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12 de marzo de 2014

El hombrecito que miraba las estrellas

El hombrecito apareció un día y pidió permiso para subir al techo. Don González, que vivía solo como un ermitaño, le preguntó para qué.
- Para ver las estrellas desde un poco más cerca - le contestó el recién llegado.
Don González no se negó. Cómo le iba a negar a un hombre amable subir al techo para un motivo tan noble. El visitante agradeció la escalera que le facilitó el dueño de casa y con mucha agilidad subió peldaño por peldaño, hasta llegar al techo de tejas, donde con cuidado de no tropezar, caminó hasta un sitio que le pareció el ideal, para luego sentarse de piernas cruzadas y con la mirada levantada al cielo, contemplar las estrellas.
A la mañana siguiente aún permanecía allí. Don González, que no vio que el hombrecito llevara mochila o bolso alguno, le alcanzó de comer y una botella con agua. Luego le ofreció un colchón, pero no lo quiso, rechazándolo con educación. El hombrecito permaneció esa noche y la siguiente y la siguiente.
Para la cuarta noche se acercó un grupo de diez personas, gente del barrio que había escuchado sobre la presencia de un extraño en el techo del vecino. Le pidieron permiso a Don González para subir al techo a hacerle compañía al hombre. No podía negarse. Los conocía de toda la vida y siempre habían sido buenos con él.
- Suban, hay lugar para todos. Es una persona muy amable y agradecida – les informó Don González a todos los que subían.
Al día siguiente llegaron más personas. Y al otro, y al otro...
Para el décimo día, el dueño de la casa tenía a casi setenta personas sobre su techo. Dado que no podía alimentar a tantos, todo el barrio colaboraba. Algunos se encargaban de preparar la comida, otros de alcanzar agua, un grupo recolectaba mantas para cuando refrescaba, incluso, unos muchachos se encargaron de alquilar baños químicos, que instalaron en el patio.
A los quince días, ya eran más de cien. Para entonces, el barrio estaba organizado. Parecía un engranaje funcionando a la perfección. Cada uno cumplía su rol y todos participaban alegremente. Incluso, dado que en el techo de Don González el espacio libre que había era poco, en otros techos la gente comenzaba a hacer lo mismo, estrechando lazos de amistad, con diálogos, risas y solidaridad.
Sin embargo, ese día, el número quince, se dieron cuenta que el hombrecito que había iniciado todo, ya no estaba. Lo buscaron en cada rincón del techo, en los baños, en las casas aledañas, en otros techos... pero no estaba, se había ido. Lejos de desilusionarse, los vecinos estaban felices porque gracias a él habían aprendido a convivir.
La gente bajó del techo, pero nadie cesó de colaborar con los demás. Todavía conservan la puntualidad de juntarse en las calles al salir las primeras estrellas para compartir unas empanadas al horno, pastelitos o sanguchitos y contemplar absortos todo lo inmenso y bello que nos rodea, al mismo que lejano e inalcanzable.
Cuando vuelven la vista a su alrededor comprenden entonces que todo lo que está cerca es más grande, real, tangible. Y entonces ahora cuidan y valoran todo lo cercano, porque entienden que es aún más maravilloso que todo ese catálogo de estrellas que los visita cada noche.
Dicen que el hombrecito va de barrio en barrio. Aunque no en todos los techos le permiten subir.

1 comentario:

RACING_CAPO dijo...

Muy bueno. Me mando mauro croche. Un abrazo