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21 de diciembre de 2013

Willy Corona o el Hombre de las Nieves

Considero que cualquier trabajo digno merece que la persona que lo realiza, se esmere por hacerlo lo mejor posible, porque en el todo de una sociedad la suma de las partes es lo que garantiza el bienestar general.
Mi rol en ese engranaje se puede encasillar en el rubro artístico. Desde muy pequeño sentí cierta atracción por actuar. Quizá desde que comprendí que haciendo monerías podía cambiarle el ánimo a las personas, haciéndolas reír o en algunos casos, como a mi madre, enojar.
El primer papel importante fue en un acto escolar, que rememorándolo me sabe a bizarro. Puede que haya sido mi primera experiencia de teatro under, sin siquiera saberlo. Interpreté en una rara pieza teatral escolar a un mexicano llamado Willy Corona, que tenía la particularidad de usar bigotes anchos, grandes y oscuros, llevar una pistola en cada mano y hablar a los gritos, repitiendo palabras que en ese entonces no le encontraba sentido, como ser "manito" y "cuate".
Les mentiría si les dijera de que trataba exactamente la obra, pero tengo imágenes fugaces de una fauna diversa de personajes sobre el escenario de la escuela: un cantante de rock, un navegante africano, un vendedor de pizzas italiano, un bailarín ruso y una mazamorrera argentina. Aunque dudo si ésta última no pertenecía a otro evento en el colegio, quizá el acto por el Día de la Indepencia o la Revolución de Mayo.
Les repito, no puedo encontrar en mi memoria un registro más fehaciente de lo ocurrido sobre las tablas, pero si tengo la certeza de haber sido esa mi primera presentación ante un público que no fuera solo el del ámbito familiar, que siempre es condenscendiente.
Soñé desde entonces con una carrera brillante, repleta de éxitos, de viajes al exterior recorriendo galas de premiación, rodeado de otras grandes figuras, firmando autógrafos y sentándome en los sillones de invitados de los más renombrados presentadores televisivos de todo el mundo.
Me veía noche a noche, cuando cerraba los ojos, abrazado a estatuillas de oro, agradeciendo con lágrimas en los ojos a todos los que hacían posible ese momento. Me despertaba a veces aferrando con fuerza el cuello de mi oso de peluche, como si realmente fuera un premio que temía me arrebataran en la soledad de mi habitación.
No dudé ni un instante al salir del colegio secundario. Me anoté en Actuación. Poco importaba el reproche de mi padre, que me quería trabajando en alguna fábrica para asegurarme el salario mes a mes. Y mucho menos, el deseo de mi madre, de tener un hijo ingeniero donde pudiera proyectar todos sus anhelos frustrados de una educación universitaria.
Debo confesar que fue muy duro. Viviendo en pensiones, trabajando en bares, como malabarista en esquinas, repartiendo folletos, incluso, durante unos meses, donando esperma o sangre a cambio de dinero.
Pero el día llegó. Y no hablo del día de la graduación. Porque ese día pasó sin pena ni gloria, ya que si bien celebré con los compañeros, no tuve a nadie de la familia cerca para recibir un abrazo. Hablo del día de la primera gran posibilidad laboral en lo mío, en la actuación.
El rol protagónico. La gran chance. Para esto es que me preparé durante tantos años, haciendo cientos de sacrificios y sufriendo por momentos, enormes penurias. Este era mi trabajo y como tal, como parte del aceitado engranaje de la sociedad, debía hacerlo de la mejor manera, para de esa forma contribuir al mundo desde mi humilde lugar. Y no nos engañemos, para lograr también el reconocimiento, el aplauso y de alguna manera, atraer la atención de productores o directores que se animaran a confiar en mi talento, mi preparación continua.
Fue entonces, cuando me hicieron la señal convenida de antemano, que el corazón se me aceleró a tal punto que temí por una parálisis escénica. Sin embargo, fue una fracción de segundos, un temor infundado, que de inmediato quedó en el olvido al recordar mi lugar en el mundo, aquel que descubriera en la piel de Willy Corona mientras agitaba los brazos al aire, blandiendo las armas de plástico y gritando "oye manito" y "oye cuate".
En un santiamén me puse la calurosa máscara de hule con cabello sintético, completando el traje que me había colocado una hora antes, para aclimatarme al personaje. Y gruñendo enfurecido, como había practicado todo el mes, salí al hall central de la enorme juguetería para representar al Wilfred, el Abominable Hombre de las Nieves.
Les juro que pude ver el terror en los ojos de esos pequeños. Les juro que los pude ver. En ese momento supe que mi actuación era soberbia y que ellos, no me olvidarían jamás.


2 comentarios:

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Y no es poco, Robert Englund se hizo famoso como Fredy Kruegger.

SIL dijo...

El terror en el ojo de los pequeños es el más indeleble de los terrores.



Abrazo, Neto.