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10 de junio de 2015

En los yuyos de la vergüenza

Una cacerola de metal abandonada en los yuyos de un baldío reflejaba el sol de la tarde y señalaba un punto de aquel lugar. Los chicos estaban un poco más allá y estaban ajenos a su presencia. Otro objeto brillante los distraía y con razón. Era el eje de una discusión.
- ¡Qué te digo que no! - dijo con bronca Mariano.
- ¡Qué sí! - retrucó un exaltado Horacio.
Estuvieron a punto de ir a las manos, pero Teodoro y Gabriel intercedieron en el momento justo. Nadie quería peleas, solo definir el asunto. Pero al parecer, no sería tan fácil. El tema a zanjar no era cuestión de todos los días. Era muy diferente a las veces que pateando se les iba la pelota a lo de Doña Teresa. A nadie le gustaba ir a tocar timbre, sobre todo porque los sermones de la vieja de ruleros eran sofocantes, pero a la larga las reglas eran claras y aquel que la enviaba la buscaba.
Pero ahora el problema superaba cualquier otro que hubieran atravesado como amigos en su joven existencia. Lo sabían los cuatros, pero lo tácito no siempre es lo deseado, lo ideal, lo que corresponde hacer. O lo que es peor, lo que se debe hacer.
- Es tu culpa - insistió Horacio, pero bajando la voz y sentándose en el pasto húmedo.
Mariano no dijo nada, bajó la vista y la paseó por sus zapatillas.
- No importa de quién es la culpa - Gabriel parecía tener agallas, pero era miedo lo que hacía que hablara y tratara de buscar una solución - Ahora tenemos que hacer algo.
Teodoro siempre llevaba la voz cantante pero estaba al borde de las lágrimas. Una certeza recaía sobre el grupo y era que nada jamás volvería a ser igual. No lo es cuando cuatro personas, sin importar la edad que tengan, deben decidir que hacer con un cadáver.
El cuchillo seguía allí, cerca curiosamente de donde lo habían encontrado.
- Para qué lo agarraste... - Horacio murmuraba, hablaba casi para sí mismo. Lo hacía porque necesitaba imperiosamente no llorar.
Mariano tomó coraje y aferró las piernas. Ya estaban frías.
- ¿Qué vas a hacer? - Gabriel estaba preocupado, al borde del desmayo.
- Voy a llevarla hasta allá, cerca del tapial. Los yuyos están más altos. Van a tapar el cuerpo hasta que se descomponga...
- ¿Y el olor? ¿Y cuando noten que no volvió a su casa? - Horacio lo desafiaba con la mirada, el rostro hacia arriba, una lágrima en su mejilla derecha - Lo primero que van a hacer es venir a la zona de los baldíos, van a buscar donde siempre estamos, donde saben que viene ella...
- Algo tenemos que hacer... - Teodoro sin embargo no sabía que proponer.
- Ir a la comisaría, aceptar lo que nos toque - Gabriel caminó hacia el cuchillo y lo pateó lejos - Mi viejo dice que nada en la vida es gratis y parece que tiene razón. Esta la vamos a tener que pagar.
Por primera vez desde que había sucedido la desgracia, Mariano se puso a llorar. Aceptaba su parte de culpa. Caía en la cuenta de lo sucedido. Pronto atardecería y llegaría la noche. Pero sería una figura, tan solo eso. La noche ya había llegado para todos.
Soltó las piernas frías y el sonido hueco al chocar en el piso estremeció a todos.
- Mejor la escondemos - dijo Teodoro - La escondemos y que crean que fue otro. La llevamos donde dijo Mariano. Es verdad, los yuyos están altos.
Sobrevino el silencio. La brisa movía los pastos e inquietaba los ánimos.
- ¿Qué es lo correcto? - preguntó Gabriel.
Nadie contestó.
Poco después cargaron el cuerpo y lo escondieron en los yuyos altos. Dejaron allí también parte de su infancia. Se llevaron en cambio la vergüenza de estar vivos. Había sido un accidente, pero el miedo a que los demás lo entiendan de la misma manera es mayor. Es el instinto de supervivencia humano, aunque ellos, a tan corta edad no lo sabían.
Cuando cayó la noche, los Fernández salieron a buscar a Celeste, la perra collie de diez años que jamás se salteaba la comida de las nueve. La encontrarían a medianoche, entre llantos y maldiciones. El cuchillo ensangrentado apareció por la mañana dentro de una cacerola abandonada que refulgía en la tristeza del día.

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