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31 de mayo de 2013

Titiritero

Una sala repleta recibió con alegría y aplausos al titiritero. El calor de las palmas llegó hasta el escenario. El hombre agradeció inclinándose ante la platea. Luego, comenzó el espectáculo.
Uno a uno, fueron salieron a escena los títeres de un viejo maletín de cuero. Y como por arte de magia, cobraron vida, con movimientos y voces, haciendo reír e incluso llorar.
Las tablas de madera se transformaron en castillo, en selva, en espacio exterior. Luego en montañas, ciudad antigua y hasta catedral. El aire se vio envuelto en música, risas y un alboroto de felicidad, casi un murmullo de palabras aprobatorias, comentarios silenciosos y gestos cómplices.
A lo largo de una hora, la vida de cada espectador se alegró. Y cuando el telón rojo cayó, todos de pie aplaudieron a rabiar, esperando el momento cúlmine, en el que titiritero y títeres dieron un paso al frente, para agradecer el cumplido.
El teatro quedó vacío. La oscuridad se hizo eco en cada rincón. Los títeres guardaron entonces al titiritero en un gran cajón y a la luz de unas pocas velas, emprendieron la tarea ardua y cotidiana de remendarse para la próxima función.

28 de mayo de 2013

Pier, el derrotado

Su presencia podía causar asombro y hasta miedo. Había nacido en un parto complicado, aunque no fue el momento de su nacimiento el que lo moldó de esa forma. Dicen quiénes conocieron a su madre, que vivía intoxicada y que su aliento sabía a alcohol y otras sustancias. Además, se pasaba horas en la fábrica de papel de sus tíos, donde respiraba un aire contaminado.
Lo cierto es que jamás tuvo la oportunidad de culparla. Murió a los pocos días del parto. Jamás conoció a su padre. Fue críado por los abuelos, que lo mantenían la mayor parte del tiempo encerrado en un cuarto, que ni siquiera era la habitación donde dormía.
El lugar apestaba, dado que no tenía ventanas y la única bombilla de luz apenas si iluminaba el suelo. Creció en penumbras, porque sus abuelos pensaban que de esa manera, quizá pudiera aceptar más rápido lo que era.
Sus manos tenían seis dedos cada una. Había un tercer brazo, que llegaba solo hasta el codo, que crecía al lado del derecho. La nariz parecía partida al medio, como si en el momento de ver la luz algún médico piadoso hubiese querido ahorrarle sufrimientos, asestándole un hachazo sin piedad. Tenía cuatro orejas, si bien solo tenía desarrollado el oído en dos de ellas.
El cabello le crecía en mechones desperdigados y en la piel los lunares parecían multiplicarse como un salpullido. No obstante, Pier era muy inteligente. Demasiado, según pudo apreciar su tutora, luego de acostumbrarse a su presencia y perder los prejuicios.
Era capaz de resolver complejos problemas matemáticos a los ocho años de edad. Su memoria era increíble, no solo para los números. Podía recitar textos larguísimos e incluso, recordar la página exacta en la que estaba impreso cada párrafo.
El problema, el gran problema, era cuando salía a la calle. Muchos, espantados, huían despavoridos. Solo un par de veces la tutora trató de llevarlo al colegio. El temor que causaba fue excusa para que no lo dejaran entrar.
Se las arregló como pudo para educarlo por su cuenta. No contaba con la ayuda de los abuelos, que viendo que ella se ocupaba, se desentendieron del pequeño. Pero para Pier, la educación, era tan solo una parte de su vida. Había otras que le preocupaban y tenían que ver con el mundo que lo rodeaba. Había entendido desde siempre que sus malformaciones eran motivo suficiente para vivir apartado de la sociedad. Era un fenómeno, una rareza.
La imagen de su persona podía causar gritos, pánico, llanto descontrolado en los demás niños. Pero también los grandes lo repudiaban. En ocasiones deseaba estar enterrado, para que nadie lo viera. Sin embargo, estaba Ana. Su tutora, con la perseverancia, el deseo de ayudarlo.
A nadie sorprendió entonces, que el día que ella falleció, cuando él aún no había cumplido los quince años de edad, tomara la decisión que tomó. Pier, para entonces, era un conocido desconocido. Había escrito y publicado, alentado por Ana, decenas de tesis y tratados matemáticos, pero la comunidad científica solo sabía de su existencia a través de sus textos. No acudía a simposios, ni respondía invitaciones para disertaciones. Era un enigma, un ser misterioso.
La misma tarde de la muerte de Ana, sabiendo que la única persona que lo alentaba había desaparecido, se deshizo de sus miedos y salió a la calle. Enojado con la vida, con el destino, caminó por las veredas, disfrutando en secreto las reacciones ajenas, los alaridos sorprendidos de peatones asustados, incluso, el intento de agresión por parte de algunos.
Un patrullero de la policía se cruzó en su camino y dos uniformados, a punta de pistola, le pidieron que volviese de dónde había salido. Pier siguió adelante. Le gritaron la voz de alto una vez, dos veces, tres veces. Los niños gritaban, muchos se escondían, otros cruzaban al otro lado de la calle. Uno de los uniformados apretó el gatillo. La bala impactó en la espalda y Pier cayó. El monstruo sonreía, afirmarían testigos a los diarios de la ciudad.
Solo la comunidad científica lamentó su muerte, cuando meses después, supo que ya no habría nuevas tesis e hipótesis revolucionarias. Sus abuelos nunca reclamaron el cuerpo.

25 de mayo de 2013

Sin medias tintas

Siempre fueron amigos. Rolando y Marcelo compartieron desde la escuela primaria sus días. Compañeros de juego, de banco, de recreo. La adolescencia los sorprendió con nuevos gustos, pero mantuvo la complicidad entre ambos: A Rolando lo volvían locos las mujeres, mientras que Marcelo por más que se lo proponía, no lograba que le atrajeran.
- ¿No serás puto, vos? - le preguntó una tarde Rolando a su amigo, mientras pedaleaban por la avenida en dirección al puerto.
- Andá a cagar - contestó Marcelo, pero al cabo de unos segundos agregó - ¿Y eso cómo se sabe?
La pregunta los hizo estallar en risas y luego olvidaron el tema: el río había aparecido en escena, majestuoso y al mismo tiempo intimidante.
En la graduación Rolando logró llevar a un rincón a Carolina y allí además de tocarle las tetas, le dio un beso que no se podía sacar de la cabeza. Más tarde buscó a su amigo para contarle. Lo encontró en la mesa, solo, bajándose una botella de champagne.
- ¿Qué te pasa boludo? Mirá como se divierten todos, si supieras recién con la colorada Carolina...
- Rolando, creo que tenés razón.
- ¿En qué? ¿De qué me hablás?
- Que soy puto. Es decir, debo ser puto. Las minas no me calientan, pero me pasa algo con Adolfo.
Rolando lo miró frunciendo el ceño. Lo observó atentamente para saber si se trataba de una broma o iba en serio. Luego se sentó a su lado.
- ¿Qué es lo que te pasa con Adolfo?
Marcelo se mordió los labios. Ahora, esa confesión, a su mejor amigo, le resultaba embarazosa.
- No importa, dejá. Mirá, te anda buscando la colorada...
- Ni que colorada ni ocho cuartos, que se vaya a hacer toquetear por otro. Contame, para algo somos amigos.
- Es que... supongo que me atrae. No sé. Eso que vos sentís por las minas, parece que las siento por los hombres. Bah, por Adolfo.
- ¿Y él lo sabe?
- ¡Cómo lo va a saber, Rolando! Me imagino que a él le gustarán las mujeres. El torcido soy yo, no él. Por eso me siento mal, no sé que hacer.
Rolando abrió los ojos. Su mirada se topó con el mismo pasillo de las últimas horas. Silencioso, impregnado con olor a desinfectante, de cerámicos mortecinos combinando con las paredes blancas y tristes. El reloj marcaba las seis de la tarde. Ya iban más de siete horas de operación. Volvió a ese último recuerdo con el que jugaba su mente y sonrió. Suspiró profundamente, dolido en el alma por no haber sabido que responderle, pero emocionado por haberlo rescatado del olvido.Habían pasado tantos años, que quizá fuera el único de los dos que lo recordaba.
No tenía la certeza si volvería a ver con vida a su amigo. En el quirófano se jugaban las últimas cartas. La enfermedad lo había dejado entre la espada y la pared.
- Abrazame fuerte, que quizá sea la última vez - le había dicho Marcelo, esa misma mañana.
El silencio no siempre es buena compañía. Al menos, en esos instantes. Se le antojaba difícil pensar que sucedía puerta adentro. Deseaba poder irrumpir y averiguar si sobreviviría o no. Miró alrededor. ¿Dónde estaban los demás amigos de aquellos años? ¿Por qué había sido el único que jamás se distanció de Marcelo? ¿Acaso su amigo había hecho algo malo?
- Vos querés que te abrace porque sos puto - le había respondido.
Marcelo había reído, en medio de un acceso de tos. Luego lo abrazó.
- No te vas a ningún lado, me entendés, a ningún lado - le dijo en un susurro al oído.
Pero sabía que no tenía el poder, que sus palabras eran un anhelo. De la misma manera que en aquellos años no pudo convencerlo de mirarle el culo a una mina, ahora era una misión casi imposible que siguiera luchando. Porque la vida así lo había querido, sin vueltas, sin indirectas. Sos puto y sos puto. Te estás muriendo y te estás muriendo. Sin medias tintas, con el crudo sonido de la verdad, con el inquebrantable lazo de la amistad, con la inevitable lágrima del adiós.

22 de mayo de 2013

El Hediondo

Era sabido en el barrio que cinco golpes a la puerta significaban una sola cosa: el Hediondo venía a buscarte. No se trataba de una leyenda para niños, sino de grandes. Incluso se evitaba hablar delante de los pequeños del tema. El Hediondo era real, no un cuento de medianoche.
Cuando alguien faltaba en el barrio, no se hacían muchas preguntas. Si algún familiar lejano quería saber, se lo remitía a la policía. Pero las fuerzas de seguridad también ocultaban la verdad. Era mejor así. Dejar todo en la oscuridad, en la penumbra del desconocimiento.
Aquella noche, mi corazón se paralizó al escuchar los cinco golpes en mi puerta. Un frío recorrió todo el cuerpo. No sabía que seguiría a continuación. Nadie lo sabía. No escuché que la puerta se abriera ni que las ventanas hicieran sonar sus bisagras. Solo los cinco golpes, uno detrás de otro, con la claridad de los sonidos en verano.
Me aferré al sillón con fuerza. Si el Hediondo se aparecía, tendría que lidiar con mi esfuerzo para permanecer en la tierra de los vivos. Pero el Hediondo no apareció. Lo esperé por horas, sin moverme del lugar. Temía que al menor movimiento, el monstruo aparecería y me llevaría consigo. Solo cuando noté que afuera los primeros rayos de sol se arrojaban con mansa modestia sobre la faz de la humanidad, me levanté del sillón y corrí hacia la pieza.
Me desperté cerca del mediodía, en medio de un sueño atormentado por el miedo. Salí a la calle decidido a contar lo ocurrido, esperando que alguien me creyera, que no me tomara como un mentiroso: ¡el Hediondo había venido a buscarme pero no había podido llevarme!.
Caminé dos cuadras, en dirección al mercado. No me crucé con nadie en el trayecto. Me moría de ganas de contar mi historia. Aún podía escuchar el eco de aquellos cinco golpes. Abrí la puerta del mercado, pero me detuve allí mismo, bajo la entrada principal. Adentro no había nadie. Salí otra vez a la calle y fui notando, con cierto espanto, que no había alma alguna en las calles.
Comencé a golpear puerta por puerta, a gritar a viva voz los nombres conocidos, a espiar en vano por las ventanas. Nadie. Todos habían desaparecido en el barrio. Todos.
Esa misma tarde me mudé y ya nunca volví. Duermo sentado en el sillón, el mismo de aquella noche. Y lo aferro con fuerza, con mucha fuerza. Tarde o temprano, escucharé los golpes por última vez.

19 de mayo de 2013

Varada como una ballena

Quedó varada en la terminal de ómnibus. Se imaginó como una ballena, encallada sobre la arena de una playa inmensa, sin que nadie la pudiera socorrer. Luego se imaginó a los rescatistas, arribando presurosos, pero sin la menor idea de como proceder. No es común rescatar a una ballena. Y no era común que a ella la rescatara alguien.
Pero esta vez no había sido una mala decisión suya. O al menos, eso creía en ese momento. Estaba allí sin poder volver a su vida, pero por culpa de una huelga de colectivos. Igual que ella, había cientos de personas. Esta vez no era un ajuste de cuentas del destino. No se trataba del mundo contra ella.
De todos modos, que el malestar fuera para muchos, no la consolaba. Bien podría haber gastado los últimos pesos en un pasaje en tren o en avión. Había mil maneras de viajar. Quizá no tantas, pero con seguridad el universo no terminaba en un colectivo.
Pero ya era tarde. Había gastado el dinero y no le devolvían ni siquiera una mueca de burla, diciéndole "estúpida, otra vez te pasó". El sector de plataformas estaba repleto. La gente aún confiaba en un milagro, y que de repente, los coches comenzaran a llegar. Ella no, sabía que los finales felices raramente se hacían realidad.
Hurgó en su mochila hasta dar con una manzana. Apenas si pudo darle dos mordidas. La sintió insulsa y la despreció de inmediato. La dejó caer al suelo. La vio rodar entre valijas y bolsos, hasta desaparecer entre un grupo de piernas.
Intentó poner la mente en blanco, pensar en algo que la distrajera, pero le resultaba una misión trágica. Cada vez que cerraba los ojos para encontrar el punto exacto de paz interior, las imágenes la asaltaban tomándola por sorpresa.
Lo que más la espantaba era la sangre. El recuerdo nítido. El olor amargo en la habitación y ese sonido repulsivo, hartante, de las moscas.
Moscas. Como las que revoloteaban a su alrededor, mientras, resignada, se abrazaba a la mochila sabiendo que todo estaba perdido. Quitó las piernas de encima del bolso y lo atrajo más hacia su cuerpo. Miró la hora en el reloj y calculó rápidamente que ya habría llegado a su casa si el paro de ómnibus no la hubiera tomado por sorpresa.
Volvió a espantar las moscas. Cada vez eran más. En dos o tres horas, quizá menos, aquello se volvería insostenible. Ya no solo por las moscas, sino también por el olor. Sacó el perfume de la mochila y distraídamente, lo roció sobre el bolso. Pronto, tampoco tendría efecto.
Hasta la venganza le sabía amarga, inútil. En breve, sería también su condena. Volvió a pensar en una ballena. Esta vez, alejada de la playa. Se alejaba cada vez más mar adentro, hasta desaparecer en el horizonte. Era una ballena con suerte. La de su imaginación. Ella, en cambio, seguía allí. Con el espanto en forma de grilletes, creciendo poco a poco, en su mente, en las moscas, en el maldito y nauseabundo olor.

16 de mayo de 2013

Juegos de guerra

El último martillazo enterró la estaca bien profundo en la tierra. Por las dudas intentó moverla con sus manos, pero fue en vano. El golpe había sido certero.
Se quitó el sudor de la frente y volvió al campamento. Nadie le prestó atención a su llegada.
- La trampa está puesta - advirtió.
Fue suficiente para que el resto comprendiera. Alguien dio aviso al operador de radio, que de inmediato llamó al campamento vecino. La excusa elegida con antelación era una reunión para definir los días de caza en la zona del lago
A la hora pautada la caravana vecina quedó atrapada en una fosa de cinco metros de profundidad. Las hojas de palmeras, al desprenderse de la estaca que las contenía, cubrieron el sitio evitando cualquier intento de fuga.
Recién cuando cayó la noche, fueron a buscarlos. Sabían que estarían furiosos, pero también agotados por los nervios y los intentos de salir de la trampa. No fue difícil reducirlos y llevarlos prisioneros al campamento.
- Ahora son nuestros prisioneros. Mañana tomaremos el campamento y avanzaremos hacia las colinas - fue la única vez que les hablaron.
Una vez tomado el lugar, parte del grupo se trasladó hasta allí, reforzando las defensas.
- Solo nos faltan tres campamentos más para llegar a la meta - comentó alguien, sentado frente a una computadora portátil.
- La estrategia de parecer buenos vecinos ya no volverá a funcionar.
- El próximo ataque será sin tantas vueltas.
- ¿Cuánto es nuestro turno?
- Falta. Ahora deben estar moviendo los azules. Después los verdes, los rojos, los amarillos y recién otra vez nosotros.
El silencio avanzó sobre la charla. Uno de ellos se fue a dormir.
- Si toca defendernos, avisen - dijo antes de desaparecer en el interior de una carpa.
Una leve bruma pretendía, sin suerte, envolver al campamento. Los pocos despiertos, se mantenían atentos. Otros, soñaban con un triunfo entre ronquido y ronquido.
La noche traería otro día y el día, una nueva chance de ganar. Sin dados, sin cartas, sin fichas. En un mano a mano, y sobre un tablero donde la sangre era todo lo real que podía ser.

13 de mayo de 2013

Decisión en plena noche

Solo hay dos maneras de encarar el asunto, pensó. La primera, quizá la más resuelta, le revolvía el estómago. La segunda, más medida, le llevaría mucho tiempo.
Debatió entre dudas, en la soledad del patio. La brisa le traía recuerdos, la mayoría de una vida que le parecía lejana. Miró hacia la puerta y suspiró. La sangre en la pared era condenatoria: aquello había ocurrido.
Muy en lo profundo de la noche, escuchó el ladrido de los perros. Vaya saber dónde, vaya a saber a quién. Buscó la pala. Esa era la opción dos. No llovía desde el mes pasado, la tierra estaría dura y más en su patio, siempre repleto de tosca. La arrojó con bronca.
No tenía otro remedio. La opción uno era más práctica. Entró a la casa y esquivó como pudo el cuerpo. Buscó en la cocina el cuchillo de trozar carne. El eléctrico haría mucho ruido. De día pasaría desapercibido, pero a la una de la madrugada era imposible.
Se acercó con el cuchillo en la mano y contuvo una arcada. Se había olvidado las bolsas de residuos. Volvió a la cocina y las buscó. Regresó con el estómago queriendo escapar del cuerpo.
Su mujer le gritó desde el piso superior:
- ¿Todavía no terminaste con lo del Cachilo?
La odió de manera fulminante. "Lo del Cachilo". Lo hacía parecer tan sencillo. Maldita la idea de dejarlo afuera, maldita la insistencia de ella para que pasara la bordeadora a las diez de la noche, casi sin luz. La cabeza del pobre San Bernardo descansaba aún cerca de la puerta, mientras el resto del cuerpo permanecía tieso sobre el ingreso a la casa.
Aún no entendía como, estando decapitado, había avanzado tanto. Creyó que nunca caería. Ni siquiera el sonido al golpear el suelo, similar al de una bolsa de papas al caer desde una altura considerable, podía proporcionarle una pizca de realidad a lo que había ocurrido.
Su esposa volvió a preguntar a los gritos. Apretó con bronca el cuchillo. Cerró los ojos. ¿Cuánto valor se necesitaba para subir y hacerla callar? Los volvió a abrir. Demasiada tragedia para una sola noche. Conteniendo el vómito inminente, se puso a limpiar lo acontecido.

10 de mayo de 2013

Violencia de género

Con lentes negros ocultaba los hematomas en los ojos. Podía disimularlos si bajaba la vista la mayor parte del tiempo. Eso llamaba la atención, pero no tanto como andar por la calle con las huellas de los golpes.
El hecho de no trabajar, de no compartir un espacio con otras personas, le permitía mantener la compostura. Se había acostumbrado a hacer las compras moviéndose furtivamente, evitando todo contacto visual con extraños. Eran pocas las veces que salía para eso, pero en esas ocasiones, era cuidadosa.
Los hematomas llevaban mucho tiempo allí, aunque no eran siempre los mismos, se iban renovando. A veces se dejaba el cabello suelto, para que las ondulaciones proporcionaran también reparo. Cuando volvía a casa, estaba más tranquila. Aunque de vez en cuando, la situación le costaba. Había una lucha interna en su mente, un miedo irracional que aún no podía combatir. Un miedo que solía lindar con la locura.
Dejó los bolsos en el pasillo. Su marido estaba en la cocina. Lo había dejado pelando papas y limpiando los pisos.
- Volví - le dijo, con voz fría, carente de matices.
Él no contestó. Hacía tiempo que no contestaba. Siguió en sus tareas, sin dedicarle un segundo de atención. Ella sonrió, borrando de momento cualquier remordimiento.
- Te traje cuatro litros de pintura, quiero que esta tarde, cuando vuelvas del laburo, me pintes la sala de costura. Y nada de peros, que ya lo sabés muy bien, me reviento con más fuerza el ojo y te condeno delante de todo el pueblo, diciendo que que me cagás a palo.
Triunfante, se recostó a leer un libro, mientras su marido continuaba con sus quehaceres.

7 de mayo de 2013

El reloj del abuelo

Su madre le había contado cientos de veces la historia del reloj de su abuelo. Cada vez que la escuchaba, se imaginaba cerca de aquello que transcurría tan distante en el tiempo.
Era un relato breve, pero con la suficiente fuerza como para marcarlo de por vida. Por eso, cuando terminó la carrera y se recibió de ingeniero, antes de cualquier intento de conseguir trabajo o aceptar alguna de las becas que le habían ofrecido, decidió hacer ese viaje que venía postergando desde niño.
Se puso la mochila en la espalda, el casco en la cabeza, se montó en la moto y recorrió caminos desolados, cubriéndose de tierra bajo el rayo del sol, fuerte, calcinante.
Atardecía cuando vio las formas del pueblo. Apenas si lo recordaba. De pronto eran recuerdos borrosos, asaltados por el paso de los años, desvalijado de colores y aromas, de nitidez y certeza. Pero allí estaba la calle principal, las casas bajas, los pocos comercios, los vecinos del pueblo en sus quehaceres diarios.
Aminoró la marcha y comprendió que las miradas se posaban en él, en el forastero que llegaba con su moto. Lo observaban con recelo, como a todo visitante. No recordaba ningún rostro, habían pasado muchos años de la última vez.
Con esfuerzo, recordó que debía doblar en la última calle. De repente, al hacerlo, la casa de su abuelo apareció recortada en el paisaje. ¿Quién viviría ahora allí? ¿Le permitirían entrar?
Detuvo la moto y caminó hacia la puerta. Golpeó las manos, como cuando era pequeño. Allí no había timbres, eran las palmas o los gritos. Una mujer robusta se asomó a la puerta. Lo miró con desconfianza.
El se presentó y no demoró en hacerle saber la razón de su visita. La mujer en primera instancia dudó, pero luego permitió su paso.
Fue directo hacia el patio, aunque antes aceptó un vaso de agua, tanto por cortesía como por sed. El viaje lo había extenuado. Los árboles no eran los mismos, el verde ya no brillaba como en su memoria y hasta el cantar de los pájaros parecía diferente. El mundo pierde su brillo a medida que se lo vive, se lo camina. Es como un zapato nuevo, que se desgasta. Pero en definitiva, era aquel patio, era el lugar aquella historia.
Se dirigió hasta la higuera casi centenaria, se apoyó en el tronco y buscó el norte. Su abuelo le había enseñado como. Caminó diez pasos y giró cuarenta y cinco grados. Contó otros veinte pasos y frenó su marcha.
Sacó de su mochila una palita de jardinería y se puso a cavar. Estaría allí, a menos de medio metro. A los pocos minutos, sintió como la herramienta golpeaba algo metálico. Demoró un poco más es desenterrar el objeto con el que se había topado. Una caja metálica, que en algún momento tuvo pintada una escena escolar.
La abrió. Dentro estaba el reloj. El mismo de la historia. Aquella que su madre le contaba desde pequeño, pero que su abuelo jamás le quiso confirmar. El reloj de oro puro, con el que su abuelo se había pagado el viaje desde España, tras vendérselo al capitán de un barco. Ese objeto de valor cuantioso que luego recuperó matando a traición a su comprador, en el mismísimo puerto de Buenos Aires.
Lo apretó fuerte y comprendió la mirada siempre ausente, melancólica, arrepentida, de aquel viejo. Y esos ojos vacíos, dolidos por la vida. Y también el odio visceral de su madre, que le repetía una y mil veces la historia, para que odiara tanto como ella a su abuelo.
Pero en cambio, siempre sintió pena y al mismo tiempo, incredulidad. Su abuelo no podía haber hecho algo así, no podía. Y sin embargo, jamás respondió a su inquietud de saber. Solo aquel extraño mandato: "Cuando muera, de la higuera diez pasos, cuarenta y cinco grados norte, veinte pasos otra vez. He ahí mi respuesta".
Aquella historia, aquel reloj, aquel pasado.
El tiempo todo lo desgasta, incluso lo que nos avergüenza y condena.

4 de mayo de 2013

Carletti, el obsesivo

Carletti era buen escritor, pero muy obsesivo. Sus páginas debían tener número par de caracteres y líneas, no podía permitir que hubiese menos de sesenta letras por renglón y los párrafos debían tener el punto en el final mismo de la hoja.
Pero eso no era todo. Debía haber la misma cantidad de vocales A y E, en tanto que permitía menos de las restantes siempre y cuando el orden fuese el siguiente: más O que I, más I que U.
El total de palabras debía coincidir página a página o bien, tener una diferencia entre si expresada en una cantidad "redonda", es decir, diez, veinte, treinta.
Los títulos debían valerse de doce letras, el total de páginas debía ser múltiplo de cuatro y los capítulos debían ser en total seis. En el contrato con su editorial exigía que las tiradas fueran de diez mil ejemplares. En las presentaciones hablaba exactamente veinte minutos y solo firmaba ochenta libros por vez.
Odiaba los reportes de venta, porque pocas veces los resultados coincidian con su obsesión. No le importaba si vendía más o vendía menos. Lo que realmente valía, era la cifra.
Cierta vez un reportero insistió con una séptima pregunta. Carletti se puso loco, hasta quiso tomarse a golpes de puño al grito de ¡nunca impar, nunca impar".
Al fallecer repentinamente en el día de ayer, su abogado dio a conocer su última voluntad. Dos ataúdes. En uno, la mitad de su cuerpo y en el otro, el resto.
El caos se desató no con ese pedido extraño y hasta de mal gusto, sino luego, cuando alguien preguntó en voz alta por su mujer, con el fin de darle el pésame. En ese instante, dos mujeres se adelantaron al mismo tiempo, para acercarse a la persona que había preguntado.
Las mujeres se miraron y comprendieron de inmediato. ¡Carletti se había casado dos veces! Los presentes en el velatorio no lo podían creer.
- ¿Quién sos vos? - preguntó una a la otra.
- ¡Analía, la esposa de Carletti!
- ¡Yo soy Analía!
La incredulidad había tomado por sorpresa la sala velatoria. Se escucharon algunas voces que decían algo así como "el hijo de puta se las buscó con el mismo nombre" y otras barbaridades, que no parecían acertadas para el acontecimiento. Las mujeres se trenzaron de los pelos. Las demás personas empezaron a mirarse con desconfianza. El abogado buscó con ojo clínico la presencia de algún colega, con el que Carletti lo estuviera engañando.
El desorden se hizo general y lo que debía ser un momento de reflexión, terminó siendo una escena de violencia injustificada. El corolario fue la llegada de patrulleros policiales y más de una veintena de detenidos.
El único beneficiado fue Carletti, que debido al caos, su apoderado determinó que el velatorio no había sido el ideal y por lo tanto, programaron otro más para mañana, con el fin de hacer justicia al recuerdo de sus letras. Obsesivo, hasta en la muerte.

1 de mayo de 2013

Oscuridad en la canchita

Los miércoles era tarde de picado a la vuelta de la estación de servicios. Allí había un baldío con un par de arcos y para dos equipos de siete jugadores era el lugar ideal. La misma gente de la estación lo mantenía en condiciones, cobrando una mínima colaboración. Ellos mismos jugaban sus partidos allí.
El grupo de los miércoles llegaba a veces a veinte personas. La mayoría ex compañeros de secundaria. El resto, amigos de algunos, que se fueron sumando. Aquella tarde éramos trece.
Habíamos armado un equipo de seis y otro de siete (diferencia que en la cancha no se vería, porque se había equilibrado la calidad de los integrantes). Cuando estábamos por arrancar, lo vimos entrar a Manuel. Por un lado, contentos, porque era uno más. Por el otro, fastidio, porque había que armar los equipos de nuevo.
Pero Manuel se sentó a un lado y dijo que largáramos, que no jugaría.
- ¿Qué te pasa? - le grité.
- La pierna, me duele. Jueguen - insistió.
Jugamos. Aunque de vez en cuando miraba para el costado. Allí estaba Manuel, observando sin observar. No tenía cara de "me duele una pierna". Se lo veía distraído, hasta algo pálido. Un par de veces la pelota fue hasta donde estaba y al golpearlo, lo sacaba del ensimismamiento en el que se encontraba. Pero irremediablemente, volvía a su postura.
Cuando terminamos, nos reunimos a un costado, para hacerles lugar a los chicos que jugaban después de nosotros, a los que ya conocíamos de vista de tanto coincidir en la cancha. Compramos unos porrones de cerveza en la estación y nos tiramos bajo unos árboles a tomarlas. Manuel se acercó, pero declinó la botella cuando alguien se la pasó.
Comentamos el partido, nos gastamos algunas bromas y luego cada uno empezó a alistar su bolso para volver a casa. Todos menos Manuel, que no había ido a jugar. Me di cuenta que se quedaba cerca mío y supuse que me iba a pedir que lo llevara.
- ¿Te llevo? - le pregunté mientras metía las medias y los botines dentro del bolsito deportivo.
- ¿A casa? No, hoy ni en pedo.
- Dale, contame. ¿Qué te pasa? No me creo el cuento de la pierna.
- Me echaron Adolfo, me echaron de la oficina.
- ¿Cómo que te echaron, negro?
- Así como lo escuchás. Reducción de personal, persona prescindible, agarre sus cosas y váyase. ¿Vos podés creer? Cinco años Adolfo, cinco putos años ahí adentro, quedándome después de hora para cumplir, yendo a trabajar con fiebre. Y me pagan así...
- Me imagino que todavía tu mujer no sabe nada.
- ¿Con qué cara le digo? Hace cinco meses nos metimos con el crédito hipotecario. Apenas si saca para sus gastos, con esas horas de mierda que hace en el jardín.
- Manuel, pensá que por un tiempo vas a tener la indemnización...
- Una mierda Adolfo, me pagan dos mangos. Ya me hicieron firmar los papeles.
- ¿Ya firmaste?
- Me dijeron que si dejaba pasar el tiempo, me iban a dar menos. Que si llevaba un abogado, iban a demorar el pago. Que si les ponía un juicio, no iba a cobrar ni el día del choto. Firmé, qué otra cosa podía hacer. Ni gremio tenemos.
Nos quedamos en silencio, compartiendo los sonidos de la cancha. Nos llegaban distantes, como si pertenecieran a otra realidad. Sentía bronca e impotencia. Lo veía a Manuel, pensaba en su mujer y al mismo tiempo, me imaginaba en una situación similar y se me revolvía el estómago.
- Te puedo sugerir en la fábrica, no es lo tuyo, pero hasta que encuentres algo...
- Lo que sea Adolfo, lo que sea. ¿Sabés algo? Te lo íbamos a decir el sábado, que es tu cumpleaños. Mariel está embarazada. Vamos a ser padres. ¿Podés creerlo? Vamos a tener un bebé. Justo ahora, vamos a tener un bebé.
Manuel comenzó a reír.
- Es irónico Adolfo. Comenzamos a soñar con nuestra casa propia, con nuestro primer hijo y me quedo sin laburo.
- Es injusto, más que irónico.
- No quiero importunarte más. Quería que te enteraras por mí.
- Te llevo a tu casa, dale.
- No, dejá. Me voy caminando. Así tengo más tiempo para pensar. No sé aún como voy a enfrentar a Mariel.
- Si querés, te acompaño y...
- Andá tranquilo a tu casa. Mañana te cuento como me fue.
- Mañana mismo hablo de vos en el trabajo.
- Te agradezco Adolfo. Andá ahora, andá con tu gente.
Y me fui. Subí al coche, lo puse en marcha y tomé la calle. Manuel aún estaba de pie, a lado de un árbol. Miraba hacia la cancha, como buscando en ese picado de extraños conocidos las palabras justas para decirle a su mujer. Un solo pensamiento me asaltó en el viaje: "Menos mal que no me pasó a mí". Me aborrecí el resto del camino, pero en el fondo lo creí acertado. De todas maneras, al contarle a mi esposa, mientras comíamos, tuve ganas de llorar, aunque no lo hice.
Sabía que no era el fin del mundo, pero si, un sismo bajo los pies de Manuel y su familia. Una brecha enorme, que lo distanciaba de la tranquilidad habitual, de los días rutinarios, del dinero a principio de mes para pagar las cuentas, del sentarse y reír, del cerrar los ojos y proyectar. 
Cuando me acosté, supe que no podría dormir. Mi pensamiento egoísta se instalaba sin pedir permiso y por más que lo rechazara, allí estaba, espiando desde alguna parte. A medianoche sonó el teléfono. Intuí la voz que escucharía. Le dije a Mariel antes de cortar que no se preocupara, que saldría a buscarlo.
Fui con el auto directamente a la canchita de fútbol. Las luminarias estaban apagadas, pero ni bien bajé del coche, sentí el ruido de la pelota golpeando un poste. Caminé en la penumbra, mientras mis ojos se acostumbraban. Para cuando lo tuve a pocos metros, distinguía su figura nítidamente.
- Llamó a casa Manuel, está preocupada.
- No sé cómo Adolfo, no tengo la más puta idea... - y allí se quebró. Ni siquiera pudo patear la pelota; intentó hacerlo, pero se tambaleó y se abrazó a mi cuerpo para no caer. Quedó aferrado, como una parte de mí, llorando sobre mi hombro. Lo dejé que se desahogara, en silencio. Tampoco encontraría las palabras si me tocara estar en su lugar.
Cuando se calmó, solo atiné a decir unas pocas palabras.
- Ella más que nadie, va a estar a tu lado. Y juntos, van a salir adelante.
Me miró, sin poder discernir si aquello era cierto o no. Dejó escapar el aire contenido y respiró profundamente.
- ¿Me llevás? - preguntó finalmente.
Le palmeé la espalda y le dije "vamos". Miré de reojo la cancha vacía.
- Manuel... ¿unos penales a oscuras, como cuando éramos chicos?
Esta vez me observó con otros ojos, iluminados. Sonrió genuinamente y abrió los brazos.
- Y dale...
De inmediato se pasó la mano por la cara y se adelantó al trote.
- Al arco primero - me ventajeó.
No dije nada, no valía la pena. No iba a reclamar por un "pan y queso" esa noche. Lo dejé ser y juntos fuimos, aunque sea por diez minutos, libres otras vez de este maldito mundo.