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6 de julio de 2014

La bufanda

La vio por primera vez en la feria de Oroño al fondo, lindante al río, en un puesto que ofrecía ropa usada a muy buen precio. Su intención era revolver hasta dar con una camisa decente, aunque las prendas con las que se cruzaba no eran precisamente de dicha índole. Sin embargo, luego de hurgar un par de minutos en aquel cubo de madera repleto, sus manos rescataron de la ensalada de telas una  bufanda que lo deslumbró desde ese primer momento.
No supo precisar entonces si lo que había subyugado su atención había sido el estampado de dibujos tribales, el color suave y cálido que predominaba  o esos flecos enormes en los extremos, que parecían tener vida propia. Lo que supo con certeza, era que esa bufanda debía irse con él, aunque de todos modos, estuvo como petrificado largos minutos contemplándola, extendida cuál largos sus brazos. El convencimiento, para entonces, era total. Era la bufanda para él.
Preguntó el precio a la joven que atendía el puesto, pero para su sorpresa, no se la quisieron cobrar. Insistió y a pesar de la risueña empleada, empecinada en sonreír, dejó unos billetes sobre el tablón de madera que servía de mostrador.
Se fue contento y ese sentir representaba todo un logro, porque estaba pasando por un difícil momento personal. Si bien su vida había sido siempre proclive a ir cuesta abajo, le parecía ahora un verdadero tobogán.
Las siguientes horas serían un ejemplo, con una fatalidad tras otra. Y empezó con una discusión con su novia, con quien no venía llevándose bien. Algo trivial, como un regalo, se convirtió en una feroz pelea. A pesar de sentirse feliz con su bufanda, decidió regalársela a ella. Lo consideró un gran gesto. Se trataba nada menos que de su flamante adquisición.
Sin embargo, ella rechazó el obsequio. ¿Cómo podía ser? No lo comprendía. Caminaron hasta la casa de ella trenzados en un diálogo subido de tono. La gente que pasaba por al lado, los miraba asustados. A veces las palabras son como revólveres desencajados.
Una vez en la casa, ella le pidió estar sola.
- ¿Todo por un regalo? - preguntó asombrado.
Ella no respondió. Su mueca era de desagrado. Sin mirarlo, encendió un hornalla para calentar café.
Ofendido, él arrojó la bufanda hacia ella.
- Te la dejo - anunció alzando la voz.
- Salí de acá - fue la respuesta de su novia, alejándose hacia su habitación.
La bronca lo encegueció. Pateó una silla y se fue de la casa, golpeando con violencia la puerta. No quiso explicaciones, ni nada. Se fue mascullando futuros insultos, con las manos enterradas en los bolsillos.
Recién al llegar a su departamento reparó en que no había tomado la bufanda despreciada. Y a pesar del enojo, de no haber pasado ni media hora de la pelea, la llamó por teléfono. Pero no tuvo suerte. Ella no le contestó. La maldijo en voz alta. No iba a salir de nuevo, mucho menos volver para buscar la bufanda. Iría al día siguiente, y con suerte, las aguas estarían más calmas.
Salió temprano, sabiendo que ella se levantaba antes de las ocho para ir a trabajar. Era probable que la encontrara en la parada del colectivo, o justo saliendo de su casa. Pero al llegar a la esquina divisó a los patrulleros. A medida que se fue acercando, confirmó que los policías entraban y salían de la casa de su novia. Una cinta blanca con letras en rojo prohibía el paso. Con voz temblorosa le preguntó a un uniformado que estaba sucediendo.
Primero hubo silencio. Luego, al anunciar que era el novio de la joven que vivía allí, surgieron las palabras. La noticia fue un latigazo en la frente. De inmediato lo llevaron hasta donde estaba un investigador para hacerle preguntas. Allí además de indagarlo, le dieron más datos: a su novia la habían ahorcado. La habían sofocado hasta la muerte.
Pensó en su bufanda y por alguna extraña razón, la reconoció como arma del crimen. Un gélido impulso recorrió su cuerpo. .Se sintió mareado y debió contestar más preguntas antes de quedar liberado. Jamás habló de la prenda, ni quiso tampoco preguntar por ella. Pero al avanzar por la vereda, entre los arbustos de la casa vecina, pudo verla abandonada, enredada entre las ramas. Miró hacia un lado y otro, temiendo que alguien lo estuviera observando. ¿Cómo había llegado hasta ahí?
De inmediato se hizo con ella, aferrándola con fuerza. No podía permitir que la policía la encontrara. A pesar de su consternación, su primera reacción fue poner a salvo la bufanda. 
Camino a su hogar, pensó en el día anterior. Habían discutido y se había ido sin saludarla. ¿Qué había pasado? La policía no sospechaba de un robo. ¿Acaso tenía un amante? ¿Se había suicidado? Al sentir la bufanda entre sus manos, dejó de pensar en ello. Aquello era un mal trago, pero no podía derrumbarse. La vida tenía que continuar.
La muerte lo desestabilizó, es cierto, pero fueron pocos días. Hasta donde pudo, colaboró con la investigación, pero su mayor preocupación, aquello que le impedía durante las noches cerrar los ojos y entregarse al sueño, era otra. No podía entender exactamente qué, pero estaba seguro que no era la muerte de su novia.
Por las noches solía despertar sobresaltado, sin recordar lo soñado. Una madrugada en particular, abrió los ojos de golpe, sintiéndose sofocado. A pesar de la penumbra, la tenue luz de la luna que se filtraba por la ventaba, le permitió reconocer los tribales motivos de su bufanda muy cerca de su rostro.
La sintió en torno a su cuelo, oprimiendo con fuerza, asfixiándolo. De un tirón logró aflojarla y jadeando se la quitó. No podía recordar el momento en que se la había puesto, al acostarse.
El duelo por su novia duró un par de meses. Fue, a su entender, crudo invierno. La bufanda se transformó en una prenda de uso diario, imprescindible. Y si bien la había incorporado como parte de su fisonomía, notaba que nadie, ni en su trabajo, en su familia o en la calle, reparaba en ella, ya sea para criticarle el uso que le daba o bien, para elogiar sus bonitos dibujos o sus flecos enormes.
No dormir de noche se había hecho casi una constante. La mayoría de esas horas perdidas, las empleaba en estudiar su bufanda, contemplando las imágenes que cubrían gran parte de la superficie tersa y suave.
La primavera llegó sin prisa, pero con una nueva relación. Y de la misma manera que comenzó a sentirse mejor, notó que la bufanda, prenda que a pesar no ser época para usarla aún permanecía fiel a su cuerpo, se comportaba de manera extraña, si es que acaso una bufanda podía tener comportamientos.
Los días que decidía no usarla, de todas maneras terminaba alrededor de su cuello. Y cuando aflojaba un poco la vuelta que daba en torno a su cabeza, se volvía a tensar, como si quisiera extrangularlo. de todas formas, no pasaban de ser detalles. Su atención estaba en su nueva novia.
La relación era muy diferente a la anterior. Ella no era demasiado demandante, lo que le brindaba la libertad necesaria para sus ocupaciones. En ese matiz, creía, radicada el éxito de la pareja. Al menos, de momento.
Pero con el paso de las semanas, su novia comenzó con insinuaciones que rompieron con la tranquilidad a la que se había acostumbrado. Según ella, debían dar un paso más. Y ese paso implicaba compartir más tiempo juntos, quizá, había dicho, lo mejor sería mudarse con él.
Pero él no se sentía preparado ni su bufanda se lo iba a permitir. Lo supo de inmediato, cuando ella por teléfono le sugirió lo de la mudanza. De repente la bufanda se enredó con fuerza sobre los tendones del cuello. Tanta, que casi deja caer el celular. Tosió un par de veces y recién allí la presión cedió.
Más tarde, cuando se encontraron en un bar a compartir un café, él notó que mientras ella hablaba la bufanda se movía en su dirección. Parecía tener vida propia, alzando su vuelo hacia ella, como si una brisa invisible la empujara. Los flecos se movían con celeridad, impacientes, deseosos de llegar hasta su novia. Hasta los dibujos tribales daban la sensación de estar vivos, de moverse sobre la superficie, que lejos de la suavidad que la caracterizaba, parecía erizada como un animal salvaje.
Ella rió, lanzando una carcajada. La actitud lo sobresaltó.
- ¿Por qué te ríes? - le preguntó.
La joven se llevó un mano a la boca.
- Eres muy gracioso, amor. Eso que haces con los brazos, estirándolos hasta mí, moviendo tus dedos tan cómicamente... pareces una momia ¡Cómo quieres que no me ría!
Entonces, al volver a observar, él ya no vio la bufanda, sino sus brazos tatuados lanzados hacia delante, sus manos apuntando hacia su novia, sus dedos articulados en posiciones extrañas, el vello erizado, y el deseo de acabar con todo en cada milímetro de su piel.
Quiso gritar y no pudo. Ya no había bufanda. Solo quedaba él.
Y él, ya no gobernaba.


4 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

¿Una bufanda maldita?
¿Quien podría imaginarlo? No parece algo peligroso, salvo en caso de accidente.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

No parece algo peligroso y eso tal vez lo convierta en algo más temible.

SIL dijo...

EL juego con lo ominoso, con aquello que parece muy inofensivo, y de pronto... ¡chan!

Muy Poe.


Abrazo, Netito.

el oso dijo...

Si es una bufanda, vaya y pase. Hay gente que se comporta así!