Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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11 de enero de 2015

La ignorancia

El ómnibus se detiene. Me muevo en el asiento hacia delante y vuelvo a caer sobre el respaldo. Es algo breve, rutinario, pero me percato de ello. De la misma forma, escucho el llanto de un bebé al fondo del pasillo. Se escucha el murmullo apagado de una música proveniente de los auriculares de una joven de pelo corto un asiento por delante, de la hilera contraria.
Una ráfaga de aire me golpea el rostro. El vehículo se ha vuelto a poner en marcha y la ventanilla de mi lado está abierta. Pero el lugar contiguo lo ocupa un hombre que parece estar dormido y me desanima a pedirle que la cierre. No tengo frío, al contrario, el calor es agobiante, pero las corrientes de aire me provocan alergia.
No sé donde estoy. Con seguridad he dormido más de la cuenta y me he pasado de largo. Sucede muy a menudo, sobre todo en jornadas largas, en las que el trabajo se aprovecha de mi voluntad y mi estupidez lo permite. A medida que los sentidos retornan de a uno al cuerpo, trato de pensar con celeridad que hacer, aunque sin mover un sólo músculo sobre aquel asiento.
Mi primera intención es ponerme de pie y adelantarme hasta el sitio de chofer para preguntarle una obviedad para él. Me pregunto cuántas veces por día le sucederá lo mismo, de tener que responder ante la irresponsabilidad de un pasajero, que en lugar de estar atento se duerme o se pierde en cavilaciones sin sentido. Ninguna idea que tenga su raíz sobre un colectivo puede tener sentido. Observo al hombre guiar el ómnibus y descarto la idea. Se puede ver su rostro cansado y fastidiado en el espejo retrovisor.
Mis ojos se distraen y se posan en la parte posterior del asiento que tengo delante. Lo han escrito al menos mil veces pero predomina el blanco del esmalte que se usa para borrar texto en papel. Un par de insultos y una descalificada descripción de una tal Alejandra. Al lado de "zorra" figura un número de celular.
A mi lado el pasajero que duerme revolea un brazo y me pega en la pierna. Suspiro. Desconozco donde estoy, viajo incómodo y no quiero ir a preguntar cuán grave es mi error. En algún lugar terminará el recorrido y allí mismo podré tomar otro de regreso. Es lo que se me ocurre a continuación. Una idea poco graciosa se cruza fugaz en el camino: aquel recorrido no tiene final de línea y estaré viajando por toda la eternidad. En algún punto la encuentro placentera y como todo lo que parece ideal, desaparece de la misma forma en la que llegó.
Sin darme cuenta tengo el teléfono en la mano. No es moderno ni tiene internet, pero sirve para llamar y recibir mensajes y con eso es suficiente. Los primeros tres números los ingreso dudando, pero el resto fluye con total naturalidad. Ignoro si corresponde realmente a esa tal Alejandra, pero nada hay por perder. Mucho menos por ganar.
Llama una, dos, tres veces. Imagino que en cualquier momento saldrá el buzón de voz y será el momento en el que cortaré la llamada, pero entonces escucho su voz.
- Hola.
Hola. La voz es de mujer. De mujer desganada o triste. La última vocal apenas si se alcanza a distinguir. Noto un ruido de fondo, quizá es música o gente hablando. A veces lo que uno cree percibir es lo que espera y no lo que es en realidad.
Me siento estúpido. Pero en lugar de cortar pregunto si es ella. No sé por qué, solo lo hago. Digo su nombre pero en tono interrogatorio. Lo encierro en signos de pregunta, encarcelándolo para siempre, incriminándolo como sospechoso de un crimen del que con seguridad era ajeno.
- Si - duda la voz con lógica, porque desconoce mi timbre, mi modulación, soy una persona que no conoce que ha preguntado por ella - ¿Quién habla?
Quiere saber. La ignorancia es el peor de los estados. Es estar indefenso. Débil, enfermo. Alguien pregunta por ella, sabe su número, su nombre y vaya a saber qué cosas más. Delante de mis ojos la tildan de muchas maneras. Lo hace un trazo tembloroso que pudo haber sido a causa de la bronca o del mismo tránsito. Quiero pensar que es lo primero, que no ha sido ella. Nadie se auto proclama prostituta, chupapenes ni zorra a menos que lo desee con toda el alma. También quiero saber. No sé a ciencia cierta qué, pero coincido con ella en eso.
Le digo mi nombre como si eso aclarara todo, pero lo único que hace es arrojar un nuevo manto de confusión. A mi alrededor todo sigue igual, con la diferencia de tres jóvenes de gorrita que charlan animosamente en el pasillo. El colectivo sigue avanzando como si no supiera que debió dejarme mucho antes en el camino. Ella vuelve a hablar. Dice que no conoce a nadie con mi nombre. Eso es algo difícil de creer. Con mi nombre hay cientos de personas. Alguno debe haber cruzado a lo largo de su vida. Pero no la culpo. Es de noche, alguien la llama a su celular y le dice su nombre. Alguien que por su voz, no conoce. Por ende, a la fuerza debe desconocer a todos, porque solo así se siente protegida.
- Perdón - la palabra me sale sin pensarlo, casi como acto reflejo y me parece la más apropiada - He visto tu número en un asiento del ómnibus y lo he marcado.
Se enoja. Vaya que lo hace. Me insulta. Me trata de hijo de puta, de pervertido, de muchas cosas más, pero no me inmuto. Ella no me lo dice a mí, se lo dice a la voz que no conoce que la ha llamado. Y puede que en algo tenga razón, porque es probable que alguien que llame a los números que aparecen escritos en los asientos de los colectivos o en las puertas de los baños públicos así lo sean. La escucho esgrimir todo un arsenal de palabras que tratan de atentar sobre mi moral, pero me sorprendo al notar que no me lastiman.
Ella termina de descargarse pero no corta, escucho su jadeo, su voz a punto de quebrarse, siento que debo decirle algo, que está esperando una respuesta a su pergamino de ofensas. Pero en lugar de eso, corto. Y en voz alta, sin darme cuenta, digo:
- Zorra
El hombre a mi lado se despierta y me mira con ojos entrecerrados. Uno de los chicos con gorrita desvía u atención hasta donde estoy sentado. Quizá alguno más haya reaccionado igual. No lo sé. Como tampoco sé sobre esa chica, la razón de su enojo, las veces que la han llamado culpa de ese texto escrito con borratintas. Pero en estos casos, la ignorancia es una bendición. Siempre que se obra mal, no saber es lo mejor.
El colectivo vuelve a frenar. Reconozco mi parada. Me levanto velozmente y aprovecho que hay gente descendiendo y bajo. Por alguna razón no había reconocido el camino habitual. Quizá algún desvío o simplemente, por estar distraído. No me importa. Estoy cerca de casa. El celular llama, miro la pantalla y no es un número que tenga registrado, pero reconozco los úlitmos tres dígitos. Es Alejandra. Dejo que llame. Más tarde lo bloquearé. Ha sido una jornada larga, pero ya estoy llegando.

1 comentario:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Me dejo con una sensación trunco.
El deber como personaje era atender el llamado de la desconocida, para que se desarrollara un conflicto, necesario para un relato.