Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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27 de febrero de 2013

Fe de erratas

Gertrudis recibió el sobre por debajo de la puerta. Blanco, con el membrete de una casa de electrodomésticos sobresaliendo en el frente. Lo abrió con curiosidad, como sucede con las cosas que llegan sin previo aviso.
"Estimada cliente, le pedimos disculpas por la información que le llegara el día de ayer con respecto a nuestras ofertas. Por un error de tipeo, todos los precios publicados son erróneos. Queremos subsanar este inconveniente invitándola a adquirir alguno de nuestros productos, con un descuento del veinte por ciento, que le será aplicado mencionando a la hora de realizar el pago el siguiente código de descuento: FEDEERRATAS".
La mujer se sorprendió, porque no había recibido ningún folleto el día anterior. Aunque creía no estar equivocada, revisó en el cajón donde guardaba la correspondencia y también sobre el televisor, que era el sitio donde terminaban todos las publicidades que llegaban a la casa.
De todas formas, pensó, el código de descuento lo tenía. Podía hacer la compra igual y tener el descuento. Era una buena oportunidad para la juguera que había visto en casa de una amiga o de cambiar la cocina, que tantos años venía postergando.
También era cierto que no estaba en sus planes ninguno de esos gastos. Su lado prudente le decía que omitiera la oferta, pero otra voz le decía que debía aprovechar el descuento. Lo mejor, decidió, sería reflexionarlo por la noche, antes de acostarse. Como siempre le sucedía en esos casos, se durmió sin haber tomado una decisión.
Por la mañana, mientras desayunaba, otro sobre se deslizó por debajo de la puerta, deteniéndose al hacer tope con la alfombra. Era también blanco y tenía el mismo logo.
"Estimada cliente, le pedimos disculpas por la información que le llegara en el día de ayer con respecto a nuestras ofertas. Por un error interno, se la invitó a disfrutar de un descuento del veinte por ciento, cuando en realidad esa promoción había terminado. Queremos resarcir los inconvenientes causados otorgándole un voucher por valor de cien pesos, que usted podrá utilizar en compras mayores a cuatrocientos pesos. La invitamos a que visite nuestro local".
Gertrudis se rió. Cien pesos no era lo mismo que el veinte por ciento. Si bien era un buen aliciente para una compra, los productos que tenía en mente costaban bastante. El descuento era un buen negocio, pero el voucher... de todas maneras podía utilizarlo, claro que si. Tendría que llegarse al comercio, observar los productos y analizar que le faltaba en la casa. Pero tenía tiempo, no era una cuestión de vida o muerte. Sujetó el voucher en la heladera con un imán y se olvidó del asunto, al menos durante dos días.
Esta vez no vio llegar el sobre, porque estaba en la verdulería. Pero al abrir la puerta lo vio, esta vez a medio camino entre la entrada y la alfombra. Blanco y con membrete, se dejó abrir fácilmente.
"Estimada clienta, le informamos que debido a un problema de reparto, no se le hizo entrega del folleto que contenía precios erróneos a causa de un tipeo. Considerando que usted no lo recibió, dejamos sin efecto la invitación a comprar productos con un descuento del veinte por ciento, promoción que por otra parte ya se le informó, no tiene vigencia. Le pedimos, en tanto, que por favor nos devuelva el voucher que le enviáramos para subsanar el error de ofrecerle un descuento que ya no se aplicaba, debido a que técnicamente jamás se lo tendríamos que haber otorgado, dado que no recibió nunca el folleto mencionado con anterioridad".
¿Cómo podían saber que no había recibido el folleto con los precios mal publicados? Gertrudis se sentía desorientada. Buscó el voucher y lo guardó en la cartera. Cuando estuviera en la zona céntrica, dejaría el bono de cien pesos en el local comercial. La situación comenzaba a fastidiarla.
Al día siguiente llegó un nuevo sobre, con las mismas características.
"Estimada cliente, nos vemos en la obligación de reiterarle el pedido para que nos devuelva el voucher que con equívoco le hicimos entrega esta semana. En caso de entregarlo en las próximas veinticuatro horas, accederá a una promoción especial, con un cinco por ciento de descuento en compras al contado. En caso de no hacerlo, procederemos a enviarle una carta documento y aplicarle una recarga del diez por ciento en cualquier compra futura que usted realice en nuestro comercio".
Aquello parecía una broma. La empresa cometía errores y ella era quién debía estar apurada por solucionar las cosas. Era injusto, absurdo, hasta se podía decir, autoritario. Se sentía furiosa. Había pensado en llamarlos por teléfono, pero luego consideró mejor denunciarlos en Defensa al Consumidor. Estaba buscando el número en la guía cuando sonó el timbre. Atendió, era Adelma, su vecina.
- Gertrudis, como está. Le devuelvo este folleto, se lo dejaron hace unos días en la puerta. Lo tomé prestado para verlo. Fíjese, hay muy buenos precios. Algunos parecen un chiste. ¡Mientras no sea una cuestión de marketing, de esas que se usan ahora!
Adelma se fue, con paso lento e inseguro. Gertrudis se quedó en la puerta, de pie, hojeando el folleto con los precios erróneos. Ahora se sentía confusa, era era la palabra. Se metió dentro de la casa y se dejó caer en el sofá. Había cerrado los ojos justo en el preciso momento que escuchó el sonido del papel deslizándose por el piso.
Se puso de pie de un salto. Un sobre blanco, con el membrete de la casa de electrodomésticos.
"Estimada clienta, considerando que acaba de recibir el folleto con los precios erróneos que no había recibido en su momento, descartamos las acciones legales mencionadas en una misiva anterior, como así también futuros recargos en sus compras. No obstante, le informamos que el voucher carece ahora de valor, por lo que puede romperlo o bien, devolverlo en nuestro local. Para hacer las paces con usted, nuestra junta directiva ha decidido beneficiarla con un secador de cabellos, de manera totalmente gratuita. Puede presentarse a retirarlo cuando guste".
Volvió a sentarse en el sofá. Tomó el sobre y lo partió en dos. Miró hacia todos lados y gritó:
- ¡Métanse el secador en el culo, mal paridos!
Un sobre entró desde la calle, por debajo de la puerta. No necesitó abrirlo para saber lo que decía ni necesitó hacer mucha memoria para estar segura que jamás en su vida, se había sentido tan asustada.

24 de febrero de 2013

Pizza y cerveza

Me pidió que lo acompañara. Había sido un día extraño. Apenas pronunció palabra alguna a lo largo del turno. Cuando salimos me tomó del brazo y me dijo: "¿Pizza y cerveza?". Fue en tono de pregunta, pero al mismo tiempo, imperativo. Era un hecho, íbamos a un bar cualquiera y con seguridad me diría que le sucedía.
Pedimos, comimos y bebimos. Pero la conversación no surgía. Un par de veces intenté comenzar el diálogo, pero me cortó en seco con alguna excusa y siguió en lo suyo. Entonces me decidí, sería tajante. Lo miré fijo, aparté el vaso con el último trago de cerveza y cuando estaba por hablar, llegó ella.
El se puso de pie, la abrazó, rodeó su cintura con el brazo y se marcharon por la puerta. No me saludó, ni siquiera se disculpó por no haber dejado para pagar la cuenta. Minutos más tarde llegó el mozo, se puso a mi lado y con fastidio dijo: "Se fue sin pagar, hijo de puta".
Estuve a punto de decirle que no se preocupara, que yo tenía dinero, pero el mozo levantó el vaso y las porciones de pizza que quedaban, pasó el trapo húmedo por la madera y acomodó las sillas. Incluso la mía, que ni siquiera estaba separada de la mesa.
Aturdido abandoné el bar y fui a buscarme.

21 de febrero de 2013

Casa quinta con pileta (2da parte)

Si no me desmayé o salí dando alaridos fue porque otros invitados se me adelantaron y se estrecharon en un abrazo con los recién llegados. Me hice a un lado y busqué un lugar donde sentarme. El mundo se me había puesto de color negro y comenzaba a moverse.
No se el tiempo que estuve allí. El anfitrión me preguntó en un momento si me sentía bien. No encontraba la manera de explicarle. Finalmente lo acompañé hasta la parrilla y mientras él removía las brasas, le dije que la última invitada en llegar, era la misma mujer que había visto en el agua.
- ¿Se da cuenta? – le dije - ¿Cómo voy a imaginar algo así, si es la primera vez que la veo?
No me contestó. Seguramente pensaba que algo no funcionaba bien en mi cabeza. Y no podía culparlo. Ni siquiera podía dar una explicación a lo que había visto. ¿Acaso pensaba, antes de que me sucediera, que algo así era posible?
Me tocó sentarme justo enfrente de la mujer. Evitaba mirarla, porque al hacerlo, un escalofrío recorría mi espalda. Supe allí que era una productora de televisión y que la acompañaba su marido.
La comida transcurrió sin inconvenientes. Pensé que mi amigo al final tendría razón y quizá me había quedado dormido al borde de la pileta. Pero no fue así. Luego del postre, que consistió en helado y ensalada de frutas, todos nos levantamos y copa de champagne en mano, anduvimos de grupo en grupo, charlando.
Todos menos ella, la mujer. No la pude divisar por ninguna parte. Algo me empujó a caminar hacia la pileta y la lógica a llamar a mi amigo. Le pedí que me acompañara, porque estaba seguro de lo que encontraría.
A regañadientes me siguió, cortando camino por el césped. Nos acercamos a la pileta y observamos el interior. En el centro mismo, flotaba una gran manta roja.
- ¡No! – gritó el hombre que me acompañaba, llevándose las manos a la cabeza – Ayúdeme, no se quede parado. Es la sábana preferida de mi madre, no entiendo que hace en el agua.
Mientras socorría el pedazo de tela, toda empapada, pude ver a la mujer caminando muy cerca de la casa. Miraba hacia donde estábamos y a pesar de la distancia, podía jurar que estaba sonriendo.
- Esa mujer me trae mala espina – dije en voz alta.
Fue la gota de agua que colmó la paciencia de mi anfitrión. Estalló en cólera y me pidió que dejara de hablar de ese tema o me fuera a mi casa. Estaba alterado, más que nada, por lo que le había sucedido a la sábana roja.
Pedí disculpas y decidí que lo mejor era marcharme. Estaba saliendo cuando su brazo firme y su mano suave y blanca me detuvieron. Entonces, la observé por primera vez con detenimiento.
Era hermosa, con facciones provocativas. En sus ojos se notaba un brillo particular y las comisuras de sus labios invitaban a un impulso salvaje de querer besarlos.
- ¿Ya se va? – me preguntó.
No me salieron las palabras. Quedé inmóvil, petrificado. Había algo en esa mirada, en la forma de tomarme del brazo…
- Pensaba ir a nadar, ¿no le gusta la idea?
Temblé. Quizá se haya notado en el rostro, o en la forma en que mis brazos se erizaron, pero al escucharla sentí terror.
- Debo irme – contesté y soltándome, corrí hacia la entrada. Miré por encima del hombro y allí estaba ella, de pie, imponente, con sus ojos negros apuntándome, sonriendo ante mi huida.
Prácticamente arranqué la puerta del auto, me subí y lo arranqué. Creí tomar el camino hacia la salida, pero al girar en una curva me encontré conduciendo en el césped recién cortado. Iba a gran velocidad y no tuve los reflejos de siempre, principalmente por la sorpresa. Con la mirada atónica, de pie y sosteniendo la sábana roja, estaba mi amigo, justo en el trayecto de mi coche.
Lo golpeé de lleno, lanzándolo contra la pileta. El auto terminó también adentro. El último indicio de vida de la persona que atropellé, fue el manotazo que arrojó, aferrándose por un segundo de mi pierna, que intentaba impulsarse hacia arriba, para encontrar la superficie. Salí justo que la falta de aire parecía ganar la partida.
De a poco se fueron acercando los invitados. Algunos gritaban, otros hacían ademanes ampulosos. Mi mente ya no estaba allí. Había cruzado lo real de lo imposible y no sabía como volver. En esos segundos fatídicos al sumergirme en la pileta dentro del auto, mientras el agua penetraba con bravura por el parabrisas roto, la había visto a ella, de pie en el fondo, con los brazos cruzados y guiñando un ojo.
Me acostaron sobre el pasto y me sugirieron calma. Perdí la conciencia. Cuando desperté, había una ambulancia y vehículos de la policía. Lo que sucedió después no vale la pena, no hace a esta historia.
Lo único que persiste, es esa imagen de ella bajo el agua. No importa el juicio, la condena, la locura. Solo importa ella y su sonrisa diabólica, y la certeza de un mundo paralelo cercano, tan cercano como la muerte, cuyas puertas pueden abrirse de un momento a otro para ya nunca volver a cerrarse. Porque no hace falta, no hay escapatoria.

18 de febrero de 2013

Casa quinta con pileta (1era parte)

La casa quinta quedaba a cinco kilómetros al oeste de la ciudad, pero ese es un dato que no viene a la historia. Pudo haber estado en cualquier parte del mundo. Aunque si tuviese que darle una ubicación, le daría sin dudarlo el mismísimo infierno.
En aquel entonces frecuentaba a la salida del trabajo una cancha de squash. No era un deporte de mi predilección, pero tenía una pequeña cafetería donde preparaban el mejor capuchino que había probado en mi vida. El dueño de aquel lugar era al mismo tiempo, socio de la compañía en la que trabajaba. Este, en cambio, no es un detalle menor.
Gracias a esa conexión, nuestros diálogos eran fluidos y al término de cierto espacio de tiempo, nos hicimos amigos. Un viernes por la tarde me invitó a comer un asado a la quinta que tenía en las afueras, lugar que por cierto despertaba mi curiosidad, dado que era epicentro de muchos de sus relatos. La invitación era para el domingo; según me había dicho, haría un costillar como para veinte personas, que era la cantidad que habitualmente se juntaban en aquel paraje.
El sábado discutimos con mi novia, porque no iba a estar el domingo con ella y no accedí a llevarla. En realidad, no la habían invitado y no podía ser tan caradura de caer con alguien. Está bien que tampoco pregunté cuando pude, si podía llevarla, pero lo considero un detalle menor. No es la historia que estoy contando, una historia de celos o engaños.
Fui en auto, con el sol de frente, filtrándose por el parabrisas con la rabia que suele tener en época estival. Fui el primero de los invitados en llegar. Lo hice adrede. Quería disfrutar de aquel lugar en solitario, al menos por una o dos horas.
Mi amigo me recibió con una copa de vino. Un malbec de un viñedo muy pequeño, que según me confío, era de un primo. Bebimos y salimos por una puerta que daba a la parte de atrás. Difícil resultaría llamarlo patio, porque la quinta estaba rodeada de verde, pero la extensión que nacía en aquel punto, parecía no tener fin. Árboles de todo tipo, césped prolijamente cortado, flores, huerta… aquello parecía un paraíso. El viento corría con libertad y el aire nos traía el sonido de los pájaros.
Entonces, mi amigo, señaló con su dedo índice:
- Allá la tiene, vaya a verla: la pileta de la que tanto le hablé.
Quedé maravillado a la distancia. Una pileta olímpica en medio del verde. Estaba rodeada de reposeras y mesas de plástico, y en algunos lugares, enormes sombrillas prometían sombra y protección del calcinante sol.
Aproveché que mi amigo se excusó para llevar las copas a la casa, para acercarme a la piscina. Nunca había visto una de esas dimensiones tan de cerca. Hasta me daban ganas de sacarme la ropa y tirarme. Parecía un gran estanque traslucido, que permitía ver el fondo y las paredes celestes con una nitidez sorprendente.
Me puse en cuclillas al borde del agua. Extendí una mano y la hundí sintiendo la frescura en todo el cuerpo. La saqué con algo de líquido y la llevé a la cara. ¡Qué placer! Volví a repetir la operación, pero ahora acercando al mismo tiempo la cabeza, con la idea de meterla al agua.
Metí el rostro primero y luego de a poco, con cuidado para no caerme, cubrí el cabello. Entonces, al sentir el agua en cada minúscula parte de mi cabeza, abrí los ojos. Y grité.
Saqué la cabeza casi ahogándome.
- ¡Dios mío! ¡Dios mío!
Allí abajo había una mujer. O el cuerpo de una mujer. Pero tenía los ojos abiertos y me miraba fijamente, con angustia.
Me alejé de la pileta, casi arrastrándome. Aún no había podido incorporarme cuando sentí que dos brazos me levantaban por las axilas.
- ¿Qué le pasa hombre? – me preguntó mi amigo asustado, que había venido corriendo.
Había escuchado los gritos y salió disparado. Me encontró a mitad de camino entre la pileta y la vivienda. Le conté como pude lo que había visto. Me acercó otra copa de vino y me preguntó si prefería algo más fuerte. Se lo agradecí.
Me pidió que le repita lo que había visto y así lo hice. Luego me pidió que lo acompañara. Debo confesar que me resistí a volver al borde de la pileta, me quedé a cinco metros, mientras él recorría todo el perímetro. Volvió a mi lado preocupado, no con la situación, porque no había encontrado nada, sino por mi estado.
- ¿Seguro que va a estar bien? Allí no hay nada. ¿No se habrá quedado dormido? – me preguntó.
Le dije que no y al mismo tiempo, que lo olvidara. Volvimos a la casa y nos quedamos en la sala más grande, bebiendo y esperando al resto de los invitados. No dijimos ni una sola palabra sobre el incidente y supuse que ninguno tampoco lo haría a lo largo de la jornada.
Luego comenzaron a llegar otras personas y mi mente, gracias a las conversaciones, fue dejando de lado lo sucedido. Hasta que dos horas después, sonó el timbre.
Era el que más cerca estaba de la puerta de entrada. Mi amigo, que estaba yendo hacia el asador a controlar el costillar, me pidió que por favor abriera. No me detuve para decirle que la venía abriendo desde hacía media hora, porque no era algo relevante, a él no le importaba y a mi no me molestaba.
Sin embargo, al girar el picaporte y abrir la puerta, la volví a ver. A la mujer que había visto en el agua. La misma que me había observado con ojos extrañados. Estaba frente a mí, sujeta del brazo de un hombre alto, elegante y de bigotes.

Continuará...

15 de febrero de 2013

El día después

Miró sus manos y las vio vacías. Las colocó en los bolsillos. Puso en marcha una pierna y luego la otra, alejándose al fin. Había sido un día largo, casi eterno.
Veinticuatro horas antes, intentaba cerrar los ojos para poder dormir. No pudo hacerlo en toda la noche. Pensó en el momento una y mil veces. Repasó las palabras hasta el cansancio. Pero agotado y todo, no pudo conciliar el sueño. Parecía una maldición. Y quizá así lo era. La maldición del enamorado.
Estaba duchado y desayunado para antes de las siete de la mañana. Tenía el reloj en hora, controlado más de veinte veces con los canales de televisión. Buscó el paquete envuelto en papel de diario y salió a la calle. Una hermosa brisa cruzaba la calle de lado a lado. El sol repuntaba como para brillar con fuerza el resto del día. El celeste del cielo parecía sacado de un cuadro, pintado con óleo y pinceles.
Caminó las cinco cuadras que lo separaban de su destino. Y aguardó en la esquina, como lo había imaginado. Le quitó el papel de diario al paquete, que de pronto se transformó en un ramo de rosas rojas. Olían bien, como la mañana.
Puntualmente, ella apareció en la esquina. Sonriente, elegante, vistiendo el atuendo azul que usaban todas las empleadas de la perfumería. Se apresuró entonces a poner su cuerpo firme y derecho, como un caballero. Preparó su garganta para disparar esas palabras que había hilvanado horas tras horas, pensando solo en ella, únicamente en ella, exclusivamente en ella.
No había mejor día que ese, el día de los enamorados. Nada podía salir mal. Nada.

Se estaba alejando, pero detuvo su andar. Sacó las manos de los bolsillos y una imagen cruzó su mente. ¿Dónde lo había dejado? ¿Podía haber sido tan distraído? Volvió sus pasos, ya no lentamente, sino con prisa, con cierta angustia creciendo en su pecho.
Doce horas antes apretaba los puños con mustio desagrado, instándola a contestar. ¡Dilo! ¡Dilo! le gritaba con furia. El rostro magullado por el espanto, apenas sin respondía con más y más sollozos. La joven era un solo manantial de lágrimas. Quería que lo dijera, que confesara su error. Porque lo de esa mañana no era más que eso, un error. El hecho de haber aparecido ese muchacho tan apuesto, con jazmines en la mano, justo en la puerta de la perfumería, había sido un error. Y mayor aún la equivocación de ella, de aceptarlos, de olerlos, de llevarlos a su pecho. Pero peor todavía, haber celebrado ese gesto con un beso, todo delante de sus ojos, de sus manos aferrando el ramo de rosas rojas, elegidas una por una, para ese día, único, especial, de los dos, tan esperado.

¿Dónde lo había dejado? Si sus manos estaban vacías, era que... El coche de policía estaba estacionado a un lado del andén. Dos uniformados recogían un revólver abandonado sobre el asiento de madera situado bajo el alero. Apretó los dientes. Nunca debió olvidarlo allí. Quiso emprender la marcha en dirección opuesta, pero escuchó el silbato en el aire. Miró por sobre su hombro y los vio acercarse, a los dos. Aún sostenían el revólver. Podía sentir el olor a pólvora. Y también el de la carne. El de la carne al quemarse con la pólvora.
Corrió.

Cuatro horas antes había terminado de arrojar la tierra sobre los cuerpos, pero aún sentía que algo faltaba en ese día eterno. Sus manos sucias, su ropa oscurecida, su mente siniestra. Desde allí se escuchaba el tren. Lo había escuchado mientras cavaba, también mientras cortaba los cuerpos. Ahora entendía la fascinación. Se iría en el próximo que pasara. Lo esperaría en el asiento de madera y cuando llegara, desaparecería para siempre.
Creyó escuchar algo y despertó bruscamente. Era un auto, del otro lado de las vías. Un patrullero. Se puso de pie y se alejó del andén. Se ocultó entre unos árboles. Estaba todavía somnoliento. Miró sus manos y las vio vacías. Las colocó en los bolsillos. Puso en marcha una pierna y luego la otra, alejándose al fin. Había sido un día largo, casi eterno.

12 de febrero de 2013

Turno largo

El teléfono emitió su sonido constante y rítmico. Esteban levantó el auricular y contestó la llamada.
- Hotel El Paraíso, buenas tardes.
- Esteban, soy Carolina, estoy retrasada. ¿Podés cubrirme hasta que llegue?
El recepcionista miró el reloj. Era la hora de salida.
- ¿Cuánto? - preguntó.
- Mmm... no sé. Cinco.
- Bien, cinco minutos no es nada. No te preocupes.
- No Esteban, cinco minutos no.
- ¿Cinco horas? No te voy a esperar cinco horas ¿Dónde estás?
- Tampoco. Cinco días. ¿Puede ser? Más adelante te los devuelvo.
Esteban pensó que era una broma. Alguien, seguro, lo estaba observando y riendo, o lo que era peor, lo estaban filmando.
- Carolina, no jodás. Cinco minutos y me voy, no estoy para bromas.
- ¡Es que estoy en Alaska!
- Claro.
- Te juro Esteban, estoy en Alaska. Sucede que ayer descubrimos con mi abuela que soy descendiente de una vieja tribu y por herencia sanguínea viajé para reclamar mi trono.
- ¿Caro, estás bien? ¿Fumaste algo? ¿Estás en pedo?
- No, escucháme, me tenés que hacer ese favor. Mirá, si me bancás cinco días te nombro ministro de algo, lo que sea.
- ¿En Alaska?
- Y si, de ocupar el trono, es en Alaska.
- ¿No me estás jodiendo?
- Claro que no.
- Bueno, cinco días haciendo dieciseis horas para después ser ministro de... ¿de qué tribu? ¿Se gana dinero?
- De los Iponawas. Y si, mucho. Pensá que acá está el negocio del petroleo.
- ¿En Alaska?
- Si, dónde más.
- Dale Caro, quedate tranquila.
Esteban colgó el teléfono.
Pensó en todo lo bueno que podría deparar el futuro. A cambio, solo debía cubrir a su compañera cinco días.
Las ocho horas fueron agotadoras, interminables.
El teléfono, que ya hería sus oídos, sonó una vez más en la eterna jornada.
- Hotel El Paraíso, buenas noches.
- ¿Esteban? Soy Marcos. ¿Me podés cubrir?
-  No, me estás jodiendo. ¿Cuántos minutos? No veo la hora de irme.
- No, minutos no. Tengo para largo. Estoy lejos.
- ¿En Alaska también?
- Este... si. ¡Y no sabés a quién me encontré de casualidad!

9 de febrero de 2013

El billete de cien

La mañana no había comenzado de la mejor manera. Se había despertado tarde y casi dormido se fue a trabajar sin haber desayunado. Ni bien salió a la calle notó que estaba fresco y en el afán de no seguir perdiendo tiempo, porque no llegaba a horario, volvió a la casa, manoteó la campera que estaba colgada en el perchero de la pared y corrió hasta la parada del colectivo.
Recién cuando estaba ascendiendo, se dio cuenta que la campera que había agarrado era la de su mujer. El rosa no le quedaba bien. Bufó por lo bajo y buscó un asiento, a sabiendas que tomaría frío, porque de ninguna manera se la pondría.
Hasta allí, una mañana para el olvido.
Fue minutos después, al mirar hacia sus zapatos, que vio el billete de cien. Primero lo embargó una sensación de incredulidad, luego de entusiasmo. Sin perder más tiempo lo agarró y lo metió en el bolsillo, mirando de reojo a los lados, con un sabor de regocijo y al mismo tiempo, temor de lo que lo hubiesen visto.
¿Por qué temor? se dijo mentalmente, en un diálogo donde quería imponer la lógica. No se lo había robado a nadie, la fortuna de haberlo encontrado contrastaba sin dudas con la mala suerte del que lo perdió, pero hasta allí no llegaba su ingerencia.
Está bien que podía ponerse de pie y preguntar si alguien, involuntariamente, había dejado caer un billete de cien, pero eso iba en contra de su voluntad, primero, porque no creía que la persona que lo hubiese perdido aún estuviese en el vehículo y segundo, porque existía la posibilidad que cualquier vivo lo reclamase como suyo.
Se lo había encontrado y punto. Como alguien en algún momento se había topado con los lentes de sol que perdió en la costa, la última vez que veraneó con su señora y los chicos. La dicha va y viene, y a cada cual le toca su parte. Así decía su abuelo y como nunca, estuvo de acuerdo. Cien, nada más y nada menos. Cien que llegaban en un momento justo, porque aún debía pagar un par de impuestos.
Aunque a medida que las calles por la ventanilla del colectivo lo transportaban a su lugar de trabajo, en ese recorrido rutinario que casi siempre realizaba en silencio, sin otro pensamiento que el de querer seguir durmiendo un poco más, la idea de utilizarlo para pagar deudas no lo convencía.
¿Por qué debía privarse también con ese dinero, provisto por el destino, de darse un gusto? ¿Acaso no era suficiente evitar gastar en trivialidades lo que recibía como paga por su trabajo? O bien, como siempre sucedía, que si compraba un regalo para su mujer, debía hacer otro para equilibrar la relación odio amor entre sus hijos, dejando de lado toda posibilidad de comprarse algo para su propio disfrute.
Ahora era dueño de un billete de ciente, que pedía a gritos que lo gastase. ¿No había una canción que decía algo parecido? Miró el reloj y supo que no podría impedir llegar tarde, pero eso no lo alarmó. Estaba feliz con el dinero encontrado y ya sabía como destinar la hora del almuerzo.
Ni siquiera se molestó con el reproche de su jefe y el trabajo atrasado que le derivaron en forma de castigo tácito. Cumplió con sus funciones como cada día, aunque deseando una sola cosa.
Y cuando la hora de comer llegó, fue el primero en abandonar su oficina y ganar la calle. Trabajar en el microcentro era también un punto a favor, que pocas veces valoraba.
Todos los negocios estaban abiertos y muchos se ganaban su atención. Una camisa parecía buena opción, pero un hombre no se compra ropa por placer. Distinto sucedía con las vidriedas de electrónica. Las ofertas eran variadas y atractivas, pero no podía decidirse. Estuvo a punto de comprar unos auriculares con bluetooth, pero entonces vio en otro local un juego de video portátil. Con ese billete solamente no llegaba, pero no veía mal poner un poco más para poder adquirirlo. Pero luego pensó y con razón que con seguridad terminaría en poder de sus hijos, así que lo desechó.
Los minutos iban pasando y se estaba poniendo nervioso. Hacía tiempo que no disponía de un dinero para él y no encontraba que era lo que quería hacer con el mismo. Si tomaba una decisión apurada, terminaría comprando algo que luego se arrepentiría, inviertiendo mal esa plata.
Miraba el reloj, las vidrieras y sentía como el billete le ardía en el bolsillo. El reloj, las vidrieras, el billete. El reloj, la vidriera, el billete. Tomó la decisión. Un libro. Había sido una de las cosas que le habían interesado, pero lo había relegado mentalmente en su lista de deseos. Era un libro de historietas, con una tapa muy sugestiva. Entró, lo hojeó, se convenció y lo compró, con el tiempo justo como para hacer las siete cuadras que tenía hasta el edificio donde trabajaba.
Volvió feliz, aunque algo agitado. ¡No recordaba la última vez que se había comprado un libro! ¡Y mucho menos, de historietas!
En el regreso a su casa, también en colectivo, comenzó a hojearlo. Le gustaba. No le importaba haberse salteado el desayuno, cargar todo el día con una campera rosa o haber tenido que trabajar de más como castigo de su jefe. Cuando entró a su casa, era un hombre rejuvenecido, contento y todo, gracias a la fortuna y ese bendito billetes arrojado a sus pies.
Saludó a su mujer con un beso en la mejilla, mientras ella hacía un crucigrama en la mesa.
- ¿Querido, vos te llevaste por error mi campera? La busqué por todos lados.
El hombre la dejó caer sobre el sillón, riéndose.
- Si mi amor, me quedé dormido y salí cagando, no me di cuenta y agarré la tuya.
- Me imagino que te moriste de frío entonces, porque con seguridad no te la pusiste.
El marido volvió a reír. Vaya si lo conocía. La vio acercarse al sillón mientras subía las escaleras para cambiarse la ropa.
- ¿Amor? - dijo ella dubitativa.
- Si mi cielo, qué pasa- le respondió él casi en la planta alta.
- ¿Qué hiciste con el billete de cien que guardaba en el bolsillo para pagar la peluquería?

6 de febrero de 2013

La raya del cero

La paga no era muy buena, pero era mejor a estar la semana sin trabajar. Mantenerse no era tarea fácil, más para una mujer con la firme convicción de ser independiente. Cuando su amiga le comentó que una familia estaba buscando alguien para cuidar una casa durante cinco días, no dudó y llamó por teléfono.
El trabajo era sencillo. Airear las habitaciones de día y estar unas horas de noche, como para hacer ver que había gente en la vivienda. No era necesario que pernoctara en el lugar y mucho menos, que tuviese que estar todo el día allí. Del otro lado de la balanza, el aspecto negativo, era el dinero que recibiría por eso.
Quedaba en el barrio de la ciudad donde las calles llevaban un número por nombre. Había garabateado la dirección mientras hablaba telefónicamente con la dueña, pero sin prestar atención. Ahora, no sabía si había escrito calle 20 o 28. El cero parecía doblarse al medio, pero bien podía ser la raya en diagonal que le gustaba trazarle encima para diferenciarlo de la O.
Por suerte había salido media hora antes. Si no era la calle 20, iría a la otra. Al menos el número de puerta existía. La casa era imponente, con enorme ventanales y un piso alto, con dos balcones a la vereda. Tocó el timbre y esperó. Un hombre de mediana edad abrió la puerta con sigilo, asomando solo parte de los ojos entre el marco y la puerta misma.
- Hola, soy la persona que habló por teléfono, vengo por el trabajo que ofrecían - dijo la joven.
El hombre la miró de abajo hasta arriba y luego, tras quitar el pasador, abrió más la puerta, dándole paso. Ella paseó la vista por la sala y se sorprendió por los lujos que adornaban cada rincón del lugar. Más allá, tras una puerta tres veces más grande que la que daba a la calle, podía ver un enorme piano de cola, y lo que parecía ser una biblioteca enorme, con cientos de volúmenes.
- La esperábamos más tarde - dijo con voz ronca la persona que ahora la acompañaba hacia el interior de la casa.
- Temía perderme, entonces salí antes - contestó entre risas nerviosas.
- Aguarde aquí.
Tras esas palabras, quedó sola. No estaba en la habitación del piano. En esta, había al menos cinco sillones. Estaban dispuestos en círculo y parecían encerrar en el medio, a una pequeña mesa redonda, que en la parte inferior atesoraba botellas de whisky importado.
No se escuchaba sonido alguno proveniente de los demás cuartos de la vivienda. No sabía si esperar sentada o permanecer de pie. Estaba en la disyuntiva si sentarse sin permiso, cuando regresó el hombre.
- Venga, ya está aquí, así que si no le importa, empezaremos ya mismo.
- Si, por supuesto. Si ustedes ya deben marcharse, con que me den las indicaciones básicas, después me arreglo. No es la primera vez que hago esto - aclaró.
- No tenemos en mente marcharnos, la idea es que podamos ver su trabajo.
- ¿No entiendo?
- Lo hablamos por teléfono señorita y usted pareció estar de acuerdo. Incluso accedimos a que sean veinte y no quince.
- ¿Veinte pesos? Acordamos cincuenta.
- Nunca hablamos de esa cifra.
- ¡Claro que si!
- Señorita, si ha cambiado de idea, no es nuestro problema. Usted ya nos firmó los papeles. Creemos que veinte mil es más que suficiente.
- ¿Papeles? ¡Veinte mil! ¿Dijo veinte mil?
- ¿Le sucede algo? Pareciera que ha perdido la memoria. Aquí estan los papeles que firmó en el estudio de nuestro abogado. Y dice claramente, veinte mil. Ya deben estar depositado en la cuenta que especificó.
- Creo que aquí hay una confusión.
- ¿Quiere leer lo que firmó?
- ¡Yo no firmé nada! Se suponía que venía hoy, ustedes se iban y el fin de semana cuando regresaban, me pagaban.
 - Me está haciendo enojar, el contrato es claro. Y no hay vuelta atrás. Así que hágame el favor de pasar a ese cuarto, que la cámara está esperando.
- ¿Qué cámara? - por primera vez, ella sospechó que la conversación iba más lejos que un simple malentendido.
El hombre se acercó velozmente y no le dio el tiempo de defenderse. La tomó del brazo y la llevó hasta una habitación mucho más pequeña, con poca luz, el piso de cemento, una silla de madera en el centro y una mesa a un costado. En lo alto pendía un foco de luz, apenas sosteniéndose con el cable que le daba la electricidad.
Sobre la mesa, con horror, puedo apreciar cuchillos y otros elementos que jamás había visto en su vida. Al fondo, sobre un trípode plateado, estaba apoyada una cámara de filmación. Dos hombres corpulentos aguardaban a su lado. Uno de ellos tenía una máscara puesta. El otro, esgrimía en su mano un látigo, de manera amenazante.
Cuando la puerta se cerró a su espalda, la cámara comenzó a filmar. Antes de recibir el primer puñetazo, su mente le dijo en solo lamento: "era un ocho, era un ocho...".

3 de febrero de 2013

El que persevera...

Al caer el telón, la magia se esfumó. Edgardo se transformó en un ser donde los trucos no servían de nada y el engaño era cuestión de estafadores. Apenas si escuchaba los aplausos que recorrían el pasillo que lo conducía hacia la puerta trasera. No eran dirigidos a él, sino al siguiente número, el de Osvaldo y los monos tití.
En el bolsillo llevaba el poco dinero que le había deparado la noche. De todas formas, era suficiente. Cruzó la calle y golpeó la puerta de madera pintada de azul. Aguardó pacientemente hasta que escuchó la voz.
- ¿Quién llama?
- Un alma en pena en busca de su noche de suerte.
La puerta se abrió. El enano del otro lado le hizo una mueca.
- Decí que te conozco, porque debería dejarte afuera. Tenés que dar la contraseña.
- Vaya a saber uno cuál es, el mundo cambia segundo a segundo - contestó Edgardo, que avanzó por el estrecho pasillo sin pedir permiso.
Una puerta tan angosta como su cuerpo lo condujo hasta una sala casi en penumbras, apenas iluminada por la luz de una vela. En el centro, una mesa con paño verde servía de excusa para que siete señores se dispusieran en ronda, uno al lado del otro. En sus manos, las barajas parecían temblar por el efecto de la llama.
- Llegó el mago - murmuró alguien, anuncio que fue refrendado por un par de silbidos e igual número de abucheos.
En un rincón, en plena oscuridad, se movió una sombra.
- No hay lugar para vos, Moreyra. Magos acá no, regla de la casa.
Edgardo sonrió hacia el lugar de donde provino la voz.
- Ya lo sé. En realidad vengo a cobrar lo que me deben.
- A intentar cobrar - replicó el hombre desde el rincón.
- A eso mismo.
- Usted cree en lo de perserveras y triunfarás, pero le repito, acá eso no va. Si usted nos hubiese dicho que era mago, ni se sentaba. Ahora, mire: hace un año que viene todas las noches a cobrar algo que nunca le será pagado.
- Uno nunca sabe, el mundo cambia a cada segundo.
- Aquí no, Moreyra. Acá el tiempo no existe. Lo único que se mueve es el dinero y si lo hace en dirección a mi bolsillo, mucho mejor.
El lugar se inundó de risotadas.
- Tómese un trago, Moreyra. La casa invita.
El mago, como cada noche se dirigió hacia otra puerta y la abrió. Del otro lado había una barra y varias personas que esperaban su turno para la mesa principal.
El barman lo vio entrar y buscó un vaso.
- ¿Lo de siempre Moreyra?
- Si Luisito, con hielo.
El mago se sentó en una banqueta y suspiró con desgano. Luego apuró el trago y se volvió a poner de pie.
- Hasta mañana Luisito.
- Hasta mañana Moreyra.
Volvió a meterse a la sala principal, saludó casi en un murmullo y enfiló para el pasillo. El enano al verlo, sacó la traba de la puerta.
- ¿Insistirá mañana, Moreya?
- Y a usted que le parece.
La noche se lo devoró como a un fantasma, alejándolo del lugar. Volvería la luna siguiente y la otra. No le disgustaba. Llevaba en tragos gratis más del triple de lo que le debían. Sería un mago mediocre y fracasado, pero no era ningún boludo.