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29 de mayo de 2014

El legado en la sangre

El Aurelio pocas veces era de charlar. Le gustaba la tranquilidad, el silencio. Era común verlo en la plaza, a la hora de siesta, termo y mate en mano, en completa soledad. Cebaba amargos y los tomaba solo, sin apurar la chupada. Entre mate y mate se quedaba contemplando los árboles, el cielo, la calle de tierra que apuntaba para el norte. Era meditabundo el Aurelio.
Pero apenas aparecían críos con una pelota bajo el brazo, dispuestos a destruir la paz de la tarde con gritos y patadas, el hombre se iba calle arriba, hasta donde terminaba el pueblo y comenzaban los maizales de Doña Lucía, la mujer más acaudalada del lugar.
La Lucía, como le decía Aurelio, era su hermana. Sin embargo, él no había heredado ninguno de sus rasgos y mucho menos, de sus ambiciones. Mientras ella pugnaba día a día por hacer una moneda más, engrosar sus arcas y soñar con un día mandarse a mudar a la gran ciudad, su hermano se conformaba con esa vista maravillosa que se esparcía hasta el horizonte. El campo, el sonido del viento, la luz del sol.
Se metía entre las plantaciones y observaba las mazorcas, ya grandes y prometedoras. Pronto su hermana las mandaría a cosechar y las transformaría en dinero. El ritual mágico que le cambiaba el humor al menos durante un par de semanas.
Llevó la bombilla a la boca y chupó sereno. Luego, respiró profundo el aire puro, hinchando el pecho con orgullo. Qué linda era su tierra. Qué tonta era su hermana, que soñaba con irse. Se cebó otro mate y el termo quedó vacío. Sin agua, no le quedaba otra que volver. Pero solo para calentar más en la pava y luego, volvería otra vez al campo. ¿Dónde mejor que allí?
- Cómo le va, don Aurelio - escuchó a sus espaldas, llevándose un susto.
Giró en redondo al no reconocer la voz y vio, abriéndose paso entre los maizales, a un hombre de baja estatura. Venía con un machete, sacándose de encima las ramas que lo molestaban.
- No se asuste - advirtió el extraño, al darse cuenta que Aurelio había atenazado con fuerza el termo y el mate y estaba a punto de comenzar a correr para ponerse a salvo.
El pedido del hombre también lo tomó por sorpresa. Al principio lo asaltó la idea de un malandra, de algún buscavidas robando mazorcas para el camino, pero el hecho de pronunciar su nombre lo desorientó totalmente. La advertencia para que no temiera, lo dejó pensando.
- ¿Y usted quién es, petiso? - interrogó Aurelio, que si bien era de pocas palabras, cuando abría la boca no se guardaba ningún comentario.
El extraño sonrió con el adjetivo que se le había adosado.
- Usted ya sabe lo que dicen de los petisos.
- No, la verdad que no lo sé.
- No se preocupe, es una broma y aquí no he venido a jugarle bromas a nadie.
- ¿Y a qué ha venido, si se puede saber? - preguntó Aurelio, que para entonces tenía preparado el termo como para poder defenderse, en caso de querer atacar el forastero. No era hombre de fiar y menos de petisos que sabían su nombre.
- Disculpe que no me he presentado, soy Rosamonte, enano que vive en las praderas que están al oeste, a más de una semana de caminata de acá.
- Y dígame, Rosamonte, si vive en el oeste, que desgracia o infortunio lo trae por aquí. Más que el pueblo, que son unas veinte chozas que se vienen abajo a pedazo, no va a encontrar nada.
- Lo busco a usted Aurelio, no le voy a mentir. Dicen que es hombre de pocas palabras, pero al mismo tiempo, el mejor cebador de mates que existe.
- ¿Y quién lo dice? Jamás he invitado un mate a nadie. Me gusta tomarlos solos.
- No necesita convidarlos, Aurelio. Como dice el refrán, hazte la fama y échate a dormir.
- ¿Y quién le ha hecho fama a sus mates? ¿Cómo sé que usted no es una broma de mi hermana Lucía?
- No sabía que tenía hermana. Y su fama, bueno... su fama la ha llevado el viento de la llanura, por así decirlo.
Aurelio hizo una mueca y sin mediar palabra, pegó media vuelta y comenzó a desandar su camino hacia el pueblo. El enano, como impulsado por un resorte, salió detrás suyo.
- Aurelio, espere. Le digo la verdad, necesitamos de su ayuda. Nuestro pueblo se ha quedado sin cebador. El Nicanor ha muerto de forma súbita y no ha tenido tiempo de enseñarle el arte de cebar a nadie. Comprenda, Aurelio. ¡Nuestro pueblo ya no puede tomar mate!
- Vamos, no me agarre para el churrete. Me va a decir que tenían un solo cebador para todo el pueblo.
- ¡Y qué cebador! El Nicanor cebaba el mejor mate del país.
- Lo dudo, le mejor lo cebo yo.
- Por eso hemos venido a buscarlo, las últimas palabras del Nicanor cuando... bueno, antes de morir.
- ¿De un infarto, supongo?
- No, se le empacó la mula y al tirarlo al piso, no quiso soltar el mate y terminó con la bombilla incrustada entre ojo y ojo.
- ¡Madre de Dios!
- Si, no quiera saber los detalles. Lo cierto, es que ya casi desfallecido, en su último hilo de voz, pronunció su nombre. Clarito, pero con esfuerzo, dijo "Aurelio":
- ¡Pero si yo no lo conozco!
- ¡Déjeme terminar, carajo! Dijo "Aurelio, mi nieto..." y entonces, supimos que el legado vivía en la descendencia de su sangre. Y no hemos cesado en la búsqueda. Hace casi un año que lo buscamos. Imagínese. Hace casi un año que no probamos mate alguno. ¿No me cebaría uno?
Los ojos de Aurelio entraron en paradoja. Mientras uno quería llorar ante la historia que acababa de escuchar, sobre quién sería su abuelo, que había fallecido poco tiempo atrás y de quién él no supiera nada más que viejas historias que alguna vez le escuchara contar con cierto recelo a su padre, el otro ojo había entrado en alerta, desconfiado del enano, que no había tenido mayor ímpetu que pedirle un mate, justo a él, a Aurelio, el que jamás le había cebado a nadie.
Los cuerpos no mienten, ni los movimientos. Aurelio se alistó como para esconder el termo detrás del cuerpo y el enano entendió de inmediato.
- ¡No me haga eso! ¡Cébeme uno y demuéstreme que es el nieto del Nicanor, el cebador que lleva en la sangre los mejores mates que se hayan probado!
- Si no me equivoco - retrucó resistiéndose el hombre, dando pasos hacia el pueblo, aunque sin perder de vista al petiso - con tanto tiempo tomando mates, a usted cualquier mate le vendría bien.
El rostro del enano cambió, se endureció. Aquellas palabras fueron como una cruel cachetada.
- ¡Cómo puede decir eso! El mate no es mate, si no está bien cebado. Cualquiera prepara un mate, pero pocos son dignos de llamarse cebador. Nuestro Nicanor lo era y usted lleva el legado sin saberlo. ¿Por qué no viene conmigo? Será venerado y ocupará el lugar de su abuelo. Hasta podrá, me imagino, saber más cosas sobre él.
¡Aquel hombre diminuto hacía bien su trabajo! Cómo resistirse ante esa tremenda revelación, a esa invitación que lo colmaría de prestigio y sobre todo, seguir los pasos de ese hombre misterioso que fue su abuelo y que por alguna razón, su padre había querido omitir en el pasado.
Podía llegar a entender el odio de su padre hacia su abuelo, si es que éste en su momento había optado por ser el cebador de todo un pueblo en vez de criar a su hijo. Y así lo creía, por las charlas que de pequeño recordaba haber escuchado. Incluso, hasta podía explicar el egoísmo de Lucía, que solo pensaba en el dinero y partir lejos de allí.
- ¿Y hasta entonces, ese tal Nicanor jamás había hablado de sus hijos y sus nietos? - preguntó ahora con cierto rencor Aurelio, mientras caminaba hacia el pueblo.
El enano, que lo seguía apurando el tranco, dado que sus piernas cortan no le permitían dar grandes zancadas, vaciló en la respuesta.
- Creo que no. O si. Alguna vez dijo algo, de una familia. Pero en realidad no tenía tiempo para esas cosas. Entienda, era el cebador del pueblo. Tenía una misión y no era la de contar historias, precisamente.
- El mate es para tomar en silencio, lo sé. Para cultivar la tranquilidad y perderse en el horizonte, mientras el sol lo abriga a uno, quitándole de encima el frío o el miedo. Vaya si lo entiendo. Pero de todas maneras, duele saberse ignorado.
Aurelio detuvo su andar y el enano recobró las esperanzas.
- ¿Quiere un mate? - preguntó de repente Aurelio.
El rostro del petiso de ensanchó. Aquella era la respuesta que estaba buscando.
- ¡Claro que si! ¿Se viene conmigo?
- No, aquí tiene - dijo acercándole el mate y el termo - Aprenda usted solo, mijo y enséñele a los demás. Nadie es maestro de nadie. Salvo que uno lo esté buscando. Y yo, para que le voy a mentir, ya tengo mi misión en el mundo. Y es contemplar lo que me rodea, tomando mates. Así de sencillo y en silencio.
- Pero... espere, no se vaya. ¿Y su mate? ¿Y su termo? ¿Con qué va a tomar ahora?
- ¿Se cree que son los únicos que hay? El mundo está lleno de mates y termos. La diferencia entre los que tiene en la mano y los que tengo de repuesto en la alacena de la cocina, es que esos están más cerca. El único secreto de cebar mates, es saber con quién se comparte. Vaya y disfrute a su pueblo. Déjeme a mí con mi campo.
El enano se marchó triste, pero con cierta esperanza. Si era verdad lo que decía Aurelio, la verdad del mate no estaba en el cebador, sino en los que formaban parte de la ronda. Y si era así, los suyos estarían salvados.
Aurelio, en cambio, caminó los metros que faltaban hasta su casa maldiciendo por lo bajo. Ahora que lo recordaba, la bombilla que le quedaba en casa se tapaba seguida, la buena se la había dado al petiso. Hasta no comprar otra, en la ciudad, las horas de chupar en paz, se habían acabado.

26 de mayo de 2014

Asado entre amigos

Un asado es más que una reunión para comer carne a la parrilla. Así lo comprendía Ismael, que la semana previa a la fecha pactada para el encuentro de amigos iniciaba su período de histeria, que consistía en estar atento a cada detalle, contactar a todos los invitados e insistir para que no faltara ninguno.
Si la fecha era el domingo, el lunes previo lo primero que hacía al despertar era preparar el listado de invitados, calcular los kilos de carne, el proporcional de ensaladas y comenzar a anotar las opciones para la picada, las bebidas y hasta el postre.
A media mañana enviaba sus primeros mensajes de texto. Para el mediodía ya había armado un grupo de Whatapps. Y se encargaba de retransmitir lo que allí se conversaba a los que no tenían celulares modernos.
Por la tarde, tenía definido el número que asistiría, así los cálculos comenzaban a cerrar de manera más precisa. Para la noche, la mayoría de sus destinatarios quería mandarlo a la mierda.
Es que Ismael, en su afán de juntarlos, convertía el arte de la organización, en un denso acoso virtual telefónico, ya fuese por mensajes o llamados. Algunos, incluso, se enojaban cuando escuchaban el ringtone del celular a las tres de la mañana y tras encender la luz del velador comprobaban que era el inagotable amigo.
El martes solía recibir varios insultos, que se atenuaban con el correr con las horas con las bromas y ocurrencias de los menos encolerizados del grupo. De todas maneras le advertían que no se pusiera pesado, que tanta organización era un desgaste innecesario.
Ismael argumentaba que no podía dejarse nada librado al azar. Un asado con amigos debía ser la reunión perfecta. Y él se encargaría de eso. Más de uno se resignaba, en tantos que otros, hablando a espaldas del organizador, se replanteaban la idea de ir.
Miércoles y jueves podían transformarse en un suplicio. Los más allegados, le pedían un poco menos de ansiedad. Pero para entonces, Ismael quería calcular hasta las aceitunas por personas para la picada.
El viernes ya tenía el setenta por ciento de las cosas compradas. Incluso, se había llegado al menos diez veces a la quinta de Oscar, el lugar en el que se siempre se reunían, por estar ubicada en una zona muy tranquila, lejos de la ciudad, tener un parrillero enorme y muchas otras comodidades.
Para el sábado había comprometido a tres de los amigos con el fin que lo acompañaran a comprar las bebidas. Por la tarde, en cinco viajes, había trasladado botellas, carne, verduras, el helado para el postre, las bolsas con copetín, todo, a la heladera y al freezer de la quinta de Oscar. Esa misma noche, alcanzaba en un último viaje los cubiertos, las servilletas y hasta el papel higiénico para el baño.
El domingo, el día del asado, estaba levantado antes de las seis. Se bañaba, buscaba la ropa adecuada (que debía ser cómoda e informal) y leía el diario, para estar informado y tener temas para hablar a la hora de la sobremesa.
Cerca de las diez, sacaba el auto de la cochera y tomaba la ruta hacia la quinta, que se la sabía de memoria, al punto que podría conducir con los ojos cerrados en el tramo desde la salida de la ciudad hasta el lugar de encuentro.
Sabía que el horario pautado era entre las diez y media y las once, pero sentía la necesidad de llegar primero, instalarse, confirmar que todo estuviera en su correcto lugar, ya sean sillas, mesa, como los utensilios para asar.
Por eso, aquel domingo en particular, no se sorprendió al encontrar el estacionamiento frente a la casa totalmente despejado. Colocó el vehículo en un lugar que le resultara luego sacarlo y bajó del maletero un par de bolsas más, que contenían papas fritas y palitos salados.
Todo iba bien, hasta que tomó el caminito de piedra que lo conducía hasta el quincho. Abrió los ojos, asustado. Las mesas, prolijamente acomodadas con antelación, no estaban. La mesa, que era un tablón largo con caballetes, tampoco. Las bolsas de carbón ubicadas bajo el parrillero, habían desaparecido. Incluso los elementos para asar. Soltó las bolsas, que golpearon contra el suelo, y se agarró la cabeza.
Lo primero que pensó fue ¡ladrones! pero con asombro descubrió que otros elementos de valor seguían en sus lugares, como ser una cortadora y una bordeadora de césped, la bicicleta de Oscar que la dejaba siempre al lado del parrillero y herramientas manuales que solían estar desparramadas por el sitio.
A medida que se fue acercando a la parrilla, fue percibiendo la silueta de un papel abandonado sobre las cenizas de las brasas del último asado, que nunca habían limpiado. Era muy blanco como para haber quedado olvidado desde aquel encuentro.
Se acercó con miedo, sigiloso. A un metro, se topó con su nombre escrito en letras grandes, intimidatorias. Las manos le temblaron cuando sus dedos se aproximaron a recogerlo. Tragó saliva antes de desplegarlo y respiró hondo previo a leerlo. Presagiaba malas noticias.
"Oscar, si estás leyendo esto, es porque llegaste y no encontraste a nadie. Hemos decidido, entre todos, mudar de lugar el encuentro, pero, debido a que estuviste insoportable desde el lunes, no avisarte. Nos hemos llevado todos los elementos como así las compras que trajiste en estos días. Esperamos que no te moleste. Muy atte. La barra".
Ismael quedó petrificado, con el papel en sus manos. Sus labios amagaron con abrirse para decir algo, pero fue un leve temblor, involuntario. Su rostro se contrajo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Estaba al borde del llanto, de doblarse en dos, de caer de rodillas al suelo.
El cielo, colmado de sol, se le antojó gris, tormentoso. La brisa suave, cálida, le pareció amarga, sin oxígeno.
Entonces, por el rabillo del ojo, notó algo detrás del quincho. Quizá un animal, riéndose de su cruel angustia. O peor aún, un ladrón de verdad, llegando para atacarlo con furia. Poco le importaba, pero igual desvió su mirada hacia aquel lugar.
Y allí estaban todos, Oscar, Luis, Nacho, el Negro, Horacio, Fernando, El Garza, Alfredo, González, Piero, Tito, el hermano del Nacho que nunca le salía el nombre, Herminio, Diego, Felipe, el Oso, Alejandro, Manuel, Pablo, Esteban... todos. Y venían a las carcajadas, tomándose el estómago, partiéndose de la risa y entonces, Ismael, se quebró y con el llanto en la piel sonrió de oreja a oreja.
Es que los amigos pueden ser crueles, bromistas hasta no poder, capaces de llevar sus coches dos cuadras más adelante con tal de no ser detectados, esconder lejos sillas y tablones, incluso llevar los comestibles a otra habitación, todo con tal de hacer una broma que nunca olvidarán. Pueden ser eso y mucho más. Pero los amigos jamás abandonan a nadie. No los verdaderos.
Por eso, el asado era más que una reunión para comer carne a la parrilla. Era el templo de la amistad, vestido de fiesta. La santa misa de los afectos incondicionales, con sus errores y aciertos. Así lo entendía Ismael, secándose las lágrimas, así lo entendían los demás, dándole un abrazo.

23 de mayo de 2014

El viejazo

Hay cumpleaños y cumpleaños. Los que se celebran a lo grande, los que son moderados y aquellos donde el festejo no tiene lugar. Pero en todos impera una realidad. La del tiempo, que nos hace año a año, más viejos.
De Matilde quiero hablarles. Mujer de unos cuarenta y tantos largos. Nunca dice la edad exacta, pero haciendo cálculos, nos damos una idea del año en que nació. Hasta los treinta, los festejos de sus cumpleaños eran muy famosos en la zona.
Se sabía de antemano que habría mucha gente, bebida a granel y diversión hasta el amanecer. Y era así. Los excesos no tenían límite. Fue una época en los que cumplir años, para Matilde tenía cierto aliciente.
Luego de esa edad, la manera de pensar de la mujer cambió. Notó sus primeras arrugas, alguna que otra cana, molestias en las articulaciones si trajinaba demasiado y por primera vez en su vida tomó conciencia de una cosa: no somos eternos.
Apuró sus estudios, siempre postergados, se graduó y comenzó a trabajar ya no en empleos temporales, sino en algo que le asegurada el sueldo mensual. Evitó los gastos sin sentido y mesuró sus fiestas, reduciendo los invitados a un círculo íntimo y en un ambiente calmo.
Pero esa etapa podría decirse, duró hasta antes de cumplir los cuarenta. Con el cuatro como primer número de la edad, su forma de ver la vida tuvo otro cambio, cargado de angustia, de miedos, de desesperanza.
Había tenido decenas de novios, y otros tanto de relaciones indefinidas, que iban y venían, entrando y saliendo de su vida como si fuera la puerta de un bar. Se dijo que era hora de sentar cabeza y se impuso madurar la relación actual, formalizar y casarse. Tener un hijo rápidamente y formar una familia feliz y unida.
Lo intentó, pero no pudo quedar embarazada por la edad y terminó separándose al año. Se mudó a un departamento aunque en el mismo barrio y en los siguientes años, no organizó ningún tipo de celebración o encuentro para el día de su cumpleaños. Ni siquiera se plegaba a festejos ajenos, limitándose a un saludo informal telefónico.
Sus amigos decían entre si que a Matilde le había llegado de repente el viejazo. Sin embargo, lo de ella era mucho más profundo e intrincado. En realidad era otra cosa. Sentía que algo había perdido en el camino. Que en algún punto, la brújula había comenzado a apuntar hacia otro lado y no supo seguirle el rastro. Y ahora, como consecuencia, estaba extraviada en un bosque denso y peligroso, donde lo más ínfimo podía dañarla. La solución era recluirse, evitar aquello que podía lastimarla.
Cuando algún amigo la llamaba y recibía un no como respuesta, la frase era la misma: ¿Y cuando cumplas cincuenta o sesenta, qué? ¿Te vas a enterrar en un pozo?
Y hoy la vimos a Matilde, a días de cumplir los cincuenta (si bien no lo dice, lo calculamos) regresar de la ferretería con una pala de punta. Caminaba ligerito, mirando por encima del hombro de vez en cuando, esquivando las miradas y los saludos, casi como deseando ser invisible.
Aunque en el barrio ya estamos acostumbrados a su avinagrado trato, su mirada huidiza haciendo juego con el cabello entrecano recogido y ese andar nervioso, siempre alterado, el caso de Matilde nos sigue preocupando.
Nos preguntamos quiénes la conocíamos de antes, en qué momento se fue convirtiendo en ese ser opaco, próximo a desaparecer en el olvido. Fue culpa del tiempo solamente, que a todos nos persigue o quizá, el culpable es el qué dirán, los preconceptos sociales, la sociedad misma. Es más fácil buscar a quién endilgar las razones, que las razones mismas. Pero es parte del proceso, casi inevitable.
No es mucho más lo que puedo agregar de Matilde. Es probable que el día de su cumpleaños me llegue a su edificio y toque el timbre de su departamento en el portero eléctrico y cuando pregunte quién es, me limite a un simple pero sincero "feliz cumpleaños". Puede que no, pero también que si, que la haga sonreír. Y viendo en lo que se ha convertido, sería más que pedir.
El mundo tiene muchas más Matilde de lo que uno se imagina. Siempre furtivas, desconfiadas, ofendidas con la vida misma sin saber por qué, caminando ligerito, pala en mano, esperando el milagro de encontrarle el sentido al paso del tiempo, al color gris del cabello, al amargo olor de las velas de una triste y solitaria torta de cumpleaños.

20 de mayo de 2014

Paralelismos

Había algo en aquel relato, que el locutor narraba con prodigiosa dicción, que le llamaba la atención. Era la misma idea, palabra por palabra, que tenía desde hace unos días en su cabeza.
Se levantó, apagó la radio y corrió al teléfono. Estaba por levantarlo, cuando el aparato sonó. Atendió, impaciente. La voz lo dejó helado:
- "La idea de un escritor que escucha en la radio el cuento que tiene en su mente es mía, así que olvide...".
Allí se interrumpió la anónima amenaza, porque según pudo escuchar a través de la línea, del otro lado alguien golpeaba a la puerta.

17 de mayo de 2014

Erik el zancudo (cuento infantil)

En sus tiempos libres, Erik salía a recorrer las calles de la ciudad, subido a sus enormes zancos.
Desde lo alto saludaba a los niños, que extendían sus manos para querer alcanzarlo. Muchos lo conocían de haberlo visto en el circo, donde Erik trabajaba. Pero no solo los pequeños sonreían al verlo pasar: ¡también los más grandes se alegraban con su presencia!
Es que Erik era un zancudo muy simpático. En las tardes y noches de circo, actuaba con los payasos y era muy divertido lo que hacían. Los payasos, que eran cuatro, Abelito, Ballestita, Casimiro y Dedalito, lo perseguían por todas partes para mojarlo con una manguera.
Pero Erik y sus zancos, avanzaban mucho más rápido, con pasos gigantescos que permitían ganar distancia. Entonces, los payasos, que comenzaban a cansarse, caían rendidos al suelo y Erik, alentado por el público, tomaba la manguera y terminaba mojándolos a los cuatro.
Los payasos, sorprendidos, salían corriendo fuera del escenario y cuando todos pensaban que Erik se había salido con la suya, ellos volvían, ahora con tortas en las manos. Erik comenzaba a correr espantado, temiendo que le arrojaran una torta en la cara y lo hicieran caer. ¡Pero era tan hábil, que lograba esquivar cada torta que le tiraban! Y lo más gracioso, era que las tortas terminaban estampadas en los rostros de los propios payasos.
Claro que era una actuación y tanto los payasos como Erik saludaban al final del show todos juntos al público mientras una lluvia de aplausos bajaba desde las gradas, donde el público disfrutaba a lo grande.
Fuera de la carpa del circo, los niños corrían para buscarlo y sacarse una foto con él. Para eso, acercaban una escalera muy alta, donde con mucho cuidado los pequeños subían y se ponían a la altura de Erik. El fotógrafo, haciendo malabares sobre una silla, lograba así capturar la imagen.
Por eso, no sorprendía que cada paseo de Erik por la ciudad fuera motivo para que niños y grandes se acercaran a saludarlo.
Además, la ciudad sabía que Erik era un zancudo de gran corazón.
Porque no salía solamente para caminar y recorrer las calles, sino también para ayudar a quién lo necesitara.
En ocasiones, lo llamaron para tareas domésticas, como la vez que Doña Agustina, ya muy anciana y con miedo a subirse sobre sillas o escaleras para alcanzar lugares altos, le pidió que le cambiara una bombilla de la luz.
Para Erik aquello no resultó ningún problema. En un periquete cambió la bombilla y Doña Agustina tuvo luz otra vez en la cocina. ¡Pobre Agustina, que la noche anterior por no poder ver, había hervido un zapato en lugar de una patata!
Otra misión muy común en sus paseos era el rescate de gatos asustados. Porque como uno sabe, los gatos son muy valientes, persiguen a ratones inmensos, huyen de perros que quieren atraparlos y trepan a árboles altísimos.
Justamente es con los árboles que tienen problemas. Porque saben subir, pero algunos, que quizá no han tomado el número de lecciones suficientes, no saben bajar. Y es allí donde los dueños de los gatitos recurrían a nuestro querido Erik.
Con sus zancos Erik alcanzaba fácilmente las ramas más altas y con paciencia (porque los gatos no siempre hacen caso) los llamaba, hasta que lograba convencerlos que debían descender en sus brazos. Desde abajo, los que esperaban la resolución con éxito del rescate, escuchaban claramente el “mishi, mishi, mishi” de Erik, con el que convencía a los mininos.
Lo mejor era cuando el zancudo aparecía entre las ramas, trayendo al gatito entre sus brazos, porque allí todos estallaban en aplausos y cantitos de alegría.
Una vez, incluso, le pidieron que en vez de bajar algo de las alturas, lo subiera. Se trataba de un pichoncito de gorrión. Pobrecito, el pichoncito, se había acercado demasiado al borde del nido donde había nacido y un viento traicionero lo había empujado hacia abajo.
Había caído sobre la gorra del verdulero Froilán, que no se había dado cuenta que tenía el pájaro en la cabeza hasta que sus hijos fueron a saludarlo antes de salir al colegio. ¡Tienes un pájaro en la cabeza! gritó Raúl. ¡Es un pichón! gritó Belén.
Con el pichón en sus manos, Froilán observó las alturas, y notó en un poste de madera la presencia de un nido y supo que había caído desde allí. El inconveniente era cómo volverlo a subir. Pero en ese momento, Raúl y Belén vieron por la vereda de enfrente a Erik y lo llamaron a los gritos. A Raúl y Belén, se les daban muchos los gritos.
Con mucho cariño, Erik colocó en la palma de su mano al pichoncito, que no cesaba de repetir “pío, pío, pío” y luego, bajo la mirada feliz del verdulero y sus hijos, lo dejó en el nido.
Las caminatas colmaban de felicidad a Erik. Se sentía útil ayudando y no había mejor forma de agradecimiento, que las sonrisas de los demás. Como sucedía en el circo, cuando se divertía con los payasos y hacía reír a chicos y grandes. Escuchar las risas, los aplausos, era la mejor manera de disfrutar lo que hacía.
Por eso, cada noche, cuando llegaba a su casa, lo hacía con una sonrisa gigante en el rostro. Y luego de comer sano, lavarse los dientes, iba a la parte superior de su cama marinera, donde finalmente dejaba los zancos a un lado y tras arroparse bien, se ponía a leer un libro hasta que el sueño lo atrapara.
Soñaba con payasos, niños y personas que necesitaban de su ayuda. Y también en sueños, Erik era feliz.

14 de mayo de 2014

Oscuros nubarrones

El médico le devolvió la carpeta azul con cierre elástico. Se la tendió mirándolo a los ojos, con cierta severidad que no había tenido en citas anteriores.
- No hay mejorías en estos estudios, dudo que me esté haciendo caso a mis indicaciones.
La mujer bajó la mirada, asumiendo la culpa. El doctor estaba en lo correcto.
- No he podido, le juro que lo he intentado, pero no he podido - dijo con un hilo de voz, al borde del llanto.
El profesional giró su silla hacia la ventana y suspiró profusamente. Desde allí podía verse el cielo abarrotado de oscuros nubarrones, presagiando una tormenta que no tardaría en desatar su infierno personal sobre la ciudad.
- A ver si nos entendemos. Usted viene aquí para que la ayude. Pero no me hace caso. ¿Entonces, para qué viene?
La pregunta quedó en el aire, incómoda, punzante. No requería una respuesta. Su función era la del puñal, la de amedrentar con palabras. Ella lo sabía. Esperaba esa ofensiva. Su respuesta era tácita, con piel de silencio.
- Hagamos lo siguiente - sugirió el médico, poniéndose de pie - Usted se retira, durante dos semanas cumple con lo que le he pedido y vuelve a una nueva consulta, como si el día de hoy no hubiese existido, como si las indicaciones anteriores en realidad las acabara de recibir.
Era una buena propuesta, una oportunidad de remediar la situación, o al menos, para poder volver a ganarse la confianza del doctor. Pero al mismo tiempo, ella se resistía a cumplir con lo que le pedían. Un sacrificio enorme que sin embargo no le aseguraba una gran mejoría. Era tratar de frenar el avance de la enfermedad. Sostener la esperanza. Nadie hablaba de cura, de una sanación absoluta.
- ¿Y si no puedo? ¿Si otra vez...?
No pudo completar la oración, se sentía agotada. La mente es como una gran maquinaria, pero que se alimenta con hechos positivos. Cuando lo que abunda es lo negativo, se arruina, entra en una fase terminal, tan peligrosa como cualquier afección en otra parte del cuerpo.
- No hay demasiados caminos para optar, señora. Usted lo sabe. La vida a veces nos ofrece de todo y a veces, muy poco. Pero siempre algo hay. Esto es ese algo. Tiene esas indicaciones, intente, asuma la realidad, combata los miedos.
Cómo si fuera tan fácil, pensó ella, apretando con furia la carpeta de los estudios. Asumir, combatir, no eran verbos fáciles. Resignarse lo era. No requería esfuerzos ni otras complejidades. Resignarse era lo ideal.
- Le puedo recomendar un profesional muy bueno, un psicólogo, que sin dudas le será de ayuda - el médico garabateó un nombre y un teléfono sobre un papel en blanco, de los que utilizaba para dar los tratamientos.
La mujer aceptó el papel, a sabiendas que jamás llamaría ni conocería al conocido del doctor. Se puso de pie, estrechó la mano y salió por la puerta, aferrando contra sus pechos la carpeta azul.
Llamó al ascensor casi al borde del llanto. Pero no le daría el gusto al dramatismo. Era su decisión, debía aceptarla. Si resignarse era el camino, no había lugar para las lágrimas. La cobardía no requería mayores esfuerzos. Lo duro, lo difícil, lo jodidamente complicado, era vivir. Y afrontar lo que ese querer vivir implicara.
Ella ya no tenía ganas. Había puesto el punto final sin siquiera terminar la oración.
Afuera llovía. La tormenta era un hecho. Como muchas otras cosas que se presagian con oscuros nubarrones.

11 de mayo de 2014

El tuerto sin nombre

Desde que tengo memoria, el tuerto de la puerta siempre estuvo allí. Sentado en el umbral o parado contra el marco, su presencia identificaba más al bar que el enorme cartel de madera que pendía sostenido de un soporte de hierro, ya oxidado con el tiempo.
El tuerto estiraba su mano, que con los años fue ganando en arrugas y manchas en la piel, esperando la recompensa de algunas monedas o un billete. No hablaba, ni gesticulaba. Tan solo esa media mirada, fría, despojada de sentimientos. Pero al mismo tiempo, subyugante.
Solía dejarle monedas, aunque no siempre. Pero cada vez que no lo hacía, sentía su ojo sano clavándose en mi nuca, como si estuviese ejerciendo algún extraño designio sobre mi destino. Pensaba entonces que era la manera que mi mente se avergonzaba de no ayudar a una persona necesitada.
Recuerdo que cierta vez le pregunté al Ruso, que por entonces atendía la barra, si sabía de dónde venía cada tarde. Pero el Ruso, que conocía vida y obra de cada cliente, ignoraba por completo la historia del tuerto, incluso, su nombre.
- ¿Pero no se lo preguntaste nunca? - quise saber, asombrado.
- Si y me lo ha dicho, pero lo olvido cada vez que le doy la espalda.
Jamás lo intenté hacer. Lo de preguntarle el nombre, digo. Creo que el anonimato era mejor. Saber su nombre lo ubicaría en otro parámetro de conocimiento. Sin nombre, era solo el tuerto de la puerta del bar. Y así estaba bien.
Pero la otra noche, la que quisiera borrar de mi cabeza, comprendí que uno no controla el destino, ni siquiera los pequeños imprevistos, que tienen como objetivo sacarnos del camino.
Llovía. Correr no solucionaba nada, pero era una costumbre. Mis zapatos se hundieron en un charco profundo y proferí toda clase de insultos al aire. Recuerdo haber mirado el cielo y encontrar, entre las nubes que destilaban el torrencial aguacero, una luna marchita, pálida. Quería maldecirla por hacer más oscura la noche, pero parecía tan insignificante a la distancia, rodeado de aquella tormenta, que la hice a un lado en mis pensamientos.
Mojado, crucé la calle y antes de ver el cartel, incluso las luces que se filtraban por la ventana, lo vi al tuerto, parado delante de la puerta, enfundado apenas en una chaqueta sin mangas y un pantalón desgastado, que lo cubrían del temporal. Vaya a saber uno los motivos que lo llevan a actuar, a hablar, a mover los músculos cuando nada hace parecer que eso sucederá.
Quizá fue la bronca de estar empapado, de sentir el agua dentro de los zapatos, reptando hacia la pierna a través de las medias. Quizá el hecho de ignorar quién era, de dónde venía, por qué elegía ese lugar. O simplemente, verlo allí de pie, sin inmutarse, mojándose a placer, mientras uno lo único que quería era escapar de a intemperie y ponerse a refugio, beber algo frío y olvidarse de todo lanzándose al incógnito mar de las conversaciones.
Algo de eso, quién sabe. Puede que nada. Lo cierto es que me detuve delante de su pose habitual y espeté, casi con rabia:
- Tuerto de mierda, yo mojándome como un condenado y vos parado ahí como si nada. ¿Me querés decir que carajo hacés con esta lluvia? ¿Por qué no te vas a tu casa o te metés dentro de bar?
Me miró feo, con ese único ojo sano. Pude ver el blanco del ojo agrietarse en finas líneas rojas, el iris crecer en intensidad y la pupila contraerse, para luego, de una forma que casi no puedo explicar, encenderse en una sola llama a través de la que pude ver a un niño corriendo en el muelle de un puerto, dejando atrás cajones repletos de pescados; el niño se veía agitado, aterrado y solo cuando giró su cabeza hacia atrás comprendí la razón. Lo perseguían cinco jóvenes, blandiendo ganchos de hierro, de los que se usan para colgar la carne. Y a pesar que el pequeño movía sus piernas con fiereza, se encontró con las altas paredes de los galpones que cortaron su escapatoria y toda posibilidad de salir ilesa de aquella persecución.
No quise seguir viendo, pero no pude desviar la mirada. Una fuerza me obligaba a prestar atención. Los jóvenes se acercaron, vociferando insultos, amenazas. Podía incluso sentir el olor del mar, de pescado en descomposición, incluso el sudor agrio de los jóvenes, el aroma a miedo en el niño. Sentí que podía gritarles, que podía espantarlos. Pero al querer abrir la boca, no pude. Entonces, los ganchos de hierro se lanzaron en un ataque cruel, alcanzando al niño, hiriéndolo, regando el lugar de sangre.
Cerré los ojos, asustado, pero seguí viendo. La imagen de la punta acerada penetrando en el ojo del niño y retrocediendo en el aire, con la misma violencia que había llegado, llevándose en el retroceso la bola blanca con nervios que se desprendían del rostro como si fueran cables cortados de un tirón.
El grito.
El grito me heló la sangre. Y luego, el silencio atroz. Y contra el galpón apenas iluminado, la figura del niño, temblando como cristal a punto de desprenderse. Había quedado solo, desfalleciendo. Casi sin poder respirar, faltándole el aire, ahogándose en su propia sangre.
Sentí la asfixia y el hechizo o lo que fuera, terminó. El tuerto estaba allí, de pie contra la puerta. Su imagen gélida, casi petrificada. Tenía la mano estirada hacia mí. Pero esta vez no pedía nada a cambio, sino que sostenía algo que nunca podré olvidar. el ojo de aquel niño, aún cubierto de sangre.
Di un salto hacia atrás. Resistí la tentación de devolver el estómago por la boca y retrocedí hasta la calle. Ya no me importaba la lluvia ni el agua entrándome a los zapatos. Pegué media vuelta y corrí, ahora no para escaparle a la tormenta, sino para ponerme a salvo del monstruo que había despertado.
No me detuve hasta llegar a mi casa, incluso, seguí corriendo una vez en la cama, tapado hasta la cabeza con las frazadas. Sigo corriendo aún ahora, muy dentro de mis pensamientos. Creo que jamás escaparé de aquella visión. Es el castigo por remover lo que otros guardan con recelo. Por preguntar los nombres que no nos interesan, por querer saber las historias de quiénes no las quieren contar. Todos llevamos nuestros monstruos a cuesta, pero evitamos mostrarlos, salvo que insistan, salvo que quieran ser perseguidos ellos también.

8 de mayo de 2014

El control

Los papeles estaban en orden. Él lo sabía. Pero el policía no tenía por qué saberlo. De todas formas, le sudaban las manos mientras el uniformado revisaba con lentitud el sobre papel madera que le había entregado por la ventanilla segundos antes.
Esperaba que de un momento a otro el semblante del oficial de la ley cambiara de manera radical, convirtiéndose en una especie de monstruo salvaje cuyo único propósito fuera el de devorarlo o peor aún, hacerlo bajar del coche y pretender llevarlo a una cárcel.
Sentía como la transpiración se adhería poco a poco a la tela de la camisa, ganando lugares nada agradables. Se imaginó emanando un olor fétido, destilando gotas de sudor negro desde la cabellera húmeda y grasosa, en un cuadro patético que delataría su culpabilidad.
Pero sus papeles estaban bien. Nada extraño tenía que suceder. Era solo un control de rutina. El policía hacía su trabajo, como lo hacía el empleado de peaje por el que había pasado quince minutos atrás, como el camionero del Scania que transitaba a gran velocidad por la ruta en ese instante. Control de rutina. Nada más.
El agua corría incluso por sus manos. Las quitó de inmediato del volante, pero una mancha húmeda quedó sobre el mismo. Se apresuró en buscar un trapo en la guantera para limpiarla. El agente policial había vuelto a meter los papeles en el sobre, pero ahora hablaba con un compañero.
Seguramente le estaría diciendo que estaba todo en orden. No debía preocuparse. Sin embargo temblaba de pies a cabeza. No podía escucharlo. ¿Qué dirían? ¿Acaso existía alguna irregularidad? Se estaba quedando sin aire. El pecho le oprimía con fuerza. Revolvió otra vez en la guantera, buscando ahora el inhalador para el asma.
Lo accionó y echó la cabeza hacia atrás. El policía se alejó hasta el patrullero. Algo estaba ocurriendo. Algo andaba mal. No podía soportarlo. Los nervios. La tensión. Los latidos cada vez más fuertes. Podía escucharlos. Y si él los escuchaba, también el policía. Aceleró a fondo, sin pensarlo. Las gomas chirriaron en el pavimento y dejaron una estela de humo oscuro, como despedida del coche que salió como un misil disparado hacia el horizonte.
Miró por el espejo retrovisor y alcanzó a ver la perplejidad de los oficiales. Comenzó a respirar con normalidad, en tanto por el espejo veía como trataban de organizarse para comenzar la persecución. Cerró los ojos un instante. Ya no escuchaba los latidos. Eso era una buena señal. No podía estar sucediéndole, no podía pasar como en el cuento de Poe. Porque ante todo, se había asegurado que estuviera muerta. Y estaba bien seguro que no respiraba cuando la metió en el baúl trasero. Sería ináudito por otra parte que una persona viviera con la cabeza separada del tronco. De todas maneras, no podía arriesgarse. Apenas pudiera, detendría el auto y lo comprobaría.
Pero ahora no. Las sirenas policiales se estaban acercando. Era hora de buscar algún atajo, a campo traviesa.

5 de mayo de 2014

Una entrada sin ficción

Cada tanto, muy cada tanto, no es un cuento lo que aparece en el blog. En este caso, esta pausa, tiene tres motivos. El primero es que, dado que con seguridad me voy a olvidar cuando ocurra, es anunciar que el próximo 18 de junio (día que en el Mundial de Brasil se enfrentan Chile y España, por ejemplo) "Netomancia", este espacio literario virtual, estará cumpliendo 10 años de vida. ¡Una década, de no creer!
El segundo, es que me acabo de dar cuenta que se han superado las 700 publicaciones hace exactamente dos semanas. Supongo que al menos 690 tienen que ser entradas con ficción. Si le sumo los casi 300 relatos publicados en Villeraturas, podría afirmar que en breve estaré llegando a los 1000 textos de ficción ofrecidos en la web. Y sin cobrarles un peso, ja. Fuera de broma, un placer haber escrito cada ficción y saber que siempre hay alguien del otro lado para leerla. Espero poder seguir escribiendo muchos más.
Aprovecho para invitar a todos los que quieran, mediante una expresión artística a elección, plegarse a los festejos. La convocatoria ya está lanzada.
 Y tercero, mostrar lo que desde hace algunos meses estoy publicando en la revista mensual El Libertador de la ciudad de San Nicolás (Argentina), que si bien son cuentos, tienen la particularidad de estar ilustrados por Caio Di Lorenzo, un gran artista de dicha localidad.
Para quienes no frecuentan otras redes sociales, lo poco que se ha visto de esto en el blog, es lo que aparece en el tablón de anuncios a la derecha.
Les dejo los dibujos de Caio para "Aquello que llaman crecer" y "Pocas verdades", dos de los relatos publicados. Y de yapa, el enlace para leer online todas las publicaciones de El Libertador: http://issuu.com/ellibertadorsannicolasdelosarroyos


Agradezco a Daniel Luchina por las imágenes y lo felicito por su labor al frente de esta publicación.

2 de mayo de 2014

No les queda otra

Con el día que hace, tener que venir al parque. Solo a una mujer se le puede ocurrir semejante idea. Y para colmo, domingo. Lo bien que podría estar uno ahora delante del televisor, mirando algún partido de fútbol. ¿Qué diferencia puede haber entre un mate cebado en el living de tu casa y uno entre los yuyos, con los mosquitos dando vueltas y las hormigas esperando que uno se distraiga para morderte en alguna parte?
Pero está la otra, decís que no y enseguida el grito en el cielo. Qué uno vive encerrado, que uno no sale a ninguna parte, que esto, que aquello y la verdad, para que te rompan las guindas con eso, más vale salir un rato al parque y a otra cosa mariposa. Pero la verdad, como cuesta, mirá que perder el tiempo...
- ¿Está bien el mate, viejo o querés que le ponga algún yuyito? Tengo menta.
- No, dejalo así, no le metás esas mierdas, que después parece que estás chupando un perfume.
- Siempre exagerando vos. Un poquito le pongo. Una hojita apenas si le cambia el sabor.
- Dejate de joder, si querés con menta, te hubieras traído otro mate.
- Seguro que lo probás y te gusta.
No le iba a dar el brazo a torcer en esta. Con cáscara de naranjas me gustaba el mate, incluso, con un poco de tomillo. Pero a una mujer si uno le da la mano, le agarra el codo. Y si le dejo ponerle menta, mañana le está poniendo la huerta de aromáticas que tiene en la quinta, en el fondo del terreno. No, más vale decir que no y evitar una pelea más adelante. Eso es lo que no entienden las mujeres. Uno es diplomático y además piensa como los ajedrecistas, que se anticipan a los movimientos. Bueno, uno hace eso. Pero las mujeres no lo entienden.
- ¿Y vos que decís, viejo?
- ¿De qué?
- ¡Cómo de qué! Te acabo de decir que Norma nos invitó al bingo de la escuela donde trabaja la hija.
- ¿Y con eso? ¿Querés ir?
- Es lo que te estoy preguntando. Si me acompañás.
- ¡Cuándo! ¿Hoy?
- No ves que no me escuchás cuando te hablo. Sos igual que el nene vos, y después te preguntás por qué el nene no te da bola. Pero si te acordás bien...
Y siempre la misma cháchara. Porque en el fondo no está diciendo que somos iguales con el Matías, sino que me está haciendo culpable de cómo es él. Cómo si la crianza hubiera sido responsabilidad mía solamente. No la conozco a ésta. Ja. Si siempre hace lo mismo, te desvía cualquier diálogo para hacerte ver como el culpable hasta de la caída de la capa de ozono. Y deben ser todas iguales. Las mujeres digo. No me quedo con eso de qué "justo me venís a tocar vos". Cualquiera te debe romper las guindas con lo mismo. Aquella que está sentada contra el árbol debe tener las mismas conversaciones con el marido. La del banco de madera, otro tanto. La pelirroja sobre el mantelito verde... bueno, a esa la veo sola. Y la verdad, está linda la colorada. Bien cuidada. ¿Qué tendrá? ¿Cincuenta? No sé, eh. No sé. Los brazos parecen firmes y al menos como está sentada, no tiene rollitos.
- No me confirmó, pero vendría el domingo.
- ¿Cómo?
- Tu hija, que viene el domingo.
- ¿Por qué "mi" hija? ¿Acaso no es tuya también?
- Te estoy diciendo que la vas a tener que ir a buscar a la terminal.
- Qué se tome un taxi.
- Ay viejo, teniendo el auto, que te cuesta ir a buscarla. ¿Sabés lo que cuesta un taxi?
- Claro. Que me cuesta. Total, el que tiene que sacar el auto, cargarle nafta, conducir, soy yo.
- Ya salió él. Nunca va a decir que si de entrada. Nunca.
Y si, al final, a la hora de comprar el auto todos opinan, que el color, que con aire, que tenga para escuchar música, que los airbags, que rojo, que verde, pero a la hora de pagar las cuentas quién está. Y si, el mismo imbécil de siempre. Che, pero que linda la colorada. Ahora que le veo las piernas, no creo que llegue a los cincuentas esa mina. No debe ser de por acá, la tendría que haber visto antes. Tendría que ver la forma de pasar cerca y verla más detenidamente. Pero con ésta acá, como para moverme estoy. Pero la verdad, que buena está la colorada por favor. Pero si, mirá ahora que se puso de pie a espantarse mosquitos. Mamá, sabés cómo te los espantaría con placer...
- ¡Viejo!
- ¿Eh? ¿Qué pasa?
- ¡Qué agarrés el mate, che! Siempre en babia vos. Como para que no te caguen en el laburo. Hace dos años que te deberían haber jubilado y todavía estás ahí, con esos papeles de porquería.
- Pero qué sabés vos, siempre opinando gratuitamente. Para abrir la boca, son todas mandadas a hacer.
- ¿Todas quiénes? ¿Tenés alguna más que te opina gratis? ¿O alguna te cobra?
- Bueno, empezó la hora de la pavada.
¿Para esto quiere que venga al parque con ella? ¿Para recriminar estupideces? Para colmo, el mate tapado. Y no está lavado de casualidad, si casi siempre hierve el agua y se le lava al tercero o cuarto. Para lo único que ha servido esta caminata es para ver a esa colorada. Mirá que tener unos años menos y... no sé, no sé. Claro que con ésta al lado, qué carajo me voy a chamuyar a alguien. Si tendría que haber venido solo al parque. Con la excusa de distraerme. Ahora me estaría hablando con la cuarentona esa. En cambio, estoy renegando con el mate tapado...
- ...y churros, aunque sean dos.
- ¿Qué churros?
- Pero che, una cosa es volverse viejo y otra viejo y pelotudo. ¿Todos dos veces te tengo que decir? Te digo que cuando vayas a tirarle la yerba al mate, te llegues hasta el hombre de allá que tiene un puesto de churros y me traigas aunque sea dos.
- Pará, ¿y por qué no vas vos? Ya que la señora es tan viva, digo.
- Dame el mate. Y me traigo churros para mí nomás.
Pero si, andá un rato a otra parte. Si querés cruzar el río para ir a comprar churros, andá. Que yo aprovecho ahora que está mirando para este lado. ¿Me está mirando a mí? ¿Podrá ser, che? No tendré la facha de antes, pero me conservo. Además, ahora a estos rollitos lo ven sexy. Lo decían el otro día en la televisión. Y si, para mí me fichó. Me está relojeando. Fijate como entorna la mirada para este lado. Si, es cierto, tiene anteojos de sol, pero me doy cuenta, no soy ningún boludo. Y digo, ¿si me llego y le pregunto alguna trivialidad? ¿Quedará muy mal? Y si, la vieja, la vieja. Me ve y se arma un escándalo. Si tendría que haber venido solo yo. Por ahí si me apuro, total le pongo de excusa que necesitaba estirar las piernas y...
- ¿Dónde vas?
- ¿Ya volviste?
- Si, cuánto querés que demore. ¿Dónde vas?
- A ninguna parte.
- Entonces para que te parás. Desde allá te veía, parado y acomodándote las pelotas, como hacés cada ve que te preparás para ir a alguna parte.
- Fue para estirar las piernas.
- Y para eso te tenés que apretar las bolas. ¿No te das cuenta que es repugnante? Qué te vas a dar cuenta vos. Viejo y sucio.
- Habló la culo limpio.
- Bien limpio tengo mi culo señor, claro que si. En cambio, no puedo decir lo mismo de otros. No hay calzoncillo que te lave que no esté cagado.
- No exageres, mujer.
- Ahora le dicen exagerar.
No le basta con no darme tiempo a nada, sino que viene a despotricarme, así, como si nada, en medio del parque. Pensar que uno se acostumbra, que si tuviera unos años menos, me voy de sus narices hasta la manta de la pelirroja, me tiro al lado y dejo que se muera de celos. Pero uno a cierta edad tiene que guardar composturas, tampoco es cosa de estar haciendo las cosas a la ligera. Cuando uno es pibe, vaya y pase. Pero a los setenta pirulos, otra que el qué dirán.
- ... para esta noche.
- ¿Qué?
- ¿Qué qué?
- Qué pasa esta noche.
- Vos realmente no me escuchás o lo hacés solo para hacerme enojar.
- Ahora que lo decís, no se me había ocurrido. Pero podría empezar a implementarlo.
- Qué tenemos que pasar por la carnicería a comprar un kilo de picada para esta noche.
- Entonces marchemos, que se va a hacer tarde.
- Está bien, pero pasemos por aquel caminito que quiero saludar a tu sobrina.
- ¿Mi sobrina...? ¿Dónde?
- La pelirroja aquella. ¿No la viste? Si estabas dele mirar para aquel lado.
- Ah, vos decís ella. Estaba pensando en la otra, la hija de Ricardo.
- ¿Rocío?
- Esa misma.
- ¿Y cuando viste pelirroja a Rocío?
- Qué se yo, a ésta tampoco.
- A ésta... ay viejo, que mal que estás.
- Mirá, yo la voy a saludar, vos hacés lo que quieras.
- Yo voy apurándome para sacar número en la carnicería, que después nos tenemos que comer una cola de una hora.
- ¿Y qué le digo? ¿No vas a saludarla?
- Mandale besos de mi parte.
- Pero...
Y si, que voy a hacer. Si me vio cuando la miraba seductoramente a la distancia y me acomodaba el amigo y las aceitunas para aparentar un bulto más grande, me va a odiar de por vida. Al menos, así, evito el confrontamiento ahora. Pero mirá vos que resultar la hija del Esteban. La pucha que hace tiempo que no la veía, mirá que está crecida la nena. Y claro, la más grande. ¿Y que estará haciendo por acá? Pero claro, si seré pelotudo, si mañana es el cumpleaños del Esteban. Pero no pego una yo, que cagada. Es cierto que muchas posibilidades de quedar al margen no tengo, con esta pinta, que mina no se me queda mirando. Y si, lo mejor es salir solo. O bien, quedarse en casa, cómodo en el living, televisor encendido, unos mates y un partido de fútbol. Por lo menos de esa forma, uno preserva el matrimonio por buen camino. Y las minas que esperan a uno en la calle tendrán que esperar por su galán. No les queda otra.