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7 de noviembre de 2014

Objetos perdidos

Cada sábado y domingo en la plaza del pueblo se celebra la feria de artesanos. Es una costumbre que se remonta varias décadas en la historia del lugar y que tuvo su origen en la falta de trabajo. Con el tiempo la propuesta inicial de un grupo de jóvenes y mujeres cobró fuerza, convirtiéndose no solo en una fuente laboral, sino en una atracción para la región. A tal punto, que es común encontrarse de un fin de semana a otro, con puestos nuevos, de gente de otras localidades que ha pedido permiso para vender sus artesanías.
En un rincón de la plaza, en los últimos años, tomó forma además la feria de antigüedades. Un anexo que se complementa a la perfección para los visitantes y también, una manera de permitirle abrir un puesto a personas sin habilidades para las manualidades, pero capaces de conseguir objetos antiguos, restaurarlos y ponerlos a la venta.
En este espacio, el fin de semana pasado sucedió algo muy extraño. Aún no me puedo explicar qué es lo que ocurrió. Lo cierto es que cuando todos llegamos, él ya estaba ahí. Cuando digo él, me refiere a un anciano de mirada rancia, pero al mismo tiempo, cautivante. Se presentó como José María y nos estrechó a los presentes la mano con una firmeza que no condecía con la edad que delataban sus arrugas.
Mi lugar allí no es atendiendo un puesto, no soy artesano ni tengo noción de artículos que puedan tener un valor para la venta. Trabajo en la comuna y me encargo de colocar los tablones. Pero de todas formas, al ver lo que el hombre sacaba de una de las cajas de cartón que había descargado de un viejo Chevy, sentí un escalofrío por el cuerpo.
Con mucha parsimonia, hundía las manos dentro de las cajas y extraía de a uno los objetos que luego colocaba en exhibición sobre la tarima que le había montado unos minutos antes. Mi asombro fue al ver un oso de peluche color naranja. El tamaño podía engañarme, porque habían pasado muchos años, pero no el detalle del ojo izquierdo. Allí, donde en algún momento había un plástico blanco y negro, mi madre había pegado un botón dorado.
Aquel no había sido mi juguete preferido, es más, lo aborrecía. Su color naranja chillón estaba lejos de mi ideal de oso. Pero es el que más recuerdo de todos, precisamente por el día que perdió el ojo. Aún los truenos retumban en mi memoria cuando pienso en aquello. Tendría cinco años o menos. Mi madre me había obligado a salir con el oso. Habíamos ido al pediatra y afuera llovía torrencialmente. La sala de espera estaba atestada y me había fastidiado. Tanto, que comencé a golpear con el oso un enorme florero de pie. Le pegué tantas veces que se tambaleó y se fue hacia un costado.
El florero se rompió en mil pedazos al dar contra una mujer que llevaba a su bebé de meses en brazos. Ella y el niño cayeron también al suelo. Recuerdo el estruendo entremezclado con los truenos que provenían de la calle, el llanto del bebé y los gritos de la mujer, asustada y enojada al mismo tiempo. El pequeño no se lastimó, pero una esquirla del florero rozó su rostro e hizo que asomara una gota de sangre. Fue suficiente para que la madre pensara lo peor y sin soltar al bebé, se puso de pie y trató de golpearme. Mi mamá intercedió pero alcanzó a manotear el oso de peluche. También recuerdo el sonido del ojo plástico al rebotar varias veces en los cerámicos del piso.
Jamás me habían retado como ese día y nunca más hubo necesidad de hacerlo. Aprendí la lección y vivo cada día de mi vida con la vergüenza en la memoria, tratando con sumo cuidado de no traerla a la superficie. Sin embargo, parado sobre la tarima, estaba aquel oso, del que nunca había sabido el destino que había tenido. Atiné a abrir la boca para preguntar, pero la cerré de inmediato. Estoy seguro que el anciano me había mirado de reojo, como esperando una reacción.
Me alejé con lentitud. Tenía la excusa de ver que todo estuviera armado en ambas ferias. Pero volví la vista varias veces. Y entonces fui testigo de muchos rostros vueltos hacia esa tarima larga de madera, cada vez más cubierta por objetos que el hombre seguía sacando de sus cajas.
Y las miradas que iban dirigidas a ese puesto tenían algo el común. Podía apreciarse un destello plagado de terror en cada una de estas. La gente se fue alejando, de la misma manera que lo hice yo. Se me había erizado el vello en todo el cuerpo. Me fui lo más lejos que pude.
Cuando retorné, la tarima estaba desierta. Solo la madera sostenida por dos caballetes. No había rastros del anciano, de sus objetos ni del Chevy con el que había llegado. Pregunté a las personas que estaban cerca y todos, incluso los que recuerdo le habían estrechado la mano, me negaron que haya estado una persona con tales características en el lugar. Noté que cada persona a la que interrogué me contestó con un énfasis fuera de lo común.
Pero vi otra cosa. Sus miradas, antes aterrorizadas, ahora eran esquivas, como si temieran que a través de sus ojos, pudiera descubrir un secreto muy profundo. Supe entonces que cada uno había encontrado su objeto perdido. Y lo peor de todo, es que alguien anda por ahí cargando con el pasado.
Temo que aparezca algún otro fin de semana. Creo que lo hará. Nos ha mostrado lo que tiene. La próxima vez, con seguridad, le pondrá precio. Y por ciertas cosas, uno es capaz de pagar hasta con lo que no tiene.

2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Es inquietante que alguien conozca tanto el pasado. El incidente del oso es un caso de efecto mariposa.

Anónimo dijo...

Disculpa que invoque pregunta a un comentario ya de año y mas, por que lo del oso es un caso de efecto mariposa? Buen relato muy original!