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23 de mayo de 2014

El viejazo

Hay cumpleaños y cumpleaños. Los que se celebran a lo grande, los que son moderados y aquellos donde el festejo no tiene lugar. Pero en todos impera una realidad. La del tiempo, que nos hace año a año, más viejos.
De Matilde quiero hablarles. Mujer de unos cuarenta y tantos largos. Nunca dice la edad exacta, pero haciendo cálculos, nos damos una idea del año en que nació. Hasta los treinta, los festejos de sus cumpleaños eran muy famosos en la zona.
Se sabía de antemano que habría mucha gente, bebida a granel y diversión hasta el amanecer. Y era así. Los excesos no tenían límite. Fue una época en los que cumplir años, para Matilde tenía cierto aliciente.
Luego de esa edad, la manera de pensar de la mujer cambió. Notó sus primeras arrugas, alguna que otra cana, molestias en las articulaciones si trajinaba demasiado y por primera vez en su vida tomó conciencia de una cosa: no somos eternos.
Apuró sus estudios, siempre postergados, se graduó y comenzó a trabajar ya no en empleos temporales, sino en algo que le asegurada el sueldo mensual. Evitó los gastos sin sentido y mesuró sus fiestas, reduciendo los invitados a un círculo íntimo y en un ambiente calmo.
Pero esa etapa podría decirse, duró hasta antes de cumplir los cuarenta. Con el cuatro como primer número de la edad, su forma de ver la vida tuvo otro cambio, cargado de angustia, de miedos, de desesperanza.
Había tenido decenas de novios, y otros tanto de relaciones indefinidas, que iban y venían, entrando y saliendo de su vida como si fuera la puerta de un bar. Se dijo que era hora de sentar cabeza y se impuso madurar la relación actual, formalizar y casarse. Tener un hijo rápidamente y formar una familia feliz y unida.
Lo intentó, pero no pudo quedar embarazada por la edad y terminó separándose al año. Se mudó a un departamento aunque en el mismo barrio y en los siguientes años, no organizó ningún tipo de celebración o encuentro para el día de su cumpleaños. Ni siquiera se plegaba a festejos ajenos, limitándose a un saludo informal telefónico.
Sus amigos decían entre si que a Matilde le había llegado de repente el viejazo. Sin embargo, lo de ella era mucho más profundo e intrincado. En realidad era otra cosa. Sentía que algo había perdido en el camino. Que en algún punto, la brújula había comenzado a apuntar hacia otro lado y no supo seguirle el rastro. Y ahora, como consecuencia, estaba extraviada en un bosque denso y peligroso, donde lo más ínfimo podía dañarla. La solución era recluirse, evitar aquello que podía lastimarla.
Cuando algún amigo la llamaba y recibía un no como respuesta, la frase era la misma: ¿Y cuando cumplas cincuenta o sesenta, qué? ¿Te vas a enterrar en un pozo?
Y hoy la vimos a Matilde, a días de cumplir los cincuenta (si bien no lo dice, lo calculamos) regresar de la ferretería con una pala de punta. Caminaba ligerito, mirando por encima del hombro de vez en cuando, esquivando las miradas y los saludos, casi como deseando ser invisible.
Aunque en el barrio ya estamos acostumbrados a su avinagrado trato, su mirada huidiza haciendo juego con el cabello entrecano recogido y ese andar nervioso, siempre alterado, el caso de Matilde nos sigue preocupando.
Nos preguntamos quiénes la conocíamos de antes, en qué momento se fue convirtiendo en ese ser opaco, próximo a desaparecer en el olvido. Fue culpa del tiempo solamente, que a todos nos persigue o quizá, el culpable es el qué dirán, los preconceptos sociales, la sociedad misma. Es más fácil buscar a quién endilgar las razones, que las razones mismas. Pero es parte del proceso, casi inevitable.
No es mucho más lo que puedo agregar de Matilde. Es probable que el día de su cumpleaños me llegue a su edificio y toque el timbre de su departamento en el portero eléctrico y cuando pregunte quién es, me limite a un simple pero sincero "feliz cumpleaños". Puede que no, pero también que si, que la haga sonreír. Y viendo en lo que se ha convertido, sería más que pedir.
El mundo tiene muchas más Matilde de lo que uno se imagina. Siempre furtivas, desconfiadas, ofendidas con la vida misma sin saber por qué, caminando ligerito, pala en mano, esperando el milagro de encontrarle el sentido al paso del tiempo, al color gris del cabello, al amargo olor de las velas de una triste y solitaria torta de cumpleaños.

1 comentario:

SIL dijo...

Qué triste destino... =(

Igual, no hay edad para cruzar la nube negra de la amargura.



Abrazo.