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7 de marzo de 2015

La vida y la muerte según Emilio Miguel

Crecer en Villa Urraca le costó a Emilio Miguel su infancia y juventud. Nada agraciado de aspecto, cuerpo frágil, no aparentaba tampoco muchas luces.
Los pocos intentos de integrarse a la precaria sociedad que lo rodeaba fueron inútiles desengaños al corazón. Los niños le decían con desprecio “el tísico”, marginándolo de cualquier juego. Dónde Emilio Miguel llegaba, los grupos de chicos se disgregaban de inmediato, como lo hacen las hormigas cuando uno ha dado el primer pisotón.
Los mayores lo miraban de reojo y hablaban a sus espaldas. Varias veces escuchó el cuchicheo arrastrado por la brisa fría y certera del otoño, distinguiendo palabras que eran dagas disfrazadas de “pobrecito”, “chico feo” o “bastardito”. Fue una época mala, que se complicó cuando su madre se fue de casa y quedó solo con una tía.
Salió a golpear puertas con apenas once abriles, claudicando para siempre a las risas, sumiéndose al desencanto. Años de portazos uno tras otros, acumulándolos en cuerpo y alma. Se fue convirtiendo en un saco de huesos fútiles, un mendigo fantasma, un ser prescindible para cualquier habitante de Villa Urraca.
De lo único que podía jactarse Emilio Miguel era de su memoria. Podía enumerar las veces que cada uno de los vecinos le había cerrado la puerta en la cara o hecho un comentario injurioso pensando que él no los escuchaba. Aunque lo único que lograba era acumular odio, capa tras capa, forrando su interior de una materia tan viscosa como el olvido.
Nadie lo extrañó cuando siendo un adolescente desgarbado y sucio, abandonó la ciudad. Con suerte dispar, transitó pueblos, rutas y quimeras. Siempre corriendo detrás de su sombra, del pasado gris y maloliente acodado siempre en la barra de su mente.
Treinta y cinco años después y con al menos cuarenta kilos más, regresó a Villa Urraca. Nadie lo recordaba y nadie lo reconoció. Traía una carta de recomendación de un pariente del intendente, al que le había mantenido el jardín durante años en un pueblo lejano, perdido en el paisaje litoral que dormita a lo largo del Paraná.
Le preguntaron si era bueno con la pala y sacando yuyos. Él no se achicó. Dijo que era el mejor. Le dieron el puesto de cuidador del cementerio. Para Emilio Miguel fue el mejor trabajo del mundo.
Allí sigue al día de hoy, siempre con una sonrisa extraña cruzándole el rostro. Es que disfruta cada día, manteniendo en orden el lugar, haciéndose el tiempo justo y necesario para mear sobre las tumbas de aquellos que durante años guardó en algún lugar de su memoria. De tanto en tanto, deja caer también un sorete.
Crecer y morir en Villa Urraca, es difícil. Casi para pensarlo dos veces.

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

No es lo que se dice una venganza sofisticada.

el oso dijo...

Jajaj, me hace acordar al famoso mozo chino de un viejo bar de Villa (contaban los viejos) que era siempre gastado por los chicos bien de la ciudad de los años 50 o 60. Dicen que el chinito respondía siempre a las gastadas "yo vengal, yo vengal". Creo que cuando se fue o se jubiló les contó a los tipos que todos los días les galleaba el café o el cortado.
Abrazo