Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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13 de junio de 2015

Restos de la tragedia

Escucho pasos en la terraza, como si hubiera una loca. Silencio y dos nombres pronunciados, inentendibles. Luego, el silencio.
Permanezco de pie en la cocina, el repasador en una mano, el vaso en la otra. Los sonidos se han ido. Queda el propio de la soledad, inquietante pero habitual. Me propongo salir al balcón y espiar. Estoy en el último piso, podría al menos escuchar mejor.
Pienso entonces en los ruidos. En la voz de mujer. En esos dos nombres que no pude comprender. ¿Anazor, Zafanor, Estanor? ¿Y el otro? ¿Teao, Tecsao, Temón? Quizá alguien hacía una broma, quizá alguna pareja de otro piso jugaba a algo. La noche y la terraza se prestan para eso.
Pero... un escalofrío me recorre la espalda. Dejo lo que tengo en las manos y me acerco a la puerta del balcón. No la abro, al contrario, la trabo por dentro. ¿Y si alguien está haciendo magia negra? ¿Y si asomarse depara una revelación repugnante o peor aún, una curiosidad letal?
Apago las luces. De repente el miedo que alguien esté observando desde otro edificio me embarga. Escapo entonces de las ventanas. No quiero que vean hacia adentro. La oscuridad ayuda, porque las cortinas no están colocadas. La atención sigue pendiente en todo momento de la terraza. En cualquier momento podría volver a escuchar la voz, los pasos, cualquier otro indicio.
Miro la hora. Me cuesta distinguir el minutero en el reloj de pared. Las sombras alargan las formas y el tiempo paciera desmembrarse en la penumbra. Suspiro. Pronto escucharé las llaves, como cada noche a esta hora.
¡Un grito! Me apoyo contra la pared, trago saliva, es un grito desgarrador. Otra vez escucho pasos, pero ahora son más fuertes, más frecuentes... ¡alguien está corriendo en la terraza! Deseo estar lejos, deseo cerrar los ojos y estar en otra parte, tengo ganas de llorar, comienzo a rezar en voz baja, todo al mismo tiempo. Quiero escuchar las llaves, la puerta abrirse, quiero que su mano encienda las luces, me busque en este rincón donde yace mi cordura y me tome en sus brazos, me ponga de pie y me diga que todo está bien.
Otra vez el silencio. Pero ahora escucho mi sollozo ahogado, mi respiración agitada. Siento humedad en la entrepierna y ni siquiera puedo avergonzarme. Apenas si puedo moverse. Incluso el alma está petrificada.
Los pasos otra vez se instalan en la terraza, se vuelven ecos infinitos, un inmortal suplicio. Cierro los ojos. Los gritos, esos nombres, desgarran la noche, pero nadie más los escucha. Porque comprendo que no están en la terraza, al menos en la que está al aire libre unos metros más arriba. Y a pesar del esfuerzo por ganarle al recuerdo, por mentalizarme en opciones imposibles, la realidad gana la batalla. Y esos gritos marchitos, deformes, se transforman en crueles fotografías, tan claras y certeras como la muerte misma.
Entonces escucho, mientras huelo el orín en mis piernas, esas palabras puñales que nunca dejarán de proclamarse:
- ¡Eleonor te amo!
Ese "teamo" inseparable en plena carrera al vacío, dicho ya cuando las piernas escoltaban al cuerpo en esa última manera de decirme adiós.
Mi querida Claudia, cuyas llaves ya no escucho, que vuelve en forma de tormento dejándome sin consuelo.
Finalmente se hace el silencio, posándose sobre las sombras los restos de la tragedia como motas de polvo lanzados al olvido, pero que ninguna brisa se encargará jamás de llevar lejos. Y allí estarán, siempre pendientes de nosotros.

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