Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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25 de abril de 2015

El genio del Paraná

En una isla del Paraná a la que se puede acceder en noches de luna llena y guiados por algùn conocedor del intrincado laberinto de canales propios del majestuoso río, vive un genio moderno que no aparece tras frotar lámpara alguna. El hombre acepta efectivo y tarjetas, aunque únicamente cuando le funciona el posnet.
A él acudieron tres amigos que desde siempre soñaban con triunfar en un proyecto en conjunto. Uno era escritor, el otro dibujante y el tercero vivía pergeñando estrategias de venta, ya sea para su hermana que tenía un maxi kiosco como para el verdulero de la esquina, famoso por sus pizarrones de ofertas, donde cada día rimaba una fruta o verdura con un verso de doble sentido.
Éste último fue quien presentó a todos ante el genio, que se llamaba Enrique pero le decían Cacho y que en ese momento trataba de encender un espiral para espantar los mosquitos que pululaban por todas partes.
- Queremos que nos cumpla un sueño - dijo el tercero de los amigos - Pero sabemos que además del dinero, hay otras cuestiones…
Cacho, que había logrado con éxito prender el espiral, se cruzó de piernas y los miró seriamente.
- Todo deseo tiene su costo, más allá del monetario que se paga en efectivo o en tarjeta con diez por ciento de recargo. Y esto se debe a que tampoco les voy a dar todo en bandeja.
- Ni aunque le paguemos un poco más de la tarifa - consultó esperanzado el escritor.
- Ni por todo el oro del mundo. Si lo quisiera, lo desearía y ya. Lo mío es un capricho, vayan sabiendo. Sería muy fácil resolverle la vida a los demás. No tendría sentido, algo debe costarle.
- Bueno, pero en nuestro caso - informó el dibujante - no es tan difícil, mire, queremos hacer una revista cultural entre los tres y deseamos que sea exitosa, que cobre importancia y se convierta en un boom editorial.
- ¿Y si no es tan difícil para que vienen? - contestó el genio, riéndose - No me hagan reír, que termino de comer un dorado a las brasas. Vamos al grano, puedo hacer lo que quieren, pero el costo para ustedes es que jamás volverían a estar juntos. Harían la revista, sería un éxito y se llenarían de dinero. Pero nunca más se verían personalmente. Porque el destino siempre hará que cuando uno esté un lugar, el otro deba viajar. Y por más que traten de todas las maneras que imagine, organizar para juntarse, nunca lo lograrían. Ese sería el costo. ¿Lo aceptan?
Los tres amigos se miraron. No podía ser posible. No había forma que nunca más estuviesen junto.
- Ya sé lo que piensan - dijo el genio - Que sería increíblemente difícil que eso sucediera. Les aseguro que si quieren que les cumpla el sueño, eso sucederá. Se los advierto ahora, porque no es mi intención que gasten su dinero en vano. Aquí tengo todo lo que necesito, me da lo mismo unos clientes menos, unos clientes más. Lo que disfruto, es ese sacrificio que conlleva toda meta. ¿Están dispuestos a triunfar pero no estar juntos nunca más?
- ¿Podemos pensarlo? - preguntó el estratega de ventas.
- Claro, vuelvan la próxima luna llena si están de acuerdo.
Se saludaron con un apretón de manos y los amigos dejaron atrás la isla, remando lentamente. No hablaron en todo el trayecto. Recién a la noche siguiente, en el bar de siempre, tocaron el tema. La decisión fue unánime. Y hoy, a varios años de aquel viaje al Paraná recóndito, no se arrepienten. Tienen la revista, no son famosos, llegan a fin de mes con lo justo pero al final del día disfrutan de ver sus rostros y saber que cada cosa vale la pena.



* Cuento escrito con motivo del tercer aniversario de la revista "El Libertador de San Nicolás"

21 de abril de 2015

Las últimas horas de Valentín Aristóbulo Pérez

El dolor en la espalda le hacía ver las estrellas en plena mañana. Podía observar por la ventana, a través de la cual se filtraba el sol como un cálido intruso, el despejado cielo celeste que cubría cada espacio dentro del marco de madera.
El polvo acumulado en el piso le provocaba alergia y estornudaba cada tanto. Era consciente que no barría muy a menudo pero tampoco se arrepentía. El tema de la limpieza había sido siempre uno de los motivos de pelea con su difunta mujer y luego había proseguido con sus hijos.
¿Hacía cuánto que no los veía? Al menos cinco años, quizás más. La última pelea había sido por algo de eso. Ya no lo recordaba. Siempre pensó que sus hijos eran unos desagradecidos. ¡Tener el ímpetu de querer enseñarle a hacer las cosas! Justo a él, con tantos años encima.
Aunque pudiese llegar al teléfono, sería a los últimos en llamar. No los necesitaba, como era visto, ellos no lo necesitaban a él. Ni un solo llamado para las fiestas. Ni una carta, nada. Hijos, que más se puede pedir.
Valentín bufó en la sala vacía. El sonido retumbó para que nadie, salvo él, lo escuchara. La espalda era un volcán en erupción. Pensar que estaba seguro que lo lograría y sin embargo...
La escalera yacía sobre el respaldar del sillón, exactamente donde había caído la noche anterior, con él encima. La mala suerte dispuso que no pudiera caer sobre el sillón, que si bien no era mullido y estaba tan o más sucio que el piso, le hubiera evitado el golpe.
Pero había pasado de largo, cayendo como un peso muerto. Escuchó el crack en la columna por encima de todos los demás sonidos en el aparatoso accidente. Y supo de inmediato que aquello era más que una simple caída.
Imposibilitado de moverse, había logrado ponerse de espaldas, con la vista clavada al techo. La noche había sido larga, silenciosa, repleta de espanto. La mañana no trajo nada nuevo, solo la luz del sol. Trató de moverse, pero no pudo hacerlo. No había mueble alguno a su alcance. La escalera lo había arrojado al centro exacto de la habitación, la que había despejado con el tiempo, sacándose de encima todo lo innecesario.
No tenía contacto con los vecinos, ni con sus hijos ni le quedaba amigo alguno que pudiera preocuparse por él. Se había convertido prácticamente en un ermitaño, un ser irascible. Ý se había recluido en su casa, donde salvo con el televisor, no tenía con quién pelearse.
La soledad era ahora su prisionera y al mismo tiempo, el verdugo que tarde o temprano lo ejecutaría. De nada servía amargarse por eso. Suficiente era soportar tanto dolor. No podía moverse, ni siquiera arrastrarse hasta el teléfono. Moriría no por la espalda, sino por falta de agua y comida. Ya se había orinado encima una vez. ¿Cuántas más faltarían hasta que dejara de respirar? Aquel pensamiento le arrancó carcajadas. Sus hijos lo tildarían, de manera póstuma, de reverendo inútil. Poco le importaba.
Miró una vez más por la ventana. El sol se movía rápido, no tanto como la vida que a su entender duraba un santiamén. ¿En qué momento todo se había convertido en un suplicio? No lo sabía. De todas maneras, era un interrogante que pronto dejaría de preocuparle. Horas, quizá días. Pero no mucho más.
Trató de relajarse y no pensar. Ocupó la vista en el techo descascarado y se concentró en las telarañas. Iba a ser un adiós largo y doloroso.

17 de abril de 2015

Boca de lobo

De a poco el día se acorta, así como la libertad. No es un acortamiento natural, no tiene relación con la prematura ausencia del sol. Todo comienza en largos pasillos, en oficinas o recónditos tugurios de mala muerte.
Allí se negocia, se hacen acuerdos, hay risas cómplices y palmadas en la espalda. Se liberan zonas, se arreglan nombres, se rubrican firmas tácitas de beneficios mutuos, proteccionismo por vandalismo garantido, números en forma de boletas por calles oscuras.
Leyes detrás de las leyes, tratados silenciosos entre gente de miradas lascivas, conveniencias de ida y vuelta, hoy blanco, mañana negro, pasado se negocia.
Las calles van perdiendo su luz, las luminarias se olvidan de sus funciones, quienes las encienden se palpan los bolsillos mientras la oscuridad se traga la ciudad y la boca de lobo nos engulle lentamente, como en una pesadilla pero en la más absoluta vigilia.
Los pasos se aceleran, el corazón se comprime. Las veredas se hacen eternas y las sombras quitan la respiración con cada rama que se mueve. Caminamos asustados, aterrorizados. Buscamos en las tenues luces de las viviendas la bendición de una tranquilidad temporal.
En cada esquina nos detenemos, ahogamos un grito ante el menor ruido, evitamos toda silueta cercana. Las gorras y camisetas de fútbol se transforman en tragedia segura. Sabemos que estamos expuestos, que nos han dejados solos bajo un cielo infesto, tan negro como el destino, tan ausente como la justicia.
Vemos rejas en cada ventana, candados reforzando lo ya reforzado, rostros temerosos que cierran sus puertas y bajan sus persianas.
Vehículos policiales deambulan con sus luces parpadeantes arrojando azul en las paredes en penumbras. Algunos dicen que dispersan las malas intenciones, otros que solo advierten los lugares que quedaron atrás.
El hogar está cerca. Agitados buscamos la llave. Estamos convencidos que nos observan, que detrás de los árboles nos esperan. La llave cae al piso, se activa el pánico pero la recuperamos. Entramos. Suspiramos. Podemos ahora tragar saliva, sentarnos con las piernas temblorosas.
Afuera se escucha el andar de una moto. Una, dos, otra más. Nos hacemos un té, algo caliente. A la distancia suena una alarma. Parece de una vivienda. Suena y suena, nadie la detiene. No se escuchan sirenas policiales, solo la alarma.
Al mirar por la ventana, todo es oscuridad. Una alarma más cercana comienza a sonar en ese instante. Es una comunitaria, quizá de la otra cuadra. Del otro lado del vidrio hay barrotes. Parece mentira, pero estar detrás de ellos nos da una ficticia sensación de seguridad, la necesaria para sobrevivir. El placebo de los débiles.
Es tarde. Puede ser la tensión, la extensa jornada laboral, los problemas económicos del día a día, pero el cuerpo está cansado. La cama es una tentación. Tratamos de cerrar los ojos y dejar todo de lado, poner la mente en blanco.
Pero se torna difícil. Las alarmas no cesan y parecen cada vez más cercanas. Hay otros ruidos, ladridos, explosiones semejantes a disparos que resuenan en alguna parte y despiertan ideas horribles.
El sueño se disipa, el descanso parece ser un tema secundario. Los miedos se vuelven carne. Los que negocian son los únicos que duermen, en tanto la ciudad permanece en vela.
Porque cuando la oscuridad cae lentamente y las sombras se apoderan de la ciudad, la libertad queda presa por su propia seguridad y el libre albedrío tiene piedra libre para andar. Para nosotros, tendidos en la cama, los ojos inyectados por no poder dormir, la noche se vuelve interminable en un cuento sin fin.

13 de abril de 2015

Heridas internas

La desesperación de Alicia no fue al masticar la hamburguesa con vidrios, sino al darse cuenta que en las demás mesas, los rostros de las personas se contraían en expresiones raras y algunos incluso forzaban el vómito sobre los mismos platos donde comían.
El lugar se asemejó de repente a un hervidero de hormigas, esos que suelen verse cuando uno con saña dedica su tiempo a pisotear un hormiguero con el fin de disfrutar del caos ajeno.
Escuchó voces que gritaban a otros con teléfonos que llamaran a las ambulancias, otros a la policía. Algunos padres que no habían probado bocado, querían ingresar a la fuerza a la cocina del lugar, con el deseo de apresar a los trabajaban dentro.
Alicia en cambio, permaneció en silencio, sintiendo como los vidrios pasaban por la garganta, sintiendo (o imaginando, no lo sabía) como iban lacerando todo a su paso, abriendo largas grietas en su cuerpo y provocando pequeñas hemorragias. Había devorado al menos media hamburguesa antes de darse cuenta.
Una niña se había tirado al piso y lloraba con mucha angustia, tomándose el estómago. Tenía sangre en la boca que su madre trataba torpemente de quitar con una servilleta.
El gerente del local, que había salido de su oficina con prisa al ser alertado, trataba de llevar calma, y al mismo tiempo, debía evitar que los más exaltados lo empujaran hacia atrás, en el afán de querer confrontarse cara a cara.
Las pobres chicas que atendían el mostrador estaban al borde del llanto. Jamás iban a imaginarse una escena así, ni siquiera en sueños. Aquel era un trabajo de medio tiempo, mal pago, pero que de todas maneras les redituaba para pagarse los estudios y tener un lugar donde dormir. Se sentían cómplices de lo que estaba sucediendo.
A los pocos minutos arribaron las ambulancias, la policía y los medios de comunicación. Dos pequeños estaban bastantes asustados y doloridos. Peor estaban sus padres, convencidos que los chicos se les morían a la brevedad. Seguían los gritos, sobre todo entre los que se agolpaban a las puertas de la cocina, aún cerrada por dentro, donde estaban atrincherados los responsables de preparar las hamburguesas, temerosos de ser linchados.
Un enfermero le preguntó a Alicia si había ingerido hamburguesa en la última hora. Mecánicamente dijo que si. Aquello parecía estar ocurriendo en otra parte, lejos de ella. El enfermero le pidió que la acompañara y ella lo siguió sin prisa.
En la vereda se había armado un cordón policial que permitía la salida de las personas del interior del local de comidas rápidas y que los encaminaba directamente a un puesto sanitario conformado por dos ambulancias y varios médicos.
Alicia fue recostada en una camilla. A su lado, acostado en otra camilla, atendían a uno de los niños que peor estaba. Lo había visto antes jugando con los juguetitos que venían con la comida en el menú infantil. Ahora se movía nerviosamente, teniendo que ser sujetado por un enfermero y un médico.
Se podía escuchar el murmullo de la gente agolpada en el lugar, el movimiento de la gente yendo y viniendo de manera apresurada, todo entre mezclado con las preguntas que le comenzaban a hacer y que apenas podía entender: ¿Siente dolor? ¿Qué hamburguesa comió? ¿Tuvo alguna hemorragia en la boca?
En ese momento todos los sonidos quedaron eclipsados por uno. Una gran explosión proveniente del interior del local. Entonces, nuevamente los gritos.
Los particulares que quedaban en el interior salieron corriendo, tosiendo, llorando y gritando. El humo comenzó a salir poco a poco y también algunos uniformados, con los rostros tapados, tratando de no inhalar el aire viciado.
Los médicos que atendían comenzaron a preguntar a viva voz que es lo que había sucedido. Nadie sabía, el caos inmerso en el caos. El incertidumbre sobre lo que debían atenerse. Pronto llegó la primera información. Alguien dijo al pasar mientras escapaba del lugar que la persona encerrada en la cocina había hecho explotar algo. Otros decían que había sido la policía para entrar.
Un enfermero abrió su boca y observó ayudado por una linterna de bolsillo. Luego le aplicó un calmante y le dijo que se quedara tranquila, que apenas despejaran la calle la llevarían a una clínica cercana. Alicia asintió con la cabeza.
- ¿Cómo está el niño? - preguntó Alicia, comprendiendo que el hecho de hablar le provocaba un gran dolor.
- ¿El de aquí al lado? Debemos llevarlo para hacer estudios, el hermano ya fue derivada, está grave - dijo el enfermero, que tras un silencio, añadió -  Esto ha sido una locura.
Ella compartía ese pensamiento. Cerró los ojos pero sus oídos seguían escuchando. Dos disparos resonaron en el aire. No le interesaba saber de dónde provenían. Quería quedarse dormida y despertar lejos de aquel lugar. Sintió como elevaban su camilla y la metían en un vehículo. No quiso levantar los párpados. Respondía a cada pregunta con los ojos cerrados. Se aferraba a la oscuridad, porque en ocasiones, como en ese caso, se sentía más segura sin ver.
La ambulancia la alejó del lugar a toda velocidad y haciendo sonar las sirenas. Recién entonces, algo más tranquila, sintió una lágrima en los ojos. Luego se llevó las manos a la boca. Había estado a punto de emitir una carcajada. Luego alternó lágrimas con risas. Se reía del destino, de la ironía de la vida. Aquel mediodía se había decidido tras mucho meditarlo. La separación, la pérdida de la tenencia de su hijo, el problema sin solución con el alcohol... había dicho basta. Y había entrado al local preferido de su pequeño, pedido un menú infantil pensando en él y diluido en su vaso de gaseosa una dosis letal de cianuro.
Y luego, todo aquello a lo que aún no podía poner nombre. Ahora, a pesar del dolor, no podía parar de reír entre lágrimas. Jamás había alcanzado a probar la gaseosa y allí debía estar, sobre su mesa, envuelta en humo, o mejor aún, quizá vertida en el piso, empujada sin querer por alguien saliendo a tientas, tratando de buscar aire en el exterior.
Alicia y la ambulancia se perdieron en las arterias de la convulsionada ciudad. Algunas desgracias son la salvación de otros, y la salvación de unos la desgracia de otros. Si, el destino es cruel. Sin miramientos.


9 de abril de 2015

Los pensamientos

La vida de Faustino cambió de un momento a otro, inexplicablemente. Ordenado, meticuloso, de acciones medidas y calculadas, la tarde del primer domingo de abril fue el equivalente a un apocalipsis en su existencia.
Sucedió mientras quitaba los yuyos que amenazaban los pensamientos, nos los interiores que en ese momento estaban tranquilos y en su lugar, sino los pertenecientes a la familia de las violáceas, que con sus coloridas flores matizaban el verde semblante del jardín.
Estaba agachado, las rodillas en la tierra, las manos compenetradas en capturar, tirar hacia atrás, soltar la presa y volver a capturar. La jardinería, como la vida, se vuelve con la práctica en un acto mecánico, ornamental.
Escuchó el timbre, pero dado que no esperaba a nadie, dejó que sonara. Una vez, dos veces, tres... Trató de abstraerse a la tarea planificada para la tarde, pero su paciencia sucumbió ante la insistencia de ese dedo fustigante.
Caminó por el sendero de piedras que había colocado a mano, tras seleccionar y recolectar una por una en un viaje a la cordillera una década atrás (había regresado con el baúl repleto) al tiempo que limpiaba sus manos con un trapo que otrora había sido blanco.
La puerta de calle poseía un panel de vidrio esmerilado encastrado en un lateral en posición vertical. Le era útil para distinguir la fisonomía de sus visitantes. A veces con una simple silueta, podía saber de quién se trataba y optaba, haciendo uso de su derecho a la privacidad, por atender o no, Los contornos nos delatan.
Por eso, al asomarse desde el pasillo al living y mirar hacia ese panel esmerilado, como hacía siempre antes de acercarse a la puerta principal de la casa, supo que algo no marchaba bien, Y su hipótesis instantánea, de fácil comprobación, se debía a que allí no había una silueta, sino una absoluta oscuridad con sus respectivos matices, propia de una multitud. Y una multitud insistiendo para que abran, tocando timbre repetidamente, nunca era bueno. La historia estaba plagada de ejemplos.
Faustino sintió un nudo en el pecho, allí donde el miedo se mide en palpitaciones. ¿Podía estar sucediendo? Lo creía imposible, pero...
El timbre volvió a escucharse. Había perdido la cuenta de las veces que lo habían oprimido. La campanilla reverberaba en su mente de forma permanente, Sospechó que la escucharía durante toda la eternidad.
Atinó a dirigirse a una de las ventanas y espiar tras las cortinas, pero no hizo falta. Podía distinguir los flashes de las cámaras, el movimiento en la calle, los grandes utilitarios de los canales de televisión apostados en la calle, incluso, podía leer en las mentes las preguntas que pugnaban por salir disparadas como puñales con el único fin de perpetrar la justicia, casi como una venganza.
Retrocedió espantado. Buscó consuelo alrededor, aferrarse a lo conocido, a los cuadros silenciosos que observaban sin juzgar, a las fotografías enmarcadas sobre los muebles que fingían desconocer la verdad, los mullidos sillones que tantas veces lo habían acogido, la pulcra sala cuyas luminarias limpiaba a diario, el piso de mármol que parecía un espejo de tan perfecto que estaba... de esa fachada de perfección que todos anhelan y que Faustino poseía.
Se imaginó a los periodistas derribando la puerta, a la policía arribando tarde o temprano y sintió pánico. Donde mirara, todo se desmoronaba. El mármol se resquebrajaba, las pinturas y cuadros caían, los muebles temblaban, las paredes se descascaraban y debajo... ¡oh, Dios, debajo...!
Sangre, dolor, gritos ausentes de tiempos lejanos, el pasado volviendo. Supo que los siete jinetes habían llegado. Faustino entendió que no sería juzgado en el más allá. Su infierno sería seguir vivo.
Mientras subía las escaleras con el pecho convertido en un solo tifón, escuchaba el grito en la calle, que eran muchas voces convertidas en una sola. Era el veredicto, sin vuelta atrás. La palabra a la que había escapado durante tanto tiempo y que inexplicablemente, escuchaba ahora fuera de su casa. Esa que con pocas letras, decía todo.
Y de fondo, las sirenas policiales, las campanilla del timbre y el palpitar cada vez más fuerte del corazón. Pero por encima de todo, esa palabra. Represor.
Al llegar al dormitorio, abrió el ventanal que daba hacia el jardín. Sus pensamientos lo esperaban abajo. Había dejado el trabajo por la mitad, sin poder quitar todo el yuyo. Nunca es posible. Era extraño pensar que cinco minutos antes estaba allí, siguiendo su rutina. Y de repente, todo había cambiado. Pero no podía mentirse en aquel instante. Porque en realidad, nada cambia, sino que a su tiempo, todo retoma su curso. Porque aunque se lo maquille de perfección, el pasado se abre paso sin importarle el presente.

2 de abril de 2015

Presagio de eternidad

Una rara brisa cálida se colaba por los primeros días de abril de aquel almanaque de bolsillo que era su vida, un compendio de días apretujados, uno encima del otro, sin recuerdos certeros ni vivencias puras, devorado todo por el vértigo incipiente de los años que como un proyectil avanza en línea recta hasta encontrar su destino.
Aún no llegaban las hojas de otoño con su alfombra crujiente de color naranja apagado, haciéndose desear por hombres como él, que añoran las nostalgias y al mismo tiempo desentierran recuerdos para que sigan doliendo,
Estaba solo en aquel andén. Algún que otro envoltorio de caramelo le ponía color al suelo gris. El ladrido de un perro rompía la monotonía que flotaba en el aire, que por momentos hacía pensar que el mundo se había detenido.
La idea de un planeta gigante a cuerda no le era extraña, de niño se imaginaba que un día el tiempo diría basta y todo quedaría congelado. En su imaginación, era el único que podía seguir moviéndose en aquella realidad paralizada. Transitaba entonces mentalmente las calles que le eran conocidas y con atrevimiento se asomaba en las ventanas para descubrir lo que cada casa escondía.
Pero el niño se había ausentado en algún momento. Las arrugas en sus manos, la piel quebradiza de sus brazos, el rostro achacado, eran pruebas fieles de aquel desatino de la existencia.
En su bolsillo estaba el boleto. Lo sacó por quinta vez y volvió a revisar la fecha. Miró la hora en su reloj pulsera y dejó escapar una bocanada de aire. Hacía dos horas que esperaba. El tren no llegaba y no había nadie a quién preguntar.
Dobló en dos el boleto cuidando de hacerlo por la marca que ya tenía y lo metió otra vez en su pantalón. Las demoras más grandes son las que uno sabe de antemano que sucederán. Tenía el presentimiento. Siempre que uno quiere huir, los caminos se confunden con el único fin de dejarlo a uno en el mismo lugar de dónde quería escapar. No sabía si era una máxima o qué. Sospechaba que bien podía ser una ley de la vida.
Escuchó pasos a su espalda. Un hombre con camisa azul comenzaba a pasar la escoba delante de un pequeño kiosco que hasta minutos antes, estaba cerrado.
Al verlo le dirigió un saludo breve. Sin dudar, sacó el boleto una vez más y caminó hacia el hombre con la escoba.
- Buenos días ¿podría decirme si el tren de las seis suele pasar atrasado? - preguntó, estirando la mano con el boleto, para que el otro lo mirase.
La camisa azul dejó de moverse. La escoba se detuvo. El hombre que la portaba la apoyó contra la pared y tomó un cigarrillo que tenía sobre la oreja. Se lo puso en la boca sin encenderlo.
Tomó el boleto y lo observó un largo rato. Lo dobló en dos y lo devolvió. Luego agarró la escoba y se puso a barrer de nuevo.
- ¿Y? ¿Suele pasar atrasado?
El otro sonrió. Una sonrisa sin brillo, mecánica.
- Ese tren no pasa más, señor. Hace rato.
No podía ser. Tenía el boleto, lo tenía en la mano, delante de sus ojos.
- Pero... ¡si me lo han vendido! Mire la fecha, es el día de hoy.
- ¿A qué hoy se refiere? El suyo parece ser un hoy con cincuenta años de atraso.
- ¡Qué dice hombre, acá dice bien claro, la fecha de hoy y acá el año, 2015!
- Por eso le digo. Hace cincuenta años. Mire hacia arriba. Pero mire en serio. Vea la realidad, no lo que anhela ver.
El hombre de la camisa azul se alejó sin dejar de barrer, levantando a su paso una fina capa de tierra que quedó flotando durante largos minutos.
En el cielo, desde aquel andén, aquel viejo que otrora había sido niño - otra ley de la vida - observaba fascinado los canales de tráfico que se erigían como por arte de magia en la nada misma, flotando como si fuera lo más sencillo del mundo.
Se sintió más solo que nunca, tan insignificante como una hormiga. ¿En qué momento había sucedido todo? ¿Llevaba esperando dos horas o cincuenta años? En su mente, el tiempo era un remolino. La única certeza lo aterraba: El tren no estaba demorado, lo había dejado atrás hacía mucho tiempo.
Las hojas amarillentas estaban ahora por todas partes, como un presagio de eternidad.