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30 de marzo de 2014

LHDNT

El caso de Narciso Torres fue muy particular. Llamó la atención de especialistas del trastorno del lenguaje, psicólogos y psiquiatras. ¿Quién a esta altura no recuerda los extensos artículos publicados por expertos de todo el planeta en las prestigiosas revistas "Mentes humanas", "Ciencia al día" y "Analizando"? Son materiales de estudio en universidades e institutos privados.
Sin embargo, pocos han tenido la dicha de tratar con este joven mendocino, nacido en el seno de una acomodada familia de vitivinicultores. Y mucho menos, la desgracia de haberlo visto morir.
Lo conocí a los seis años, cuando sus padres, muy nerviosos, me lo llevaron al consultorio por consejo de los docentes del colegio. Iba medio ciclo lectivo y el pequeño Narciso no solo estaba atrasado con respecto a los demás en materia de aprendizaje del alfabeto y la lengua, sino que además no podía realizar una escritura coherente.
No tardé demasiado en comprender que aquello que asustaba a maestros y padres, lejos estaba de ser verdad. No había atraso alguno en Narciso, más bien lo contrario. Si alguien le pedía que escribiera su nombre, ponía N. A partir de ese detalle, di rápidamente con la respuesta por la cual, cuando en el pizarrón la maestra escribía con tiza "Mi mamá me mima", en el cuadernito del niño, que debía estar copiado aquello, aparecía "MMMM".
Narciso, para sorpresa de todos, solo podía comunicarse en la escritura mediante las iniciales de las palabras. Hablaba bien y leía bien, y así lo fue demostrando a medida que crecía, pero no había manera que escribiera como todo el mundo.
Lo llevé durante años a diversos especialistas del país e incluso, a encuentros y simposios sobre el lenguaje. Decenas de investigadores de diversas ramas viajaron desde remotos lugares para entrevistar y estudiar a fondo a Narciso Torres.
Con el tiempo, las horas compartidas en largos viajes, las sesiones en consultorios ajenos -a las que acompañaba - hicieron que ganáramos confianza. Al poco tiempo, se hizo amigo de mis hijos, que eran un poco más grandes de edad, y de esa manera, pude verlo incluso en mis tiempos libres, correteando por la casa o jugando a la pelota en la plaza de la esquina.
Pero a pesar de todo lo que se hacía para ayudarlo, sus textos seguían siendo tan preocupantes como enigmáticos, al punto de sacar de quicio a más de una persona, que impedida de comprender lo que intentaba plasmar sobre una hoja, terminaba ofuscada.
Recuerdo un mail donde me expresaba con felicidad "¡MFNQD!" que me llenó de alegría. Con simpleza me deseaba una "muy feliz navidad, querido doctor". Pero al imprimirlo y mostrarlo, nadie supo descifrar lo que quería.
En la escuela me llamaban casi a diario, para que corrigiera sus deberes o bien, para transcribir sus exámenes. Y debo confesar que muchas veces, viendo que las respuestas estaban equivocadas, ayudé a que se sacara una buena nota. Era en si, parte de la ventaja de entender sus iniciales, pero al mismo tiempo, la manera de hacer algo de justicia en nombre de Narciso, tan relegado y mal visto por su problema.
No pensaba entonces en el Narciso niño que le costaba comunicarse con los adultos mediante la letra escrita, sino en el Narciso grande, queriendo ir a una universidad o enviando una carta postulándose para un empleo.
Sus primeras composiciones, como ser la clásica "La vaca", fueron un dolor de cabeza para las docentes, pero no para mí. Si bien no había una gran originalidad en su descripción, el "LVEUAQVELCYDL" que encabezaba el cuarto de página que le había entregado a la maestra podía leerse con facilidad, a mi entender, si es que uno prestaba atención: La vaca es un animal que vive en el campo y da leche".
Pero no hubo caso. El pobre Narciso fue apartado del colegio tradicional y tampoco aceptado en escuelas especiales. Por fortuna para él, acepté ser su tutor y le impartí clases particulares, asistido por psicopedagogas de confianza, que aprendieron a la par mía a tomarle cariño y paciencia.
En mi libro "LHDNT", narro con lujo de detalles justamente lo que indica el título: La historia de Narciso Torres". Claro que cuando lo edité, Narciso aún vivía y no había sucedido el fatal desenlace.
Equivocarse en la traducción de un texto suyo era probable, claro que si. Sucedía a menudo y solía despertar entre nosotros alguna que otra sonrisa y en menor medida, arrancar una carcajada. Podría evocar muchas situaciones, pero hay algo que me lo impide y es el remordimiento.
Quizá este texto no sea otra cosa que un intento de disculpa con su familia, una forma de acercarme con cautela a esa tarde, que más allá de mis esfuerzos, retorna con dolor a mi mente en una frecuencia poco agradable.
Aquel papel pegado en la puerta de su casa, previendo mi visita rutinaria de cada tarde antes de ir al consultorio, con el fin de continuar nuestra interminable partida de ajedrez, fue su sentencia. O bien, mi condena.
ECLLDSNVATLT
Lo quité de la madera y mientras entraba a su casa, de la que tenía llaves, ya que solía cuidar sus plantas y peces cuando salía de vacaciones (hasta ese punto nos habíamos hecho amigos), esbozaba una sonrisa, meneando la cabeza de un lado a otro, casi de manera cómplice.
En el centro del living, estaba el tablero con las piezas dispuestas. Me tocaba a mí y como había sospechado por el mensaje, seguramente había movido y percatado del error en el que había incurrido. Entonces, a modo de broma, me advertía sobre la obviedad de mi próximo movimiento. Así era Narciso.
"Estoy con la loca del segundo, no vayas a tomarme la torre".
La loca del segundo era una pelirroja que abundaba en curvas. Narciso estaba loco por ella, pero la chica no le permitía avanzar. Al fin lo había logrado. O eso me imaginaba. Pero ahí estaba, en su living, sonriendo con picardía, pensando en lo bien que lo estaría pasando, contento por ese joven al que a veces atormentaba presentándole profesionales de la salud de todo el mundo, que deseaban con ansias estudiar su caso. Ser su amigo era una forma de pagarle esa gratitud para conmigo, desde aquella primera vez que nos vimos en mi consultorio, cuando él aún era un niño y hacía poco que había soplado las seis velitas en la torte de cumpleaños.
Sopesé el tablero y vi su torre expuesta. Ya lo estaba de su movimiento anterior, pero había optado por poner a salvo mi rey. Ahora, quedaba a mi merced. La tarde caía afuera y la ventana delataba ese adiós del día. La luz era escasa y a mi edad, su presencia es más que una compañía. Me dirigí a la llave de la luz pero el clásico movimiento de la tecla no deparó ningún cambio en la habitación. Miré más allá y vi la térmica abajo. Me acerqué y la levanté. Ahí fue el instante en que escuhé su grito.
En la soledad de mi consultorio, donde me refugio cada atardecer, huyendo de mis pecados y de mis pacientes, trato de descifrar todos los mensajes posibles con esas doce letras, en el orden elegido por Narciso.
Y las posibilidades son demasiadas. Elegí una y me equivoqué. Y hoy pago por ello. Me cuesta creerlo, pero yo lo maté. Tendría que haberme dado cuenta que la loca del segundo no le hubiese dado bolilla ni en el mejor de los sueños y que la torre estaba así porque venía de una jugada anterior y no porque Narciso se equivocase en la movida previa.
Además, claro está, relacionado la térmica baja con su ausencia en la habitación.
"Estoy cambiando la lamparita del sótano, no vayas a tocar la térmica".
LPM, Narciso. Mirá que pifiarla así.

27 de marzo de 2014

Souvenirs

Visitar a la abuela era cosa de todas las tardes, al menos aquellas en la que mamá trabajaba y no tenía donde dejarla. Analía disfrutaba esas horas en la vieja casona que estaba ubicada en una esquina frente a la plaza. Y no justamente por tener ese espacio verde a pocos metros, sino por permanecer entre esas paredes, hurgar en los secretos de ese lugar que a veces le parecía olvidado por el tiempo.
Es que su abuela no se preocupaba demasiado por el aseo de la casa, salvo los lugares que más usaba, como ser la cocina, el baño o su habitación. Durante algún tiempo madre e hija discutieron ese tema, pero Analía hacía buen tiempo que no las escuchaba disentir sobre la limpieza. La abuela, sin dudas, había ganado. De todas maneras, había algunos sitios donde el polvo no se acumulaba. Uno era el salón de los jarrones. Ese era el nombre que ella le había puesto a aquella habitación de piso de madera en cuyas paredes iban de un lado a otro gruesas estanterías, sobre las que reposaban siempre impolutos, enormes y bellos jarrones, algunos decorados y otros, cautivantes a pesar de tener un solo color.
Otro sitio que merecía el cuidado para su abuela, era el pequeño altar al final del pasillo, donde en una urna de bronce estaba su abuelo. A la pobre Analía a lo largo de su niñez aceptar esa idea se le había hecho muy difícil. Recién a los ocho años, no hacía mucho, había comprendido el significado de aquel espacio en la casa.
Aunque de todos los lugares de la casona de su abuela, el lugar mágico para la pequeña era la heladera. Era inmensa, con un freezer grande, donde a veces podían guardar hasta tres o cuatro envases grande de helado. Sin embargo, el encanto de Analía con ese aparato no estaba en lo que contenía, sino en lo que exhibía.
Decenas de imanes, grandes y chicos, coloridos y de las formas más hermosas, representando distintas ciudades del país y del mundo. Estaba toda la puerta cubierta y uno de los laterales.
- ¿Cuántos hay abuela? - había preguntado cierta vez y su abuela le había dicho que no llevaba la cuenta.
En sus intentos de contarlos, terminaba siempre perdiéndose, pero una vez había llegado a ciento veinte antes de frenarse. Eran muy bellos, la mayoría tenía relieve y cuando su abuela no la veía, pasaba sus dedos para sentir las texturas. Pero solo cuando no la veía, porque la orden era "mirar y no tocar y por nada del mundo, quitarlos de la heladera".
Lo mismo sucedía con los jarrones, apenas podía apreciarlos. No podía bajarlos de los estantes, ni siquiera pidiendo permiso. De todas maneras, el contemplarlos se le había hecho - al igual que con los imanes - una de sus actividades favoritas en aquella casa.
En un cuadernito de hojas rayadas había comenzado a dibujarlos, muy a duras penas, porque aún le costaba tomar el lápiz y hacer que las líneas dibujadas con su manito se tradujeran en lo que sus ojos le mostraban. Pero lo hacía con alegría y dedicación, haciendo pasar las horas, hasta que su mamá llegaba del trabajo, tomaba unos mates con la abuela - que el resto del tiempo se la pasaba tejiendo o resolviendo palabras cruzadas - y luego retornaban al hogar, donde a solas como cada atardecer, comenzaban a recuperar el tiempo que no habían podido compartir en la jornada.
- ¿Algún día me vas a regalar uno, abuela? - le había preguntado un día a su abuela, con respecto a los imanes.
- No - le había contestado ella sin vacilar, alimentando aún más la tentación de Analía de tener uno de esos hermosos recuerdos de viaje - Son recuerdos de viajes que hicimos con tu abuelo, son muy importantes para mí, no son para jugar.
Analía no era una niña mala, nunca antes de esa tarde, la misma en la que murió, había robado algo. Pero el querer es tan grande que a veces agota la mente y traiciona la razón, obligando a hacer lo que a uno le han enseñado, no está bien.
Y Analía, con la esperanza de no ser descubierta, estiró el brazo cerca de la puerta de la heladera y tomó de uno de los imanes al azar, que decía "Santa Cruz de la Sierra (Bolivia)".
Se refugió en la sala de los jarrones, apoyada en una de las paredes, con el imán en forma de pequeña montaña en sus manos. No podía dejar de contemplarlo, las letras manuscritas exageradamente volcadas hacia la derecha, en color blanco, el relieve de la madera, la sensación de tener un verdadero tesoro consigo.
Casi no tenía peso. Lo hizo girar para ver el dibujo de costado y luego al revés. Ver la sierra patas para arriba le arrancó una sonrisa. Luego, lo dio vuelta para ver el imán. Y allí estaba. Un número 23 escrito a máquina sobre un papel de escasas dimensiones y pegado con cinta adhesiva, que había tomado un color amarillento por el paso de los años.
- ¿Veintitrés? - repitió Analía, sorprendida por el número que acababa de encontrar. Y pensó entonces en la respuesta de su abuela, sobre la cantidad de imanes. Era posible entonces que el abuelo, para no olvidarse de los viajes y lugares que habían visitado, además de colocar los recuerdos imantados sobre la heladera, les hubiese puesto un número.
O bien, podía tratarse del orden en que habían visitado cada ciudad. Ahora la curiosidad la carcomía. Aquel número se había convertido de repente en todo un enigma para la breve edad de Analía. Estuvo a punto de salir corriendo a preguntarle a su abuela, pero recordó a tiempo que no podía: había violado una de las leyes de la casa. Había robado el imán a escondidas. Tampoco podía decir que había visto de casualidad el número, porque eso implicaba tocarlos, que también estaba prohibido. Sintió entonces una genuina angustia a la que con sus breves años, no supo ponerle nombre.
¿Cuántos imanes serían? El veintitrés estaba en sus manos. Reparó entonces en que a pesar de haber muchísimos, jamás se había preocupado por la cantidad de jarrones. Quizá, se dijo, porque le resultaban más bonitos los souvenirs de la heladera. Aunque había una diferencia. Los jarrones estaban puestos ordenadamente, podían contarse sin problema.
Lentamente, los fue contando. Con sorpresa, reparó que había más de los que creía. Faltando una pared, había superado los cien. Cuando terminó, estaba con la boca abierta. Ciento treinta y cinco. ¿Tantos? ¿Habría la misma cantidad de imanes? Se le ocurrió una idea. ¿Y si los jarrones eran también un recuerdo de cada ciudad? Entonces tendría que haber la misma cantidad. Pero algo iba en contra de eso, y es que en ninguno de dichos objetos figuraba el nombre de ciudad alguna y se supone, que si es un recuerdo de viaje, figuraría el lugar dónde se compró.
Otra vez volvió a estar en ascuas. Pero al mismo tiempo, no. Jarrones e imanes podían llegar a tener cierta relación. ¿Cuál? Se paseó por la habitación mirando uno y otro, sin dejar de caminar. El imán lo llevaba escondido en el bolsillo de su vestidito rosa, por las dudas que su abuela apareciera de improviso y se lo encontrara en la mano.
Tras media hora observando, volvió al primero. Era el único que tenía en un número o letra en su decoración. Y eso también le llamó la atención. Jamás se había detenido en ese detalle. Pero ese era un día especial. Siempre lo es el día de la muerte, pero ella lo ignoraba. El jarrón tenía el número 1 escrito en pintura verde.
- Si ese es el número uno... - dijo en un susurro, tratando de hilvanar sus ideas.
Y comenzó a caminar lentamente, siguiendo el orden y contando, en voz muy baja cada vez que pasaba por delante de un jarrón.
- Dos... tres... cuatro...
Tras el veintidós, se detuvo. El siguiente, de un color turquesa, con ribetes amarillos y negros, coincidía en la numeración con el imán que había estado hasta ese momento en el bolsillo y ahora aparecía una vez más en sus manos.
Estaba alto para sus brazos cortos. Corrió a la habitación de al lado a buscar una silla y regresó en el mayor de los silencios. La dejó justo delante y subió para alcanzar el objeto que ahora era presa de su curiosidad. Al estar más cerca, lo miró con detenimiento. En la superficie no figuraba ningún número. Entonces probó suerte con la parte oculta, con la base. Para su sorpresa, estaba pesado pero pudo igualmente levantarlo lo suficiente como para leer la parte inferior de la cerámica, que allí estaba blanca, sin el turquesa del exterior. Y allí estaba el número que sin saber el por qué, la estremeció al punto de erizarle los vellos de los brazos: 23. Y junto a este, para ampliar su desconcierto, un nombre que desconocía: José Orozco Sánchez.
Estaba tan pesado, que lo soltó de inmediato. Debía bajarlo y ver que contenía. Le urgía ese conocimiento. Temía romperlo, pero lo haría con cuidado. Tenía que ser cuidadosa y rápida. Primero tomarlo de la base, con firmeza, llevarlo de a poco hasta el borde de la repisa, y luego
- ¡Analía!
El grito de su abuela, con una voz furiosa, desesperada, la tomó de imprevisto, muy concentrada en lo que hacía y se asustó al punto de proferir un alarido al tiempo que golpeó el jarrón, arrojándolo en su dirección. Apenas si tuvo tiempo para cerrar los ojos. Sintió el impacto en el rostro, el polvo cayendo en forma abrupta sobre su piel y la certeza de la gravedad al moverse la silla que la sostenía. Cuando su abuela llegó a su lado, ella tirada en el piso de madera, aún respiraba. La cubría un manto gris. Un manto de cenizas.

Oyó la llave de la puerta principal cinco minutos después de haber regresado de la calle. El papel del bazar aún estaba sobre el sillón principal.
Su hija entró hablando sola, como era su costumbre, despotricando sobre el estado de las calles y la demora de los colectivos.
- Hola mamá, algún día voy a comprar un auto, te lo prometo y no vas a tener que escucharme renegar más - la saludó con un beso y al no ver a su pequeña, preguntó por ella.
- Está descansando, no te preocupes.
- ¿Analía durmiendo? Bueno, bueno, bueno. Eso si que es novedad. Mientras se levante para la hora de irnos. ¡Qué bien, mamá! Recién lo veo. Un jarrón nuevo.
- Si, es hermoso.
- No comprabas uno nuevo desde...
- Si, desde que murió tu padre. Lo sé. Pero hoy sucedió un accidente.
- No me digas que...
- Si, Analía tiró al piso uno y lo rompió.
- ¿Ella se lastimó? ¿Le pasó algo?
- No te preocupe querida, todo está bien. Mira, no me he enfadado.
- Mamá, te pregunto por ella. Sé que lo que ha hecho está mal, pero era un jarrón solamente, en cambio ella...
- ¿Un jarrón nada más? - la mujer de edad pareció de pronto más joven - ¿Nada más? No tenés idea de lo que decís. Por algo tu padre siempre te quería lejos.
- ¡Mamá! ¿Entonces Analía está descansando como castigo?
- Ella se lo buscó.
- Muy bien, veo que te importa poco tu nieta. No me parece trato para ella, siempre se portó muy bien. Debe haber sido un accidente.
- Esto le encontré en el bolsillo - mostró la figura de la sierra, con el imán pegado en la parte posterior - ¿Qué me decís ahora? Tenemos una ladrona. Ella sabía muy bien que no debía sacar ningún imán de la puerta.
- Es una niña, es curiosa...
- Era una mocosa malcriada. Por suerte tu papá no estuvo para conocerla.
- No puedo creer lo que oigo. Ya mismo la levanto de la cama y nos vamos.
- No está en la cama.
- ¿Dónde la enviaste de castigo?
La madre no le respondió. Dejó el nuevo jarrón en el lugar que había quedado vacío de la estantería y caminó hacia fuera de la habitación. La hija la siguió, incrédula ante la actitud de su madre.
- Mamá ¿dónde está Analía?
La anciana siguió caminando, hasta llegar a la cocina. Allí se detuvo, colocó el imán en la heladera y volvió a su silla, donde la aguardaba un ovillo de lana y un tejido a medio hacer.
A pesar de la desesperación por sacarle una palabra a su madre, el olor que salía de la cocina le causó rechazo.
- Por Dios mamá, ¿qué se te quemó acá?
La madre, lejos de escucharla, volvió a tomar entre sus manos el tejido. Cuando abrió la boca, su rostro parecía otra vez el de siempre, el de una señora que ha vivido apaciblemente su vida.
- ¿Te contamos alguna vez lo mucho que nos divertíamos con tu padre en los viajes que hacíamos?
- Si mamá, pero lo que quiero que me digas...
- Tu papá sobre todo. Le fascinaba viajar. Era un hombre muy ordenado, pero poco rutinario. Cada viaje era una sorpresa. Pero lo más lindo era el momento de elegir los souvenirs. Nos sentábamos en un bar, casi siempre el último día del viaje, y lo buscábamos. En realidad, lo esperábamos. Algo bien representativo, bien autóctono. En los rasgos, digo.
- Mamá, cada vez te entiendo menos.
- La idea de los imanes fue mía. ¿Si no, cómo los identificaríamos después? Un lugar, un número. Un número, un nombre. Un nombre, un recuerdo.
- ¿Mamá?
- Y la manera de traerlo, bueno, en eso fue papá el de la idea. Esa habitación además estaba en desuso. Y los jarrones, la verdad, son muy bonitos. Pensar que... - la mujer hizo un alto y olfateó el aire - es cierto, hay mucho olor a quemado. He perdido la práctica, antes podía disimularlo, pero ya no recuerdo cómo.
- ¿Dónde está Analía, mamá?
La mujer levantó los ojos y pareció que por fin se percataba que allí estaba su hija. Le sonrió.
- Vení, acercate. Vení que te digo al oído el secreto de papá y mamá. Y vas a saber donde está Analía.
Se acercó, temerosa. Algo pasaba allí, no podía entender qué. Pero tenía miedo. Y con razón. Lo último que vio fue la aguja en la mano de su madre avanzando con letal velocidad hacia su rostro.

24 de marzo de 2014

La construcción

José Horacio Marto, cincuenta y dos años, metalúrgico por necesidad y albañil por oficio. Del plantel B en el rotativo de cuatro turnos de una fábrica de plegado de chapas. Barriga prominente por culpa de su problema con el alcohol, un overol azul que trata de lucir con la mejor prestancia posible a pesar de la suciedad y los años, las manos curtidas por el trabajo, cabello entrecano, ojos verdes apagados y mirada perdida. Su familia, compuesta por...
Marto miró por encima del hombro, atento al reloj de pared. Era la hora de marcharse. Una chapa venía en camino, pero se salió de la línea, dando a entender que su jornada laboral en la fábrica había terminado por ese día. Caminó lentamente hasta los vestuarios. No había urgencia en apurarse. La fábrica quedaba alejada de la ciudad y los que no disponían de un medio propio, debían aguardar el colectivo.
Había tratado una época de ahorrar tiempo yendo en bicicleta, pero pronto comprendió que lo que ganaba saliendo más rápido, lo perdía luego en los minutos que le demandaba pedalear hasta su destino. Esperaba más para irse, pero llegaba más temprano.
El camino a la ciudad lucía apagado, como casi siempre. La ventanilla era una pantalla sin vida, a través de la que se sucedían unas a otras, imágenes difusas de la nada misma. Esa nada que ponía tener tinte verde o amarillo, según lo que dictara el clima, renuente a ser ordenado, alternando sequías con temporadas de lluvias.
La tarde avanzaba a paso lento, sin inquietarse. Marto bajó en una esquina y torció hacia la derecha. El camino se le antojaba cuesta arriba, porque lo enfrentaba al horror. Sus piernas lo llevaban casi por inercia. Él, parecía un zombi. Era su estado natural desde hacía cuatro meses. Caminó por las últimas callejuelas en un sopor de ultratumba. Por fortuna, para su rostro abarrotado de lágrimas, no se cruzó con nadie.
Llegó en silencio. Buscó la llave en el bolsillo y abrió la puerta. Dentro podía ver las herramientas, arena, bolsas de cal y cemento, algunos tablones. No podía darse el lujo de dejar nada afuera, a pesar que el lugar era chico, apenas si le alcanzaba para comprar los materiales. Aún le faltaba terminar una de los laterales. De todas maneras, el lugar tenía forma, las cuatro paredes ya estaban erigidas y apenas dos días antes había colocado el techo.
Respiró hondo. Pronto la morada de su familia sería una realidad. Después del incendio, de aquel desastre, pensó que jamás podría. Pero ahora estaba de pie sobre la construcción levantada con sacrificio y voluntad. Desde hacía cuatro meses, cuando salía del trabajo, no importaba la hora, se encaminaba hacia allí, y con las fuerzas que le quedaban, fue preparando los cimientos, colocando ladrillo a ladrillo, revocando, techando... siempre con el llanto a flor de piel, de angustia y de esperanza. Por lo perdido y por lo que iba logrando.
A veces no descansaba como correspondía. En varias oportunidades, se había quedado dormido apoyado contra las bolsas de cemento y cal. Otras, a duras penas, cansado, con el cuerpo dolorido, el estómago vacío, deambulaba por barrios conocidos, golpeando puertas amigas y pidiendo, con pesar, una techo donde dormir. Y nadie se lo negaba.
En el trabajo solía haber frutas, que devoraba con ansiedad. En ocasiones, los compañeros de trabajo llevaban bizcochos o alguna otra panificación. Marto aprovechaba para alimentarse. Casi siempre los demás llevaban algo extra. Y el destinatario era él.
Y a la salida de otra jornada, nuevamente la espera, subir al colectivo, viajar sin otro propósito que el de bajar y seguir edificando. Porque siempre faltaba algo, porque el dinero era poco y los materiales se compraban de a poco. Sin embargo, a Marto nada lo detenía. Salvo...
Cuando la noche se hacía carne, cuando sus ojos ya no veían, tenía que dejar las herramientas y emprender la búsqueda de un catre, un techo, un lugar para dormir las pocas horas de sueño antes de iniciar otra jornada en la fábrica. La tentación, mal de todos, le impedía algunas veces cumplir su objetivo. Un bar, una mesa taciturna, un vaso de vino, horas muertas.
Y cuando se levantaba para irse, se odiaba. Se decía en voz baja, que era la misma mierda en persona. Se abandonaba al llanto y sin dormir, buscaba la esquina donde lo levantaría el colectivo hacia el trabajo.
De alguna manera, encontraba las fuerzas para seguir adelante. Para poner el siguiente ladrillo. Para pedir como favor, una cama donde dormir. Para caer en la trampa vil del vino, que al mismo tiempo le infundía placer y pavor.
Algunas voces se alzaban de vez en cuando en su contra. Le recordaban sus errores, le marcaban otros nuevos y le auguraban un trágico porvenir. Marto no las escuchaba. O si, pero solo para olvidarlas. Solo le importaba terminar aquello. Al fin y al cabo, era su culpa. Si tan solo esa noche hubiese estado allí. Si tan solo...
Jamás había vuelto. Tras aquel amanecer de pesadilla, con el fuego devorando la casa, jamás había vuelto. Había visto extinguirse hasta la última llama, sin ninguna esperanza, desconsolado. Su llanto cubría las penas y su rostro desfigurado de dolor, maquillaban el rostro alcoholizado de horas antes. El hombre destruido era un burdo disfraz con el que ocultaba su culpa. Pero solo exteriormente. Por dentro, la condena era eterna.
El colectivo volvió a dejarlo en esa esquina tan familiar desde hacía cuatro meses. Torció hacia la derecha, en esa rutina que sus piernas conocían tan bien. Las callejuelas del cementerio fueron quedando atrás, como cada día. Y entonces, ya casi terminado, la última morada para su mujer y tres hijos. A duras penas lo había levantado en soledad, con sus últimas fuerzas. Al día siguiente llevarían los restos de su familia. La obra estaría consumada.
Su alma jamás descansaría en paz, pero creía haber pagado algunas deudas. Pocas, en realidad. Suspiró ante ese mausoleo que le era tan inverosímil. Sus manos lo habían hecho realidad, pero le quedaban escasos recuerdos de las horas empleadas.
Sacó las herramientas del interior para devolverlas a quiénes se la habían prestado. Pensó en aquella noche y volvió a pedir perdón al cielo. Las lágrimas surcaron sus mejillas una vez más. La vida continuaría al día siguiente. Ahora debía reconstruir su alma, destruir sus vicios. Las penas jamás se irían. Y estaba bien. El dolor es la brújula que nos guía en todo momento. El norte no es la muerte, sino la vida. Y quién no lo entienda, estará todos los días enterrando su pasado.
Marto se alejó despacio, sabiendo que vivir era la respuesta. Con todo lo que eso implica.

21 de marzo de 2014

Pocas verdades

Cuando tenía diez años soñaba despierto. Solía pasar a la salida del colegio por la juguetería frente a la plaza del barrio y me quedaba largos minutos mirando esas alegrías que nunca tendría. La vidriera parecía una gran pantalla donde proyectaban los deseos de mi vida.
Me recostaba contra el vidrio, apoyado con las manos, la frente sintiendo la fría superficie, los ojos bailoteando de felicidad. Recuerdo los muñecos de He-Man, que otros niños llevaban a la escuela, pistas de carreras con autos a control remoto, un enorme camión de bomberos del que se extendía una escalera blanca, incluso un metegol con los colores de Boca y River. La memoria me arrebata otros juguetes, ahora difusos, distantes.
Pero allí estaban entonces, exhibiéndose en silencio, como si la única razón de su existencia fuera el de brindar una alegría fugaz a los niños que caminaban por esa vereda. A mi corta edad, aquel lugar era el paraíso.
Por aquel entonces ignoraba mil cosas. La vida se resumía en pocas verdades y quizá, era mejor así. Los amigos, la escuela, jugar a la pelota, los dibujos animados y la vidriera de la juguetería.
Intentaba no pasar por allí con mi papá, porque intuía su dolor, esa mirada angustiada, que en lugar de mirar sacaba cuentas mentales y rápidamente sentenciaba que lo más conveniente era seguir caminando. Porque seguir caminando representaba dejar atrás lo imposible, lo inalcanzable. Y así, no alimentaba falsas expectativas. Por eso, me gustaba ir solo.
Porque en esa soledad, sabiendo que era imposible, podía soñar sin miedo. Porque los temores los alimentan las realidades posibles, como la muerte. Las imposibles, son inocuas. Le hacía un favor a mi padre, evitando sus "sigamos que es tarde" o el clásico "vamos a ver si para tu cumpleaños venimos". Nunca fuimos, nunca entramos, al menos juntos.
Y no representó la muerte de nadie, claro que no. Fue tan solo el "no poder". Y nada más. Porque otras cosas suplieron esa vidriera. Y aquella juguetería, poco a poco, fue convirtiéndose en recuerdo, en una postal desgastada de un ayer lejano, que a veces vuelve distinto, retocado, porque nosotros mismos maquillamos los detalles para hacerlo más ameno o más sufrido. Depende el día, y el receptor de nuestra confesión.
A los diez años, soñaba despierto. Hoy, sin embargo, vivo dormido. No hay vidriera que me detenga, ni excusas que me obliguen a seguir caminando mientras una mentira de esperanza resiste en el alma. Hoy, con mucho más, no hay nada.
Y por más que camine hacia el viejo barrio, atraviese la plaza, cruce la calle, no volveré a encontrar la vidriera de aquella juguetería. Porque se ha ido, como el pasado, como las simplezas que eran nuestros días, nuestras horas, nuestros momentos. Y en su lugar, donde había magia, solo queda tristeza, largos suspiros.
Por más que busque, habrá una persiana baja con horrendos graffitis. Por más que golpee, no saldrá nadie de ese sitio vacío.
Comprendí hace tiempo, de tantos regresos fallidos, que lo que se ha ido no vuelve, que lo que dejamos atrás no nos alcanza y que la verdadera muerte es sentarse a esperar que la alegría del ayer nos alegre el hoy. A lo sumo, el recuerdo podrá arrancarnos una sonrisa y nada más.
Es mi letargo el que me asusta, es este sueño de ojos abiertos el que me desvela. Esta sensación de que no hay nada por delante. Que todo lo que nos queda es torcer la mirada continuamente por encima del hombro, con la esperanza de ver alguna vidriera dispuesta a mostrarnos esos sueños inalcanzables que nos motivaban a seguir.
El temor es seguir esperando.
El terror es que el milagro nunca ocurra.
El error es pensar que esas son las únicas opciones.
Aún lo veo a mi viejo, de reojo como en aquel entonces, parado a mi lado, metiendo subrepticiamente las manos en los bolsillos, sopesando su escaso capital, calculando si aunque sea podía comprarme una bolsita de bolitas. Y entonces, el nudo en la garganta, el saber que no, las ganas de querer escapar del mundo por no poder darle nada a su hijo, y luego, la mentira piadosa, el retomar la caminata, porque no quedaba otra. Porque el único secreto para seguir, era no detenerse.

18 de marzo de 2014

Sobres por debajo de la puerta

El sobre pasó por debajo de la puerta, casi como una exhalación. Con solo ver el color del membrete supo que era la factura de electricidad. La idea de abrirlo lo aterrorizaba.
Con temor lo llevó hasta la mesa, donde reposó varios minutos sobre la madera, mientras lo observaba a la distancia. Abrirlo significaría afrontar una cifra sideral. Lo presentía.
Le dio la espalda, situándose delante de la computadora. Demoró un rato en encontrar el archivo de texto donde guardaba las claves. Cuando finalmente lo consiguió, pudo entrar al home banking. El saldo era exiguo. Poco más de cincuenta pesos. Cerró el navegador y también los ojos.
Se dejó llevar por la oscuridad y el silencio, arrebatándose aunque sea durante unos segundos de la realidad. Sin embargo, la presencia del sobre a medio metro lo retenía en su departamento, atado a las deudas. Otra vez sus ojos le devolvían la triste verdad de su vida.
Se puso de pie y pasó de largo la mesa en cuatro zancadas. Fue hasta la heladera, la abrió para comprobar que apenas había una botella de agua y un durazno que tendría al menos cinco días allí dentro. Tampoco tenía hambre. Aquello era otra excusa. Otra forma de demorarse, cómo rezaba la canción.
Cerró la puerta con violencia. Temblaron incluso los pocos imanes pegados al metal. Tenía que abrir el sobre. Reunir el coraje. ¿Qué esperaba encontrar que no imaginara? Agallas, eso le faltaban.
Respiró hondo y fue en busca del sobre. Lo tomó entre sus manos y lo puso contra la única lámpara colgante de la habitación. A trasluz distinguió parte del contenido, pero no alcanzó a leer ni cifras ni palabras.
Sus manos temblaron al cortar el extremo de la delgada cárcel de papel. La factura estaba pronta a ser libre, con todo lo que eso significaba. Segundos más tarde, el sobre y el contenido habían quedado uno en cada mano.
Dejó el primero otra vez sobre la mesa y exhaló con resignación antes de desplegar el segundo. Entonces, ocurrió lo inesperado. Otro sobre pasó por debajo de la puerta, como por arte de magia. Por el color del membrete reconoció que era la factura de internet.
Se dejó caer sentado al suelo. ¿Qué más le daba mirar la cifra que se escondía en su mano derecha si por debajo de su puerta seguirían llegando esos malditos sobres? ¿No sucedía eso cada mes? ¿Acaso no seguiría acumulando cada factura en una pila gigantesca, que en cualquier momento se derrumbaría?
No era eso lo que tanto temía, sino la sensación de marginalidad que cada día tenía menos vuelta atrás. Enganchado de la energía, de internet, con deudas inmobiliarias que iban camino a la ejecución judicial, con apenas unos pesos para comer durante el resto del mes.
¿Y todo por qué? Por seguir adelante con su sueño. Apenas un dinero por mes, casi nada, pero algo. ¿Debía arrepentirse? ¿No era acaso ese sueño lo único que lo mantenía vivo? La vida y sus vicisitudes. Las mismas de ayer, las de hoy, las de siempre.
Respiró hondo una vez más. Se olvidó de los sobres y volvió a la computadora. Pero ahora para escribir. Un par de cuentos que le habían encargado. Quizá el pan de una semana para el próximo mes. La paga por soñar. Por morir de pie.
Y casi en una forma de escapismo, prolongó su sueño con las letras del teclado.

15 de marzo de 2014

Corresponsal de guerra

Pocas cosas asustaban a Pedro Páez, corresponsal de guerra. Había presenciado en su profesión infinidad de atrocidades y sufrido en carne propia los pesares del campo de batalla. A sus cuarenta años, cada estría de su cuerpo curtía la dureza del sol y la palidez de la luna. Se había hecho hombre entre pares derramando sangre, sin otro propósito que el de la muerte sin sentido, en el nombre de banderas y deberes, de símbolos y moralidades intangibles.
Guarecido tras una trinchera o corriendo para ponerse a salvo de las municiones entre callejuelas atestadas de ruinas y paredes a punto de derrumbarse, sabía que cada minuto podía ser el último, pero lejos de amedrentarse mantenía la cabeza fría, teniendo presente en todo momento la cámara entre sus manos, aguardando ese instante crucial donde el ojo debía captar aquello que se inmortalizaría para que otros, distantes de aquello, en la comodidad de sus hogares, o de pie ante un puesto en la calle, contemplara ese horror que lo rodeaba. Ese horror que en definitiva, era su trabajo.
Parece mentira, pero alrededor del mundo, en latitudes que uno desconoce, se libra cada día en algún lugar alguna batalla. De la misma manera que uno puede asegurar que llueve en otra parte, puede decir, que dos o más bandos se están matando en un punto del globo terráqueo ahora mismo.
Pero para Pedro Páez, el ahora tenía otro significado. Eran sus ansiadas vacaciones. Y él, que recorría el mundo sin mirar los paisajes, porque la distracción significaba la muerte, decidía cada año el mismo destino, quizá el único donde se sentía a salvo: la casa de sus padres, en el pueblo que lo vio nacer.
Era la época de no pensar en nada, de no oír disparos en la noche, ni sentir sobre las espaldas la amenaza de un bombardeo. Se dejaba caer sobre la hamaca paraguaya que su padre había colocado cuando era niño entre dos árboles del patio y con los ojos apenas entornados, dejaba ir su mente a cualquier parte, liberándola del infierno rutinario de su profesión.
Su madre de vez en cuando interrumpía, llevándole algo de tomar o comer. Pero aquello, más que interrupción, era una bendición. Y Pedro Páez lo sabía y valoraba. A veces no probaba bocado durante días. Estar allí era estar seguro otra vez.
Sin embargo, la seguridad es un efímero fantasma. Y como tal, no existe. Al cuarto día de haber llegado, comenzó a sentir dolor de muela. Se miró cada noche antes de acostarse en el espejo del baño y pudo divisar con algo de esfuerzo, que tenía hinchada la encía, del lado inferior derecho.
Intentó repasar el tiempo que no visitaba un dentista y creyó recordar que en medio de un tiroteo en Beirut, años atrás, había tenido que correr de urgencia a un hospital debido a que una esquirla de un disparo le había lastimado la boca. El resultado fue la extracción de un molar. El problema consistió en la anestesia. Más precisamente, en la falta de ésta.
El recuerdo, por lo tanto, era espantoso. Pero su preocupación no radicaba en aquella experiencia en las milenarias tierras del Oriente Medio. Sino en la posibilidad de tener que recurrir de urgencia al único odontólogo del pueblo, nada menos que Tomasito Montalvetti.

La modernidad le pone nombre a todo, incluso a lo más estúpido. Y si había una palabra de moda que podía adosarle a los recuerdos que tenía de Tomasito, era "bullying".
No quería pensar en eso, pero el punzante dolor en el interior de la boca no le daba tregua a la idea del odontólogo. Hoy Pedro Páez podía definirse como un témpano de hielo, una persona que podía afrontar y resolver cualquier tipo de situación. Su vida dependía en el día a día de sus decisiones, de su habilidad para sobrellevar las dificultades. Pero entonces, a sus siete u ocho años, muy lejos estaba de ser esa persona de la que se enorgullecía.
El sistemático tormento diario al que lo sometía Tomasito Montalvetti no tenía comparación con nada de lo que había visto en la guerra. Porque en la perspectiva de un niño, el ser blanco de otro y no tener la manera de confrontarlo, es el fin del mundo. Y a pesar de patalear y pedir faltar al colegio, cada día mamá lo despertaba, le preparaba el desayuno y lo mandaba en su bicicleta hasta el lugar donde residía su obligación como niño y al mismo tiempo, su condena por ser un eslabón débil de aquel engranaje infanto escolar.
El suplicio podía llegar a comenzar incluso, antes de arribar al colegio, si es que por error tomaba una de las calles que solía usar Tomasito. Si el encontronazo se producía, era probable que Pedro llegara a pie al colegio, mientras que su pesadilla lo haría sobre dos ruedas.
A la hora de formar, Tomasito se situaba justo detrás de Pedro y le pisaba los talones, o le daba rodillazos en la pantorrilla, nudillazos en la espalda, o trataba de sacarle lo que llevara en los bolsillos o en la mochila.
En el salón de clases, la suerte no variaba. Por más que rotaran, el que después estudiaría odontología en una universidad cercana, lograba ponerse cerca de Pedro y hacerle la vida imposible, quitándole los útiles, robándole las hojas con los trabajos prácticos que realizaba en clase o simple y malignamente, golpeándolo fuera de la vista de la maestra.
Pero lo peor sucedía en los recreos. Los quince minutos podían convertirse en una eternidad. Pedro volvía a la clase siguiente golpeado, con el uniforme roto y sin el dinero que papá le daba para comprar golosinas. Y cuando el dinero faltaba, el castigo era peor, incluyendo golpizas más fuertes o humillaciones delante de las niñas.
Ese infierno duró dos años, hasta que sus padres y docentes entendieron que no se trataba de una situación de simples travesuras, sino de un ensañamiento destructivo. Tomasito debió cambiarse de escuela y así quedó zanjado el asunto. Evitó los lugares que él frecuentaba como así también, relaciones en común. Pedro se fue del pueblo muy joven y con esa partida, la infancia quedó a salvo en algún arcón escondido en el fondo de su mente.
Jamás volvió a verlo, ni siquiera a cruzarlo. Pero sabía que era el único dentista del pueblo, tras haber fallecido su padre y heredado el consultorio, donde ya trabajaba como asistente.
Aquella hinchazón en la encía, con el dolor de muela a cuesta, por lo tanto, más que doler, angustiaba. La sola idea de tener que recurrir a ese consultorio le deparaba un tormento en su imaginación, donde se veía una vez más víctima del salvaje Tomasito.
Resistiría. De la misma que lo hacía en plena guerra, donde no le quedaba otra alternativa. Si quería sobrevivir, aguantaría la noche y por la mañana le pediría a su padre que lo llevara a la ciudad. Haría eso, no le quedaba ninguna duda. Por ninguna razón iría a lo de Montalvetti.
A las dos de la madrugada se tomó otro analgésico. Era el cuarto en tres horas. Ya no podía gobernar el dolor. No quería despertar a su padre para que lo llevara a hacerse atender en el hospital de la ciudad, porque lo conocía y sabía bien que mal dormido, podía provocar un desastre. Y tampoco se atrevía a conducir, porque con tremendo dolor podía distraerse con facilidad y terminar a un costado de la ruta.
Necesitaba atención. Era impostergable. Miró de nuevo el reloj, se llevó la mano a la boca ante una nueva puntada de dolor y tras ponerse un abrigo liviano, salió a la calle. Le caían las lágrimas. No podía discernir si por lo que estaba sufriendo o por terror hacia donde se estaba dirigiendo.
Llegó frente al consultorio de Tomasito a las dos y veinte. Todas las luces apagadas. Incluso las de la casa, que estaba en la planta superior. Dudó entre llamar y no hacerlo. El dedo vaciló unos segundos delante del portero eléctrico. Un relámpago de dolor, que partió desde la muela y cruzó en vuelo recto hasta el centro de su cerebro, sentenció la siguiente acción. Pedro oprimió el botón.
La espera fue irreal. Esos segundos se parecieron a los momentos inminentes a un bombardeo, en el que sabían que detrás de las nubes caían las bombas, pero en total y mortal silencio. Cerró los ojos, como presintiendo la explosión. La voz adormilada de un adulto Tomasito tronó con descarga estática a través del parlante del portero eléctrico.
Sin dar el nombre, Pedro relató casi tartamudeando su situación. El odontólogo hizo una pausa. Pedro pensó que no lo atendería y a pesar del dolor, que lo estaba matando, sintió cierto alivio. Pero Tomasito volvió a hablar, indicándole que abriera la puerta que la destrabaría automáticamente y esperara.
Así lo hizo el hombre de las mil batallas, sentado en un banco forrado con cuerina marrón, sosteniéndose a duras penas la mandíbula, sabiendo que se había dejado estar y que simplemente estaba pagando las consecuencias.
Pero no solo con el dolor de muela, sino con todo aquello que pretendía olvidar. Dos años para hacerse entender. Dos años de puro trauma. ¿Acaso su necesidad de sentir la muerte de cerca, cara a cara, en guerras que le eran ajenas, tenía su raíz en ese pasado cruel? Quizá. No podía afirmarlo. Ahora solo quería que le viera la muela. Que le dijera que pronto remitiría el dolor.
La puerta blanca de la antesala, la que daba al consultorio, se abrió. Pedro Páez vio a su victimario, al demonio mismo, pero ahora cubierto con una bata verde, con grandes entradas en su cabellera, bigote y barba blanca, con un par de lentes de gran aumento.
Tardó un par de minutos en darse cuenta que su antiguo acosador no lo reconoció. Le preguntó que le pasaba, desde cuándo le dolía y finalmente, tras tomar una ficha en blanco, nombre y apellido. Pedro Paez, corresponsal de guerra, domador de la muerte en cientos de campos de batallas ajenos, no lo dudó. Aurelio Ocampo, soltó con naturalidad, con la agilidad de soldado que se interna en el bosque para evitar las balas enemigas. Y así, con un camuflaje citadino, apenas sostenido por un nombre falso, se tendió en la camilla mientras la potente lámpara le obligaba a cerrar los ojos. Una leve sonrisa ensanchaba sus labios, casi ínfima, imperceptible. No estaba ganando la guerra, pero al menos, sobreviviría.

12 de marzo de 2014

El hombrecito que miraba las estrellas

El hombrecito apareció un día y pidió permiso para subir al techo. Don González, que vivía solo como un ermitaño, le preguntó para qué.
- Para ver las estrellas desde un poco más cerca - le contestó el recién llegado.
Don González no se negó. Cómo le iba a negar a un hombre amable subir al techo para un motivo tan noble. El visitante agradeció la escalera que le facilitó el dueño de casa y con mucha agilidad subió peldaño por peldaño, hasta llegar al techo de tejas, donde con cuidado de no tropezar, caminó hasta un sitio que le pareció el ideal, para luego sentarse de piernas cruzadas y con la mirada levantada al cielo, contemplar las estrellas.
A la mañana siguiente aún permanecía allí. Don González, que no vio que el hombrecito llevara mochila o bolso alguno, le alcanzó de comer y una botella con agua. Luego le ofreció un colchón, pero no lo quiso, rechazándolo con educación. El hombrecito permaneció esa noche y la siguiente y la siguiente.
Para la cuarta noche se acercó un grupo de diez personas, gente del barrio que había escuchado sobre la presencia de un extraño en el techo del vecino. Le pidieron permiso a Don González para subir al techo a hacerle compañía al hombre. No podía negarse. Los conocía de toda la vida y siempre habían sido buenos con él.
- Suban, hay lugar para todos. Es una persona muy amable y agradecida – les informó Don González a todos los que subían.
Al día siguiente llegaron más personas. Y al otro, y al otro...
Para el décimo día, el dueño de la casa tenía a casi setenta personas sobre su techo. Dado que no podía alimentar a tantos, todo el barrio colaboraba. Algunos se encargaban de preparar la comida, otros de alcanzar agua, un grupo recolectaba mantas para cuando refrescaba, incluso, unos muchachos se encargaron de alquilar baños químicos, que instalaron en el patio.
A los quince días, ya eran más de cien. Para entonces, el barrio estaba organizado. Parecía un engranaje funcionando a la perfección. Cada uno cumplía su rol y todos participaban alegremente. Incluso, dado que en el techo de Don González el espacio libre que había era poco, en otros techos la gente comenzaba a hacer lo mismo, estrechando lazos de amistad, con diálogos, risas y solidaridad.
Sin embargo, ese día, el número quince, se dieron cuenta que el hombrecito que había iniciado todo, ya no estaba. Lo buscaron en cada rincón del techo, en los baños, en las casas aledañas, en otros techos... pero no estaba, se había ido. Lejos de desilusionarse, los vecinos estaban felices porque gracias a él habían aprendido a convivir.
La gente bajó del techo, pero nadie cesó de colaborar con los demás. Todavía conservan la puntualidad de juntarse en las calles al salir las primeras estrellas para compartir unas empanadas al horno, pastelitos o sanguchitos y contemplar absortos todo lo inmenso y bello que nos rodea, al mismo que lejano e inalcanzable.
Cuando vuelven la vista a su alrededor comprenden entonces que todo lo que está cerca es más grande, real, tangible. Y entonces ahora cuidan y valoran todo lo cercano, porque entienden que es aún más maravilloso que todo ese catálogo de estrellas que los visita cada noche.
Dicen que el hombrecito va de barrio en barrio. Aunque no en todos los techos le permiten subir.

9 de marzo de 2014

Culpable

El mensaje me llegó de madrugada, dos horas después que me fui de casa. Me habían llamado al teléfono de guardia y tuve que salir de urgencia. Soy veterinario y aquella noche una hermosa salchicha llamada Dolly había tenido la fabulosa idea de tener a sus cachorros.
Dolly había parido para entonces dos machos y una hembra y estaba sufriendo a la espera del cuarto pequeño. El sonido del celular no me sorprendió. Podía ser otra urgencia. Sin embargo al iluminar la pantalla vi el número de mi esposa.
Era un mensaje de texto corto y alarmante: "La perra ladra sin parar y parece querer derribar la puerta". Me estremecí.
Nuestra Fiama, una perra callejera que raza indefinida, era tranquila, demasiado a mi gusto. Un comportamiento de esa índole y sin estar en el lugar, me preocupaba. Ariana, mi mujer, estaba sola, porque esa noche Federico había sido invitado a dormir por un amiguito del colegio.
Mi respuesta fue breve, para que Ariana supiera que estaba al tanto, pero al mismo tiempo quise ser cauto con la situación pero animándola a indagar sobre lo que estaba pasando: "Encendé las luces y prestá atención si hay ruidos raros. Si es así, llamá a la policía".
Quedé a la espera de un nuevo mensaje, aguardando leer que no pasaba nada, que la perra había tenido con seguridad un mal sueño o algo por el estilo. Los gemidos de Dolly hicieron que nuevamente dirigiera mi atención a ella. Recién media hora después volví a mirar el celular. No había llegado ningún nuevo mensaje.
Limpié el lugar donde la perra había tenido a sus crías y finalmente salí a la calle. Me metí en el coche y llamé al número de Ariana. Apagado.
Intenté una vez más y al obtener el mismo resultado, puse en marcha el motor y salí a toda velocidad hacia casa. Estaba en el extremo opuesto de la ciudad y a pesar de no haber tránsito a esas horas, me tomó casi un cuarto de hora llegar, salteándome al menos dos semáforos en rojo.
Cada treinta segundos miraba el teléfono, que había dejado sobre el asiento del acompañante, con la pantalla hacia arriba. Pero no volvió a recibir ningún mensaje.
Estacioné y bajé del auto en menos de tres segundos. Las luces de la casa estaban encendidas. Fiama no ladraba. Por los nervios dejé caer las llaves. Me demoré varios segundos que parecieron una eternidad en encontrarlas. Habían quedado detrás de mi zapato izquierdo. Las levanté temblando y volví a demorarme en acertar la cerradura con la llave.
Corrí por el pasillo, llamando a mi mujer por su nombre. No recibí ninguna respuesta. Llegué al dormitorio y no estaba. Empecé a sentir el malestar de siempre en el estómago, ese que me mata desde que tengo uso de razón cuando algo no va bien. Salí al patio, grité el nombre de ella y de mi perra. Silencio. Recorrí el perímetro, tropezando con troncos y herramientas olvidadas. Volví a llamarlas. Observé que en algunos patios lindantes se encendían luces. Mis gritos habían despertado a los vecinos.
Volví a entrar a casa. Revisé el cuarto de Federico, la cochera, la cocina. Una imagen asaltó mi mente. Regresé a nuestra habitación. La cama estaba tendida. Yo había saltado de esa cama tres horas atrás. Mi ropa de dormir seguía en el suelo, de mi lado. Pero la cama estaba hecha. Y no había rastros de Ariana. Ni de Fiama. ¡Se han ido a la comisaría! Ese fue mi pensamiento positivo, el salvavidas de mi razón ante lo que no podía explicar.
El llavero de Ariana estaba en el portallaves del pasillo, a dos metros de la puerta de calle. La misma que había encontrada cerrada cuando llegué.
En la cocina, sobre la mesada, estaba el mate como lo había dejado antes de acostarme. Incluso recordaba que había lavado la bombilla y dejado el resto para la mañana. La bombilla estaba allí, donde la había apoyado por última vez.
Los golpes en la puerta me hicieron dar un susto de muerte. Perdí la respiración por una fracción de segundos. Cuando me recompuse avancé con pasos largos y abrí. Envuelto en un pijama florido, mi vecino Lorenzo estaba parado delante del umbral, con rostro preocupado.
- ¿Sucede algo, Esteban? Te escuché llamar a Ariana en el patio. ¿Ella está bien?
Atiné a observarlo, mientras ordenaba las ideas. ¿Ariana estaba bien? No lo sabía. No podía saberlo. Ella no estaba.
- No lo sé Lorenzo, me envió un mensaje diciendo que la perra ladraba y ya no supe más de ella. Yo había salido a una urgencia y he vuelto y no hay nadie en casa.
- ¿Llamaste a la policía?
- Recién he llegado Lorenzo, no he tenido tiempo...
- Yo lo he hecho, no te preocupes. No escuché a la perra, pero si bien clara tu voz. Estoy aquí para ayudarte.
Llevé mi mano a su hombro y le agradecí en silencio.
- Me quedaré a esperar a la policía contigo. ¿Federico está en su cuarto?
- No, mi hijo está en lo de un amigo.
- ¿A qué hora te fuiste?
- Perdón, ¿dónde?
- A la urgencia.
- Si, disculpa. Hace tres horas. Apenas pasada la medianoche. Mi mujer me escribió hace una hora.
- ¿La llamaste en ese momento?
- No, pensé que sería una tontería de la perra. Y además estaba atendiendo un parto.
- ¿Y la familia dónde has estado, que ha dicho, se han preocupado como tú?
- ¿Ellos? Ni siquiera les mencioné el mensaje. Estaban muy preocupados por su perra salchicha pariendo. No era oportuno molestarlos.
- Está bien, Esteban. No te preocupes, todo saldrá bien. Entremos, te preparo un café.
- Estaba por ir a la comisaría, puede que ella haya ido hasta allí...
- ¿En medio de la noche? ¿Sin auto? He visto que lo tienes afuera. Supongo que lo llevaste a la emergencia.
- Es cierto. Además... la llave está en el pasillo. Es imposible que haya salido.
- Siéntate, necesitas calmarte. La policía debe estar en camino.
Le hice caso y me dejé caer en una silla. Lorenzo me preguntó dónde guardaba el café mientras colocaba la pava al fuego. Le señalé la alacena y le indiqué que detrás de todo debía haber tazas. Llevé la mano a la frente. Estaba ardiendo. No era fiebre, sino nervios. Mi vecino se movía meticulosamente, ordenando las tazas, la azucarera, el frasco de café, todo en hilera, sobre una bandeja de madera. Tomó un repasador de un gancho en la pared y lo usó para sacar la pava de la hornalla. Sirvió con cuidado el agua, colocó una cucharilla en cada pocillo, revolvió armoniosamente y luego llevó la bandeja hasta la mesa.
Me acercó la taza y la azucarera y antes de sentarse volvió a la mesada, tomó el repasador, lo alisó, lo dobló en cuatro partes y lo dejó sobre el granito frío. Finalmente, se sentó en la silla del otro lado de la mesa.
- Ya van a aparecer - me dijo, dedicándome una sonrisa apesadumbrada, para luego beber lentamente un sorbo de la infusión.
Miré la hora en el reloj de pared que estaba encima de la heladera y agucé los oídos. Aún no se escuchaban las sirenas policiales. Dejé la cucharita a un lado. Casi adrede volqué una gota de café sobre la mesa. Lorenzo buscó un pañuelo de su bolsillo y estirando el brazo hacia donde estaba, limpió la gota derramada. Fue un gesto mecánico, casi automatizado.
Creo que la silla al caer lo tomó por sorpresa. Incluso a mí, debo reconocer. Me había puesto de pie tan rápido, que la había empujado hacia atrás con la cadera. Lorenzo levantó la mirada, desconcertado. Mis ojos, en cambio, nunca habían estado más atentos.
- ¿Por qué, Lorenzo? ¿Por qué?
Mi vecino bajó los párpados un instante, pero los volvió a subir. Ahora si, sus pupilas me mostraban algo más. A veces es tan solo un brillo, algo imperceptible. Pero allí estaba. Podía ver la maldad detrás de ese disfraz.
El cajón de los utensilios estaba de mi lado. Del suyo solo había pared. Lo abrí y saqué el cuchillo de carnicero preferido de Ariana.
Lorenzo sonrió. Los dos sabíamos la tácita verdad. En realidad, yo la sabía a medias. Y entonces, él me atacó. Yo solo me defendí.
Cayó sobre mis brazos, dejando escapar un hilo de respiración. Al retirar mi brazo, me asusté de ver tanta sangre. No tardé en comprender que no era mía. Le tomé el pulso, sabiendo que estaba muerto. Entonces, corrí hacia la puerta de calle. Busqué el teléfono en el bolsillo y llamé a la policía. No esperé a que llegaran. De una patada derribé la puerta de la casa de al lado. Y comencé a buscar, llamando a gritos a mi mujer y de vez en cuando a mi perra.
Salí al patio, divisé el tapial y supe que por ahí había pasado. No me imaginaba como es que había vuelto con ellas.

- Solari, hagamos un alto.
- No hay mucho más por contar.
- No, frenemos acá. Necesito que me diga la verdad.
- Eso es lo que pasó, lo que sé.
- Usted acaba de matar a su vecino y está desaparecida su mujer. El crimen lo ha confesado, Solari.
- Inspector, fue en defensa propia. Lorenzo atacó a mi mujer. Debe tenerla oculta en alguna parte.
- ¿Con la perra?
- A la perra pudo haberla matado. Revisen su patio. Si hay tierra removida...
- Solari. La tierra removida está en su patio. Ya se lo he dicho. En estos momentos deben estar cavando. Si confiesa antes, el sufrimiento puede ser menor.
- ¿Confesar? Inspector, estoy desesperado, ese loco se llevó a mi mujer.
- Ese loco está muerto. El único que queda es usted Solari. Las piezas no cierran. Un repasador doblado con pulcritud no dice nada.
- Las sábanas, Inspector. Hizo lo mismo con las sábanas. Tiene síntomas de trastorno obsesivo compulsivo. La gota de café.
- Solari. Cállese.
- Llame a la familia. Llame a esta gente, a la que ayudé a que su perrita diera a luz.
- Volvamos a empezar, Solari. ¿Quiere?
- ¿Quiere que le cuente otra vez? Bien, el mensaje me llegó de madrugada, dos horas después que me fui de casa.
- No. Ahí empieza su historia. La mía, como ya le conté, arranca antes. Ni bien su hijo se fue de casa. Por alguna razón, usted y Ariana discutieron en la cocina. Usted ya estaba lavando el mate y lo dejó a medias. Se enojó con ella y se fue, salió de la casa. Ignoro que discutieron, pero usted dio la vuelta y quiso entrar por el patio. Usted estaba furioso y al ver a la perra, la atacó. La perra, asustada que su dueño la maltrate, ladró pidiendo auxilio y trató de entrar a la casa. A pesar de la pelea, su mujer al sentir el comportamiento de la perra, creyó que usted era el único que podía llevarle algo de tranquilidad y le mandó un mensaje. Ella no sabía que usted estaba a punto de irrumpir por la puerta trasera, para matarla. ¿Sabe lo que creo? Que además de una porquería, es un tipo con suerte. Tuvo el tiempo necesario para enterrar los cuerpos y limpiar la casa antes que lo llamaran de la urgencia. Usted nunca supo que su esposa le había escrito. La fortuna hizo que la maldita compañía de celulares estuviera con retraso en el envío. Le llegó dos o tres horas más tarde y entonces, usted supo que estaba a salvo. Tenía la prueba que cuando ella pidió auxilio, usted estaba fuera de su casa.
- No es así, Lorenzo es el asesino. Recuerde cómo actuó.
- No sé como actuó. Todo lo que tengo es un relato muy bien armado y un cuerpo con un cuchillo en su cocina. Ahora mismo estamos removiendo su patio. El suyo, no el de Lorenzo. ¿Y sabe que vamos a encontrar?

Sonreí. No pude evitarlo.

- Encontrarán lo que Lorenzo haya puesto ahí.
- ¿O lo que haya puesto Esteban?

Mantuve mi mirada El inspector quería que parpadee, que moviera algún músculo, algo que pudiera incriminarme. No lo hice. Seguimos contando nuestras historias durante una hora más, hasta que llegaron los informes preliminares de las excavaciones. No hubo sorpresas, sabíamos lo que encontrarían. ¿Lo hice? ¿Lo hizo Lorenzo? ¿Cuál es la diferencia? El está muerto y yo camino a estarlo. Repartir culpas a esta altura, es perder el tiempo. A veces la vida se acaba mucho antes que llegue el fin.

6 de marzo de 2014

Aceptación de la condena

Arremoliné las nostalgias y las escondí en un rincón, esperanzado de quedar a solas con mi tristeza. Pero me equivoqué. Aparecieron las sombras del ocaso, trayendo consigo las risas de los cobardes. Las escuché a mis espaldas durante horas y horas. Los barrotes, firmes, vigilantes, cortaban con su filo ausente la luz de la luna, que a duras penas llegaba a mis pies, lacerada por la noche.
Escuché los quejidos ajenos, distantes a pesar de la cercanía. También los pasos de ellos, los de botas largas y miradas vacías. Solo sus pasos, nunca sus rostros. Y voces. Algunas audibles, otras profanas. Palabras sueltas, algunas plegarias. La cornisa infame de la locura.
Acurrucado, bajo la única sábana, traté en vano de conciliar el sueño luchando inerte ante la vil traición de los párpados. El aire errante me trajo aromas lejanos, provocadores. De otros mundos, de otra vida.
Solo la imagen cabal y sensata de mi condena me guiaba en la oscuridad, sin temor a perderme. Solo la conciencia de ser culpable, mantenía erguida mi cordura. En aquella celda había encontrado el hogar jamás soñado. Sin excusas, sin pretextos. Con una mueca triste y resignada. Apartando los recuerdos, despejando la mierda. Solo el presente, minuto a minuto.
Diluyendo la vida, como en una pendiente. Dejándola ir, pero sin desesperarme. La eternidad por delante, detrás de estos barrotes, de este traje, de esta sábana. Justamente. Sin disculpas.

3 de marzo de 2014

Nostalgias por la mañana

En lo mejor del sueño, cantó el gallo del vecino. Potente, se hizo escuchar en todo el barrio, como cada mañana a la misma hora. Era su despertador infalible.
Se calzó las pantuflas y sin encender las luces, caminó hacia el pasillo. Su mujer aún dormía, ajena a cualquier sonido. Podía escuchar el leve ronquido mientras dejaba atrás la habitación.
Quiso recordar que era lo que estaba soñando, pero el argumento se le escapaba, deshaciéndose como una galleta en el agua. Tenía algunas imágenes sueltas, que juntas no tenían sentido. Desistió de ese rompecabezas y le prestó atención al espejo, que lo recibía con el cabello revuelto y la barba tupida. Se afeitó, se peinó y se puso colonia. Limpió todo lo que utilizó y secó las gotas que habían salpicado el piso.
Segundos después estaba en la cocina. A veces se preguntaba cómo es que llegaba a ciertos lugares apenas se levantaba, sin recordar el recorrido. Tenía la teoría que uno sigue durmiendo aún despierto, al menos una hora más y todo lo que hace, lo hace por inercia, debido a la rutina a la que uno se acostumbra. Eso lo pensaba en horas tardías, no durante esos instantes, en los que si, en cambio, se preparaba un desayuno compuesto por mate y tostadas con mermelada.
Todavía faltaba para salir a la calle y hacerle frente a las obligaciones. Suspiró con el mate en la mano, previendo ese momento crucial en la vida del hombre, cuando atraviesa el umbral de lo conocido, de la morada donde se siente a salvo, y se lanza al voraz infierno de la ciudad.
Miró el reloj de la pared y mecánicamente encendió el televisor. Estaba comenzando el primer noticiero del día. Mientras le ponía membrillo a una tostada, escuchó las presentaciones formales de los periodistas.
- Para hoy el servicio nacional de ánimo y sentimientos prevé un día feliz. Por la mañana, nostalgias fugaces, algún que otro achaque de tristeza, pero repuntando al mediodía, con lluvia de buenos momentos para mejorar del todo por la tarde. Para la noche, felicidad plena.
Chupó con énfasis el mate. Se alegró con el pronóstico, le venía bien un día así.
- En tanto - prosiguió el periodista - el índice de probabilidades de muerte para el día de hoy ha subido un 33%.
- Es una buena noticia - agregó la otra periodista - Con ese pronóstico, sin dudas que era esperable un comportamiento así del índice. Venimos de una semana difícil, recordemos la ola de suicidios. Por suerte, la población está saliendo adelante.
El agua cayó con un estético chorro dentro del mate. Movió un poco la bombilla y luego se la llevó a los labios. Meneaba la cabeza en reprobación. El recuerdo de la semana anterior fastidió algo su humor. Aún le costaba creer las decisiones de muchos, llevados por la masa popular.
- Muchas novedades a lo largo de la noche. Vamos con los principales titulares y comenzamos por el terremoto en Francia, que está haciendo peligrar la Torre Eiffel. Aunque parezca mentira, el gigantesco monumento galo ha visto afectada su estructura y actualmente un grupo de ingenieros está buscando soluciones para evitar que se caiga.
- Como dato secundario, hubo trescientos cinco muertos en dicha catástrofe - acotó la mujer.
- India. Cinco edificios colapsaron, aparentemente por superpoblación. Estaban lindantes uno con otro y al caerse el primero, derivó en un efecto dominó. La increíble imagen fue captada por un holoaficionado y la imagen es viral en todo el mundo. Incluso ya se están haciendo parodias del suceso.
Se quitó las migas de la boca con el dorso de la mano, mientras hacía una mueca ante la noticia que acababa de escuchar. En la pantalla, la periodista sonreía y proseguía con la información.
- En materia de deportes, volvería este fin de semana el fútbol, luego de dos meses de suspensión por los recordados enfrentamientos que terminaron con el incendio y posterior demolición del estadio de... perdón, me dicen por comunicación interna que acaba de terminar una reunión que se extendió toda la noche en la que se determinó que el fútbol no vuelve este fin de semana, sino el otro y que será obligatorio en todos los estadios hacer un minuto de silencio por las treinta mil víctimas. ¡Enhorabuena para los fanáticos!
- Elecciones. Finaliza hoy el plazo para presentarse a los comicios virtuales de este año. Recordemos que serán elecciones ficticias y que servirán para mantener en movimiento los derechos cívicos, como se viene haciendo desde hace un tiempo. Se presentaron hasta el momento quinientos veinte candidatos.
- Grata noticia para los jubilados. Este mes no habrá reducción de salarios. Lo dictaminó anoche el gobierno, que luego de incrementar los sueldos a los políticos, decidieron que no sería necesario, al menos por marzo.
El sonido al chupar le indicó que no había más agua. Vertió un nuevo chorro caliente y apuró otro mate. Buscó una nueva tostada, pero ya se las había comido todas. El noticiero se fue a publicidades. Con cuidado agarró el control remoto (la última vez que no prestó atención al buscarlo, apretó uno de los diez botones de compra y ofertó por la publicidad del momento, que era una heladera de última generación y luego para cancelar el pedido renegó dos meses) y apagó el televisor. De inmediato escuchó que llegaba un mensaje a su celular. No necesitó mirarlo para saber que era la compañía de cable consultando los motivos por los cuáles había dejado de mirar la programación.
Terminó de vestirse, buscó el bolso y salió a la calle. Una leve brisa movía las hojas de los árboles. O al menos, eso es lo que la ciudad quería que creyera. Sabía que las hojas se movían solas y que la brisa era apenas un efecto de las alcantarillas de clima. Miró el cielo y divisó la enorme e infinita burbuja. Siempre hacía la misma reflexión sobre aquella realidad. Eran palabras de su padre, quizá desgastadas, pero valederas. Ya de chico lo escuchaba decir "la soberbia, hijo, la soberbia hará que en el futuro vivamos en una burbuja".
Sonrió. El pronóstico tenía razón. Algunas nostalgias mostrarían su sombra durante la mañana. Pero en su caso, valían la pena.
- Viejo querido, mirá que fuiste visionario. Aunque si hoy vivieras, te caerías de culo.
Una señora que paseaba su modelo canino solar lo miró de reojo. Hablar solo y en voz alta no estaba bien visto. Algunas cosas, no cambiarían nunca.
Silbando, avanzó hacia su mundo.