Versión con fondo blanco, para ojos sensibles

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30 de septiembre de 2012

Algo de alcohol

Alguna tenía que tener aunque sea un poco. Eso, al menos, era lo que esperaba. Movió cada una de las botellas, para sentir el peso. Todas vacías. Estaba por sufrir un ataque de histeria y entonces recordó: el botiquín de primeros auxilios.
Corrió hacia el baño, tanteó en la oscuridad la tecla de la luz hasta encontrarla (cinco segundos que en su mente se transformaron en un siglo) y finalmente, iluminado, vio lo que quería. Se lanzó contra el botiquín y cruzó los dedos.
Por primera vez en toda la mañana, sonrió. La botellita de plástico de medio litro estaba casi completa. Le quitó la tapa a rosca y acercó el pico a la boca. El aroma era fuerte, como era previsible. Pero era alcohol. Sin embargo se detuvo. Tenía la necesidad de beberlo, pero quería al mismo tiempo apreciarlo. Así solo no lo haría.
Sin abandonar la botella, aferrada como una daga con su mano derecha, se internó en la cocina. Buscó en la alacena algo con qué darle sabor. Había especias y sobres de jugo. Sopesó las posibilidades y ninguna lo satisfacía. No quedaría otra que tomarlo puro, con solo sabor a alcohol.
Y fue cuando había abandonado la búsqueda, que encontró lo que le pondría. Ahora si, se dijo, tendria su bebida a medida.
Tomó otra botella cuya etiqueta indicaba "limonada" y la vertió en otra más grande, que antes había contenido ron. De inmediato completó echándole la botellita de plástico. El limón siempre le gustaba en las bebidas. Faltaba un detalle, la mezcla.
Con fuerza agitó la botella arriba y abajo. Fue lo último que hizo en vida.
La explosión sacudió la cocina y pedazos de vidrio estallaron contra una ventana. Otros, se incrustaron en su cuerpo. La muerte, dictaminarían luego, fue instantánea.
Cuando su mujer llegó del trabajo y vio la policía, la ambulancia y los bomberos delante de la vivienda, pensó que al fin había sucedido, que su marido había incendiado algo en medio de una borrachera. Aunque se resistía a creerlo, porque la noche anterior, cansada del comportamiento que tenía alcoholizado, había vaciado todas las botellas con líquido que había en la casa. O al menos, eso había pensado.
Nunca se imaginó que usaría el envase de alcohol que estaba en el botiquín. Y menos, que sería tan idiota de mezclarlo con el cloro que guardaba en una vieja botella que antes había contenido limonada.

27 de septiembre de 2012

La hora de Gonzalo Ruiz

Como cada mañana, Gonzalo Ruiz llegó a su trabajo. Pasó por el hall del edificio, saludó a las recepcionistas y buscó el primer ascensor hacia la derecha. Era el que siempre utilizaba. En el décimo tercer piso caminó por un largo pasillo y tal su costumbre, se metió en la pequeña cafetería antes de ir a su oficina.  Se preparó un café con leche, le colocó azúcar y con la taza en la mano inició el trayecto hasta su puesto de trabajo.
Pero no alcanzó a llegar. La persona que lo interceptó era su jefe inmediato, un hombre joven al que doblaba en edad. Lo tomó del brazo como quien desea apartar a alguien para contarle una confidencia. La relación entre ambos no era la mejor. Lo sabían todos. A pocos años de jubilarse, con toda una vida dedicada a la empresa, Gonzalo creía tener el derecho de poder hacer observaciones a su superior, sin embargo, su jefe no las veía con buenos ojos.
Lo llevó hasta su despacho. Era espacioso, con paredes blancas, estanterías vacías y un enorme ventanal como corolario del escritorio. El piso tenía tanto lustre que cualquiera podía verse reflejado. El sol, al caer con todo sobre él mismo, se partía en brillantes haces que irradiaban en diversas direcciones.  El jefe se dirigió hasta su silla y se sentó con elegancia, al tiempo que abría uno de los cajones y sacaba un papel.
Gonzalo Ruiz esperaba que lo invitara a sentarse, pero su jefe no lo hizo en ningún momento. En cambio, arrojó el papel sobre el escritorio y, extendiendo una lapicera Parker en dirección a su empleado, ordenó:
—Firme.
Ruiz no quería acercarse. Intentó distinguir desde lejos lo que decía aquella hoja, pero la vista no era la de otros tiempos, y apenas si alcanzaba a ver el membrete de la empresa en la parte superior de la misma. Desde la silla, el otro hombre se mostró impaciente y repitió la orden.
—¿Qué es? —inquirió Gonzalo, que anhelaba poder ir a su oficina cuanto antes.
—Solo firme —reiteró el jefe, remarcando las últimas dos sílabas.
No tuvo más remedio que arrimarse hasta el escritorio. Buscó en el bolsillo superior del saco los lentes de lecturas y se ubicó en una de las sillas más próximas. Tomó el papel sintiendo una sensación fría en el estómago. Con el mismo miedo, lo acercó para leer. Lo hizo en forma pausada, casi deteniendo la respiración. Repasó luego cada renglón con extrema concentración. Dejó la hoja sobre la superficie de madera del escritorio y miró a su jefe a los ojos.
—¿Por qué? —preguntó.
Solo atinó a observarlo. Mientras jugueteaba con un llavero en forma de cuchillo. Era el único sonido que se escuchaba en la oficina. Gonzalo Ruiz no lo soportó más. Se puso de pie bruscamente, desplazando la silla hacia atrás, se apoyó con ambas manos en el escritorio y en un gritó exclamó:
— ¡Por qué!
Su jefe apenas se inmutó. Enarcó las cejas, guardó el llavero en un bolsillo y se puso de pie. Ruiz pensó que daría la vuelta al mueble que se interponía entre ambos e iniciarían una riña, pero en cambio, caminó hacia el vasto ventanal que los separaba del exterior, a trece pisos de altura, y se detuvo pensativo, mirando más allá del paisaje que la vista le mostraba, como quien observa el horizonte solo para encontrar su propio interior.
—Venga —le dijo, dándole la espalda.
Gonzalo dudó. Sentía la furia en su pecho, la mano aún temblorosa, aquella que había sostenido el papel que debía firmar. Se imaginó acercándose, empujándolo sin piedad, estampándolo como una mosca contra el vidrio. En su mente era capaz de hacerlo, a pesar de la edad, de su comportamiento siempre cauto. En algún punto de su ser, sabía que esa minúscula cuota de maldad que se necesita era probable.
Pero no lo hizo. Solo avanzó hasta situarse cerca de su jefe, mirando también hacia el otro lado del cristal. De alguna forma, respiraba ya más sereno, controlando así el impulso agresivo que lo había asaltado segundos antes.
—Mire por encima de todos esos edificios —le dijo su jefe—, vea cuán alto deben ir los pájaros para no chocarlos. No calcule la altura, no entre en detalles, así es como se pierde tiempo en la vida. A ninguno de esos pájaros le dan a elegir. Si no van alto, se estrellan. Ninguno de ellos discute, van hacia delante, aceptando los contratiempos. Usted no es como ellos. Usted choca siempre, a cada instante. Duda de la autoridad, de las órdenes, no le interesa volar alto, solo planear en lo seguro. Pero los tiempos cambian Ruiz, vaya que cambian. Todo se vuelve más complejo, se erigen edificios donde no los había y hay que adaptarse a lo nuevo, no queda otra, no hay otro remedio. Es así Ruiz, créame que a mí tampoco me ha gustado entregarle esa hoja, pero uno debe informar a la gerencia y es la gerencia la que toma esas determinaciones.
Recién allí buscó con la mirada a Gonzalo Ruiz.
—No quiero rencores Ruiz. Usted ha hecho mucho por esta empresa y le ha dedicado la vida. Pero es hora de otros aires. Firme por favor.
En ese instante a Gonzalo parecieron pesarle de repente todos los años de su vida. Las arrugas se hicieron más profundas, la espalda más encorvada, el cabello más opaco y sin brillo. Su figura se redujo, como si se marchitara. Su jefe trajo el papel que había quedado sobre el escritorio y puso en la mano casi agarrotada de Ruiz la Parker azul.
—Firme Ruiz.
Y Ruiz, que apenas podía sostener la lapicera, hizo un garabato extraño sobre la hoja. Era su firma, o al menos, la forma en la que pudo hacerla. La Parker cayó al suelo, ya no pudo sostenerla. El metal que recubría buena parte de la misma repiqueteó en el piso lustroso, mientras giraba sobre sí misma y se alejaba de los dos. Terminó su breve periplo a medio metro, al chocar contra una pila de ropa. Con el último vestigio de comprensión, Ruiz supo que aquello amontonado era su pantalón, sus medias, su camisa, su corbata, su saco…
Su jefe se acercó a la ventana y abrió uno de los paneles. La brisa fresca penetró con encanto y Ruiz sintió como se erizaban de emoción sus plumas.
—Adiós —le dijo su jefe, mientras él levantaba vuelo. Agitó sus alas y se fue en una exhalación, ya sin saber cómo responder a ese extraño sonido formulado por el humano en la habitación.

24 de septiembre de 2012

De los de antes

Cuando le fue a pedir explicación, el hombre espetó con firmeza "soy un guapo de los de antes" y con dicha aseveración concluyó la discusión. Pero para Gutiérrez aquella respuesta no era suficiente. Lo persiguió media cuadra y lo tomó del cuello.
De inmediato comprendió que no debió hacerlo. Su oponente se quitó con facilidad las manos de encima y con un codazo le partió la nariz. Gutiérrez cayó al suelo, golpeando con estrépito todo lo largo que era. La espalda recibió el impacto con flaqueza, escuchándose un ¡crack! tan claro como un relámpago en una tormenta.
Cerró los ojos a causa del dolor y esperó que aquel hombre terminara de rematarlo, pateándolo mientras él estaba tirado, sin posibilidad de levantarse. Sin embargo la voz del otro lo sorprendió.
- Quédese en el suelo, es lo mejor. Por el ruido que hizo, se ha quebrado una costilla. Ahora le llamo una ambulancia. Aguántese el dolor 'mijo.
Otra no le quedaba. Al fin de cuentas, si había que buscar un culpable, un detonante de la situación que estaba viviendo, era él mismo. Aunque también algo de responsabilidad había en su novia. Porque ella había sido quién a la salida del cine se encaprichó en que la llevara a su casa en lugar de ir a cenar como tenían previsto. Y todo porque él había sugerido que luego de la cena, pasaran la noche en un telo. ¿No lo habían hecho ya varias veces?
No le había gustado nada que cambiara los planes, pero menos que hiciera esa escena delante del cine. ¡Cómo para no darle vuelta la cara de un cachetazo! Y después aparece este tipo y lo empuja, la toma del brazo a la novia, la mete en un taxi, le arroja un par de billetes y le dice al tachero: "Llévela a la casa". ¡Cómo si fuera el dueño! O peor aún, el novio.
Y ahora estaba a un par de metros, dándole la espalda, mientras hablaba por el celular, pidiéndole una ambulancia.
Gutiérrez había recobrado la ira de minutos antes al recordar lo sucedido. Ya no le importaba que el "guapo de los de antes" le hubiera demostrado su fuerza al romperle la nariz, y al mismo tiempo, su sentido común, al no seguir peleando y optar por ayudarlo. Pero ciertas personas tienen una sola visión de las cosas, como el caso de Gutiérrez.
Desde el piso estiró su brazo hasta alcanzar una baldosa suelta. Con sigilo se puso de pie y avanzó hasta el hombre que hablaba con el hospital. Levantó el brazo en alto con la baldosa apresada entre los dedos y cuando a punto estuvo de soltarlo, con violencia y sin piedad, la costilla rota chilló por el esfuerzo.
Además de proferir un grito de dolor, se desplomó otra vez al suelo, cayendo con fuerza sobre el lado sano. Otro ¡crack! resonó en la noche. El otro hombre, alertado por el grito, giró sobre sus talones y se puso en guardia. Al ver el cuadro del hombre desplomado, la baldosa en aún en la mano, dejó de tenerle compasión.
- Pronto vendrá la ambulancia - le dijo y luego caminó hacia la calle.
Detuvo un taxi y se subió.
- Dígame - dijo al conductor - ¿Es posible que me averigüe la dirección a la que se dirigió una joven si le paso el número de taxi en el que subió?
- Depende.
- ¿Trescientos pesos es poco?
- Un minuto y le digo.


21 de septiembre de 2012

Noche de primavera

- Mire Norma, se que estas flores son escasas, que se opacan a su lado, que ni siquiera regalándole un jardín florecido podría estar a la altura de su belleza, pero permítame al menos la oportunidad de pedirle, de implorarle, de rogarle si quiere, que esta noche, noche de primavera, de corazones que palpitan, de pasión en las venas, de color en las estrellas y de luna majetuosa, usted y yo compartamos un momento, un instante, aunque sea efímero, fugaz, un soplo del viento. Permítame eso querida Norma y le aseguro que ya no volverá a verme, que mis visitas diarias golpeando su puerta serán un recuerdo del pasado, o una pesadilla, según como usted lo esté tomando, pero le prometo, con la mano en el corazón, el mismo que late enamorado de usted, que si accede a esa fracción de tiempo juntos, ya no la acosaré, ni la espiaré por la ventana, ni arrojaré cartas de tenor obsceno por debajo de la puerta.
La joven lo observó desde el rellano de la escalera, ubicado justo antes que la misma se perdiera en la oscuridad del sótano. Apenas si murmuró la respuesta, para correr nuevamente a esconderse en la penumbra, donde se sentía a salvo.
Él permaneció inmóvil, bajo el marco de la puerta. Sus ojos se tornaron fríos y la ira dominó sus sentidos.
- ¡Nunca vas a salir entonces, nunca! ¡Tus huesos se pudrirán en ese agujero!
El portazó sumió al mundo de Norma otra vez en tinieblas.

18 de septiembre de 2012

Historia simple

La inseguridad había acorralado al pueblo. En pocos meses, el miedo devoró las calles. Los vecinos se hicieron de armas y los disparos comenzaron a escucharse a toda hora. En dos meses apenas si quedaban un centenar de habitantes vivos. Sonrieron entre si y se organizaron para arrasar con todas las viviendas. No quedó nada de valor, ni siquiera alguien que recordara los buenos tiempos. Los delincuentes se marcharon a otro lugar, donde poder sembrar el pánico. El pueblo quedó desierto y sin moralejas.

15 de septiembre de 2012

Raro despertar en un salón de fiestas

En el salón de fiestas solo quedaban papeles picados, serpentinas y algún que otro elemento de cotillón. Los mozos habían levantado las mesas, pero no se ocuparían del piso hasta la tarde siguiente.
Ese fue el motivo para que no repararan en Elpidio, desparramado debajo de un antifaz azul. Tenía la ropa arrugada y el rostro desfigurado por el alcohol. Las ojeras parecían oscuros tatuajes debajo de los ojos. Cuando despertó, con gran ardor en el estómago, pensó que estaba soñando.
No se dio cuenta que lo que tenía encima era un antifaz hasta que lo hizo a un lado. Veía enormes pedazos de papel por todas partes. Era un paisaje multicolor sugerente, pero al mismo tiempo, desconcertante. Algunos de esos papeles eran tan largos que no parecían tener fin.
- ¿Dónde carajo estoy? - se preguntó, rompiendo el silencio.
Observó el antifaz de grandes proporciones que había movido a un lado. Le resultaba familiar, casi como el que había usado durante la noche, en el casamiento de su amigo...
Hizo un alto en sus cavilaciones. Miró para todas partes y supo donde estaba, pero aún así lo creía imposible. Era el salón de fiestas, pero a su vez, no lo parecía. En realidad si, pero estaba muy distinto. Pensaba todo aceleradamente. Era el salón, pero era gigantesco. Y aquello que lo rodeaba, por muy extraño que pareciera, era el cotillón, el papel picado... y él era apenas más alto que un corcho que divisó a algunos metros. O serían centímetros, ya no podía saberlo.
- ¿Qué ha pasado aquí?
Su mente no estaba muy clara. Había tomado mucho. No es que lo recordara, lo sabía por experiencia. Pero no creía que las bebidas lo hubieran convertido en un ser minúsculo. Cayó en la cuenta que si tenía ese tamaño durante la fiesta, cualquiera pudo haberlo pisado. Sintió un estremecimiento en todo el cuerpo. Corrió hacia el corcho y se aferró a él.
Tenía miedo. ¿Qué le había sucedido? ¿Cómo volvería a su tamaño normal? Dejó el corcho atrás y caminó hacia las mesas. A medida que avanzaba, los vestigios de la fiesta eran cada vez más. Seguía tratando de recordar. Había bailado con una rubia que le gustaba desde hacía tiempo, luego con un par de morochas que creía, eran primas de su amigo, luego acompañó a un amigo a la barra, posteriormente volvió a la pista de baile, luego...
Se le hacía difícil recordar. Le dolía la cabeza. Para cuando volvió a bailar ya había tomado demasiado y las imágenes se le tornaban difusas. Recordaba la llegada del cotillón. El se había puesto un antifaz negro y logrado que le dieran una corneta flúo, cuyo color amarillo resaltaba en la oscuridad. Una mujer de ojos verdes y tez oliva lo había encandilado. Llevaba un turbante naranja y un velo del mismo color le cubría parte del rostro. El vestido era blanco, inmaculado.
Ella se le había acercado. ¿O acaso él había sido quién se acercó? No podía precisarlo. Pero estaba seguro que la tuvo cerca, muy cerca. Podía recordar su respiración, su aliento suave. Entonces... era probable que quisiera besarla. Si. Había hecho el intento. Pero ella se había apartado. Lo había empujado con ambas manos.
¿Qué había pasado después? Otra persona. Un hombre. Si, evocaba su memoria ahora un hombre fornido, alto, con turbante también, pero blanco, que contrastaba con el traje negro que llevaba puesto. Color de piel oscura, bigotes gruesos y ojos como la noche. Ella lo acompañaba y con una mano lo señalaba.
Luego su memoria era un blanco total y no podía desempolvar un solo recuerdo más. Caminó durante largo tiempo por el salón, sin poder encontrar ningún tipo de respuesta. Solo cuando se estaba por dar por vencido, se topó, detrás de una botella de champagne que estaba en el piso, con una pareja de su mismo tamaño.
Ella estaba vestida de blanco y él de negro. Estaban tomados de la mano, en posición horizontal en el suelo. Se acercó y se le heló la sangre. Eran de plástico. Eran los muñecos de la torta. Y al mismo tiempo, eran la mujer y el hombre de turbante con los que morían sus recuerdos.

12 de septiembre de 2012

La muerte toca timbre

Mientras la lluvia caía, el anciano miraba por la ventana. La noche resplandecía ante cada relámpago que se desprendía de lo alto, con derrotero incierto. El agua se congregaba en forma de gotas del lado exterior del vidrio, y su imaginación, la del anciano, se divertía jugando con figuras que difícilmente alguien más podría ver.
El reloj de la sala acompañaba el paso del tiempo con un segundero nada silencioso. Su soledad era la de todos los días y la de miles y miles de personas. Aunque algo la diferenciaba. Era su última soledad. Lo sabía desde temprano, mucho antes que se formara la tormenta y las nubes oscuras cubrieran el cielo.
El sonido del timbre coincidió con el de un trueno. Los dos se hicieron escuchar al mismo tiempo, como si uno fuera el eco del otro, sin saberse exactamente cuál de cuál. El anciano suspiró profundamente. Al fin había llegado.
Se dirigió a la puerta con paso sereno, cuidadoso. Se había acostumbrado a caminar sin apuro, conciente que su meta era siempre llegar, no importara el tiempo que se demorara. No podía anhelar algo diferente, su salud no se lo permitía. El cuerpo estaba avejentado y las consecuencias eran cuantiosas.
¿Cómo sería? Se lo imaginaba alto, imponente, de majestuosa talla. Quizá con finos bigotes negros, una túnica oscura y el rostro pálido. El cabello corto, los ojos negros, los dedos largos y con uñas filosas. Aquella era la imagen con la que estaba seguro, se toparía al abrir la puerta.
Pero al girar el picaporte y tirar del mismo para dejar a la vista el pasillo del noveno piso, vio que allí no había nadie. Lo asaltó primero la sorpresa y luego la desilusión. Cerró con suavidad, resignado.
Al mirar hacia la ventana, sin embargo, se vio aún sentado delante del vidrio, pero con la cabeza ladeada hacia la izquierda. Se estremeció ante la imagen. Corrió hacia él mismo, comprendiéndolo todo. ¿Cómo había sido capaz de pretender que la Muerte entrara por la puerta de su departamento? ¿Cómo había podido ser tan ingenuo? Ya había entrado y hecho su trabajo ni bien él había creído haberse puesto de pie.
Supo entonces que aquel estado era otra forma de soledad, ya sin retorno. Ni la propia Muerte lo mira a uno a los ojos al morir. Quizá, incluso, ni siquiera exista la Muerte con mayúscula y todo se trate de mirar una ventana en medio de la tormenta hasta que todo, de repente, llegue a su fin.

9 de septiembre de 2012

El fotógrafo

Su profesión lo aburría. Siempre había creído que ser fotógrafo le depararía mil aventuras distintas, pero sus días se diferenciaban tan solo por la clase de fiesta que tendría que fotografiar.
Casamientos, cumpleaños, despedidas, reencuentros, bautismos... podía enumerar cien alternativas más. Todas le resultaban sosas para sus pretensiones. Aquellos sueños de viajes interminables, de fotografías imponentes y en situaciones únicas, lejos quedaban de la realidad acostumbrada.
Siempre se decía que tarde o temprano iría a un safari o exploraría las montañas, y que las instantáneas que capturada en esas circunstancias lo harían famoso. Pero siempre surgía un cumpleaños, una fiesta escolar, algo que le impedía trazar sus planes.
Aunque la verdad era que tampoco se lo permitía. Ponía sobre la mesa sus gastos, los de su familia, las cuotas, las deudas, y entonces, lo que quedaba era la obligación de tomar más y más trabajos, para poder afrontar cada uno de los compromisos asumidos.
Y cuando no estaba en una fiesta, apuntando y disparando el flash, se instalaba detrás del mostrador de su casa fotográfica atendiendo clientes, revelando fotos, o tomando pedidos.
Al llegar a su hogar, tarde en la noche, recibía el afecto de sus seres queridos, pero ni siquiera ese amor llenaba el vacío interior que ardía como un tigre enjaulado, dispuesto a devorarlo de a poco.
Le costaba dormir. Escuchaba el sonido de la cámara una y mil veces y veía repetirse en la oscuridad cada una de las sonrisas de los que esperaban con ansia delante del lente. Su profesión se había transformado en una pesadilla.
Aquella noche se levantó de la cama. Su esposa le preguntó si le pasaba algo. El fue muy sincero. Le contestó que iba a buscar al fotógrafo que alguna vez creyó ser. Y se fue.
Su mujer lo sigue buscando al día de hoy en cumpleaños y casamientos, con la ilusión de encontrarlo detrás del flash, con su morral al hombro y la mirada suplicante, pidiendo que alguien lo rescate de dónde sea que se haya ido.

6 de septiembre de 2012

Favor por favor

Nilda era perseverante. Cada quince días acudía a su médico de cabecera y hasta que no le recetaba todo lo que quería, no se marchaba. Aquel ritual era una tortura para el especialista, como también lo era para la secretaria y los demás pacientes.
Se podría pensar que el doctor aquí debería poner límites, rechazar cualquier tipo de reprimenda, hacer valer su grado. Es cierto. Y con cualquier paciente funcionaría, salvo con Nilda. Ella era vehemente, incansable. Y tenía muy mal carácter, además de mucho tiempo, dado que estaba jubilada. Cada uno de esos aspectos, sumados, daban como resultante una persona a la que todos desearían tener lejos. Y Almada, el médico, era lo que pretendía al hacerle todas las recetas que solicitaba.
En su última visita se habia retirado con órdenes para comprar en la farmacia dos nuevos ansiolíticos, un antidepresivo, tres antigástricos, además de cinco tabletas de muestra gratuita de un fuerte analgésico.
Sin embargo nada de lo que se hace para evitar problemas, logra tal fin. Eso lo comprobó Almada la tarde que aparecieron por su consultorio tres hombres de traje, muy formales, portando credenciales de la obra social de los jubilados. 
- Aquí tenemos el caso de esta señora, Nilda Mchunig, a la que le ha recetado un número desmedido de medicamentos en el último semestre - dijo uno de ellos.
- ¡Es que los necesita! - argumentó el médico.
Otro de los trajeados inició la enumeración de los remedios. Almada los iba escuchando con atención, pensando en una excusa para cada uno, pero él mismo se iba sorprendiendo de la cantidad de drogas que le permitía a la anciana.
- ¿Y, qué me dice? - preguntó el que aún no había hablado.
El médico se quedó en silencio y solo atinó a llamar a su secretaria. Al llegar, le pidió que trajera el expediente de Nilda.
Lo revisó bajo la atenta mirada de los supervisores. No tenía demasiadas conclusiones para sacar. Podía justificar tan solo un cuarenta por ciento de lo recetado. Para el resto, no era dueño de justificación alguna.
- ¿Y? - preguntó otra vez el hombre.
- Y... no es fácil de explicar - comenzó diciendo Almada - Esta mujer es un caso muy serio, tiene una patología que es difícil de tratar.
- ¿Cuál?
- Tiene el convencimiento a flor de piel.
- ¿El qué?
- El convencimiento. Mire, yo detesto recetarle todo eso, pero ella tiene una forma de hablar que termina de convencerlo a uno y no queda otro camino que hacer las recetas.
- Doctor, entenderá que debemos elevar un informe sobre esta irregularidad. Si de repente a todos se le da por el convencimiento, estaríamos hablando de una tercera edad con el poder de dominar a todos y pedir lo que se le cante.
- Espere... ¡Carmen! - dijo llamando a su secretaria - Por favor comuníquese con Nilda y dígale que venga a consultorio.
- ¿La va a hacer venir? - preguntó uno de los inspectores de la obra social.
- Claro, es lo mejor. ¿Les preparó un café mientras tanto?
Los minutos se hicieron largos y tensos. El sonido del roce de las cucharitas con las tazas crispaba los nervios del doctor. Finalmente la figura voluminosa de Nilda apareció en la puerta del consultorio. Por primera vez en mucho tiempo, Almada se alegraba de verla.
- ¿Qué pasa doctor? - preguntó con una voz gruesa y áspera.
Los inspectores la observaron con detenimiento.
- Mire Nilda, no quería molestarla, pero estos hombres están aquí por la cantidad de remedios que usted pide que se le recete y...
- ¿Quiénes, éstos?
- Si Nilda, estos son los caballeros que representan a la obra social y parece ser que la elevada cantidad de...
- Así que ustedes son de la obra social - dijo interrumpiendo una vez más al médico - Me vienen como anillo al dedo, porque me rechazaron cinco de los medicamentos que tomo.
- Señora, no ha sido rechazo, sino sentido común. Usted está abusando, en complicidad con su médico, de las prestaciones que brinda la obra social - acusó con total seguridad el más alto de los supervisores.
- Mire jovencito, ni que abuso ni ocho cuarto. Si me los recetan es porque lo necesito. Ya quiero verlo a usted llegar a mi edad sin tener que tomar medicamentos.
- No digo que no tiene que tomar, sino que toma mucho.
- ¿Acaso es usted médico? ¿Así que ese traje le permite determinar si lo que tomo está de más? ¿Y cómo me asegura usted que si dejo de tomar algunos de los remedios, voy a seguir bien? ¿Es adivino? ¿Tiene línea directa con el de arriba? Pero che, a esta edad tener que soportar tipos como ustedes.
- Señora....
- Señora y las pelotas de Mahoma. Haciéndose el educado no va a cambiar nada. Usted vino a sacarme medicamentos sin tener la menor idea de medicina. ¿Sabe lo que es usted? Un ignorante que lo único que sabe hacer, es acatar órdenes. Vaya allá, venga aquí, diga esto, diga aquello... ¡le debería dar vergüenza!
- Escúcheme...
- No lo escucho una mierda ahora, los únicos abusadores aquí son ustedes, que abusan de mi tiempo, de mi salud, del poder de cuarta que le da esa credencial de morondanga que tienen en el bolsillo. ¿Por qué no va y le saca la medicación a su madre? ¿Por qué no se la saca a su padre, a su tío? Claro, vayamos a joder a la estúpida de Nilda. Cómo me gustaría conocer a su madre, sabe. Le pediría permiso para llenarle el culo a patadas.
- Cálmese...
- ¿Qué me calme? Usted está loco. Llega acá, lo intimida a mi doctor, me hace venir para acá y pretende además que me calme. ¡Largo de aquí!
- ¿Cómo?
- Lo que oyó, se me largan del consultorio.
- Pero...
- Vamos, marchando, no me hagan ir a buscar una escoba o algo.
- Nilda, tranquilícese - intermedió el médico.
- Usted hágase a un lado, si no quiere ligarla. Vamos carajo, eso, marchen. Bien, bien, los tres, afuera. Eso, y no vuelvan.
El sonido de la puerta de calle al cerrarse esparció silencio en el consultorio. Carmen estaba boquiabierta, mientras que Almada aún sentía el corazón palpitando en la garganta.
Nilda, en cambio, seguía enérgica y corrió a cerrar la puerta con llave. Tomó la llave y la arrojó en el escote de su vestido. Luego miró al médico, que supo con esa mirada que estaba perdido.
- Y ahora Almada, dado que he venido en su rescate, exijo me recompense como es debido.
El doctor tembló. Aquellos ojos clavados en él, los dientes mordiendo los labios inferiores, el cuerpo de la mujer caminando en su dirección, el sudor que era visible en cada pliego de la piel, la agitación rítmica bajo el enorme busto, significaban una sola cosa: más y más recetas para hacer.


3 de septiembre de 2012

Minicuentos eróticos con un toque de humor

Los siguientes son los relatos enviados a la convocatoria del sitio literario "Cuentos y más" que dirigen Juan José Panno y Mónica Pano, el concurso de "Minicuentos eróticos con un toque de humor". Certamen que por otra parte generó una alegría, dado que "Ambiguo" fue uno de los diez ganadores, según dictaminó el jurado integrado por el humorista y escritor Rudy, de Sátira 12, y a la periodista y escritora Ingrid Beck, de la revista Barcelona.

Ambiguo
Había algo en ella que me seducía, aunque por entonces no me decidía si eran sus tetas o sus bigotes.

Condenado
Algunas cruces vienen desde la cuna, como el caso de los Gatiesa al bautizar a su primogénito con el nombre de Elber.

Dificultad
Se excitaba tan fácil que caminaba mirando el piso.

Primerizo
Confesó que era su primera vez cuando la enfermera estaba a punto de hacerle el enema.

Bochado
Se llevó a marzo Educación Sexual. Según la profesora el oral fue bastante bueno, pero la práctica no le alcanzó.

Aguante
- ¿Aguantás toda la noche?
- ¡Claro rubia!
- Entonces aguántame que tengo sueño.

XXX
Siempre había querido ver con su mujer algo chancho antes de hacer el amor, pero ella no tuvo mejor idea que alquilar Babe.

Metejón
Coincidieron en el ascensor, se enamoraron en el trayecto e hicieron el amor en la terraza. Fueron padres bajando por las escaleras.

Atención
Primero levantó su falda, luego dejó ver su escote, pero solo al sacarse la bombacha los alumnos le dieron bolilla.

Advertidos
Era ninfómana. Ninguna enfermera en el geriátrico se lo creyó. Y tras su primera noche, velaron a seis ancianos.

El resultado de la convocatoria se puede leer en esta entrada de Cuento y más.