no llegan, la era de la globalización retrocedió varias casillas y la humanidad misma camina a ciegas, enferma, hacia la extinción. En el pueblo intensificamos las huertas y de esa manera seguimos vivos.
Los infectados, aunque parezca mentira, siguen llegando. Los vigías apostados en las afueras nos lo hacen saber, para que evitemos que lleguen a las pocas tierras fértiles que quedan y nos contaminen los alimentos.
Quizá nunca agradezcan nuestro gesto de bondad al darles una última esperanza, pero es lo que hacemos. Los llevamos a un lugar que para nosotros es especial, porque nos salvó la vida y allí, entre santos y otros enfermos, puede que encuentren la redención o el sentido a tanto lamento.
Sabemos que mueren, vaya que lo sabemos. Los que viven queman a los que perecen, en una hoguera expiatoria cuyo humo sobrevuela la noche durante horas, confundiéndose con las estrellas y los últimos rastros del polvillo rojo que aún vaga en las alturas.
No nos queda otra que ser testigos, desde nuestras moradas. Somos conscientes que estamos tan muertos como ellos, pero en vida. Una paradoja difícil de explicar, pero que tácitamente todos aceptamos.
Las sirenas suenan demencialmente y nos arranca del sopor, solo para llevarnos hasta las ventanas y esperar.
Esperar y observar. Observar y esperar. Esperar...

20 de octubre de 2015

El jardín de Helena

Helena vivía postrada en una cama desde que tenía memoria. Su breve contacto con el mundo ocurría cuando de tanto en tanto una ambulancia venía a buscarla para llevarla a realizar algún estudio.
La desolación de sus días se veía compensada, si así podía decirse, por una ventana. Era amplia y sus cortinas blancas estaban siempre descorridas a pedido de la propia Helena.
Su padre se las había ingeniado para que la cabecera de la cama estuviera algo más elevada que el resto, por lo que su hija podía apreciar de menor manera el exterior, aunque fuera a través de un vidrio.
No solo era la rigidez de su cuerpo lo que la mantenía confinada. Su sistema inmunológico era tan sensible que cualquier cosa podía afectarla.
A Luis desde pequeño le había llamado la atención cuando pasaba por delante de esa casa de tres pisos, la ventana situada justo por la mitad de la construcción. Ese rostro blanquecino que se asomaba con timidez del otro lado, perteneciente a un cuerpo siempre acostado, le resultaba un misterio.
Sin embargo, con el correr de los años, fue sabiendo más de la persona que permanecía allí condenada al encierro. Y a pesar de la distancia, de verla a través de un vidrio, se fue enamorando.
Un sentimiento tonto, lo sabía. Porque ella no estaba enterada y él jamás la llegaría a conocer. Así se lo habían hecho saber. Nadie podía visitarla, salvo su familia.
De alguna manera ,sin embargo, quería hacerle saber lo que significaba para él. Del otro lado de la calle había un espacio verde. Un lote que nadie ocupaba. No le importó averiguar de quién era ni si tenía permiso para hacer lo que iba a hacer. Las buenas voluntades no conocen de esas cosas.
Cortó el césped y compró plantas. Muchas y diferentes, asegurándose que todas dieran flores.
Helena jamás había reparado en ese muchacho que desde hacía tiempo se detenía en la vereda a mirarla embelesado. La tarde que lo observó cortando el pasto no sospechó que lo que estaba haciendo la tenía como destinataria. Pensó que al fin alguien se dignaba a arreglar ese espacio abandonado.
Fue testigo entonces de cómo ese sitio se transformaba en algo bello. Primero el pasto corto, luego las plantas y finalmente las flores. Y cada tarde, ese mismo muchacho, echándoles agua con una regadera con toda la paciencia del mundo. Hasta le parecía que por momentos miraba hacia su ventana. Cosa extraña e imposible, por supuesto.
Ahora, cuando miraba hacia la calle, el rutinario paisaje le sonreía. Aquel jardín le arrancaba una sonrisa, le producía un cosquilleo interno que la hacía sentir radiante. Cuántas ganas tenía de decirle a ese muchacho lo agradecida que estaba, más allá que el jardín no era para ella.
Luis fue agregando flores día a día. El colorido le transmitía felicidad. Se imaginaba a la mujer de la que se había enamorado contenta con el nuevo paisaje que ahora podía disfrutar desde su lecho. Cada tarde al salir del trabajo se dirigía al jardín de Helena.
De vez en cuando miraba hacia la ventana, deseando que ella pusiera atención en él. A lo lejos distinguía el rostro pálido, pero no podía divisar sus facciones, las emociones, ni las palabras murmuradas por esa chica. Y si embargo, la amaba.
Cada tanto no estaba. Sabía que la llevaban a realizar estudios. Por eso esa tarde no se preocupó. Regó las plantas, quitó la gramilla invasora y se fue. Al otro día, tampoco la vio. Y al siguiente. Y al otro. Esas noches no pudo dormir. Temía algo.
Finalmente se decidió a tocar a la puerta. Era una casa de estilo antiguo y la puerta medía casi dos metros y medio de alto y dos de ancho. No obtuvo respuestas.
- ¿A quién busca? - preguntó un vecino que estaba a punto de introducir la llave en la cerradura de su casa, a unos quince metros hacia su izquierda - Enterraron a la hija hace dos días, estaban destruidos, no creo que le abran a nadie.
Las palabras significaron un sismo. Un cataclismo en su interior. Luis caminó toda la tarde y noche sin rumbo. Lloró en esquinas que jamás había visitado, sollozó en barrios que ni siquiera conocía. El amanecer lo recibió sentado entre sus plantas, en el jardín de Helena.
Luis vuelve cada tarde, riega las plantas, quita la hierba mala y agrega alguna que otra flor. En la entrada puso un cartel muy grande y repleto de color. Dice "El Jardín de Helena".
Días atrás un hombre corpulento pero al mismo tiempo abatido por el tiempo, se acercó tímidamente.
- Mi hija se llamaba así - le dijo a Luis - Murió hace pocas semanas. Es una rara coincidencia que haya bautizado así a este lugar, pero le quiero agradecer. Es lo primero que veo cada día al asomarme al que era su cuarto. Al mirar por la ventana y ver este lugar, el cartel, siento que ella aún está viva. Le quiero dar las gracias.
Se estrecharon en un abrazo y Luis lloró toda la noche. Pero ya no lo hace. Las lágrimas no tienen lugar en su vida. Las energías están puestas en ese mágico lugar, donde ella renace con el sol y se acuesta a descansar con la llegada de la luna.

16 de octubre de 2015

Un día perfecto

Fue un día soleado. Cálido, espléndido. Lo recuerdo muy bien. El cielo era celeste de una punta a la otra. No había nubes. No había nada que pudiera opacarlo. Era un día perfecto. Con la calma del campo, la brisa suave de la primavera, el deseo silencioso de concretarlo.
Había estacionado el coche cerca de la orilla de un arroyo. No había caminos que llevaran hasta allí. Había atravesado la naturaleza salvaje en medio de la noche aguardando el amanecer para hacer realidad el plan. Pero me quedé dormido. Cuando desperté estuvo a punto de maldecir tremenda distracción, pero al ver ese celeste en lo alto, supe que había sido una bendición y no un error.
Estiré las piernas caminando de norte a sur siguiendo el curso del agua. Retorné con los pulmones desbordantes de aire puro. ¡Qué lejos estaba la puta ciudad! Los oídos seguramente no creían tanta paz, tanto silencio. Los ojos observaban absortos el abundante verde. El tacto palpitaba con el roce de las plantas. El olfato se deleitaba con el aroma de la vida.
Llegué al auto. El sol había calentado su superficie. El rojo refractaba la luz del sol, obteniendo destellos conmovedores. Abrí el maletero. Chirrió como lo hacía siempre, producto de los años y el abandono. En su interior, acurrucado, estaba el estúpido que vendía flores en la esquina de la plaza. Durante años lo había visto allí parado, ofreciendo con su entrecortado murmullo, nombres mal pronunciados de naturaleza despojada de su hábitat natural.
A medida que el plan cobraba forma en mi mente fui sabiendo que era la persona para comenzar. Porque a él le había comprado esas flores de mierda que Susana me arrojó por la cabeza el día que rompimos y que a pesar de ello, cada vez que pasaba por el lugar seguía insistiendo con su monótono hablar, haciendo que mi odio se incrementara día a día.
No podía evitarlo, mi puesto de diarios estaba justo frente al suyo. Y verlo desde la mañana hasta que caía la noche, era ver el fracaso de aquella tarde, cuando Susana en un arrebato de locura me dijo adiós, me tiró las flores y corrió hacia un taxi con el infortunio de ser atropellada antes por una moto.
Cuántas veces me dije en las noches de desvelo, que esas flores gran parte tenían de la culpa de lo sucedido. Flores de porquería, sugeridas por un malparido que apenas sabía hablar. Y lo fui imaginando maniatado noche a noche, hasta que supe lo que debía hacer.
En realidad, no era el único culpable. La cadena era extensa. Él, su hermana, el ex novio, la madre, la vecina chismosa, la tía... Pero por alguien había que comenzar. Y entonces, aquella tarde maravillosa, a metros de un arroyo en medio de la nada, abrí el maletero y lo contemplé durante largos minutos, mientras él trataba de zafar el pañuelo que había metido la noche anterior en su boca y se agitaba inútilmente dentro del estrecho habitáculo.
El plan se ponía en marcha. Por eso lo recuerdo tan bien. Está grabado en mi memoria. Y hoy, en un día totalmente diferente, con la lluvia arreciando sobre mi rostro, cuerpo y alma, me encuentro a  un lado del mismo coche rojo, pero al borde de un acantilado. En el maletero está la tía, que todavía respira. Lo hará durante un tiempo más, hasta caer a lo largo de unos veinte o treinta segundos en pleno descenso contra rocas, arbustos y bordes filosos.
Será el fin del plan. Cerrar una etapa. En breve seré libre. El sol del primer día, la lluvia del último. El acantilado es el lugar perfecto para comenzar de nuevo. Primero la última persona culpable. Luego el esperado renacer.
Un diluvio borrando el pasado... como aquella vez en el campo: es un día perfecto.

7 de octubre de 2015

Algo huele mal en el sótano

Al desplazar las cajas quedó al descubierto lo que provocaba el mal olor. Sin embargo, no era lo que sospechaba. El ratón muerto que preveía se había transformado en algo mucho más grande y al mismo tiempo, espeluznante.
El estado de descomposición de aquel descubrimiento era avanzado, al menos de una semana. Si no hubiera estado visitando a su mamá en Buenos Aires, lo habría notado antes. Pero ese viaje era impostergable, los episodios de su madre de pánico se habían cada vez más intensos y todos en la familia temían por un suicidio.
Aunque no era solo el hecho de notar o no el olor y lo que allí había. Era el acto mismo de lo que había sucedido. Si él hubiera estado en casa, fuera lo que fuera que había pasado, no tendría por qué haber sucedido.
Los pensamientos iban y venían en su cabeza en forma de torbellino. Las imágenes también. El cuerpo a sus pies se mantenía inerte, con el rictus aterrador de la muerte en cada milímetro. Pero suponía, con una certeza que lo asustaba, que lejos había estado de permanecer quieto en los instantes finales. El torso desnudo parecía lacerado, grandes manchas oscuras evidenciaban mucha violencia en su contra.
Pero el horror era aún más vívido al observar lo que quedaba de la cabeza, con medio cráneo a la vista y las cuencas vacías donde debían estar los ojos.
Una cicatriz enorme surcaba la cara y atravesaba incluso la nariz, cuyo tabique estaba abierto dejando una hendidura por la que se movían libremente gusanos blancos.
Se quedó inmóvil mirando los detalles, asombrado, perplejo. Algo brillaba debajo del torso. Se acercó y movió el peso inerte con la punta del zapato. Debajo había un reloj. Su reloj.
Se agachó para recogerlo, sin poder entender como había llegado allí. La malla estaba rota y no podía leerse la hora por la cantidad de sangre seca que cubría la parte frontal.
Escuchó un ruido a sus espaldas. La puerta del sótano se había abierto. El sonido de los tacos bajando las escaleras era inconfundible. Virginia estaba bajando. Dudó entre mover de nuevo a su lugar la caja pero comprendió que no tenía mucho sentido. Por un lado, el olor era nauseabundo. Solo ocultaría el cuerpo. Por el otro, Vicky era quién había estado sola en la casa durante el tiempo que él se había ausentado. Si algo pasó, ella debía estar enterada...
- Vicky... ¿qué es esto?
- Si, ya sé... - respondió ella, llegando hasta él y extendiendo las manos buscando las suyas. Vestía una remera blanca de mangas cortas, lo suficientemente larga como para cubrir parte de sus muslos. Debajo no llevaba nada puesto - Prometí limpiarlo, pero sinceramente no pude Guillermo, no pude...
- Pero... ¿qué pasó acá, quién es esta persona? - estaba nervioso, las palmas le sudaban, ya no estaba seguro de conocer a como creía a la mujer que tenía adelante.
- Pasó lo que tenía que pasar - dijo ella tajante, haciéndolo a un lado - Era de lo que hablábamos Guillermo, tampoco te hagás el sorprendido.
La escuchaba y no comprendía.
- Vicky, decime... ¿lo mataste vos? ¿Lo conocías al menos?
- ¿Yo? Cada día estás más loco Guillermo. Si bien está desfigurado, pero hasta tu mamá en medio de un ataque de locura de esos que tiene se daría cuenta quién es.
- ¿Quién era? ¿Quién era este tipo?
- ¿Me hablás en serio? - Vicky estaba trayendo bolsas negras de consorcio, de las grandes, reforzadas.
Guillermo abrió los brazos, en un gesto que denotaba su ignorancia e impaciencia.
Virginia se llevó las manos a la cabeza.
- ¡Es tu editor, pedazo de infeliz! Lo mataste porque dijo que lo que escribías era pura basura y quería romper el contrato con vos. Y después hiciste lo de siempre que hacés una locura de estas, llamaste a tu mamá y le contaste, y la estúpida tuvo uno de sus ataques. Y acá me dejaste, con el fiambre en el sótano.
- Vicky, qué decís, no podés estar inventando...
- ¿Inventando? Ya me estoy cansando Guillermo... Qué casualidad, tus lagunas mentales son cada vez que te despachás a alguien. Te puedo tolerar este problemita tuyo, pero te lo digo ahora y nunca más: es la última vez que me dejás el muerto a mí sola.
Él tragó saliva, no podía recordar nada, pero aún más miedo le daba el tono de voz de su mujer, la manera en que preparaba las bolsas de consorcio, la seguridad con la que se movía...
- ¿Entendiste? - dijo de manera agresiva, sin llegar a ser una pregunta, sino una aseveración.
- S... Si... si mi amor, entendí.
- Bien, ahora traé la sierra que tenemos que tirarlo de a partes...
- ¿Estás segura que yo hice esto?
- Guillermo ¿podés concentrarte? Traé la sierra te dije. Me cago en la mierda, che. ¿Para nada servís?
El escritor se dirigió hacia el banco de trabajo donde estaban las herramientas, en total silencio. Ahora tenía la mente en blanco, como esas noches eternas en las que las musas lo abandonaban y la pantalla del ordenador permanecía impoluto. La voz de Virginia resonaba de fondo, dando órdenes e insultando. Podía verle el culo allí agachada, tratando de sacar uno de los brazos de debajo del torso. Era todo tan irreal, que parecía sacado de uno de sus cuentos.
Hacía esfuerzo por recordar, pero era en vano. Sus manos temblaban, no obstante tomó la sierra y volvió sobre sus pasos. Quedaba mucho por hacer y según ella, no era la primera vez.
Solo rogaba en silencio, que fuera la última.

3 de octubre de 2015

Ladrón Virtual

De: lvlvlvlvlvlv@xasascca.com

Para: Restaurant Las Estrellas de Oro (info@rledo.com)

Asunto: Robo

Mensaje enviado con importancia Alta.

Estimado encargado:

Por la presente, solicito me haga entrega del dinero de la caja mediante una transferencia electrónica a la cuenta bancaria que adjunto en un archivo encriptado y exija a los comensales que en este momento están en el local, a desviar por home banking una suma en concepto de robo adicional.
En caso de no cumplimentar con mi pedido, se verán expuestos a un ciber ataque en la red, en cuyas redes sociales aparecerán filmaciones extraídas de sus propios equipos de CCTV que comprometen la higiene del restaurant cómo así un resumen de transacciones fraudulentas, comprando a proveedores en negro para evadir impuestos.
En cuanto a los clientes, obligue a que colaboren, de lo contrario les haré llegar un mensaje de texto con una dirección url en la que comprobarán, mediante imágenes, que es lo que están comiendo exactamente. Material suficiente para demandas varias.
Espero haber sido claro.

Sin más, los saludo atte.

Ladrón Virtual
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