Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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25 de septiembre de 2014

Rigor mortis

Sintió sobre el cuello la frialdad de la mano. La imaginó sucia, asquerosa. La piel áspera y callosa le rozaba lentamente justo encima de la clavícula, buscando intimidarla. El corazón latía como una desbocada manada de lobos.
Se había acostumbrado a la oscuridad, a la humedad del suelo sobre el que estaba atada, incluso a la soledad de aquel sótano. Pero sentía que moría cuando escuchaba el crujir de las bisagras que anunciaban su llegada. Los pasos en la escalera, el chillido de las ratas inquietándose en los rincones, la madera resonando ante el peso de sus piernas. Hasta el olor en el aire era otro. Agrio, casi amargo.
No podía verlo. Tampoco quería. Escuchar su respiración era suficiente. Solo en esos instantes agradecía estar a oscuras. Pero al mismo tiempo, sus músculos se tensionaban de tal manera que las sogas alrededor de sus muñecas, rodillas y tobillos se cernían con fuerza a la carne, tornándose el dolor insoportable.
Pero lo peor, lo que la llevaba a las lágrimas, era cuando su captor la tomaba del cabello, la levantaba con fuerza y con brutalidad trataba de someterla. Sin embargo, nunca podía llevarlo a cabo. El hombre estaba castrado.
Desataba entonces, como un ritual, gritos de furia que golpeaban contra los maderos, que eran el eco mismo del espanto. A ella volvía a arrojarla al suelo, para luego marcharse con sus pasos pesados sobre los escalones.
Quedaba jadeando, sin poder detener el llanto. Había perdido la cuenta de los días. Sentía que desfallecía. Salvo el agua que bebía del suelo, con un espantoso sabor a verdín, no comía desde que había recibido el golpe en la cabeza, en aquel parque donde acababa de romper con su novio.
Quería volver el tiempo atrás, haber elegido otras palabras, volver abrazada a su casa, como sucedía cada noche. Pero el tiempo solo avanza hacia un lado y suele ser siempre el equivocado.
No tenía nada de eso. Solo su cuerpo cada vez más débil, el hedor de un sótano con aire a tumba y un raptor inmerso en la locura. Volvería de un momento a otro, quizá mientras estuviera dormitando. Entonces, no habría diferencia entre una pesadilla y la realidad. Pero en la lucidez, el terror era total. Abarcaba cada milésima de segundo. La existencia, era un solo temblor. La incertidumbre, una lágrima que cortaba sus mejillas, abriendo un surco de impotencia y desesperanza.
Solo una vez había podido ver alrededor. El hombre había encendido un encendedor para iluminar un rincón, en busca de una herramienta. Ese momento, breve e intenso, equivalió a una sentencia. A una lápida por esculpir.
Apilados, cuerpos grises y morados, deformes, extintos de vida. Cuerpos femeninos, escena obscena, rincón mortuorio del sin sentido. Sin nombres, ni rostros, ni por qués. El destino. Cruel y definitivo. Punto final, sin renglón aparte.
Y esa imagen, ese fragmento del último capítulo en la breve novela de su vida, traicionó sus fuerzas. El tiempo, ídolo pagano de la esperanza, era solo una forma de sufrir, de esperar la suerte agobiante de sus predecesoras.
En esa espera, entre visita y visita, imaginaba el desenlace, con sus últimos estertores. Luego sería todo más fácil. Sus ojos se apagarían, llegaría el silencio absoluto y la noche eterna. Por fuera, el rigor mortis, la rigidez de su cuerpo, la parálisis total.  
Pero incluso, por pocas horas. Porque el rigor mortis, había visto una vez en televisión, tan solo dura doce horas. Incluso, hasta la muerte cede cuando llega el momento. Sobre todo, cuando vivir es el infierno mismo. Cuando el sonido de las bisagras anuncia que el sufrimiento aún no ha terminado.

2 comentarios:

el oso dijo...

Descripción perfecta, Neto, de todo lo que sucede. Todo.
Abrazo

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Sos muy hábil para manipular al lector, lo cuál te convierte en un buen escritor.
Haces que el lector deseo que esa mujer sea rescatada, lo cuál no sucede. Tal vez tenga la misma suerte de las otras víctimas.