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17 de abril de 2015

Boca de lobo

De a poco el día se acorta, así como la libertad. No es un acortamiento natural, no tiene relación con la prematura ausencia del sol. Todo comienza en largos pasillos, en oficinas o recónditos tugurios de mala muerte.
Allí se negocia, se hacen acuerdos, hay risas cómplices y palmadas en la espalda. Se liberan zonas, se arreglan nombres, se rubrican firmas tácitas de beneficios mutuos, proteccionismo por vandalismo garantido, números en forma de boletas por calles oscuras.
Leyes detrás de las leyes, tratados silenciosos entre gente de miradas lascivas, conveniencias de ida y vuelta, hoy blanco, mañana negro, pasado se negocia.
Las calles van perdiendo su luz, las luminarias se olvidan de sus funciones, quienes las encienden se palpan los bolsillos mientras la oscuridad se traga la ciudad y la boca de lobo nos engulle lentamente, como en una pesadilla pero en la más absoluta vigilia.
Los pasos se aceleran, el corazón se comprime. Las veredas se hacen eternas y las sombras quitan la respiración con cada rama que se mueve. Caminamos asustados, aterrorizados. Buscamos en las tenues luces de las viviendas la bendición de una tranquilidad temporal.
En cada esquina nos detenemos, ahogamos un grito ante el menor ruido, evitamos toda silueta cercana. Las gorras y camisetas de fútbol se transforman en tragedia segura. Sabemos que estamos expuestos, que nos han dejados solos bajo un cielo infesto, tan negro como el destino, tan ausente como la justicia.
Vemos rejas en cada ventana, candados reforzando lo ya reforzado, rostros temerosos que cierran sus puertas y bajan sus persianas.
Vehículos policiales deambulan con sus luces parpadeantes arrojando azul en las paredes en penumbras. Algunos dicen que dispersan las malas intenciones, otros que solo advierten los lugares que quedaron atrás.
El hogar está cerca. Agitados buscamos la llave. Estamos convencidos que nos observan, que detrás de los árboles nos esperan. La llave cae al piso, se activa el pánico pero la recuperamos. Entramos. Suspiramos. Podemos ahora tragar saliva, sentarnos con las piernas temblorosas.
Afuera se escucha el andar de una moto. Una, dos, otra más. Nos hacemos un té, algo caliente. A la distancia suena una alarma. Parece de una vivienda. Suena y suena, nadie la detiene. No se escuchan sirenas policiales, solo la alarma.
Al mirar por la ventana, todo es oscuridad. Una alarma más cercana comienza a sonar en ese instante. Es una comunitaria, quizá de la otra cuadra. Del otro lado del vidrio hay barrotes. Parece mentira, pero estar detrás de ellos nos da una ficticia sensación de seguridad, la necesaria para sobrevivir. El placebo de los débiles.
Es tarde. Puede ser la tensión, la extensa jornada laboral, los problemas económicos del día a día, pero el cuerpo está cansado. La cama es una tentación. Tratamos de cerrar los ojos y dejar todo de lado, poner la mente en blanco.
Pero se torna difícil. Las alarmas no cesan y parecen cada vez más cercanas. Hay otros ruidos, ladridos, explosiones semejantes a disparos que resuenan en alguna parte y despiertan ideas horribles.
El sueño se disipa, el descanso parece ser un tema secundario. Los miedos se vuelven carne. Los que negocian son los únicos que duermen, en tanto la ciudad permanece en vela.
Porque cuando la oscuridad cae lentamente y las sombras se apoderan de la ciudad, la libertad queda presa por su propia seguridad y el libre albedrío tiene piedra libre para andar. Para nosotros, tendidos en la cama, los ojos inyectados por no poder dormir, la noche se vuelve interminable en un cuento sin fin.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Y el día no es necesariamente un refugio. Ni llegar a casa, cuando el enemigo está adentro, tal vez compartiendo el mismo apellido.