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29 de noviembre de 2012

S.M.M.

Mi nombre es Sara Margaret Mendelson, dijo a viva voz aquel día en la plaza. Acto seguido, la mujer se despojó de sus ropas, alzó un cuchillo del suelo y se realizó un tajo en el vientre, de abajo hacia arriba.
Estupefactos e inmóviles, vimos como un hilo de sangre primero, y un borbollón después, tiñeron de rojo el cuerpo pálido de la desconocida.
Oímos algunos gritos de horror, vimos gente que miró hacia otra parte y otras que corrió en dirección contraria, escapando de aquel espectáculo. Pero nadie atinó a acercarse, a socorrerla. Es que a Sara Margaret Mendelson no la conocía nadie. Y además, tenía un cuchillo.
Su rostro no perdió el semblante, que de lejos apenas podría definirse como de aceptación. Cuando las piernas se debilitaron y sus rodillas flaquearon, el torso se desplomó sobre las mismas. Quedó a la mitad de su altura, perdiendo sangre de manera atroz y aún sosteniendo en lo alto el objeto con que se había cortado.
Finalmente la cabeza se fue hacia delante y la frente golpeó contra el suelo de piedra sobre el que estaba dejando la vida. Quedó tendida boca abajo, en un charco rojo, ante miradas perplejas.
Un hombre vestido de policía se acercó y le tomó el pulso. En realidad, ese fue el gesto. Pero ni bien tomó el brazo de la mujer, lo soltó y dio un salto hacia atrás, asustado. Luego, conciente que todos posaban la vista en él, se arrimó otra vez al cuerpo. Asombrados observamos como sacudía el brazo inerte de la mujer y luego, tras ponerse de pie, le arrojaba un puntapié a la cabeza.
Luego, antes que la consternación de todos se convirtiera en una turba, sonrió y dijo en voz alta.
- ¡Es solo un muñeco!
Miró en torno de él, esperando encontrar al gracioso que lo había hecho, pero al no encontrar a nadie y considerar que estaba perdiendo su preciado tiempo, se alejó del lugar parsimoniosamente.
Nosotros, los que atestiguamos aquel instante, aquella mañana en la plaza, permanecimos en silencio durante varios minutos. Incluso algunos se acercaron a constatar que el policía tuviera razón. Y así era. Sin embargo, para todos nosotros aquello no era solo un muñeco. Era Sara Margaret Mendelson, una desconocida que de pronto se nos hizo carne y vive en nuestras pesadillas.

26 de noviembre de 2012

El camino de las hormigas

Seguí la hilera de hormigas con la fascinación de un niño. Eran esas hormigas chiquitas, finitas, de pigmentación colorada. Solía verlas en lugares donde hubiera algo dulce o bien en los hormigueros que construían en el patio de casa. Por eso me llamó la atención aquella fila en movimiento, que recorría el pasillo justo por el medio, en una línea recta perfecta, que no se desviaba ni siquiera un milímetro.
Pisé con cuidado de no destruir ese recorrido inédito, que parecía una línea con vida, con corazón propio y perseguí con detenimiento cada centímetro de su extensión. Terminaba en la puerta de la habitación de Irene, mi hermana. En realidad, seguía por debajo de ella, metiéndose dentro del cuarto, pero eso significaba que era el final del camino para mis aspiraciones de conocer el destino de singular hilera.
¿Qué motivación me llevó a olvidarme de la terminante prohibición de abrir esa puerta por parte de Irene? Creo que el mismo entusiasmo que me arrancó de la computadora, donde había estado jugando con los videojuegos más de cuatro horas. Probé el picaporte y al notar que estaba cerrado con llave, hice lo que nunca me imaginé que haría. Le arrojé a la puerta un certero golpe con la pierna, un puntapié tremendo, que de tratarse de una pelota, la habría embutido en la pared.
Escuché con extraño placer el sonido de la cerradura al romperse y las piezas volar dentro de la habitación. El leve retroceso de mi cuerpo con el rebote del impacto hizo que perdiera por un instante la estabilidad, pero no así la concentración para con mis miembros inferiores, alertados de no obstruir el paso de los formícidos, de aspecto tan endeble como mentiroso.
La puerta se abrió con violencia, golpeando contra la pared y volviendo con fuerza en dirección a su posición original. Me bastó esa fracción de segundos, ese relámpago visual, para comprender la diferencia entre lo cotidiano y lo macabro. El fugaz avistamiento de la muerte. El doloroso espanto de lo consumado.
Las hormigas la cubrían por completo y sus minúsculas mandíbulas, casi imperceptibles, hacían su labor sobre la piel. Luego, la hilera cobraba vida otra vez continuando su camino, su destino final, dentro de la vagina de quien había sido en vida, mi hermana.


23 de noviembre de 2012

La historia de las bananas

Día por medio nos reuníamos con un grupo de amigos en el bar de Diego, a media cuadra de la cortada. Elegíamos un horario después de la cena, una breve excusa para poder charlar un rato mientras nuestras mujeres miraban alguna novela de la noche o uno de esos programas con bailarines y puteríos.
No siempre podían ir todos, pero podría decirse que era una barra estable. Cuatro o cinco fijos y algunos que se sumaban. Toda gente piola, salvo un par de casos, que por suerte no iban mucho. Como Fermonato, el dueño de la lavandería frente a casa. Bastante me costaba soportarlo en el día a día, cuando se cruzaba a comentarme sobre sus problemas con el negocio, como para tener que compartir una mesa en el bar del barrio. De todas las maneras, si debía hacerlo, lo hacía.
¿Qué me molestaba de Fermonato? Sucede que Enrique, así es su nombre, tendía a macanear. No solamente a exagerar, sino a inventar puerilmente.
La noche anterior cayó cuando ya habíamos pedido una ronda de café.
- ¿Café? Diego, tráeme un whisky, que para tomar café me quedo en casa.
No faltó quién en tono jocoso no lo invitara a volver a su casa, pero Fermonato lo tomó como una broma, ignorando el doble sentido. Acomodó una silla entre Felipe y Néstor, quedando justo frente a mi. Mientras revolvíamos el café y algunos lo saturaban de azúcar, él se puso a jugar con su vaso, meciéndolo de un lado a otro, haciendo que el whisky resbalara por las paredes internas del mismo.
- ¿Lo querés marear? - le dijo riéndose el pelado Alvarez.
Sonrió, como hacía siempre, con un dejo de superioridad que poco entendíamos. Se llevó el vaso a la boca y tras inclinarlo levemente, lo volvió a la mesa, sin siquiera beber un sorbo.
- ¿Les conté lo que me pasó con las bananas? - preguntó repentinamente.
Paseó su mirada por cada uno de nosotros, al tiempo que empezaba a jugar otra vez con el vaso. Ninguno quería decirle que no, porque temía que se lanzara a una de sus mentiras atroces, que tanta bronca nos daban. Y tampoco nadie se animaba a asegurarle que si, que la había contado, porque en el momento que él retrucara con el ¿y que les conté? no sabría que decirle. Estábamos condenados. Podía verlo en los rostros que rodeaban la mesa. Y en el de Fermonato, lo único que veía, era el semblante feliz de un mentiroso a punto de comenzar a hablar.
- Les voy a contar, entonces - disparó, acribillando nuestra esperanza de una noche amena, de diálogo fluido y honesto, como para llegar a casa descansado y de buen ánimo. En cambio, teníamos por delante un café humeante y tentador, pero también a un versero insoportable
- El fin de semana me fui al centro, a la verdulería. A una en serio, no como la que tenemos acá a la vuelta. Y perdoná que lo diga así Guillermo, ya sé que es de tu primo, pero seamos sinceros, no tiene nunca lo que uno busca. Y a mi se me había antojado comer arándanos. Son muy ricos y sanos, sobre todo si andás con problema de infección urinaria. En el centro de los venden en unas bandejitas de plástico. Ojo, no son baratos. Pero puedo darme el gusto, claro que si, carajo. El tema es que estando ahí, me acordé que en casa no había bananas. Vieron que son muy buenas por el potasio que tienen. Y son ricas, vamos, debe ser de las frutas más sabrosas. Sobre todo si le metés encima dulce de leche. Mi viejo las comía con miel. Una delicia, pero a mi un poco me empalaga de esa manera. La cosa es que lo que estaban baratas, compré dos kilos. Unas bananas hermosas. En total habré gastado unos cien pesos. Me traje de todo, eso si. El baúl del auto lleno. No traje más porque había ido solo, y cargar todo en el coche lleva tiempo y esfuerzo. Me quedé con ganas de traerme una sandía que tenía una pinta bárbara, pero ya era mucho. Pero vuelvo a las bananas. A la noche me separé dos para después de la comida. ¡Un aspecto tenían! No veía la hora de terminar el guiso de polenta que había cocinado mi mujer. Así que se imaginarán, ni bien le pasé el pan al plato, agarré una banana, la pelé y...
Fermonato se quedó en silencio, manteniendo en su cara una sonrisa misteriosa, totalmente estudiada, que tenía la única intencionalidad de encontrar la voz interrogante que rompiera el silencio entre los escuchas y dijera: "¿Y qué pasó?.
Pero la verdad era que pocos le habían seguido el hilo a sus palabras y aquel abrupto silencio más que llamar la atención, había sacado del letargo a más de uno. Un par disimularon llevándose el pocillo a la boca. El bache en la conversación comenzó a tornarse incómoda, así que no pude con mi genio y pregunté de mal modo.
- ¿Vas a terminar de contar o podemos seguir hablando de otra cosa?
Pero era resistente a todo. Fermonato, no yo. Ni se inmutó por la indirecta. Tomó mis palabras como el pie para continuar.
- Y entonces - prosiguió - ví lo que vi. La banana era de color rojo. La misma textura, el mismo aroma, pero completamente roja. La primera reacción fue de susto. ¿Qué era aquello? ¿Una banana en mal estado? Jamás había visto que cuando se pasara, se pusiera de ese color. Marrón, negra a lo sumo. ¿Pero roja? Tuve un pálpito. No podía ser la única. Agarré la otra banana, la segunda que había apartado para comer como postre. La pelé de inmediato. Y vaya sorpresa, ésta era azul. Si, azul. Un azul como el de la camiseta de Boca. ¡Esto no puede ser! grité en voz alta y mi mujer, que había ido a la cocina a llevar los platos, apareció con el repasador en la mano, asustada por escucharme hablar tan alto.
- Enrique, frená, porque no te creo ni medio - le dije, ya al borde de sentirme ofendido, porque si pensaba que íbamos a creerle, era porque nos trataba de tontos.
- ¿Qué hice entonces? - continuó como si mis palabras no hubiesen existido - Fui a buscar las otras, que estaban en el frutero. En realidad ahí había cuatro, porque debían compartir el espacio con manzanas, naranjas y peras. Las otras aún estaban en la bolsa. Las busqué todas. Mi mujer me decía "¿qué hacés?" y también me preguntaba "¿por qué pintaste las bananas?". Les juro que me hizo reír. ¡Pintar las bananas! Entonces, delante de ella, tomé otra banana y le dije "gorda, mirá bien esto, te vas a caer de culo". Agarré el cabito y le di un tirón hacia abajo, quitándole parte de la cáscara. Quedó al descubierto una banana verde. ¡No se imaginan la cara de la Elsa! Estaba como loco, busqué otra banana. ¡Amarilla fluor! Saqué las que estaban en la bolsa. Una rosa, otra violeta, una color naranja, dos celestes y una dorada. ¡Increíble, no creen!
No hubo comentarios, solo miradas lacónicas. Aproveché para tomarme lo que quedaba de café. Enrique había dejado el vaso otra vez en la mesa. Alguno carraspeó. Diego detrás de la barra puso en marcha el freezer. Un coche pasó por la calle, llevándose el sonido a un punto distante.
- Increíble, vamos. ¿O me van a decir que habían escuchado un caso igual?
- Enrique, no vamos a creernos ese cuento, dejate de joder - le dije - ¿Sacaste fotos, las guardaste, que hiciste? Demostranos que alguna vez decís la verdad, viejo.
- ¿Decís que estoy mintiendo? - la voz se le puso pastosa. Se levantó, ofendido y dio un paso atrás. Luego volvió por su vaso, se lo llevó a la boca y lo vació de un trago.
- Tranquilizate Enrique - le dijo Felipe - Sucede que es algo inverosímil lo que decís.
- ¡Vos tampoco me creés! Y si, miren dónde están, no le puedo pedir peras al olmo.
- Claro, porque vos sos un ejecutivo y vivís en París - infantilmente me estaba enojando.
- Calmate - me pidió Néstor.
- La verdad, cada noche dudo entre venir o no. Son unos perdedores. Eso son - Fermonato amagaba a irse.
- Está bien, no te calentés, contanos que hiciste con las bananas, dale, ahora no nos dejés con la intriga - Felipe lo conocía bien, sabía que endulzándolo, las aguas iban a calmarse.
- ¿Qué hice? Las había pelado a todas, no podía guardarlas así, entonces las junté a todas en un plato y las pisé. Después le metí cuatro cucharadas grandes de dulce de leche y flor de postre que me preparé. ¡Un colorido! Y el sabor, no se dan una idea.
- ¿Tenían el mismo sabor que una banana común? - quiso saber era Néstor.
- ¡No! ¡Qué va! Mil veces más ricas.
- ¿Y no volviste a la verdulería, aunque sea para comentarle al dueño?
- ¡Mirá si voy a avivar giles! ¿Vos te creés que si alguno tiene al misma suerte que yo, le iría con el cuento al verdulero? No, si se entera las saca de circulación. Deben ser bananas especiales, de vaya a saber dónde, que se las guarda él. 
- ¿Y si no le sacaste fotos, no guardaste ninguna... de qué te sirve esta anécdota? Más allá de nosotros, quién te va a creer - volví a insistir con el tema del macaneo, cuando los demás me pedían un poco de ubicación, más teniendo en cuenta que se trataba de Fermonato.
- ¿Cómo de qué me sirve? ¡Bananas de colores, Pascualito! ¿Te das cuenta lo que es eso? ¡En la puta vida te va a pasar, ponele la firma!
- Y con eso qué, ¿cagaste soretes de colores después?
Si, ahí me fui al carajo. Fermonato dejó el vaso sobre la mesa con violencia y me retó a pararme. Permanecí sentado, mientras los demás le pedían calma ahora a él. Diego pidió orden desde la barra y al cabo de unos minutos, entre ademanes y palabras amenazantes que al otro día todo olvidaríamos, Fermonato se fue del bar.
- Si ya sabés como es, para que lo prepoteás, dejá que hable, tome algo y se vaya a su casa. Seguro que la mujer lo tiene cagando y nos usa a nosotros como descarga - me dijo Felipe.
- No tengo la culpa de eso y tampoco estoy como para aguantarme los disparates que dice - argumenté.
- Tampoco es para tanto - acotó Guillermo - Hay que reconocer que tiene imaginación. Cómo la vez que contó de los patos que tarareaban rock.
- ¿Te acordás? Fue mortal esa - dijo Néstor - Esta se fue un poco de mambo, la de los patos fue mejor.
- No le den manija, por favor - pedí, algo ofuscado.
- Cortala Pascual - me dijo Felipe - Imaginate por un instante que sos escritor y no tenés que contar, sabés lo que darías por una imaginación como la de este infeliz. Hay que valorarle la inventiva.
- Si fuera escritor no perdería el tiempo escribiendo sobre bananas de colores. Eso te lo aseguro.
- Pero no sos escritor.
- No, no lo soy. Pero si lo fuera, lo último que escribiría sería sobre un tipo que macanea y le hace perder el tiempo a sus conocidos en la mesa de un bar. Sería a su vez una forma de hacerle perder el tiempo a la persona que está leyendo.
- Menos mal que no sos escritor entonces.
- Si, menos mal.
- ¿Gente, otro café, o mejor pedimos la cuenta?

20 de noviembre de 2012

Tres mujeres

Suelo verlas a las tres, cada una con su mundo a cuestas, ir y venir. Viven en el mismo edificio y es probable que no se conozcan entre si.
A la más alta le he puesto Elvira, sin ninguna razón en particular. Tiene el andar seguro y camina siempre con la mirada erguida. Su cabellera abundante me inspira hermosas sensaciones, ganas de acariciarla, de sentir de cerca el aroma de su piel. Se marcha temprano y recién regresa cuando la tarde se despide del hoy. Jamás vacila ante la puerta, sabe donde guardó la llave y sin perder un instante, gira el picaporte para desaparecer de mi vista. De los ojos que ella ignora.
Cecilia no se parece en nada a Elvira. Es idéntica a mi tía Cecilia, por eso el nombre. Las similitudes son varias, desde la forma de su cuerpo, ensanchado en las caderas, hasta la forma de mover las manos al caminar. Lleva el cabello corto, y se nota que no está conforme, porque lo peina de diversas maneras y suele teñirlo con asiduidad. Pero ningún estilo le dura más de tres días. Pero a pesar de ello, es imposible confundirla. No es de las mujeres que pasan desapercibidas. Tiene un aire histérico y alterado que la hacen notar. Sus horarios me desconciertan por lo que pienso que no debe tener un empleo estable.
La más linda de las tres es Pamela. Rubia, esbelta, de piernas largas y figura cuidada, de esas que se consiguen con horas de ejercicios y una dieta rigurosa. No soy el único que nota su belleza. Al salir a la calle se gana las miradas de todos los hombres que circulan cerca, y en más de una ocasión, he visto la contemplación extasiada de alguna mujer. Trabaja de tarde. Se va a la hora de la siesta, con las veredas casi desiertas y vuelve de noche, con las estrellas en el cielo.
No conozco sus verdaderos nombres, no es tampoco una preocupación. Me conformo con los que les he puesto. Ignoro todo de sus vidas, pero me satisface lo que imagino para cada una de ellas.
Estoy seguro que Elvira está al frente de una empresa, ya sea como dueña o encargada. Debe tener una voz potente y muy firme. Y debajo de la ropa de marca que viste, un cuerpo descomunal. Quizá sea amante de un jefe o bien, tenga un novio que ocupe un cargo en política o en algo similar. De todas formas, es la que debe llevar las riendas. Tiene ojos celestes, que casi siempre cubre con anteojos de cristales oscuros y marco grueso. Sus labios invitan al deseo, pero al mismo tiempo, son dos brasas de fuego que repelen por instinto. Por alguna razón besarlos sería morir en el intento, arder en una trampa en llamas.
La parecida a mi tía, Cecilia, me da un poco de lástima. No solo porque creo que no tiene una ocupación segura, sino porque la noto desaliñada, distraída con su propio aspecto. No es un aire de despreocupación la que la rodea, sino de estúpida inconciencia. Me cuesta imaginarle un novio. No porque sea algo regordeta. Al contrario, me gusta así. Tiene un aspecto sano en ese sentido. Pero los nervios la delatan, la marcan como una mujer difícil. Por eso mi sentido común me advierte de su soledad. Y como en un círculo vicioso, esa ausencia de amor alimenta sus nervios, que a su vez, espantan a todo posible candidato.
Con Pamela me sucede algo raro. Cada día le imagino una vida distinta. A veces es una provocadora, que vive libertinamente y otras, una chica inteligente y muy racional, que mide cada acción como si de eso dependiera el resto de sus días. Jamás la veo cansada, ni apurada. El mismo tranco, la misma pausa para sus deseos, como el placer de perder minutos delante de las vidrieras de la cuadra. No descifro su trabajo, así que la hago oficinista, promotora y hasta prostituta, pero solo los días en que estoy de mal humor.
Las tres me despiertan preguntas, me roban la atención. Pueden pasar cientos de personas en el día, pero únicamente me detendré una y otra vez sobre ellas, atento a sus movimientos, sus gestos, al aura que las rodea.
Me gustaría, confieso, poder hablarles, decirles cuánto las aprecio a pesar de no conocerlas. Me encantaría, claro que si. Pero me detienen varias razones. Podría decirse que la principal es la del recato, la mesura. Nadie le confiesa a otra persona que le dedica su tiempo a estudiarla, que no puede dejar de mirarla. El límite entre la admiración y la perversión es casi invisible. Una verdad de ese calibre es un suicidio social, es condenarse moralmente.
Otra, es mi condición. La misma que me obliga cierta responsabilidad con los actos que realizo. Mi postura ante la vida o mejor dicho, la forma en la que me gano la vida. No es algo que me enorgullezca mencionar. Principalmente porque somos seres de prejuicios y los conceptos se lanzan sin analizar el contexto, la realidad. Podrán pensar que soy un rufián, una mala persona, alguien que se aprovecha de los demás, pero no es así. La necesidad de sobrevivir nos empuja, casi sin que advirtamos los límites que cruzamos. En este universo de crueldades, vivir es lo más complicado. Hacer de ciego a la salida de la tienda más grande del barrio, no es un orgullo, es una consecuencia de la miseria. Vestir mi piel con una mentira, ocultar mis ojos de los ajenos, disimular lo que no soy, es parte de mis días y mis noches. El hambre no tiene horario, la búsqueda de pocas monedas, tampoco.
Y mientras mi existencia carece de brillo, las observo, a ellas tres, con sus historias lejanas, distantes, ofreciéndome sin embargo a que aferrarme jornada tras jornada.
Motivo suficiente para demostrarles mi afecto. Pero les decía de razones y me falta aún la más importante, la que sepulta a todas las demás, incluyendo la vergüenza y el temor a ser señalado.
Recuerdo la tarde en la que aquel hombre, un vecino del barrio, se acercó para dejar caer un billete dentro de sombrero que siempre me acompaña. Hasta la fragancia que refrescaba su cuerpo quedó impregnada en mi mente. Su voz agrietada por los años fue cordial y el tono fue de compasión.
- Qué suerte que no puede ver, amigo. Me duele la vista cada vez que paso por aquí. Justo del otro lado de esta calle, en un edificio espantoso que ni vale la pena describirle, hace unos años vivió una peste de ser humano. Asco me produce el recuerdo, pero peor, mucho peor, es el olvido. Ese maldito, si es que puede llamárselo de alguna forma, secuestró a lo largo de los años a varias mujeres, a las que mantuvo cautivas y luego asesinó de manera feroz. Fue descubierto recién cuando el hijo de puta se suicidó arrojándose del balcón del primer piso. Tome este billete. No ver a veces debe ser bueno.
Quiero creer que no se arrojó, sino que ellas lo empujaron. Todas, o acaso una. Intento en ese caso, interpretar cuál, si Elvira con su carácter arrollador, si Cecilia con sus nervios siempre alterados o Pamela, con su belleza a flor de piel.
Es probable que ninguna sepa de la existencia de la otra. Lo creo así. Encerradas en sus prisiones eternas, viviendo una vida que no es tal, que quizá solo tenga desarrollo en mi mente, como una forma de gratitud por la compañía, por ese ir y venir que me mantiene despierto, mientras el hambre y la vergüenza me penetran, cual daga sediciosa.
Desearía algún día dejar de verlas, porque sería señal que al fin descansan. A nadie puedo compartir mi tristeza, pues técnicamente soy ciego, a eso me dedico. Pero por más que me esfuerce en hacerlo bien, he comprendido que no ver no es una elección, sino tan solo algo para mitigar el hambre, esconder los propios engaños y postergar la muerte.
Ciego o no, el horror nunca dejará de mostrarse.

17 de noviembre de 2012

De idas sin vueltas

A pesar de las personas que iban y venían, no podía pensar en otra cosa. Quería sin embargo que poco le importara la voz que salía de los parlantes anunciando arribos y partidas, con nombres de ciudades que jamás había escuchado.
Se había derrumbado en aquella silla de plástico, ajeno al mundo que lo rodeaba. O al menos, con ese fin. Pero aquel ajetreo de rostros desconocidos, de piernas caminantes, de voces parlantes, de historias de otros, le carcomían la cabeza. Y en medio de ese ruido, ella.
Engañaba la vista mirando el piso sucio, cementerio de envoltorios olvidados. Pero aquello lo atraía, lo invitaba a contemplar sin entender. ¿Dónde iban? ¿Qué buscaban en la prisa? ¿Cuáles eran sus secretos, sus miedos, sus sueños?
Porque en definitiva lo mismo se preguntaba de ella, sobre todo desde la noche anterior. Desde el momento que escuchó de su boca “me voy”, con tono de martillo que cae y golpea, definiendo el momento, oscureciendo el futuro. Se fue por la puerta de la casilla, minutos antes que cayeran las primeras gotas.
Aunque ahora era difuso. Quizá las gotas habían llegado después, o en realidad nunca, porque bien podían ser fruto de su imaginación procaz. De todas formas, no estaban en ese momento, mientras la veía irse, sin poder decirle “adiós”.
¿Existe palabra para un instante así? ¿Alguien en la terminal tendría la respuesta? Son eternas las respuestas a las preguntas que no se dicen. Acaso él tendría que haberle preguntado dónde iba, por qué. Acaso, quizá… ya era tarde. Cuando una puerta se cruza, no hay vuelta atrás. El destino así lo dicta. El vacío que queda lo sentencia.
La noche. Los relámpagos. Puede que gotas, puede que no. Su silueta, el descampado y más allá, el maizal. Las piernas corrieron, el corazón se aceleró. Entonces, sus hombros y su bello rostro girando con indignación. Luego el martillo, no el que golpea con la lengua, sino el que es tan fuerte como una hoz. Cayendo, magullando, lacerando hasta dormir, pesadilla de ojos desorbitados pugnando por huir.
Gotas por doquier. Viscosas, oscuras, manchas que penetran la piel. Rápida, efímera, así es la locura. Una mezcla de odio con amor. Un adiós sin palabras, a ella y a la razón.
Quiere dejar de pensar, de posar su vida en aquel vaivén de gente que parece querer escapar. Prófugos sin destino, juntos en la terminal. ¿Le preguntaría a alguien hacia dónde iba? ¿Se iría lejos de su existencia mundanal?
- Enrique ¿otra vez acá?
El sobresalto, la sorpresa. Levantó la mirada, raudo y temeroso. Allí estaba ella, sin siquiera una marca, mirándolo con la compasión de una madre, aguardando una respuesta.
- Vamos Enrique, volvamos a casa. Todos los días lo mismo vos. ¿Dónde querés ir? Si no tenés un peso y mucho menos, huevos para dejarme.
Se puso de pie tomando la mano que le extendían. Solo cuando la sintió entre sus dedos, supo que la marea humana no lo arrastraría consigo. Sintió pena una vez más. Jamás ninguno de los dos se iría. Fantasía y realidad, vertidas en la misma copa.
Caminó a ciegas con los ojos abiertos, la mente en un sueño y el sueño otra vez dormido.

14 de noviembre de 2012

Vida moderna

Jaime era un tipo desconfiado y para su suerte, la tecnología se convirtió en una especie de alivio, porque gracias a Google podía buscar rápidas referencias de personas y mediante Facebook, tener un perfil acabado de la misma.
No iba a ninguna parte sin su celular con conexión a internet, wi-fi y acceso con una sola tecla a las redes sociales y a los buscadores.
- ¿Cómo me dijo que se llama?
- Alfonso Almada Cascarrillo.
- Permítame un segundo.
Y de esa forma Jaime podía relacionarse con los demás sin temor a ser embaucado, porque consideraba fundamental para la supervivencia diaria el hecho de saber a que atenerse (las fotos de los perfiles eran de gran ayuda, por las situaciones que retrataban). En algunos casos, incluso, hasta solicitaba a la persona con la que estaba dialogando, número de documento de identidad para corroborar que no tuviera deudas financieras o problemas legales.
Las veces que supo quedarse sin señal de internet, estuvo al borde de un ataque de pánico. Si eso ocurría, era probable que se refugiara en el baño de alguna estación de servicio hasta que estuviera otra vez conectado y con la información disponible para sentirse a salvo.
De vez en cuando googleaba su propio nombre, por temor a que alguien lo estuviera involucrando en alguna mentira. Si alguien le presentaba a una amiga, con el fin de ayudarle con su gran estigma de no poder conseguir una novia, la candidata debía pasar al menos por los filtros de cinco redes sociales, tres buscadores y la base de datos de cuatro diarios online.
De esa manera tenía todo bajo control. Podía hablarle a una persona. Animarse a salir a cenar con una mujer. Comprarle un kilo de yerba, doscientos de mortadela y cien de queso al almacenero de la vuelta de su casa. Jaime confiaba en aquello que la tecnología le devolvía.
Por eso, la mañana en la que no encontró el perfil de su padre ni de su madre en Facebook, desistió de ir a almorzar con ellos.
- ¿Cómo que no vas a venir, querido? - preguntó angustiada su madre.
Pero no recibió respuesta alguna. Jaime colgó el teléfono. Una sensación de inseguridad recorrió su cuerpo. Estaba asustado. ¿Cómo podía ser que durante años estuviera bajo el cuidado de dos desconocidos?
Por las dudas, entonces, bloqueó en su celular el número de los dos. Ahora se sentía más tranquilo.

11 de noviembre de 2012

Sueño de carretera

Era un viaje normal, como cualquier otro. Casi cuatrocientos kilómetros que le demandarían cuatro horas y media. Con suerte dormiría buena parte del trayecto. El ómnibus tenía cómodos asientos, podía reclinar el suyo hasta quedar casi en posición horizontal.
Viajar de noche era un buen aliciente para dormir, pero por alguna razón no podía permanecer más de cinco segundos con los ojos cerrados. A través de la ventanilla veía un fugaz paisaje de tenues luces, que de vez en cuando asaltaban por sorpresa la espesura negra que todo lo abarcaba.
El cielo oscuro y cargado de nubes impedía ver las estrellas. Cada tanto la luz de algún vehículo que circulaba en la mano contraria de la autopista le permitía contemplar un poco más de ese paisaje misterioso y al mismo tiempo aburrido.
El interior del vehículo también estaba a oscuras. Se escuchaba muy distante el sonido de música, proveniente de algún auricular. Miró la hora. Todavía no llevaban media hora de viaje. Aquello le provocó fastidio. Sentía los párpados pesados, pero no podía conciliar el sueño.
Se puso de pie y cuidando de no golpear la cabeza con el maletero que tenía encima, avanzó por el pasillo. El baño quedaba en el piso inferior. Bajó las escaleras y observó a los choferes, de espalda a ella, dialogando mientras compartían el mate.
Se metió al incómodo baño y se miró al espejo. La luz no era muy potente, pero aún así pudo ver las ojeras en el rostro. Intentaría orinar, aunque el movimiento continuo la ponía nerviosa. Se sentó en el inodoro, sin dejar de apoyarse en las paredes, que estaban casi encima de su cuerpo.
El vaivén la mareó. Se sintió de pronto descompuesta. Se paró e higienizó. Apoyó la espalda y cerró los ojos. Temía tener náuseas. Se sentía enferma, de un momento a otro. Tanteó sin mirar el picaporte y abrió la puerta. Había más aire afuera, quizá eso le haría bien. Abrió los ojos y el alma se le fue a los pies.
Donde estaban los choferes, ahora no había nadie. El juego de mate reposaba en soledad en uno de los asientos, mientras el volante maniobraba solo. Giró en redondo y los asientos de la parte baja estaban todos desocupados.
Agitada, corrió escaleras arriba. No había pasajeros. Las butacas estaban vacías. Sintió que el pecho se le cerraba. Bajó otra vez, con los ojos cerrados. Los abrió al llegar al piso. Los abrió de golpe, esperando un resultado diferente a lo que había visto antes. La cabina de los conductores seguía vacía. El ómnibus avanzaba en línea recta, sin que nadie lo manejara. Por la ventana delantera observó como, a lo lejos, la autopista hacía una curva. No lo dudó, avanzó hasta el asiento del conductor, al borde del llanto. Estaba segura de lograrlo, de tomar el volante antes de llegar a la curva. Pero entonces una mano se cerró sobre su tobillo, tan gélida y dolorosa, como la muerte misma. Miró hacia abajo y no pudo contener el grito.
- ¿Señorita, está bien?
El hombre de la hilera contigua de asientos la observaba con preocupación. Miró sus manos, aún temblorosas y cubiertas de sudor. A su derecha continuaba aún el paisaje oscuro de un exterior lejano, que ocultaba sus formas bajo la excusa de la noche. El corazón galopaba con ahínco. Su reloj le indicaba que llevaban dos horas de viaje. Le hizo un gesto al hombre, para que no se preocupara.
Se dio cuenta entonces que tenía ganas de ir al baño. Se puso de pie y avanzó por el pasillo. La mayoría de los pasajeros estaban durmiendo. Al llegar a la escalera un escalofrío recorrió su cuerpo. No podía bajar. Si lo hacía, aquello que había soñado, se haría realidad. Estaba segura de eso. Casi podía verlo. Angustiada volvió a su asiento, a pesar de las ganas de ir al baño.
El hombre que se había preocupado por ella, le preguntó al verla sentarse otra vez.
- ¿Estaba ocupado?
Ella le sonrió. Sería más fácil mentirle que explicarle la verdad. O bien, decirle una verdad a medias.
- Me arrepentí. Odio los baños de los colectivos. Usted sabe, son chicos y hay mucho movimiento.
- Comprendo – dijo el hombre – Además, uno nunca sabe que se va a encontrar cuando le toque salir. 
El hombre le sonrió y volteó la mirada hacia el lado de la ventanilla. Pero para ella había sido suficiente, esa sonrisa ocultaba mucho más. De inmediato se llevó la mano a la pierna y levantó el pantalón.
Oscura, sanguinolenta, la marca de una mano, tatuaba su tobillo y laceraba su alma, al extremo de hacerla gritar.

8 de noviembre de 2012

Historia de un robo

El que rompió el silencio fue Ganzúa. Su voz áspera de cigarrillo barato enhebró una pregunta que más de uno tragó saliva para digerir.
- ¿Nos entregaron, verdad?
Ni Aníbal, ni Pérez y mucho menos Lafarreta contestaron. Se acogieron al derecho de permanecer callados, del que consideraron ser dueños.
Pero de todas formas el nerviosismo estaba instalado. El agitado respirar de cada uno garantizaba que era así. Y la pregunta de Ganzúa no hacía más que confirmar lo que ya sabían interiormente. Alguien les había movido el avispero sin que ellos hubiesen visto venir el cuchillo por la espalda.
Lafarreta, que adormecía las palabras en su mente para evitar pronunciarlas, acomodó sus piernas, un tanto entreveradas en el pequeño reducto.
- ¡Cuidado, boludo! – le recriminó violentamente Aníbal – No ves que me estás apretando contra la pared.
Pérez pidió calma, llevándose un dedo a la boca. La situación era tensa, era obvio, pero lo que no debían hacer era instalar la histeria, porque los condenaría a un final aún mucho peor.
Ganzúa volvió a atacar inocentemente.
- ¿Y? ¿Nos entregaron o no?
A Pérez le pareció que preguntar otra vez lo mismo era lo que faltaba para rebalsar el balde, que ya bastante hasta arriba estaba de mierda. Estiró como pudo el brazo, misión poco probable en teoría en aquel conducto de aire, y atenazó el cuello del pobre Ganzúa.
- Una vez más que preguntes la misma estupidez y juro que te estrangulo acá mismo.
Aníbal le tiró un tacazo, otro movimiento imposible, que terminó impactando a Lafarreta, que como era costumbre, en lugar de quejarse, guardó silencio.
- Pérez y la reputa… ¡perdón Lafa, no era para vos! Mirá lo que me hacés hacer, hijo de puta – Aníbal estaba perdiendo también la compostura, esa que siempre guardaba incluso para los momentos complicados, que lo convertían en el eje del grupo, en el líder por naturaleza, debido a ese don de adueñarse de la calma y proponer las mejores ideas ante un aprieto.
El panorama, por cierto, era cuesta abajo. El estrecho sitio donde se encontraban apenas si les permitía movimientos. Era un conducto de aire en desuso, que Lafarreta había encontrado en un plano bastante antiguo. Pero había sido una alternativa de escape descartada en primera instancia, justamente por las reducidas dimensiones. Y sin embargo, allí estaban.
- Decime Einstein – ironizó Pérez - ¿Acaso estoy en condiciones de estrangularlo? ¿No ves que es un escarmiento? Quiero que se calle nada más, que se deje de repetir la misma pelotudez una y otra vez.
- Vos sabés bien que no es una pelotudez, que tiene razón. Acá nos entregaron.
- Entonces ¿nos entregaron? – volvió a preguntar Ganzúa, siempre lento para entender, acción que le valió un coscorrón por parte de Pérez.
Lafarreta meneó la cabeza, disconforme con el proceder de su compañero, pero mantuvo la boca cerrada, como solía hacer durante todo el tiempo que permanecía despierto. Solo la abría para dormir, entre ronquido y ronquido.
- Lo que haya pasado, poco nos importa ahora – aseguró Aníbal – Si salimos de esta, te prometo que vamos a encontrar al responsable y le vamos a meter plomo hasta que escupa su propio féretro, lo que ahora tenemos que hacer, es rajar de acá.
- Cómo si eso fuese fácil…
- Ves, con esa actitud negativa no vamos a llegar a ninguna parte Pérez.
- Claro, es mi actitud. Nunca tu inteligente decisión de salir por el conducto. El mismo que hace una semana dijimos que ni en pedo íbamos a usar.
- ¿Tenías una mejor idea? Vos estabas ahí cuando aparecieron, pudiste haber sugerido algo.
Su compañero devolvió un chistido como respuesta. Ni Lafarreta ni Ganzúa se metían en la discusión. Nunca lo hacían.
- Ves, ni hiciste nada. Ahora tenemos que manejar esta situación en la que estamos. Sabemos que este conducto de mierda nos lleva hasta el estacionamiento, que con seguridad está repleto de canas. Ahora bien, ellos no alcanzaron a ver por donde nos fuimos, Pueden estar buscando por las vías de escape alternativas que teníamos.
- A mi se me cayó el plano, seguro lo encontraron – aportó Ganzúa con timidez, a sabiendas que se venía otra reprimenda.
- En el plano no estaba marcado este conducto. Lafa lo encontró en un plano más viejo, no en el que trajimos. Además, lo habíamos descartado, por ende, no hay marca alguna allí. Si lo encontraron, están siguiendo pistas falsas – Aníbal pensaba en voz alta.
- Una bien al menos, demasiado pedir – le dijo Pérez a Ganzúa, mientras acomodaba los brazos, que comenzaban a hormiguearle debido a al posición en la que estaba.
- Imaginemos – prosiguió diciendo Aníbal – que no saben que estamos acá, que es lo más seguro, entonces, si hacemos las cosas bien, podemos llegar al estacionamiento e ingeniar la manera de pasar entre ellos sin que sospechen.
- Creo que me olvidé la capa de invisibilidad en el ropero.
- Basta Pérez, me cansaste. Es mucho más fácil. Tenemos que arrastrarnos al menos veinte metros más, ubicada la salida y asomarnos. Si están, esperamos. Si no están, salimos.
- ¿Así de fácil? Vamos.
- Probemos.
- ¿Probemos?
- Si, probemos.
- ¿Y cómo se que no nos entregaste vos y ahora nos estás llevando directo a una celda?
- ¡Pero…! ¿Te escuchás cuando hablás? ¿Te das cuenta lo que estás diciendo? ¡Nos conocemos hace más de diez años! ¿Cómo vas a dudar de mí?
- Esto lo planeaste vos y los tipos nos estaban esperando dentro.
- Claro y ustedes no estaban al tanto del plan.
- ¿Qué insinúas, que uno de nosotros sopló?
- ¡No insinúo nada! El que insinuó fuiste vos, que dudaste de mí.
- Yo no voy. Punto. Me quedo acá y en dos o tres días, veo.
- Pero si serás…
Aníbal miró a los otros dos. Ganzúa seguía el hilo de la conversación panza arriba, con claro signo de no entender que estaba ocurriendo, mientras que Lafarreta se entretenía hurgándose la nariz con un dedo, que desaparecía mágicamente tres centímetros dentro del canal nasal derecho.
- ¿Vamos? – les preguntó.
- ¿Dónde? – Ganzúa abrió grande los ojos, alternando su mirada entre Aníbal y Pérez.
- Hasta el final de este conducto. Pérez se queda. Si querés, hacele compañía. ¿Vos Lafa?
El grandote movió los hombros, haciendo saber que le daba lo mismo. Aníbal entonces volvió a preguntarle a Ganzúa.
- No se, si van todos, voy. Pero si ellos dos se quedan, me quedo.
- ¿Voy a ir solo entonces? – Aníbal refunfuñaba - ¿Cómo me voy a ir solo, dónde se vio eso? Son veinte metros, vemos, si hay policías, nos quedamos adentro. ¿Qué dicen?
Ninguno contestó. Pérez con semblante enojado, Ganzúa confundido y Lafarreta distraído.
- ¡Muy bien, quieren quedarse, se quedan! Me importa un choto. Yo me voy. Chau.
Aníbal se movió unos veinte centímetros y volvió a preguntar si alguien iba con él. No hubo respuesta alguna. Sus chistidos llegaron a oídos de todos. Se quedó allí, puteando en voz baja.
A la media hora preguntó:
- ¿Cuánto querés esperar Pérez?
- Dos días. Tres a lo sumo.
- Mirá que nos vamos a cagar de hambre.
- No importa. Antes eso, que la cárcel.
Ganzúa no pudo con su genio.
- ¿Che, entonces nos entregaron, cierto?
- Andate a la puta que te parió – la voz de Lafarreta, aflautada y afeminada, confortó sus corazones.

5 de noviembre de 2012

A la hora de la siesta

Dudó de lo que había escuchado. Parecía el sonido de golpes en la puerta, pero era la hora de la siesta, ningún vendedor ambulante estaría dando vueltas por la calle. Y si no era una persona ofreciendo un producto o una rifa, era difícil que alguien se acercara a su casa. Tenía fama de ermitaño y hosco, quizá como todo escritor.
Se había refugiado en aquel pueblo agobiado por la prensa, debido a sus polémicas novelas. Lo criticaban por el negativismo impreso en cada párrafo, que refutaba los valores esenciales de la sociedad actual. Estaba cansado de tener que responder las mismas preguntas. Al fin y al cabo, lo suyo era literatura, ficción, imaginación pura. Pero parecía que intelectualmente, su obra era nefasta.
El pueblo era un colchón confortable donde descansar sus ideas. Nadie lo molestaba ni le quitaba la paz que arropaba su estadía en ese lugar. Ese llamado a la puerta (ya no dudaba que de eso se trataba) era sin embargo una sombra que se proyectaba sobre su tranquilidad.
Aguardó en silencio, esperando que el ruido cesara, pero la mano fue insistente y no claudicó, golpeando acompasadamente la madera, una y otra vez. Impaciente, se dirigió hasta la ventana, para espiar entre las hendijas de la persiana. Por más que buscó ángulos imposibles, no pudo distinguir quién llamaba con tanta vehemencia.
Al borde de la histeria, abrió la puerta. Se sorprendió al ver tan solo a un niño de pantalones cortos, remera color verde y zapatillas con los cordones desatados. Instintivamente buscó con la vista a otra persona en los alrededores. No podía imaginarse al pequeño golpeando a su puerta, por más que fuera el único sospechoso en toda la cuadra.
Una vez convencido de que había sido el culpable de perturbar su armonía en soledad, no demoró en reprenderlo, aprovechando a su vez que el niño no había pronunciado palabra alguna.
- ¡Qué es eso de estar molestando a la hora de la siesta! – dijo -. Vuelva a su casa m’ijo, antes que haga llamar a sus padres.
El chico se mostró inconmovible. La ausencia de reacción en el pequeño lo desorientó, poniéndole los nervios de punta. La idea era que se espantara, saliera corriendo. Pero muy por el contrario, el niño se mantuvo sereno y paciente.
Repitió en vano dos veces que se fuera a su casa. Intentaba no levantar mucho la voz, porque los vecinos deberían estar durmiendo. Y no era tanto el hecho de no molestarlos, sino el que no saliera nadie a la calle a observar lo que sucedía.
Al percibir que el niño le haría caso, buscó calmarse. Los nervios no le harían nada bien. Estaba grande y debía cuidar su salud.
Fue entonces que el chico habló.
- Quiero que me enseñe a escribir.
El escritor detuvo la mano en el aire, en el momento que la llevaba hacia su frente, para quitarse el sudor.
- ¿Qué cosa? – preguntó consternado.
- Que me enseñe a escribir.
- ¿Cómo en la escuela? ¿Las vocales, las consonantes, todo eso?
- No, le estoy diciendo que me enseñe a escribir ficción.
- Nene, disculpame, pero… ¿Qué edad tenés?
- Ocho años.
- Digo… ¿no deberían enseñarte eso en el colegio? – miraba a un lado y otro de la vereda, confiando en que pronto aparecía el padre o la madre del niño y lo sacarían de esa situación, en la que se veía desbordado.
- Quiero que me enseñe usted que es un escritor famoso.
- No voy a ser grosero, pero tus padres deberían darte una buena patada en la cola, por estar molestando a los vecinos y en la hora de la siesta. Decime donde vivís que te acompaño y dejo bien en claro esto con tu mamá o tu papá.
- No soy de acá.
- ¿Cómo que no sos de acá? ¿Estás de visita con alguien, con una escuela?
- Vengo de muy lejos, de otra galaxia. Y quiero aprender a escribir ficción con usted.
- Nene, me estás cargando. ¿Acaso me están filmando? Mirá que soy viejo, pero no boludo.
- Usted escribió “no es la sociedad la que sufre a diario la violencia, sino quién la estimula, la alimenta, la preserva a lo largo del tiempo, casi como una necesidad, con cierta complicidad fraternal que debería espantarnos, en el caso que pudiéramos darnos cuenta”.
El hombre se quedó en silencio. Claro que había escrito eso. En la boca de un niño, la sonoridad de dichas palabras, causaba tanto impacto como ver a un anciano usando biberón.
- ¿Y que hay con eso? He escrito muchas cosas.
- Si, lo sabemos. La lectura de sus textos nos está ayudando a comprender mejor este planeta. También ha escrito “el cinismo se viste de fiesta en cada pensamiento humano, desde que se empieza a pensar, desde que el raciocinio se convierte en la hipocresía de cada existencia”. Queremos que venga con nosotros. Necesitamos analizar con mayor profundidad sus libros.
Rió con ganas. ¿Qué era esa broma? Seguía pesquisando con la mirada la calle, con el afán de detectar al cómplice de tremenda burla.
- Nene, en serio, que quiero dormir la siesta. ¿Por qué no vas a jugar a los videos juegos a tu casa?
- Usted no comprende, don Wilfredo. Le estoy diciendo la verdad. No juzgue por mi cuerpo. Al fin de cuentas la apariencia no significa nada, o acaso no lo afirma usted al señalar en su último libro que “es la suma de prejuicios los que nos forma como humanos y nos distingue de otros seres vivos, como los animales”.
- Salvo la dicción, muy buena para un niño de su edad, y el hecho de citar tan bien mis textos, usted no es más que un infante y todas las patrañas que expone, no me quedan dudas que forman parte de un guión elaborado por algún adulto gracioso.
- Se equivoca señor y puedo demostrarlo. Cierre los ojos y acompáñeme. Vamos, ciérrelos.
No había terminado de hacerlo que sintió una presión leve alrededor de su cuerpo. Cuando los abrió, temió por su vida. Pegó un alarido. El niño, que flotaba a su lado, lo tranquilizó apoyándole una mano en el hombro.
- Tranquilo Wilfredo, ni usted ni yo estamos en este lugar, a casi veinte mil metros terrestres, observando el planeta en llamas. Esto es un “lo que podría pasar”, una visión probable del futuro. Tenemos la tecnología para lograrlo, ustedes aún no y quizá, si esto que contemplamos llegara a ocurrir, jamás la alcanzarían.
- ¿Por qué me muestra esto?
- Para que crea. Nosotros hemos visto en su literatura todo lo necesario para poder ayudar a esta raza. Creemos que analizando sus textos, podemos evitar que un desastre futuro acabe con la humanidad. Nos interesa preservar planetas, razas inteligentes. Usted ha indagado en las sociedades como pocos lo han hecho. Necesitamos de su ayuda.
- Es paradójico, escribo así porque odio la humanidad, con qué fin querría yo salvarla.
Si el destino es la destrucción, es porque así está escrito en su naturaleza.
- ¿No le interesa salvar a sus prójimos?
- No me interesa salvar a nadie, como no me interesa colaborar con colectas para pobres, ni reciclar la basura, ni pagar los impuestos a tiempos ni nada de eso. Solo anhelo poder estar en paz y que no me molesten. Ni los periodistas, ni la gente ni marcianos del culo del universo. Así que si pueden bajarme de donde sea que esté, se los agradeceré.
A los pocos segundos, estaban nuevamente en la puerta de la casa. El niño aún estaba allí.
- ¿Qué hay de usted, don Wilfredo? ¿No le gustaría salvarse?
- Nadie se salva en este mundo, nene. Tarde o temprano algo nos sucederá y dejaremos de ser. Yo dejaré mis escritos. Otros no dejarán nada y sus recuerdos se esparcirán como cenizas en la misma nada. Y puede que de un tiempo a otro, mis escritos ya nadie los lea y de esa manera, dejar de ser por segunda vez, en forma definitiva. Estamos destinados a desaparecer, con fuego o sin. ¿Por qué preocuparse por nosotros?
- ¿Ni siquiera sabiendo que hay una posibilidad de cambiar el futuro? ¿Ni siquiera por el simple deseo de intentar cambiarlo?
- Ni siquiera. Mirá nene, el futuro aún no es real. Es un supuesto. Lo real ahora es la siesta y  mis ganas de dormir. Y la verdad, entre la humanidad y mis horas de sueño, me quedo con éstas últimas.
- Cómo usted quiera. Intentaremos analizar sus obras por nuestra cuenta.
- Les deseo toda la suerte del universo. Y por las dudas, busquen otra raza en algún otro planeta, como para tener una changa extra, en caso de fallarles ésta.
El niño se fue cabizbajo hasta la esquina, donde dobló para perderse para siempre de la vista del escritor.
- La pucha, que la tienen jodida. Perder el tiempo con nosotros. Al menos no me quiso vender un bono contribución o algo por el estilo. En fin, dichoso aquel que encuentra en una simple siesta, el misterio de la vida.
Cerró la puerta y se encaminó hasta la habitación. Por la ventana alcanzó a ver una luz ascendiendo al cielo, que luego se disolvió a la distancia. 

2 de noviembre de 2012

Póstumo

Los amigos se miraron y no supieron que responder.
- ¿Nos puede dar unos minutos? - preguntó uno de ellos.
Se cruzaron al bar de la esquina de enfrente y pidieron una cerveza.
- Mirá que yo no comí - advirtió César.
- No te va a hacer nada, tomate medio vaso - le aseguró Enrique.
- ¿Y qué ponemos? - dijo al fin Tomás, sacando el tema por el cuál habían pedido una prórroga de tiempo.
No era tarea sencilla. Y tampoco un detalle secundario. Se trataba de la lápida. Nada más y nada menos. Las palabras de despedida para alguien que habían querido mucho. Palabras talladas en piedra, que nadie podría borrar. Debían ser precisas, certeras, decir todo lo que Máximo representaba.
- Che, ¿realmente no tiene algún familiar que pueda decidir esto?
César estaba preocupado, creía que era mucha responsabilidad decidir lo que quedaría grabado, el epitafio que lo definiría ante la vista de todo el que cruzara por delante de su tumba.
- Ninguno. En realidad tiene una hermana, pero está loca. Está internada no se donde mierda. Pero ni él la visitaba.
Para Enrique aquello era una posibilidad de reafirmar la amistad del grupo. La idea lo entusiasmaba. Ante el dolor, la partida del amigo, que mejor regalo del destino, que hacerle el epitafio que lo recordara.
- Muchachos, no le demos vueltas al asunto. Estamos nosotros y nadie más. Podemos ponerle el nombre y las fechas nomás. Pero era Máximo, se merece algo mejor ¿no creen?
Claro que lo creían. Tomás quería sacarse de encima el asunto lo antes posible. Deseaba cerrar los ojos y despertar el día después. No sufrir el entierro, ni elegir las palabras, ni ver el cementerio.
- Vamos, pensemos que poner en esa lápida de porquería - azuzó Tomás.
La botella se terminó rápido. Pidieron una segunda. Diez minutos más tarde también estaba vacia. Llegó una nueva, llena y fría. La apuraron en menos de un cuarto de hora.
- Pidamos otra - sugirió arrastrando las palabras César, cuando esa última cerveza también se había terminado.
- Muchachos - dijo Tomás -  no quiero ser aguafiestas, pero nos tomamos tres porrones y todavía no tiramos sobre la mesa una sola idea.
- No es fácil - terció Enrique. - Nuestro amigo se merece las mejores palabras.
- Está bien - coincidió Tomás - Pero si seguimos así, nos vamos a tomar un cajón de cerveza y no vamos a escribir una puta línea.
- A mi se me ocurre algo así como "Fuiste lo máximo, Máximo".
- Se te subió el alcohol a la cabeza César, cómo vamos a poner eso - manifestó algo enojado Tomás.
- La idea no es mala - lo defendió Enrique - aunque hay cierta cacofonía, habría que poner "Fuiste lo máximo, idem".
- ¿Lo decís en serio? - Tomás estaba perdiendo la paciencia - Es una boludez lo que proponés.
- ¿Por qué? Claro, seguro vos propusiste algo mejor.
- No confundás las cosas, tanto lo tuyo como lo de César es una cachada, pareciera que se están riendo de Máximo.
- ¿Cómo podés decir que nos estamos riendo de él? - saltó César, que ya se había puesto de pie para pedirle otra cerveza al mozo.
- Sentate César, que ya no te sostienen las piernas.
- No, pará. Yo no me río. ¿Me entendés? No me río. ¡Mozo! ¡Otra cerveza!
- ¡Mozo, no traiga nada!
- ¿Cómo que no? Mozo, traiga lo que le pidió mi amigo.
- No es conveniente Enrique, mirá el estado de éste.
- Ahora sabés lo que nos conviene o no. ¿Por qué no le ponés vos solo el epitafio y te vas a cagar, sabés?
- Sabés que si, que es buena idea. Ustedes sigan chupando acá que yo me cruzo, le pongo la frase y me voy a la mierda.
- Pero si, dale. Andá, cortate solo, mariconazo. Dejanos a nosotros acá. Por algo Máximo no te quería mucho a vos.
- Ahora no me quería, claro. ¿Entonces por qué me mandó a llamar a mi en lugar de ustedes cuando agonizaba? Manga de perdedores, los dos. Pónganse en pedo. Lindo homenaje para Máximo. Chau, me voy.
- Chau pelotudo.
- Reventado. Ojalá te pise un auto.
A duras penas, Tomás llego a la puerta y salió a la calle. El aire fresco lo mareó, pero de todas formas cruzó la calle y volvió al local donde lo esperaban con las palabras para el epitafio.
Se volvieron a ver a la mañana siguiente, en el entierro. Evitaban mirarse los rostros, por la vergüenza del recuerdo de la tarde anterior. Se habían alcoholizado y comportado como imbéciles. Cada uno lo sabía en su interior, pero de todas formas, no se pedían disculpas.
Cuando la lápida quedó al descubierto, Tomás sintió que se le daba vuelta el estómago. Había cosas que no recordaba del día anterior. Aquella era una de ellas.

Máximo Alejo Lamas
12/08/1981 02/11/2012
 "Me cago en tus amigos"