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29 de mayo de 2014

El legado en la sangre

El Aurelio pocas veces era de charlar. Le gustaba la tranquilidad, el silencio. Era común verlo en la plaza, a la hora de siesta, termo y mate en mano, en completa soledad. Cebaba amargos y los tomaba solo, sin apurar la chupada. Entre mate y mate se quedaba contemplando los árboles, el cielo, la calle de tierra que apuntaba para el norte. Era meditabundo el Aurelio.
Pero apenas aparecían críos con una pelota bajo el brazo, dispuestos a destruir la paz de la tarde con gritos y patadas, el hombre se iba calle arriba, hasta donde terminaba el pueblo y comenzaban los maizales de Doña Lucía, la mujer más acaudalada del lugar.
La Lucía, como le decía Aurelio, era su hermana. Sin embargo, él no había heredado ninguno de sus rasgos y mucho menos, de sus ambiciones. Mientras ella pugnaba día a día por hacer una moneda más, engrosar sus arcas y soñar con un día mandarse a mudar a la gran ciudad, su hermano se conformaba con esa vista maravillosa que se esparcía hasta el horizonte. El campo, el sonido del viento, la luz del sol.
Se metía entre las plantaciones y observaba las mazorcas, ya grandes y prometedoras. Pronto su hermana las mandaría a cosechar y las transformaría en dinero. El ritual mágico que le cambiaba el humor al menos durante un par de semanas.
Llevó la bombilla a la boca y chupó sereno. Luego, respiró profundo el aire puro, hinchando el pecho con orgullo. Qué linda era su tierra. Qué tonta era su hermana, que soñaba con irse. Se cebó otro mate y el termo quedó vacío. Sin agua, no le quedaba otra que volver. Pero solo para calentar más en la pava y luego, volvería otra vez al campo. ¿Dónde mejor que allí?
- Cómo le va, don Aurelio - escuchó a sus espaldas, llevándose un susto.
Giró en redondo al no reconocer la voz y vio, abriéndose paso entre los maizales, a un hombre de baja estatura. Venía con un machete, sacándose de encima las ramas que lo molestaban.
- No se asuste - advirtió el extraño, al darse cuenta que Aurelio había atenazado con fuerza el termo y el mate y estaba a punto de comenzar a correr para ponerse a salvo.
El pedido del hombre también lo tomó por sorpresa. Al principio lo asaltó la idea de un malandra, de algún buscavidas robando mazorcas para el camino, pero el hecho de pronunciar su nombre lo desorientó totalmente. La advertencia para que no temiera, lo dejó pensando.
- ¿Y usted quién es, petiso? - interrogó Aurelio, que si bien era de pocas palabras, cuando abría la boca no se guardaba ningún comentario.
El extraño sonrió con el adjetivo que se le había adosado.
- Usted ya sabe lo que dicen de los petisos.
- No, la verdad que no lo sé.
- No se preocupe, es una broma y aquí no he venido a jugarle bromas a nadie.
- ¿Y a qué ha venido, si se puede saber? - preguntó Aurelio, que para entonces tenía preparado el termo como para poder defenderse, en caso de querer atacar el forastero. No era hombre de fiar y menos de petisos que sabían su nombre.
- Disculpe que no me he presentado, soy Rosamonte, enano que vive en las praderas que están al oeste, a más de una semana de caminata de acá.
- Y dígame, Rosamonte, si vive en el oeste, que desgracia o infortunio lo trae por aquí. Más que el pueblo, que son unas veinte chozas que se vienen abajo a pedazo, no va a encontrar nada.
- Lo busco a usted Aurelio, no le voy a mentir. Dicen que es hombre de pocas palabras, pero al mismo tiempo, el mejor cebador de mates que existe.
- ¿Y quién lo dice? Jamás he invitado un mate a nadie. Me gusta tomarlos solos.
- No necesita convidarlos, Aurelio. Como dice el refrán, hazte la fama y échate a dormir.
- ¿Y quién le ha hecho fama a sus mates? ¿Cómo sé que usted no es una broma de mi hermana Lucía?
- No sabía que tenía hermana. Y su fama, bueno... su fama la ha llevado el viento de la llanura, por así decirlo.
Aurelio hizo una mueca y sin mediar palabra, pegó media vuelta y comenzó a desandar su camino hacia el pueblo. El enano, como impulsado por un resorte, salió detrás suyo.
- Aurelio, espere. Le digo la verdad, necesitamos de su ayuda. Nuestro pueblo se ha quedado sin cebador. El Nicanor ha muerto de forma súbita y no ha tenido tiempo de enseñarle el arte de cebar a nadie. Comprenda, Aurelio. ¡Nuestro pueblo ya no puede tomar mate!
- Vamos, no me agarre para el churrete. Me va a decir que tenían un solo cebador para todo el pueblo.
- ¡Y qué cebador! El Nicanor cebaba el mejor mate del país.
- Lo dudo, le mejor lo cebo yo.
- Por eso hemos venido a buscarlo, las últimas palabras del Nicanor cuando... bueno, antes de morir.
- ¿De un infarto, supongo?
- No, se le empacó la mula y al tirarlo al piso, no quiso soltar el mate y terminó con la bombilla incrustada entre ojo y ojo.
- ¡Madre de Dios!
- Si, no quiera saber los detalles. Lo cierto, es que ya casi desfallecido, en su último hilo de voz, pronunció su nombre. Clarito, pero con esfuerzo, dijo "Aurelio":
- ¡Pero si yo no lo conozco!
- ¡Déjeme terminar, carajo! Dijo "Aurelio, mi nieto..." y entonces, supimos que el legado vivía en la descendencia de su sangre. Y no hemos cesado en la búsqueda. Hace casi un año que lo buscamos. Imagínese. Hace casi un año que no probamos mate alguno. ¿No me cebaría uno?
Los ojos de Aurelio entraron en paradoja. Mientras uno quería llorar ante la historia que acababa de escuchar, sobre quién sería su abuelo, que había fallecido poco tiempo atrás y de quién él no supiera nada más que viejas historias que alguna vez le escuchara contar con cierto recelo a su padre, el otro ojo había entrado en alerta, desconfiado del enano, que no había tenido mayor ímpetu que pedirle un mate, justo a él, a Aurelio, el que jamás le había cebado a nadie.
Los cuerpos no mienten, ni los movimientos. Aurelio se alistó como para esconder el termo detrás del cuerpo y el enano entendió de inmediato.
- ¡No me haga eso! ¡Cébeme uno y demuéstreme que es el nieto del Nicanor, el cebador que lleva en la sangre los mejores mates que se hayan probado!
- Si no me equivoco - retrucó resistiéndose el hombre, dando pasos hacia el pueblo, aunque sin perder de vista al petiso - con tanto tiempo tomando mates, a usted cualquier mate le vendría bien.
El rostro del enano cambió, se endureció. Aquellas palabras fueron como una cruel cachetada.
- ¡Cómo puede decir eso! El mate no es mate, si no está bien cebado. Cualquiera prepara un mate, pero pocos son dignos de llamarse cebador. Nuestro Nicanor lo era y usted lleva el legado sin saberlo. ¿Por qué no viene conmigo? Será venerado y ocupará el lugar de su abuelo. Hasta podrá, me imagino, saber más cosas sobre él.
¡Aquel hombre diminuto hacía bien su trabajo! Cómo resistirse ante esa tremenda revelación, a esa invitación que lo colmaría de prestigio y sobre todo, seguir los pasos de ese hombre misterioso que fue su abuelo y que por alguna razón, su padre había querido omitir en el pasado.
Podía llegar a entender el odio de su padre hacia su abuelo, si es que éste en su momento había optado por ser el cebador de todo un pueblo en vez de criar a su hijo. Y así lo creía, por las charlas que de pequeño recordaba haber escuchado. Incluso, hasta podía explicar el egoísmo de Lucía, que solo pensaba en el dinero y partir lejos de allí.
- ¿Y hasta entonces, ese tal Nicanor jamás había hablado de sus hijos y sus nietos? - preguntó ahora con cierto rencor Aurelio, mientras caminaba hacia el pueblo.
El enano, que lo seguía apurando el tranco, dado que sus piernas cortan no le permitían dar grandes zancadas, vaciló en la respuesta.
- Creo que no. O si. Alguna vez dijo algo, de una familia. Pero en realidad no tenía tiempo para esas cosas. Entienda, era el cebador del pueblo. Tenía una misión y no era la de contar historias, precisamente.
- El mate es para tomar en silencio, lo sé. Para cultivar la tranquilidad y perderse en el horizonte, mientras el sol lo abriga a uno, quitándole de encima el frío o el miedo. Vaya si lo entiendo. Pero de todas maneras, duele saberse ignorado.
Aurelio detuvo su andar y el enano recobró las esperanzas.
- ¿Quiere un mate? - preguntó de repente Aurelio.
El rostro del petiso de ensanchó. Aquella era la respuesta que estaba buscando.
- ¡Claro que si! ¿Se viene conmigo?
- No, aquí tiene - dijo acercándole el mate y el termo - Aprenda usted solo, mijo y enséñele a los demás. Nadie es maestro de nadie. Salvo que uno lo esté buscando. Y yo, para que le voy a mentir, ya tengo mi misión en el mundo. Y es contemplar lo que me rodea, tomando mates. Así de sencillo y en silencio.
- Pero... espere, no se vaya. ¿Y su mate? ¿Y su termo? ¿Con qué va a tomar ahora?
- ¿Se cree que son los únicos que hay? El mundo está lleno de mates y termos. La diferencia entre los que tiene en la mano y los que tengo de repuesto en la alacena de la cocina, es que esos están más cerca. El único secreto de cebar mates, es saber con quién se comparte. Vaya y disfrute a su pueblo. Déjeme a mí con mi campo.
El enano se marchó triste, pero con cierta esperanza. Si era verdad lo que decía Aurelio, la verdad del mate no estaba en el cebador, sino en los que formaban parte de la ronda. Y si era así, los suyos estarían salvados.
Aurelio, en cambio, caminó los metros que faltaban hasta su casa maldiciendo por lo bajo. Ahora que lo recordaba, la bombilla que le quedaba en casa se tapaba seguida, la buena se la había dado al petiso. Hasta no comprar otra, en la ciudad, las horas de chupar en paz, se habían acabado.

3 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Aparentemente les negó el secreto, pero le dio la bombilla, que parece ser la clave.

el oso dijo...

Muy bueno, Neto, con sutiles toques filosóficos!
Abrazo

SIL dijo...

Me ha encantado.
Realismo mágico, a lo García Márquez, pero con sabor matero.

;)


Abrazo.