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15 de septiembre de 2015

Los campeones del mundo

Tokyo, año 2017. El Mundial de Bolitas transcurre con normalidad. Neumayer y Oyola avanzan sus respectivas rondas y todos esperan que lleguen a la gran confrontación final.
Claro que esto no sale en las noticias. Los fanáticos del campeonato más importante del mundo de las también denominadas canicas son muy pocos y a duras penas, a lo largo del planeta, rastrean la escasa información al respecto de la competencia. La encuentran en crónicas que aparecen en blogs especializados o en los mismos perfiles de los jugadores en las redes sociales.
Sin embargo, algo sucede en octavos de final que hace que toda la humanidad ponga su atención en el certamen y sobre todo, en los dos grandes candidatos al título, de quienes luego hablarán por años.
Aunque para llegar a ese punto, hay que retroceder un par de décadas. Y volver al siglo pasado.
Es 1991 y Nicolás Oyola apenas si ha escuchado hablar de Tokyo. Tiene cuatro años y una increíble habilidad para jugar a las bolitas. Tanto, que logra enojar a sus hermanos mayores y a los amigos de estos, a los que derrota en cada oportunidad con extrema facilidad. Su paso por la escuela primaria lo transforma en un mito viviente en el recinto escolar. Es el primer niño en cursar todos los grados sin haber perdido jamás una partida de bolita durante los recreos.
Lo notable es que también es imbatible en el barrio. Su fama se hizo tan grande que atrajo la visita de un hombre que estaba de visita en la ciudad. En la gran ciudad. Se presentó una tarde calurosa de verano a pocas semanas del comienzo de las clases. Para entonces se avecinaba para Nicolás el inicio de la educación secundaria y aquello lo tenía preocupado. Lo único que le interesaba era jugar a las bolitas. Pero sus padres le habían advertido que la escuela era importante y no permitirían que la dejara de lado por "ese juego de niños".
La llegada de ese nombre fue crucial. Quería llevarse a Nicolás a una gira internacional donde debía jugar contra chicos de todo el mundo. Era el sueño de su vida. Sus padres se opusieron tajantemente. Y Nicolás Oyola terminó haciendo lo que todo niño de doce años haría. Escaparse.
El hombre se llamaba Oliver Neumayer y era alemán. Su hijo, Helmet, tenía apenas tres años cuando su padre llegó a Berlín en compañía de un niño argentino llamado Nicolás.
Las giras llevaron a la familia Neumayer y Nicolás a recorrer el mundo. Y el entonces adolescente Oyola se fue haciendo amigo del pequeño Helmet, que a medida que crecía, dominaba más y más el juego que su joven amigo le enseñaba con entusiasmo.
Lo impensado ocurrió en 2002, en Ontario, Canadá. El imbatible Nicolás Oyola, la leyenda viviente de las bolitas en toda su historia, perdió por primera vez en su vida, en una partida de preparación para el mundial a jugarse en ese país de América del Norte. El verdugo, un pequeño de seis años. Se llamaba Helmet y él mismo le había enseñado a jugar.
Nicolás pensó siempre que el día que perdiera su invicto podría superarlo. Pero se equivocó. La derrota fue demasiado, se sintió desvalido y traicionado. Aquel pequeño, a quién tanto quería, se transformó en el ser que más odiaba en el mundo y de un día para otro abandonó a los Neumayer, retornando a su país.
Pero los Oyola, aún dolidos, no aceptaron recibirlo en el seno familiar. Nicolás, lejos de desanimarse, decidió que estaba lo suficientemente grande como para afrontar su vida y valerse por si mismo. Recordando entonces la manera de manejarse de Oliver Neumayer, y de la gente que éste frecuentaba, se dedicó a recorrer el mundo en solitario, sobreviviendo gracias al dinero de los torneos que ganaba y de las demostraciones en las que participaba.
A pesar que las noticias no le dedicaban espacio al juego de las bolitas, había suficiente terreno por recorrer y descubrió que podía vivir de lo que le gustaba. Mientras lo hacía, los rumores sobre la vertiginosa carrera de Helmet Neumayer llegaban a sus oídos. Pero no era eso lo que le daba bronca, sino que compararan su carrera con la de ese crío y aún peor, que algunos osaran afirmar que el alemán era mejor que él.
Nicolás evitó los torneos donde estaba el pequeño Neumayer. No los necesitaba para conservar su prestigio. Pero de a poco las insinuaciones sobre esos desencuentros, que si estaba uno, no estaba el otro, aparejaron especulaciones, como que Oyola le huía por miedo a perder como había sucedido aquella vez en Canadá.
Habían pasado diez años de aquel encuentro. Tiempo suficiente, según Nicolás y decidió anotarse en el Mundial de México. Pero para su sorpresa, Helmet no asistió. Según supo, los padres habían detenido por un tiempo las giras para permitirle terminar el colegio.
Ante la ausencia en el circuito mundial, Nicolás se quedó con los mundiales que se disputaron en México, Nepal y Finlandia. Su nombre era nuevamente el más importante en el firmamento del juego de bolitas.
Pero en 2016, y ante la muerte de Oliver Neumayer, su hijo Helmet, anunció que se graduaría como ingeniero y volvería a competir. Nicolás recibió la noticia en un certamen de demostración en Sudáfrica y no pudo dormir durante dos noches seguidas. Comprendió entonces que realmente le tenía miedo a su alumno, única persona que lo había vencido en su vida.
Tokyo había llegado y tanto Neumayer como Loyola derrotaban con amplitud a sus rivales. El gran duelo estaba garantizado. Los fanáticos de las bolitas de todo el mundo esperaban con ansias la tan postergada revancha. No había cadena de televisión que los televisara, ni diario en el mundo que publicara noticia alguna del trascendental campeonato, pero aquello que estaba sucediendo en el país asiático era algo que quedaría en los anales del juego de la bolita.
Aunque nadie preveía lo que sucedería aquel jueves de octavos de final.

Es tarde. Dos partidas se han extendido más de lo previsto y los dos encuentros más importantes, los que protagonizarían los dos candidatos, Oyola contra un pakistaní y Neumayer contra un español, se hacen desear. Hay ciento veinte espectadores en el auditorio transformado en cancha de bolitas en el centro comercial donde se desarrolla el torneo.
Nicolás espera tomando un café en un bar del primer piso. Helmet lee un diario en el restaurante situado a escasos metros del bar. Se han visto a la distancia, pero ninguno atinó a saludar al otro. Por más que estuvieran en el mismo lugar, no lo harían. Si eso tuviese que ocurrir, sucedería en el choque final. Nunca antes.
Nicolás no ve la hora de jugar, su partida es la siguiente. Helmet está tranquilo. Ninguno percibe el movimiento en la planta baja, ninguno sospecha de la camioneta que estaciona delante del complejo comercial. Sus mentes están en otras partes, donde imaginan una contienda sin igual, tantos años después.
Entonces, cada uno en su sitio, escucha el primer disparo. Parece un fuego artificial, algo extraño para el lugar. Luego llegan los gritos, la gente que corre y más disparos. Ahora están seguros, los sonidos provienen de armas de fuego.
Son yihadistas. Fundamentalistas del islam más radical. En los últimos cinco años han cometido brutales crímenes en nombre de la ideología que defienden. Y desde los últimos doce meses han expandido sus acciones más allá de su geografía original.
En planta baja, los hombres que responden al movimiento, disparan a mansalva sobre las sorprendidas personas que pasean o trabajan en el lugar. Algunos penetran dentro del auditorio donde se ha montado el campo de juego. Se escuchan más disparos y gritos. Nicolás corre instintivamente hacia el restaurante. Helmet está pálido sentado a una mesa. El diario que leía segundos antes descansa desparramado entre sus piernas. Al ver a su amigo de la infancia parado a pocos metros se convence que aquello es una escena que forma parte de un sueño o de una pesadilla.
Los yihadistas están subiendo al primer piso, Nicolas los ha visto camino al restaurante. Ocupaban las escaleras mecánicas, portando pesadas automáticas en los brazos. No tiene tiempo. En la mesa ve al Helmet de seis años, asustado, temeroso, que de todas formas salió en Ontario a disputarle esa partida sabiendo que llevaba las de perder.
Pero ahora ese niño ha crecido, es un hombre y teme por su vida. Como todos, como él. Corre y lo abraza y con un movimiento que no premeditó, lo arroja al suelo y escapa con él a gachas, hasta detrás de unos aparadores repletos de botellas de vino.
Segundos después los yihadistas irrumpen en el restaurante y abren fuego contra todas las personas a la vista. Oyola y Neumayer, sin que los terroristas lo sepan, permanecen agitados pero en silencio, en el reparo de aquella bodega improvisada. Respiran el polvo de meses sin limpieza, pero no abren la boca, no mueven ningún músculo. Solo escuchan, por la cercanía, el galopar sincronizado de ambos corazones.
Esos hombres y mujeres armados van y vienen, han ocupado todos los pisos del centro comercial. Los televisores permanecen encendidos y las cadenas de televisión emiten desde el exterior del lugar. Los pocos sobrevivientes que escaparon cuentan desesperados los momentos que pasaron dentro. En la pantalla del televisor que pueden observar a medias Nicolás y Helmet, a través de unas hendijas del aparador, aparece Sikolov, el jugador búlgaro. Entre lágrimas, parlotea un inglés que se entiende muy poco, pero con los gestos alcanza. El mundo se entera entonces que allí se estaba disputando el Mundial de Bolitas.
El tiempo se prolonga, las noticias hablan de muertos, de rehenes, de peticiones, de negociaciones que no terminan. Hablan familiares de los muertos cuyas identidades han sido identificadas, incluso ven sus propias biografías relatadas con pesar. Al parecer los jugadores de bolitas eran más reconocidos de lo que ellos creían. Sus fotografías ocupando la pantalla los estremecen. Nicolás siente la presión de la mano de Helmet estrechando la suya. Esos dedos que impulsaran las canicas con mayor precisión que él, tantos años atrás. Esos dedos que eran tan hábiles como los suyos, aferrándose con fuerza a él. Ellos dos, tan distantes y ahora tan juntos.
En la estrechez del escondite, en el umbral de la muerte, Nicolás deja caer sus últimas lágrimas. Helmet lo rodea con sus brazos y alcanza a susurrar una palabra que lo es todo, significado y significante, el universo mismo, la única verdad en la vida. Le dice "hermano".
Luego los gritos de alerta, las sombras aproximándose y los disparos.
Y nada más.

1 comentario:

Juan Esteban Bassagaisteguy dijo...

Ufff, tremendo relato, Netomancia.
Disfruté con todos esos pasos de comedia iniciales, y sufrí con el dramático final. Señal de que transmitís como pocos los sentimientos de los personajes a nosotros, tus lectores.
Me encantó.
¡Saludos!